David Alandete

Sobre el autor

es corresponsal del diario El País en Washington. En Estados Unidos ha cubierto asuntos como las elecciones presidenciales de 2008, el ascenso del movimiento del Tea Party o la guerra de Afganistán. Llegó a Washington en 2006, con una beca Fulbright para periodistas, a través de la cual se especializó en relaciones internacionales, conflictos armados y políticas antiterroristas.

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Juicio al escuadrón de la muerte

Por: | 29 de octubre de 2011

El sargento Calvin Gibbs tiene, tatuadas en su pierna izquierda, seis calaveras. Son sus trofeos, la prueba sobre su piel de que ha matado a seis hombres. Al menos tres de ellos no eran enemigos, ni murieron en combate. Eran civiles, asesinados por un escuadrón de la muerte que él lideraba. En noviembre de 2009, el sargento se convirtió en jefe de la tercera sección de la Quinta Brigada de Asalto de la Segunda División de Infantería del Ejército de Tierra, estacionada en Kandahar. Eligió a cuatro hombres y les dijo que las muertes de soldados norteamericanos se vengaban matando. Que la guerra era muerte. Que la justicia venía por la mano de cada uno. “Mataremos a los salvajes”, les dijo. Su juicio comenzó este viernes.

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El soldado Andrew Holmes posa con el cadáver del joven Gul Mudin, en una foto tomada por el escuadrón de la muerte de Kandahar, publicada por primera vez por Der Spiegel.

Gibbs, en sus fotos siempre rubio y sonriente, se ve como cualquier joven de Montana. Nacido en la ciudad de Billings, es hijo de un devoto empleado de la Iglesia Mormona. Mal estudiante, era bueno jugando a fútbol americano. De complexión grande, agresivo en el juego, su sueño era ser soldado. No acabó los estudios de secundaria y por ello no se pudo alistar en el selectivo cuerpo de infantería de Marines. Se vio abocado al Ejército, que no era su primera opción, pero que le dio las mismas facilidades para ir a la guerra. Sirvió en Irak y en Afganistán. Conoció a una mujer, la soldado Chelsy McGibbs. Se casó con ella y tuvo un hijo, en 2008. 

Como se dicen esas cosas, medio en broma, medio en serio, Gibbs comenzó tanteando a sus soldados en su segunda misión en Afganistán: “¿Sabes lo fácil que sería matar a civiles afganos y que pareciera un ataque de los insurgentes?”. Tomó nota de las reacciones, y eligió a los cuatro privilegiados que saldrían con él a matar. La primera oportunidad llegó en enero de 2010. En La Mohammed Kalay, una pequeña villa, vieron a un adolescente, casi un niño, de nombre Gul Mudin, un agricultor, en uno de los campos que cuidaba. Gibbs, sin mediar palabra, le lanzó una granada.

El cuerpo de Gul Mudin quedó destrozado. Gibbs había robado la granada de la base de Ramrod, donde estaba destinado. Era una granada fantasma, que le serviría a Gibbs y a sus secuaces de coartada: dijeron que Gul Mudin les había atacado con ella, y que le habían matado por ello, en defensa propia. Con la adrenalina de tener ante sí a su primer trofeo, el sargento y sus hombres se tomaron fotos con su caza, el cuerpo de Gul Mudin como un deshonroso trofeo. (Esas fotos se encuentran en este enlace. Les advierto de que son cruentas, y muestran la peor cara de la guerra.) Orgullosos de su gesta, los miembros del escuadrón no pudieron mantener el silencio sobre ella. Pronto, en la base, la existencia de aquellos justicieros era un secreto a voces.

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Foto, que circula en las redes sociales, del sargento Calvin Gibbs, padre de un hijo, cuando estaba de servicio.  

