
Nuestros hijos pasan una veintena de años en un muy singular ecosistema: el aula. No hagamos caso al gardeliano tango Volver dando por hecho que "veinte años no es nada". Hay dos maneras de abordar esas décadas de educación formal: pasar el rato escatimando esfuerzos con la vana esperanza de que mañana será otro día (muy distinto) o afrontarlas como un periodo de permanente y acelerado enriquecimiento intelectual, emocional y psicológico, siempre en busca de uno mismo.
Pero también hay dos maneras de ponerse en marcha, parecidas desde fuera y vividas de forma radicalmente diferente desde dentro. Uno puede dejarse llevar únicamente por la obligación de aprobar y el correspondiente deseo de decir adiós (a este profesor, a esa asignatura, a aquel colegio), o puede motivarse y luchar por alcanzar grandes objetivos: formarse, asumir valores, ampliar conocimientos, adquirir habilidades y competencias, desarrollar creatividad, generar hábitos… Es decir, mejorar para quedar en condiciones de volver a mejorar (en una paráfrasis de esa expresión extraordinaria, aprender a aprender, que tanta incomprensible incomprensión provoca).
Supongamos que en plena conversación sobre su futuro profesional y la mejor manera de prepararse para afrontar las incertidumbres, nuestros hijos se nos plantan delante y nos preguntan a bocajarro: “Déjate de grandes rollos y dime cuáles serían los principios que deberían inspirar mi vida de estudiante para llegar en buenas condiciones al futuro que me espera".
Glub… ¿Alguien se atreve?