Vuelvo a la carga con los estilos. Ya sabéis los que seguís este modesto espacio de reflexión mi casi obsesión por ellos. Aun a riesgo de repetirme, insisto en la necesidad de los equipos de buscarlos y encontrarlos, y una vez logrado, encomendarse a ellos como una guía innegociable de comportamiento. Un rápido vistazo a los grandes equipos de la especialidad deportiva que sea nos lleva a la conclusión que en las duras y en las maduras, su credo no variaba de forma sustancial, pues en él encontraban las respuestas a cualquier tipo de situación. Esto, evidentemente no implica inmovilidad ni capacidad de adaptación a circunstancias puntuales que obligan o recomiendan ciertos ajustes , pero nunca sin perder la esencia tu ideario. Un estilo definido te da personalidad, fija conceptos y evita jaimitadas. Su defensa lanza un mensaje inequívoco de convicción en unas ideas, de confianza en tus propias posibilidades. Cuando no lo tienes, las dudas aparecen y la convicción mengua, pues tu comportamiento pasa a estar excesivamente condicionado a lo que sean o hagan tus rivales, por lo que pierdes la primera batalla.
Esta lección la aprendí hace ya muchos años. Allá por el verano de 1984, la selección española de baloncesto logró algo impensable, jugar la final de unos Juegos Olímpicos frente a EEUU. Aquel colectivo del que creo que ya he hablado en alguna ocasión (je, je) tenía 25 años de media, lo que auguraba que quedaban unos cuantos años de gloria. Pero nunca llegaron, sino más bien lo contrario. Evidentemente las razones fueron diversas, pero uno de los motivos más importantes pienso que fue el cambio que se produjo en el punto de mira. Después de unos cuantos años donde se había realizado un enorme trabajo de autoafirmación y confianza en nuestro juego y autoestima, la consecución de un gigantesco éxito trajo de la mano una cierta dosis de miedo a no poder seguir cumpliendo con unas expectativas que ya estaban disparadas y que tuvieron como consecuencia que pasamos del “que se preocupen ellos de nosotros” a preocuparnos nosotros por lo que pudiesen hacer ellos. En lugar de potenciar nuestras virtudes, se resaltaban en exceso las de nuestros adversarios, a veces hasta extremos que no correspondían con la realidad. Y terminamos viendo gigantes donde sólo había molinos.
Lo que hizo Ancelotti, entrenador del Real Madrid, el sábado en el Camp Nou fue toda una declaración de principios. Consideraciones mercadotécnicas aparte, con su extraña alineación lanzó un mensaje muy claro. No me importa desmontar mi equipo hasta desnaturalizarlo, pues mi objetivo tiene que ver más con el daño que nos pueda infligir el rival que el que pudiese conseguir su propio equipo. De la misma manera que cuando el tóxico portugués lo intentó, este comportamiento sigue siendo de equipo pequeño, sin grandeza, que sale al campo sintiéndose inferior.
Nunca he entendido como de repente, a algunos técnicos les dan eso que se llama “ataque de entrenador” y de repente te salen por peteneras. En su búsqueda de la sorpresa, de la cuadratura del círculo, lo que consiguen es confundir a sus propios jugadores. Por no hablar que una cosa es hacer unas flechas en una pizarra y otra conseguir que algo novedoso quede suficientemente fijado en unos pocos entrenamientos. Si las variaciones son puntuales y no afectan fundamentalmente al estilo, se convierten en asumibles, pero cuando son estructurales, el peligro que se corre es enorme.
Para más inri, que decía mi madre, lo hecho por Ancelotti incide en un problema que el Madrid sigue sin resolver. La explosión del Barcelona de Guardiola le metió en un camino donde las urgencias pudieron más que las paciencias. Había que ganarles como sea, y en ocasiones parecía que el objetivo era más la destrucción que la construcción. A veces se logró el éxito puntual, pero pasan los años y seguimos sin saber exactamente cuales son los planes de juego, pues se fichan entrenadores y jugadores que van en una dirección y a otros que van otra bien diferente. Unos días se habla de espectáculo y otros de resultados. Unos días el santo grial es el toque y otros ir por la vía rápida. Así es muy difícil fijar un estilo, trabajarlo, dotarlo de mecanismos autómatas, actuar y contratar en consecuencia. No es fácil, sobre todo cuando la exigencia abarca al juego, su belleza y también al resultado. Vamos, que se quiere todo.
Alguien pensará en que en la variedad está la clave, en que lo ideal sería poder jugar a muchas cosas diferentes, pero para eso está el dicho de “quien mucho abarca, poco aprieta”. Hay que apostar por algo, fijarlo casi como dogma de fe e intentar llevarlo a la excelencia que requiere la alta competición. Al menos eso hicieron prácticamente todos los grandes equipos que guardamos en la memoria.