Un mes después llegó la segunda oportunidad, en una misión en la localidad de Kari Kheyl. El escuadrón entró en la cabaña de un hombre llamado Marach Agha. Estaba solo y desarmado. Gibbs le empujó afuera: “¿Estamos listos para dispararle a este tipo?”. “¡Sí, señor!”, le respondieron. El sargento disparó un rifle AK-47 sobre una pared. Luego diría que Marach Agha había abierto fuego primero. Y le mató con un rifle M4. En marzo lo volvieron a intentar, con dos hombres a los que Gibbs acusó de tener un lanzagranadas que en realidad era una pala. Un médico que iba con el escuadrón, el sargento Robert Stevens, asegura que les disparó sin darles, para que huyeran. 

La última caza ocurrió en mayo de 2011, en la localidad de Qualaday. Con dos miembros del escuadrón, Gibbs acudió a la búsqueda de un clérigo local, el mulá Allah Dad. Le separó de su mujer y sus hijos y le hizo arrodillarse en un agujero, al que lanzó una granada. Luego sus hombres dispararon algunas ráfagas, para que pareciera que habían sido atacados previamente por los insurgentes. Por si acaso, le dejaron otra granada sin detonar al mulá al lado, una forma póstuma de incriminarle. 

En la base, Gibbs enseñaba sus tatuajes y otros trofeos: dedos amputados y dientes arrancados a sus víctimas. Ansiaba con matar y sabía que podía hacerlo porque imponía el terror. Amenazó a otros soldados, como Justin Stoner. Éste no sabía, inicialmente, de las ejecuciones, pero tenía algo en contra de Gibbs y sus hombres: que iban a fumar hachís a su habitación. Temeroso de que la culpa le cayera a él, amenazó con delatarles. Ellos le dieron una paliza. Stoner preguntó en la base por Gibbs. Le contaron sus gestas de terror. Y le delató. 

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De izquierda a derecha, los secuaces de Gibbs: Andrew Holmes, Michael Wagnon, Jeremy Morlock y Adam Winfield.

El consejo de guerra contra Gibbs, que se enfrenta a cadena perpetua, se celebra en el Estado de Washington. Durará una semana. Tres de los asesinos de su escuadrón se han declarado ya culpables. El soldado Jeremy Morlock aceptó en mayo una condena de 24 años en prisión a cambio de testificar contra sus compañeros. El especialista Adam Winfield hizo lo mismo en agosto, y fue sentenciado a tres años. El soldado Andrew Holmes recibió una condena de siete años. Aparte del juicio al sargento Gibbs queda el del especialista Michael Wagnon, que se ha declarado inocente.

Muerte de un adolescente

Por: | 26 de octubre de 2011

Un silencio forzoso envuelve aquí en Washington a la muerte de Abdulrahman el Aulaki. La Casa Blanca, que siempre promociona ‘off the record’ las gestas de sus ataques con misiles en Yemen, ha mandado a sus oficiales que no hablen del asunto. Los periodistas nos hemos encontrado con el más estricto mutismo. En el Departamento de Estado no nos han querido confirmar oficialmente si Estados Unidos mató a Abdulrahman. Nada se sabe con certeza, a excepción de que Abdulrahman, que era de nacionalidad norteamericana y tenía 16 años, murió el 14 de octubre en un ataque aéreo contra operativos de Al Qaeda en la provincia yemení de Shabwa.

300646_280054705350625_278913108798118_982596_454693973_nAbdulrahman el Aulaki, en una foto difundida por su familia en Facebook.


Abdulrahman era hijo del supuesto terrorista Anuar el Aulaki, a quien la CIA aniquiló con misiles lanzados desde un ‘drone’ el 30 de septiembre. Por aquel entonces, Abdulrahman se había escapado de casa de sus abuelos en Sanaa, la capital yemení, y, tratando de encontrar a su padre, había desaparecido en el desierto, cerca de la localidad de Ataq. Allí le sorprendió, dos semanas después, el ataque del Pentágono, en el que murieron ocho supuestos integrantes de la red de Al Qaeda en la península arábiga. El objetivo del ataque era el egipcio Ibrahim al-Banna, portavoz de esa organización en Yemen .

