Leí hace tiempo, y he olvidado el
autor, que solo atendemos a aquellos consejos que coinciden con lo que deseamos
oír. Si así fuera, el arte del buen consejo sería una pérdida de tiempo (menos para el aconsejador, que afina su pensamiento en cabeza ajena). Pero como este post va de consejos sobre cómo dar
consejos a los hijos en momentos de crisis (¿metaconsejos?, ¿consejos al
cuadrado?), me conviene dejar a un lado mi propia experiencia, y creer y hacer
creer que la cita inicial está desenfocada.
La pregunta es qué hacer cuando nuestros hijos atraviesan una época en la que derrapan y nos invade la desasosegante sensación de que ni ellos, ni sus profesores ni nosotros somos capaces de reencauzar la situación. Es más, ¿qué hacer cuando no sabemos ni por dónde nos da el aire y nos sentimos tan perdidos como ellos?
Puede tratarse de asuntos más o menos académicos, pero también su mera evolución psicológica, un descarrilamiento de hábitos, una desmotivación inexplicable, los malos amigos (hijos ajenos, por supuesto, nunca los propios: ¿no suena a Sartre, con l’enfer c’est les autres?) o una florida lista de causas que suelen entrelazar una serie de disgustos académicos.
Como no trato de dar respuestas directas a situaciones concretas, sino de hacer sugerencias generales que cada uno ha de traducir a su contexto personal, me ha venido a la cabeza la aguda etiqueta de Javier Gomá, cuando se autodefine, quizá no tan paradójicamente, como “especialista en ideas generales”. Así que eso es lo que hay aquí: ideas generales (tantas veces germinales para soluciones específicas).
Dibujaré un marco ayudándome de dos sentenciosas ideas cuya aparente contradicción se desvanecerá en breve. La primera es de nuestro particular y aforístico Oscar Wilde de la transición española, Pío Cabanillas (padre, ya fallecido): “Lo más urgente es esperar”. La segunda, de la presidenta [ella prefiere “presidente”] del Círculo de Empresarios, Mónica de Oriol Icaza: "Si tienes un problema, ponle nombre y luego, acción”.
Pues bien, parafraseando el aforismo de Cabanillas, tratemos de poner las cosas en su orden. Cuántas veces queremos llegar a la solución antes que al conocimiento del problema. Es lógico, habida cuenta de nuestra natural aversión a los problemas, a la que se añade la tentación, en momentos de angustia emocional, de arreglar lo que sea, sin saber qué necesitamos arreglar. Lo inteligente es averiguarlo antes. O, dicho de otro modo, saber qué está pasando antes de ofrecer una solución empaquetada, de las que valen para rotos y para descosidos.
Saber qué está pasando requiere a menudo hacer averiguaciones, escuchar mucho, analizar bastante, meditar un poco y quizá contrastar alguna que otra opinión, algo que no tiene buena química con los elementos emocionales en juego cuando se trata de nuestros hijos.
Se podría decir que lo anterior es de sentido común, pero no debe serlo tanto, porque no pocos padres y madres cogen el toro por los cuernos con precipitación y se lanzan a sermonear a sus hijos sin saber lo que realmente les pasa. Soluciones estandarizadas del estilo "¡Tienes que ponerte las pilas!" equivalen a decirle al enfermo “¡Tienes que cuidarte!”. Las más de las veces son prescindibles. Ningún cirujano operaría sin un diagnóstico bien establecido (confiemos). Lo mismo debemos hacer como padres: definir lo mejor posible el problema y luego actuar en consecuencia, siempre en la medida de nuestras posibilidades (que suelen ser más de las que creemos).
Convengamos en que, cuando a nuestros hijos se le tuercen las cosas gradual o súbitamente, las causas pueden ser muy distintas (e incluso distantes). Por eso no seré yo quien ofrezca una fórmula mágica. Ya me gustaría, pero no la he encontrado, más allá de los efectos benéficos de un buen diagnóstico.
¿Cuáles son mis recomendaciones?
