No cabe duda la capacidad que tiene el deporte como generador de emociones. Ahora bien, buena parte de este poder proviene de nuestra historia personal, las filiaciones, las banderas o los colores que en un determinado momento abrazamos para no olvidarlos jamás. Ligados emocionalmente a un determinado deportista o equipo, es normal que se te muevan las entrañas cuando juega, disfrutes en el éxito o sufras en los tropiezos. Ahora bien, existen momentos, situaciones, partidos, en los que esta capacidad de ponerte los pelos de punta trasciende las camisetas, los deportistas o los equipos que consideras propios. Y dejan de importar los escudos, los recuerdos infantiles, las historias transmitidas de generación en generación. Partiendo casi de cero, sin necesidad de un bagaje anterior, ese poder hipnótico del deporte te atrapa y se apodera de ti, te mantiene pegado al televisor y te zarandea emocionalmente.
Me ocurrió el domingo pasado, cuando buscando algo para pegarme una siesta que mi cuerpo pedía a gritos, me dí de bruces con la final de la Copa Davis. Croacia dominaba a Argentina por 2-1 y en el cuarto partido Cilic aventajaba a un agotado Del Potro por dos sets a cero. Vamos, que todo apuntaba a que los compatriotas de Ginobili se iban a quedar otra vez a las puertas de un trofeo que perseguían con ahínco desde hace muchos años. Como Del Potro cuenta con mi eterna devoción, di descanso al mando a distancia hasta asegurar que aquello no tenía vuelta de hoja. En estas, Delpo empezó a dar señales de vida. Entre punto y punto abría la boca como un pez sacado de la pecera, pero cuando la pelota estaba en juego, a la menor ocasión lanzaba unos misiles que empezaron a hacer mella en la moral de Cilic. La gesta parecía imposible (Del Potro no había remontado dos sets en contra en TODA su carrera) pero esa increíble capacidad para jugar en modo agonía que vimos, por ejemplo, en la semifinal de los Juegos de Rio ante Nadal, merecía seguir enchufado. Ganó el tercer set y los 4.000 argentinos presentes ¡en Zagreb! despertaron de su abatimiento y se pusieron a empujar a su ídolo.
Del Potro ganó el cuarto set administrando como un maestro sus energías, parando el partido cuando le faltaba el aliento, rascando segundos donde se pudiese, corriendo sólo a las bolas a las que podía llegar. A cada punto conseguido boqueaba y cargaba pilas directamente de un público que cada vez estaba más entregado. Y llegó el quinto, la heroica, los dos jugadores agotados después de cuatro horas, las aficiones rugiendo en cada acierto y cada error, la electricidad traspasando la pantalla. Del Potro debía ceder en algún momento, no era posible que aguantase tanto, las piernas de Cilic parecían menos castigadas.... Pero aguantó, otra vez, y su enternecedora resistencia tuvo un final feliz.
Cuando Del Potro en la entrevista en la que no podía ni tenerse en pie, dio las gracias entre lágrimas a aquellos que no le dejaron retirarse, el nudo que tenía en mi garganta era de los de categoría.
Argentina primero empató, y con el subidón de Delpo, llegó Delbo y remató la faena, logrando lo que unas horas antes parecía imposible. A veces, no siempre, existe cierta justicia que hace que los que la siguen durante años, la puedan conseguir. El equipo argentino, a pesar de muchas enormes decepciones, no ha cejado en su empeño de pelear por su sueño, y por fin, cuando el camino era más empinado (ganó todas su eliminatorias como visitante) alcanzó la cima.
El caso es que ni yéndome ni viniéndome, no siendo ni argentino ni croata, el espectáculo, la emoción, la lucha, el agotamiento, los rostros de tensión, la pasión de todos, terminaron contagiándome, arrastrándome y agitándome como si estuviese emocionalmente involucrado. Cuando esto ocurre, no puedes decir otra cosa que ¡Viva el deporte!.