El martes, en la rueda de prensa diaria del Departamento de Estado, la portavoz Victoria Nuland evitó pronunciarse al respecto. Horas después nos envió a los corresponsales un correo en el que daba una respuesta sucinta a la pregunta de si ella o Hillary Clinton sabían algo de la muerte de Abdulrahman: “Nos hemos enterado por la prensa de que Abdulrahman Al-Aulaki ha muerto; sin embargo, no hemos recibido confirmación de su muerte por parte del gobierno de Yemen. No tenemos más información al respecto en este momento”.

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Abdulrahman el Aulaki, en una foto difundida por su familia en Facebook.

La Casa Blanca mantiene que no tiene un frente de guerra en Yemen, sino que simplemente autoriza misiones de la CIA y del Comando de Operaciones Especiales del Pentágono contra enemigos terroristas que se hallen en ese país. Allí se fraguó, por idea del padre de Abdulrahman, el fallido atentado contra un avión sobre Detroit de la Navidad de 2009. Si el de Yemen fuera un frente tradicional, un caso como el de la muerte de un menor norteamericano, al que además no se acusa de nada, hubiera desatado una investigación tanto por parte del Pentágono como del Congreso norteamericano. En el caso de Abdulrahman sólo hay silencio.

La familia de Abdulrahman, nacido en Denver, ha pedido explicaciones al gobierno. En un principio, varios oficiales de la Casa Blanca hablaron con algunos periodistas norteamericanos bajo condición de anonimato y quitaron importancia al asunto, diciendo, incorrectamente, que Abdulrahman tenía 21 años y que en el momento de su muerte se hallaba con supuestos terroristas por decisión propia. Lo cierto, dicen sus familiares, es que estaba en el desierto, a cargo de amigos de su padre, dos semanas después de que este hubiera sido aniquilado por la CIA.
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Certificado de nacimiento de Abdulrahman, facilitado a los medios por su familia. 

“Abdulrahman Anuar Aulaki nació el 26 de agosto de 1995 en Denver, Colorado”, dijo la familia en un comunicado que nos envió a los medios. “Era un ciudadano estadounidense criado en EE UU hasta 2002, cuando su padre se vio obligado a salir de los EE UU, regresando a Yemen. Abdulrahman vivió en Sanaa (la capital de Yemen) hasta hace unas semanas, a mediados de septiembre, cuando dejó a su madre una nota diciendo que echaba de menos a su padre y salía a la búsqueda de él en la provincia de Shabwa, la tierra de sus antepasados. Una semana más tarde, el 30 de septiembre de 2011, su padre fue asesinado. Se quedó en Shabwa con sus familiares, con la intención de volver a Sanaa en cuestión de días. El 14 de octubre 2011 Abdulrahman, junto con algunos de los jóvenes de su tribu, fueron a tomar parte en barbacoas bajo la luz de la luna. Un misil teledirigido alcanzó al grupo, matando a Abdulrahman y varios otros adolescentes”.

El contraste entre la muerte del padre y del hijo es notable. En el caso del primero, portavoces de la Casa Blanca y el Departamento de Estado dieron todo tipo de detalles sobre el ataque de la CIA. Aulaki padre era un objetivo muy preciado, un terrorista nacido en EE UU que era gran propagandista y agitador en contra de su propio país. El propio Barack Obama habló de su muerte, ante la que se creó un revuelo mediático casi equiparable a la del propio Bin Laden. En el caso de Aulaki hijo, ningún oficial ha dicho nada. Sólo quedan las últimas palabras del adolescente en Facebook, una frase lapidaria que nos ha facilitado a los medios su familia: “Cuando matas una vez, es fácil volver a matar una y otra vez”.

(La familia de Abdulrahman ha creado una página de Facebook, a la que se puede acceder en este enlace)

Cría presidentes...