Las reúno en un decálogo, confiando en que cada uno las reelabore según sus
circunstancias. Pero antes de empezar por la número 1 hablemos de la número
0. Consiste en estar siempre atento, en monitorizar la marcha de los hijos, quizá no minuto a minuto, pero sí con una continuidad razonable. Si uno se da cuenta de
algo con retraso, la averiguación de los hechos se complica, y la
solución, aún más. Así que ese es mi consejo previo: una reacción temprana (aunque es mejor una reacción tardía que una pasividad resignada: quedarse a
verlas venir ni siquiera deja verlas
venir).
Una vez planteada esa sugerencia de partida, las que siguen no son mágicas, pero sí importantes y con magníficas proporciones de sentido común (el menos común de los sentidos, según Ortega y Gasset, y no lo desmentiré).
1. Hablar con nuestro hijo o hija. No prioritariamente para hablarle, sino para escucharle. Es tópica la idea de que, en la adolescencia, hacer hablar a un chico es tan difícil como hacer callar a su hermana, pero los padres han desarrollado ese arte que, en todo caso, no es improvisable, sino que requiere un primoroso cultivo de años. Si nuestros hijos no se animan a transmitirnos cómo ven sus cosas, perderemos mucha información y podremos confundir síntomas y causas profundas. Así que estas conversaciones indagatorias no son las adecuadas para intentar mostrar ninguna clase de superioridad. El arte de hacer hablar no se distingue del saber escuchar activamente.
2. Mantener una conversación sin tensión de cierre, ese factor contaminante que tanto trastorna (que se lo digan a los periodistas). La tensión de cierre es la manera elegante de referirse a la urgencia por terminar la charla de una maldita vez. En circunstancias de este tipo, la charla debe ser seria, pero calmada; profunda, pero serena; sin desvíos, pero sin angustias por acabar. Debemos orientarnos hacia la definición del problema con mucha más intensidad inicial que a la búsqueda de la solución. Cada cosa tiene su momento: solucionar después de definir el problema (salvo que sea elemental, claro).
3. Charlar sin poner cara de susto y escándalo. Algunas cosas que oímos de nuestros hijos no nos gustarán, pero es bastante más importante conservar su confianza en el futuro que dar un esplendoroso latigazo de autoridad que no dure más allá de cinco minutos. ¿Debe traducirse eso como que debemos aceptarlo todo sin más? En absoluto. Todo se puede discutir, todo se puede criticar. La cuestión es cómo: con claridad, sinceridad y visión de futuro, porque un hijo así acostumbrado nunca se aleja de los padres si, además, percibe cariño, comprensión y respeto, sea cual sea la divergencia. La clave consiste en que, cuando uno diga lo que debe decir, no cancele su posibilidad de seguir diciéndolo en el futuro. Hay momentos en que un exceso de autoridad en el momento provoca justamente que esa autoridad se quiebre para el futuro.
4. En situaciones familiares de pareja (estadísticamente mayoritarias) es imprescindible acordar la estrategia, armonizar los mensajes, participar conjuntamente en las conversaciones. Salvo excepciones, que uno deje el tema en manos del otro (y, para colmo, luego le exija cuentas) es algo más que un error (evitaré calificarlo). Pero que los dos miembros de la pareja se presenten ante sus hijos cada uno por su lado, o con ideas o estilos totalmente divergentes, es una catástrofe potencial para el equilibrio psicológico de los jóvenes. Así que es imprescindible que la pareja funcione como una unidad, al menos en las grandes líneas.
5. Hay que hablar con los profesores lo antes posible y las veces que sean necesarias. Confiar en los profesores es preferible por defecto. Pero incluso cuando no es así, por el motivo que sea, no perdamos de vista que ellos ven a nuestros hijos en situaciones muy diferentes de las nuestras. Los jóvenes cambian según el entorno, no son idénticos en todas partes. Y los profesores, a pesar de la inercia que a veces altera su objetividad, son profesionales muy bien entrenados en captar a los jóvenes. Con la amplitud de visión que les da haber visto a centenares de ellos en centenares de ocasiones, con verlos desenvolverse dos minutos perciben a veces más que nosotros mismos.
