Post número 22 de la serie El mejor profesor de mi vida, escrita por los lectores del blog como homenaje a la profesión docente.
Autora invitada: MARTA PASCUAL (Madrid)
La mejor profesora de mi vida fue Remedios Lancharro. Me enteré de que nos tocaba clase con ella aún en el pasillo, con el bocata a medias y a través de un chivatazo desgastado por siete bocas antes de llegar a la mía.
Entramos arrastrando las ganas, con las manos más sucias que media hora antes, sin dejar de movernos para alargar el rato de descanso, antes de volver a sentarnos para que nos hicieran creer que íbamos camino de ser adultos.
Me recorrió en tres gestos y sentí que me vaciaba. Como sólo sabe hacer una madre con un hijo, que lo mira, incluso de reojo o desde lejos, y lo revienta por dentro, lo deshabita de tanto que lo conoce.
Me senté y su voz grave lo llenó todo. Llenó esos huecos donde antes de los veinte habitan tantas dudas que hasta tienen casa propia. Hablaba lentamente pero con firmeza castrense. Nos preguntó qué sabíamos uno a uno de su asignatura y escuchó como yo solo había visto hacerlo a una pareja ciega una vez en el Parque del Oeste de Madrid. Para no saltarse ni un sonido. Buscando información que ha podido perderse hasta en las comisuras de los labios.
La duda, aquella hermana de la adolescencia, nos empezó a asustar menos. La vida, empezó a entrar a borbotones por la ventana.
“Vamos a hablar de lo que de verdad importa” parecía haber venido a decir. Le interesaba lo que nos parecía la Unión Europea, el entonces ministro José Luis Corcuera y su Ley de la patada en la puerta… hablábamos sobre la desamortización de Mendizábal como si fuera un Madrid-Barça.
No tocó en un año el libro que había dejado sobre su mesa.
Decía “almuerzo” y “desencuentro” en vez de “comida” y “pelea”, le gustaba Córcega, que era como el bonus point del reparto de entreguerras, y bautizaba el periódico de los domingos con café.
Había que escribirla, la historia, y para seguir el cuento había que entender lo que había pasado antes. Nos habían llenado las copas por primera vez y nos estaban dejando brindar. Qué responsabilidad. Y qué agobio, oigan.
Lloré con hipo delante de ella cuando suspendí. Una tarde entera pasó conmigo explicándome cómo había que ordenar las cosas al contarlas, no cómo había que pensarlas. Yo, su groupie absoluta, que a punto estaba de forrarme la carpeta con fotos de esta cincuentona de zapato plano que me había enseñado a pensar y que ni siquiera debía intuir mi admiración.
No he vuelto a sentir nunca esa euforia que me recorrió el cuerpo al ver aquellas dos cifras en mi nota de selectividad. Y qué abrazo nos dimos. Parecía que habíamos ganado el Mundial.
Maduramos de golpe, nos tatuó las ganas en la piel y se fue sin hacer ruido, pero todos sabíamos muy bien lo que nos había enseñado: a vivir la vida a gritos.
La serie El mejor profesor de mi vida no acaba de terminar
La idea de pedir la participación de los lectores para publicar esta serie surgió a finales de abril, cuando estaba retocando precisamente el post El mejor profesor de mi vida. La primera selección de testimonios de los lectores de este blog es muy emocionante. Comenzó a publicarse el pasado 4 de julio (con El milagro de Miss Phillips con la Historia) e inicialmente iba a terminar hoy, pero una lectora colombiana, Esmeralda Lara, se puso en contacto conmigo para contarme su historia. Me pareció tan impresionante que prolongaré la serie hasta el sábado que viene, 7 de septiembre. Estoy convencido de que a los lectores les resultará apasionante leer su historia. Mi consejo es que pasado mañana, sábado, no se la pierdan.
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