El Madrid es otra vez campeón de Europa. Me llevé un alegrón, sólo mitigado por la empatía que siento hacia el Atlético de Madrid actual, heroico y capaz, de pelear, con unos mimbres mucho menos sonoros, con lo más lujoso del continente. Su ejemplo es un magnífico exponente de lo que un grupo es capaz cuando tiene ideas, disposición, actitud, ambición y confianza, cosas que no siempre se compran en el mercado. Me alegré del resultado por mis indisimuladas simpatías hacia el club donde crecí y me formé, aunque mis divergencias hacia su gestión y maneras me colocasen en el pseudomadridismo hoy afortunadamente en vías de extinción. Y me reconfortó también que con su triunfo, pasa a la historia el tema de la tan traída, llevada y cacareada décima, lo que le tiene que permitir al Madrid el competir de una forma más natural.
Dice el diccionario que obsesión, en su segunda acepción, es una perturbación anímica producida por una idea fija. Al madridismo, en su versión futbolera, la persecución de la décima le ha hecho más mal que bien, pues ha sido grande la perturbación anímica. Sin nada que reprochar a su vocación europeísta y a las obligaciones que trae su condición de primer referente de esa competición, la fijación con la obtención de una nueva Copa de Europa que hiciese traspasar su historial a los dos dígitos llegó a tales extremos que durante 12 años ha supuesto una pesadísima carga. Todos estos años, todas estas temporadas, desde el primer día de entrenamientos salía la palabra décima. La queremos, la perseguimos, la prometemos. Jugadores y técnicos, independientemente del tiempo que llevase en el club, se abrazaban inmediatamente a la cruzada. Y claro, por si no fuera suficiente lo difícil que es alcanzar una final y ganarla, pues depende de un montón de factores, algunos incluso aleatorios e incontrolables, el Madrid añadía algo que los demás no llevaban en su mochila: su obsesión por ella.
Cada año que pasaba, la presión era mayor. Los fracasos se iban sucediendo, las decepciones aumentando y la mitificación no paraba de crecer. El Madrid peleaba con los contrarios y contra ellos mismos. No es de extrañar entonces que haya costado tanto conseguirla.
Pues la décima ya está en las vitrinas del Bernabéu, para disfrute de todos, incluido Florentino Pérez, uno de los más obsesionados con ella en su afán de pasar a la historia. Aunque el presidente del Real Madrid habló nada más terminar el partido sobre lo exigente de la afición blanca y que seguro que ahora piden la once, la doce y a trece (no le salía undécima, duodécima y decimo tercera, supongo que de la emoción) estoy convencido que no será igual. Por supuesto que en el Real Madrid el segundo puesto seguirá siendo una mala posición, y cada futuro traspiés será recibido con decepción, pero no tendrá el enorme significado que durante más de una década se ha dado a ese bonito número.
Algo parecido ocurrió también hace ahora 16 años, cuando terminó el otro gran referente numérico: la séptima. El siete no es un número especial, pero se convirtió en el santo grial porque el Real Madrid llevaba 32 años sin levantar la orejona. Liberados de esa enorme presión con el gol de Mijatovic (98), llegaron casi inmediatamente la octava (2000) y la novena (2002), en las que el Madrid simplemente peleó con ahínco por el título más importante del mundo versión clubes, y no contra una maldición. No digo que vaya a ocurrir esto ahora y que la undécima y duodécima caerán en breve, pero sí que para el Madrid y sus jugadores, el alivio les tiene que conducir a una aproximación a esta competición un poco más sana, alejada de tanta tensión y peleando con lo que tienen delante, los mejores equipos del continente, no con fantasmas en forma de números.
Hablando de obsesiones, la de Diego Costa le puede costar más cara todavía, con su participación en el Mundial pendiendo de un hilo. En el difícil equilibrio creado entre las infinitas ganas de jugar un partido tan importante y la realidad de su lesión, Costa terminó eligiendo mal por segunda vez, perjudicando finalmente a su equipo. Hay un tópico que dice que la última palabra para saltar a la cancha la tiene el jugador, que es el que mejor sabe el estado en que se encuentra. Yo no estoy del todo de acuerdo con esto, sobre todo en las grandes ocasiones, donde el criterio del jugador está muy mediatizado por no querer dejar pasar una oportunidad que se presenta pocas veces en la vida. Y Costa ya demostró en el Camp Nou que sus sensaciones no se correspondían con su verdadero estado. Aun así, Diego Simeone, uno de los grandes triunfadores de la temporada, se volvió a fiar de él. Y pasó lo que pasó. Responsable de un sin fin de buenas decisiones durante este curso, el Cholo se equivocó al no leer entre líneas, a creer más en los milagros que en la ciencia, a no recordar que cuando eres jugador, a veces lo individual prevalece sobre lo colectivo. Cuando Diego Costa se dio cuenta que no podía, le volvió la conciencia colectiva y pidió rápidamente el cambio. Pero ya era tarde, pues el daño en forma de un futuro cambio desaprovechado ya estaba hecho. Y bien que al Atleti le hubiese venido de perlas cuando la gasolina fue menguando.
Posdata.- Estimado Cristiano, ¿era necesario el show final? Ya te contesto yo: Para nada.
Felicidades a todo el madridismo y un cariñoso recuerdo para una persona a la que estas cosas no le impresionaban, pues que el Madrid fuese campeón, era lo más normal del mundo.