Por: | 25 de octubre de 2011

A Estados Unidos, la guerra de Afganistán le ha costado más de 500.000 millones de dólares (probablemente más) y 1.818 soldados muertos. Todo, según los gobernantes de Washington, para que la democracia se abra paso en el país asiático. (Diría “restaurar” la democracia, pero hay pocos indicios de que haya habido una verdadera democracia en toda la historia de Afganistán). Para ello, la Casa Blanca ha apuntalado en el gobierno de Kabul al presidente Hamid Karzai. Y, ¿cómo le paga él? Con declaraciones como esta: “Si llegara a haber una guerra entre Pakistán y América, dios no lo quiera, Afganistán se pondrá de parte de Pakistán”.

Barack Obama y Hamid KarzaiBarack Obama y Hamid Karzai en una foto oficial de la Casa Blanca.

En los pasillos del Capitolio y del Departamento de Estado, la reacción ha sido de hartazgo, más que de enfado. “No es un problema, porque ese supuesto no va a ocurrir”, dijo ayer con hastío Victoria Nuland, la portavoz de Hillary Clinton. “Esa es una hipótesis que no tiene ningún anclaje en la realidad”, añadió el portavoz de Barack Obama, Jay Carney, a bordo del avión Air Force One. Ante la irritación provocada aquí en Washington, Karzai ha tenido que dar marcha atrás y, como se suele hacer en estos casos, ha acusado a los medios paquistaníes de malinterpretar sus palabras.

Da lo mismo. No es la primera ocasión en que Karzai muerde la mano que un día le dio de comer. Cuando los aliados occidentales le pidieron que investigara las acusaciones de que había habido fraude en las elecciones presidenciales de 2009, pronunció la palabra que el Pentágono no quiere oír: invasión.  “En esta situación hay una línea muy delgada entre invasión y cooperación o asistencia”, dijo en abril de 2010. Luego añadió  que si cundía la sensación de que los aliados occidentales eran “invasores”, la insurgencia pasaría a ser “un movimiento de resistencia nacional”.

En junio de este año, Karzai volvió a la carga. “Las naciones del mundo que se hallan en Afganistán están aquí por su propio beneficio”, dijo en un discurso. “Están aquí para sus propios propósitos, con sus propios fines, por su propio interés”. Luego dijo que los vehículos acorazados de las tropas de la OTAN han contaminado el país gravemente y, finalmente, añadió que había decidido comenzar a negociar con los talibanes, algo en lo que EE UU le apoyado. (La Casa Blanca opina que la única forma viable de retirar las tropas de Afganistán pasa por la reconciliación nacional).

20081215_d-0359-1-515hBush y Karzai en su último encuentro, en Kabul, en 2008. Foto de la Casa Blanca. 

Por todos estos motivos, no fue una sorpresa cuando EL PAÍS publicó los cables diplomáticos cedidos por Wikileaks el pasado año y en uno, firmado por el ex embajador de EE UU en Kabul Karl Eikenberry, descubrimos que se definía a Karzai como “un ser paranoico y débil, ajeno a las nociones más básicas de cómo construir una nación”. En realidad, decía Eikenberry, hay dos Karzais. El otro era “un político sagaz que se cree un héroe nacionalista”. (En aquellos cables, aparte de la bipolaridad del presidente, se hablaba también de la corrupción crónica y el nepotismo rampante que lacran el gobierno afgano).

Karzai, es cierto, está en una situación complicada. Hace una década se paseaba por Europa y EE UU, difundiendo el mensaje del líder de la Alianza Norte, Ahmed Shah Masood, de que era necesario derrocar a los talibanes. Karzai lo sabía bien: los talibanes habían asesinado a su padre, como asesinarían a Masood en 2001. Privados de aquel líder, los aliados occidentales eligieron a Karzai como paladín de su causa, y una vez cayó Kabul, lo apuntalaron como presidente provisional en 2002. Ganó elecciones en 2004 y 2009.

Pero en Afganistán, ganar unas elecciones presidenciales no significa mucho. Los talibanes llamaron a su boicot. La participación electoral en 2009 se situó en un muy discreto 33%. En Helmand y Kandahar, provincias talibanes, no superó el 10%. En resumen: Karzai no controla todo el país. Y, 10 años de guerra después, sabe que cuando EE UU se marche, necesitará a los talibanes si quiere seguir gobernando. Y para conseguir sentar a los talibanes a la mesa de negociaciones necesita apaciguar a su máximo benefactor, el temido ISI, el servicio de inteligencia militar de Pakistán. De ahí que ahora diga que iría de su parte a la guerra. 

