Este es el post número 23 de la serie El mejor profesor de mi vida, escrita por los lectores del blog como homenaje a la profesión docente. Cuando empezó la serie, este texto no estaba previsto ni escrito. Una lectora, Esperanza Lara, se puso en contacto conmigo desde Cali (Colombia) para contar su historia personal. Me mandó un mensaje impresionante (aunque algo fragmentario y con sus diabluras ortográficas), en el que uno podía evocar algunos aromas de García Márquez. Le propuse convertirlo en un artículo para el blog. Aceptó encantada y emocionada, y me mandó un nuevo mensaje, no menos impresionante que el primero. Con ambos está construido este texto. Poco hay que añadir, porque los lectores lo captarán perfectamente desde la primera línea.
Autora invitada: ESPERANZA LARA (Cali, Colombia)
Nací en una región montañosa de Colombia llamada Páramo del Sumapaz, una antigua zona de asentamiento indígena chibcha. De ahí provengo, y mis raíces son indígenas. Seis años tenía cuando mis padres me llevaron por primera vez a una escuelita rural en la que los niños de 1º a 5º de Primaria estábamos todos mezclados. Yo ya sabía leer, porque mi padre me había enseñado, curiosamente no con libros infantiles, sino con sus libros revolucionarios. Lo primero que recuerdo haber leído fue a Darwin y su Teoría de la Evolución. También mi madre me enseñaba a leer, pero con la Biblia. Así que pueden imaginarse la confusión ideológica que tenía, seguramente producida por mi enorme deseo de aprender a leer pronto. Paradójicamente, yo ya tenía nietos cuando conseguí acabar bachiller. Tenía 37 años.
Me acordé de esto el otro día, cuando leí en este blog un post sobre El mejor profesor de mi vida. Siempre leo el blog al llegar a casa después del trabajo. Pero aquella historia me emocionó y me hizo retroceder de golpe mucho tiempo atrás. Fue muy lindo recordar a mis profesoras Marlen y Alicia, auténticas heroínas de mi vida.
Porque no tuve una, sino dos profesoras inolvidables. La primera fue Marlen. A ella nunca jamás la olvidaré, pero, por mucho que me esfuerzo, no consigo recordar su apellido. Supe que algo especial pasaría en mi vida de niña desde la primera vez que la vi. Ella me enseñó el amor por la lectura, por el análisis, y, como decimos en mi país, la voluntad de no tragar entero, de desmenuzar cada trocito de lectura y de realidad.
Me enseñó a leer con diccionario y marcador en mano, así que, si me sorprendía una palabra desconocida, la subrayaba y buscaba de inmediato su significado en el diccionario. Era una manera absolutamente deliciosa de leer, de entender y de descubrir las cosas. Y así quedé, porque así leo todavía. Eso sí, nunca he logrado tener una buena ortografía. Tengo un amigo español que me antes corregía, pero el pobre ya se dio por vencido: dice que no le presto atención y que ya no tengo arreglo.
En clase, Marlen estaba sola con niños de distintas edades, así que nos dividía por grupos. Con ella aprendí a leer en una cartillita que se llamaba Nacho lee. A mí me llenaba profundamente esperarla cada lunes a la orilla del camino, porque llegaba cargada de libros y de confites para todos los niños. Tenía una sonrisa amplia y nunca se enojaba. Siempre sabía todo y nunca decía que no a nada que le pidiéramos.
Si un alumno no aprendía a la primera, no tenía problema en repetir y repetir lo que fuera necesario, hasta lograr que todos estuviésemos al nivel adecuado. Era tan inmensa su capacidad, su serenidad, su amor por enseñar y la pasión con la que lo hacía, que aún hoy, después de 35 años, aun la recuerdo como el primer día.
Al cabo del tiempo, retomé mis estudios para hacer Bachillerato, de forma acelerada y en jornada nocturna, en la ciudad de Pereira (Risaralda), zona cafetera donde he pasado media vida, y donde crié a mis hijos y a mis nietos. Allí es donde encontré de alguna manera nuevamente a Marlen, pero encarnada esta vez en Alicia Rodas. Siempre he pensado que aquel encuentro fue mágico, y hoy es mi amiga.
Era una mujer de 55 años. Tenía las mismas características que Marlen a la hora de enseñar. Me tuvo una paciencia inimaginable en Álgebra y en Física, y me enseñó con tanto amor, que hoy puedo decir, sin temor a equivocarme, que a ella le debo mi graduación a los 37 años de edad.
Aprendí tantas cosas con ella y de ella... También me involucré en la redacción de escritos para el periódico escolar. Era para los adolescentes, y yo ya era una mujer de 37 años, pero Alicia me había hecho perder el miedo a comunicarme, a expresarme, a explicar mis ideas a través de la escritura, con esa forma un poco irreverente de decir las cosas que tengo. Creo que también le debo incluso haber escrito el texto para este blog.
Ahora, siempre que llego a casa por las noches leo el diario, gracias a ella. Aunque uno no salga de su país, si debe interesarse por saber lo que sucede en el mundo. A nivel social, político, educativo…
Alicia no fue solo mi profesora de Álgebra y Física. Fue y aún es mi amiga. Ella me enseñó que en la vida había más cosas que ser madre y abuela, que hay mucho por conquistar, que la edad no es un impedimento, que puedes cumplir tus sueños si tienes disciplina y empeño, y que para conseguirlos necesitas un poco de sacrificio y mucha convicción.
En fin, todo esto se lo debo al amor y la dedicación de esas dos grandes profesoras, una al inicio de mi vida escolar y la otra no al final, pero sí en un momento crucial de mi vida.
Y eso me hace creer que en cada cosa que un ser humano realice, en la esencia de todo lo que haga, debe haber amor.
Bueno, eso es todo. Mil gracias por los artículos, que me han permitido evocar aquella frase antigua: “Recordar es vivir”.
Buenas noches.
Hay 1 Comentarios
Ha sido un placer leer a Esperanza. Me ha hecho llorar, incluso. Gracias.
Publicado por: Agnes | 08/09/2013 16:34:39