6. Una vez conocida la situación crítica en profundidad,
no basta plantear soluciones perfectas
que solo sean válidas para nosotros. Una solución unilateral es un brindis al
sol. Se trata de volver a dialogar con nuestro hijo y establecer pautas de
actuación del modo más compartido. Es mejor media solución compartida que una
solución escultórica que nuestro hijo nunca va a poner en práctica, aunque nos
deje la conciencia bien limpia. Es evidente que en ocasiones hay que imponer
cosas, pero solo cuando se trate de un mal menor, y no por desidia persuasiva o
falta de diálogo.
7. Cuando estamos comprometidos en poner soluciones a determinados problemas, es mejor comprometerse en público que hacerlo solo con uno mismo en la intimidad. Darle esa pequeña publicidad o transparencia a nuestros esfuerzos en los círculos más próximos puede llegar a ser una notable contribución al éxito, de la misma forma que el secreto en el propósito de cambio nos dejaría seguir haciendo todo igual que antes.
8. Para nosotros, como padres, sería fácil dar órdenes y acto seguido olvidarnos del problema. Eso no es educar, aunque a veces nos sirva para consolarnos ante el espejo o los amigos: “Yo ya he hecho todo lo que podía. Lo demás no está en mi mano”. Cada uno tiene sus responsabilidades. La nuestra no es sustituir a nuestros hijos, pero sí monitorizar de cerca que el proceso de cambio y solución es el correcto y lleva el ritmo adecuado.
9. A un hijo que rectifica, cambia y mejora no se le puede tratar como si se hubiera limitado meramente a cumplir con su deber. Aunque, efectivamente, lo haya hecho. Hay que gratificarle emocional y moralmente sus esfuerzos, porque no somos máquinas, necesitamos sentir la calidez y el reconocimiento ajenos, incluso cuando solo se trate de actuar correctamente. Y no hay duda de que reconocer los méritos es un fijador de conductas. El cariño se convierte así en una cuestión bien pragmática.
10. Al final no acaba todo. Resuelta las crisis, si es que tenemos la suerte de que así suceda, es el momento de pensar con calma, sacar conclusiones para el futuro y analizar críticamente lo sucedido. Vivir momentos complicados o malas épocas, y no pararse a pensar en ello solo porque ya han pasado, sería transitar por la vida sin sin aprender. La pregunta que debemos hacer los padres a un hijo que ha superado cualquier tipo de crisis debería ser siempre esta: “Hijo, ¿qué has aprendido de lo que te ha ocurrido?”. Es una pregunta incómoda y que no suele ofrecer una respuesta más brillante que la de “Papá, no seas pesado”. Pero hay cosas que conviene decir o hacer, aunque sepamos que no tendrán efecto inmediato e incluso que están condenadas al fracaso.
Simplemente porque es nuestra obligación. Como la de dar buenos consejos que pueden ser inútiles. ¿O quizá no a largo plazo?
Gracieta final. Queda solemnemente desaconsejado darle la vuelta al título de este post.
Hay 3 Comentarios
Puede que para algunos lectores estos consejos sean evidentes, pero ser padre/madre es difícil y se agradece la ayuda. Me apenan los padres que creen que no son capaces de ayudar y educar a sus hijos. A ellos: no se desanimen y sigan con el intento y algún día verán cómo sus esfuerzos merecieron la pena.
https://www.problemasyecuaciones.com/
Publicado por: Problemas resueltos de ecuaciones | 03/09/2018 18:39:06
Buenos consejos. Sobre todo, recalcar que hay que tratar de no alterarse demasiado cuando descubrimos algún comportamiento reprochable. Si nos enojamos en exceso con los jóvenes, nunca serán capaces de confiar en nosotros. Es importante ser empáticos con ellos.
https://www.matesfacil.com/
Publicado por: Matesfacil | 28/08/2018 10:07:41
Genial el artículo. Como orientador he visto multitud de casos como el que describes y - los profesionales los primeros - caemos en el fallo de coger el toro por los cuernos sin investigar suficiente. Se agradece el sentido del humor !
Publicado por: Iván Martín | 05/11/2013 15:58:03