De soldado a sintecho

Por: | 24 de octubre de 2011

De defender a su patria en una de las provincias más inestables de Afganistán, a no tener casa. Les presento a Matt B. Farwell, un hombre que le ha entregado a su patria todo lo que alguien le puede dar: algunos de los mejores años de su juventud; su propio hermano, fallecido en accidente de helicóptero, y la vida acomodada que ahora podría estar viviendo si hubiera acabado sus estudios en la Universidad de Virginia. En lugar de eso, Matt ingresó en el Ejército de Tierra en 2005. Es miembro de la generación 11-S, los cinco millones de soldados alistados después de los atentados de 2001. 

4129934582_a0b7d9fb51(Matt en Afganistán. Foto cortesía de Matt B. Farwell)


Matt mató y vio morir. Vivió en Afganistán algunos de los mejores y de los peores momentos de su vida. Y al querer regresar a casa, se encontró con que los héroes, a veces, no tienen una casa a la que volver. Matt es, técnicamente, un sintecho. El gobierno de Estados Unidos define a esa persona como alguien que “carece de una residencia nocturna adecuada, regular y permanente”. Y Matt duerme a veces en casa de sus padres, en Kansas. Otras, desde que se mudó recientemente a California, en sofás de amigos. Cuando puede reunir los pocos dólares que cuesta una habitación en un motel de carretera, tiene el privilegio de descansar en una cama. En algunas ocasiones ha dormido a la intemperie.

Cinco años de entrega al ejército se han saldado con una pensión de 370 dólares mensuales, 268 euros para comer, dormir, vivir. Ahora Matt quiere ser escritor. (Este es su blog). Siente que la guerra le ha puesto cosas dentro que sólo puede sacarse escribiéndolas. La aniquilación de dos de sus amigos en la provincia de Paktika. La muerte de su hermano, Gary, en Alemania. La experiencia de matar. La extrañeza de descubrirse gritando de alegría cuando vio al enemigo, a otro ser humano, morir. La muerte y la guerra. No se ha enfrentado a la vida del mismo modo, después de aquello. Y sus textos, como esta entrada, así lo reflejan.

4129933346_75d9b1ae2f(Matt en Afganistán. Foto cortesía de Matt B. Farwell)

Matt no se arrepiente de nada. Pero admite las dudas que le asaltaban después de sentir la adrenalina de matar. “Entonces te detienes y piensas: ¿a quién he matado?”, explica. “Desde luego, no le he disparado al propio Bin Laden en la cara. ¿Quién era ese enemigo? ¿Y si era un granjero al que los talibanes o los Haqqani le habían extorsionado para que tomara las armas?”. Las pesadillas que sigue tendiendo, Matt no se las desea ni a su peor enemigo. “He visto cosas horribles, que no me abandonarán jamás”, confiesa.

Volver de la guerra con semejantes recuerdos a cuestas, enviar el currículum a más de 300 empresas (ha pedido trabajar de casi todo, desde lavaplatos a celador) y no obtener respuesta alguna: una experiencia amarga. Matt intenta abrirse paso en la sociedad, oyendo cómo los políticos hablan sin cesar de la deuda que tienen gobernantes y electores con los soldados, que eligieron ir a la guerra para que el enemigo no volviera a atacar en casa. Las frases ampulosas, sin embargo, no le facilitan la vida a veteranos como él. 

110926-M-HB024-028(Un soldado afgano, en Kandak, al anochecer. Foto: Marines)

Las cifras son tan exorbitantes que la gravedad de la situación se desdibuja en ellas. En EE UU hay 23 millones de veteranos de guerra. Según datos del gobierno, unos 136.000 soldados que regresan del frente duermen en la calle al menos una noche del año. Un estudio de la Asociación Americana de Psicología mantiene que la mitad de los soldados que retoman sus estudios universitarios al volver del frente ha contemplado el suicidio. Un 20% ha hecho planes específicos para matarse. Cada día, 17 veteranos de EE UU se quitan la vida. 

Matt lo ha vivido de cerca. Compañeros que volvieron del frente y murieron en extrañas circunstancias. “Accidentes de tráfico extraños, sobredosis de drogas, situaciones que no parecen muertes naturales. La gente elige métodos muy variados para suicidarse”, explica. Definir un suicidio es, de hecho, difícil. “Mi amigo Michael Cloutier, que probablemente me salvó la vida en un puesto militar en Afganistán cuando nos atacó un grupo de talibanes que nos triplicaba en número, murió de una sobredosis a un año de volver del frente”, añade.

Matt ha estado 18 meses vagando por EE UU, aquella patria que le recuerda que su generación es una generación de héroes. Ahora se encuentra en California; pronto regresará a Kansas, a quedarse con su familia una temporada, y probablemente reanudará en unos meses sus estudios en la Universidad de Virginia. Me cuenta que el miércoles pasado una desconocida le abrió su casa, le dejó dormir en su sofá y le dio 20 dólares para comer. Piensa que ese es el verdadero patriotismo. “No son las banderas, las pegatinas o los eslóganes. Esa ayuda, de alguien que decide hacer el bien, me hace ver que mis sacrificios para defender mi patria valieron la pena”. 

(Matt tiene una cuenta de Twitter. Se le puede seguir aquí). 

Los héroes de Irak

Por: | 22 de octubre de 2011

Tras ocho años, la guerra de Irak se salda con 4.479 soldados norteamericanos muertos en combate. Un millón de hombres y mujeres han pasado por alguna de las 300 bases que Estados Unidos ha tenido operativas en el país. El peor año fue 2007, con 904 caídos. Justo entonces, la cúpula militar convenció a George W. Bush de que enviara un refuerzo de 20.000 tropas al frente, para tratar de combatir la insurgencia en Bagdad y en el bastión rebelde de la provincia de Al Anbar. La estrategia fue un éxito, que permite la retirada antes de finales de 2011. De todos esos soldados, sólo cuatro han recibido la Medalla al Honor.

Esa condecoración es la mayor que puede recibir un soldado en EE UU. Desde el nacimiento de la nación norteamericana, 3.449 hombres la han obtenido. Mujeres, solo una. Mary Edwards Walker recibió la medalla de manos del presidente Andrew Johnson por sus servicios como cirujana en la Guerra Civil  y por haber caído presa del ejercito confederado. Aquello fue en 1865. En la guerra de Irak, iniciada en 2003, ni una sola mujer la ha recibido. Esa medalla la concede el presidente a aquellos que “arriesgaron sus vidas mas allá de la llamada del deber, mientras se encontraban en acción contra el enemigo de EE UU”.

050404_smith_hmed_6a.grid-6x2Paul R. Smith, primero en recibir la Medalla al Honor porsu servicio en Irak. Foto: Depto. de Defensa. 

El primero en recibirla en Irak fue el sargento del Ejercito de Tierra Paul R. Smith, fallecido el cuatro de abril de 2003 a los 33 años, en la toma de Bagdad. Su batallón cruzó el río Eufrates y llegó a la capital cuando todavía huían de ella los últimos del gobierno de Saddam Hussein. Cuando los soldados construían un recinto para retener a prisioneros, 100 tropas iraquíes iniciaron un ataque. El sargento Smith organizó la defensa. Lanzó granadas para detener el ataque y salvó la vida a tres compañeros heridos. Luego utilizó la ametralladora de un compañero abatido para seguir atacando al enemigo. Mató a entre 20 y 50 iraquíes, y salvó a 100 tropas norteamericanas. Bush le concedió la medalla el 4 de abril de 2005.

Los otros tres condecorados murieron de forma similar: amortiguando explosiones con sus cuerpos. Jason Dunham, al que sus amigos llamaban familiarmente Uno, fue un marine que falleció a los 22 años, el 22 de abril de 2004, en Husaybah, en la provincia insurgente de Al Anbar. Durante una misión de reconocimiento encontró un vehículo cargado con armas. Al intentar interrogar al conductor, este lanzó una granada. Dunhamm salvo a los demás miembros de su destacamento lanzándose sobre ella. Quedó en estado grave y murió ocho dias despues. Bush le concedió la Medalla al Honor el 11 de enero de 2007. Se convirtió en el primer marine en recibirla desde la guerra de Vietnam.

MONSOOR014El SEAL de la Marina Michael Monsoor. Foto: Marina de EE UU. 

Michael Monsoor, de 25 años, falleció en Ramadi, el 29 de septiembre de 2006. Era miembro del equipo de operacions especiales SEALS de la Marina. Se hallaba en una misión de reconocimiento, cubriendo a sus compañeros desde un tejado al que un insurgente lanzó una granada. Monsoor era el único que tenía acceso a una salida del edificio, pero en lugar de correr, cubrió la explosión con su cuerpo, muriendo media hora después. Salvó a dos SEALS. El 31 de marzo de 2008, Bush le concedió la Medalla al Honor.

De un modo muy parecido murió el soldado raso Ross McGinis, que pertenecía al Ejercito de Tierra. Tenia 19 años el 4 de diciembre de 2006, cuando le correspondió ser el ametrallador en un vehículo acorazado Humvee, en una misión al este de Bagdad. Los insurgentes lanzaron una granada dentro del vehículo y McGinis se lanzó sobre ella, salvando a otros cuatro soldados. El dos de junio de 2008 Bush le concedió la medalla al honor de forma póstuma. Fue la ultima ocasión en que un caído en Irak la recibió. 

Marines: prohibido remangarse

Por: | 20 de octubre de 2011

El lema del cuerpo de Marines es "Pocos. Orgullosos" ('The Few. The Proud). Hay algo en un marine que le distingue inmediatamente del resto de soldados del ejército más poderoso del mundo. No es altivez, aunque es el cuerpo más altivo de Estados Unidos. Tampoco es el resultado de un durísimo entrenamiento, de 26 semanas, en la llamada Escuela Básica. Ni siquiera es la fama de feroces luchadores, implacables en el campo de batalla. Es algo mucho más sencillo: sus mangas de camisa. Un marine se puede remangar el uniforme. Así se le distingue en las bases militares en Irak y Afganistán, sobre todo en los meses de verano. Eso, sin embargo, se acabó.


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El general James Amos, comandante de los marines, con la camisa remnagada (Foto: Marines)

Hasta hoy, los marines han lucido con orgullo esa modificación del atuendo militar respecto al resto de divisiones del Pentágono (el Ejército de Tierra, la Marina y la Fuerza Aérea): son los únicos soldados que pueden remangarse las camisas del uniforme. Todos los demás van tapados hasta las muñecas, desde enero hasta diciembre, en Alaska o en Afganistán. Hay toda una normativa detallada sobre ese dobladillo de los marines: debe ser de 7'5 centímetros, y debe situarse cinco centímetros por encima del codo. Es todo un arte, detallado en manuales y vídeos.

Muchos han sido, durante mucho tiempo, los argumentos en contra de las mangas remangadas. Las otras ramas del ejército criticaban a los marines por distanciarse en exceso. Otros decían que, en misiones en Irak y Afganistán, se les identificaba inmediatamente, haciéndoles más vulnerables. Algunos soldados se quejaban de que las mangas remangadas les provocaban quemazones en los brazos en lugares de mucho sol. El caso es que, a partir del 24 de octubre, las mangas tendrán que llegar a la muñeca, sin excepciones.

Aunque ahora deban pasar más calor en los meses de verano, los marines han logrado, por petición popular, otro cambio en su atuendo. Este miércoles, su comandante, el general James Amos decidió aprobar las pulseras que los soldados llevan en honor a los compañeros de filas caídos en el frente. No es que vayan a ser una novedad. Han sido, en realidad, muy comunes durante los pasados 10 años. Son pequeños brazaletes de metal o de goma donde los soldados hacen grabar el nombre de los amigos que caen en combate. Hasta ahora estaban prohibidos. Los generales, en realidad, hacían la vista gorda.

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Un Marine luce una pulsera con el nombre de un compañeros caído. Foto: Marines. 

Según ha dicho el general Amos en un comunicado: "Así, reconocemos la naturaleza tan personal de los vínculos creados por 10 años de guerra, y esa fidelidad que los marines sienten unos por otros, especialmente hacia esos marines caídos en el frente". 

La semana pasada, en una visita al Centro de Combate Aéreo en Twentynine Palms, (California), Amos, célebre por ser uno de los generales más estrictos del ejército, dio la bienvenida en persona a miembros del Tercer Batallón del Cuarto Regimiento de Marines, que regresaban tras siete meses de lucha en Helmand, bastión Talibán al sur de Afganistán. Cinco tropas habían muerto en combate. Sus compañeros de filas llevaban las pulseras con sus nombres. Amos las vio. Y, en lugar de reprenderles, decidió que era hora de adaptarse a los nuevos tiempos. Al menos en materia de pulseras. 

La guerra llega a Internet

Por: | 19 de octubre de 2011

En mayo, el Pentágono se planteó cambiar radicalmente la forma en la que hace la guerra. El Estado Mayor Conjunto le propuso a la Casa Blanca poner en acción el Cibercomando que creó en 2009 y, antes de atacar Libia por aire, hacerlo por Internet, para desarmar y debilitar al régimen de Muammar el Gadafi, inhabilitando su sistema de defensa aérea. Suena aun a ciencia ficción. Y la Casa Blanca acabó rechazando la idea. Pero ese debate abrió el camino a nuevas formas de incapacitar al enemigo, del mismo modo que los drones han abierto una nueva era en la destrucción de operativos.

5887822267_4c82939a94Entrenamiento del Ejército de Tierra en fort Bragg. Foto: Pentágono. 

El gran ciberataque hubiera consistido en una infección a gran escala de los servidores gubernamentales libios, para atravesar sus cortafuegos. EE UU hubiera abatido así las comunicaciones militares de Gadafi y hubiera evitado que los radares detectaran ataques de los aviones de la Alianza Atlántica. Aquello hubiera permitido a los aliados atacar por sorpresa y de forma más efectiva. La Casa Blanca paralizó esos planes, por considerar que no disponía de suficiente tiempo para preparar la expansión de semejante virus y, sobre todo, porque aquello hubiera dado razones a países como Rusia o China para recurrir a los mismos mecanismos.

Era cuestión de tiempo: hasta la guerra ha entrado en la era de Internet. En julio, el Pentágono decidió hacer oficial una nueva estrategia bélica en la que autoriza el uso de la fuerza física para responder a un ataque a través de la Red. Explicó entonces el Subsecretario de Defensa, William Lynn, que se podría contraatacar a un enemigo que penetrara en redes gubernamentales de EE UU "si hay un daño generalizado, o la pérdida extendida de vidas humanas o un perjuicio económico significativo”. 

Las bases militares de EE UU en Afganistán dependen totalmente de las redes informáticas del Pentágono. En realidad, esta guerra ya se está jugando en el plano virtual. La inteligencia, la planificación y la identificación de objetivos se hacen en ordenadores conectados a la Red. En total, hay unas 1.500 redes militares al servicio del Pentágono, de todos los tamaños y clasificaciones. Hay siete millones de ordenadores militares conectados a ellas en todo el mundo, sobre todo en EE UU, en Europa y en Afganistán.

CyberCommandCibercomando de la Fuerza Aérea en una base de Luisiana. Foto: Air force.

Entre esas redes están NIPRNet y MILNet, para información no clasificada. SIPRNet es para datos clasificados (el soldado Bradley Manning, acusado de filtrar cables secretos a Wikileaks, tenía acceso a ella). Lo mismo ocurre con DSNet 1, 2 y 3, que se emplean para acceder a datos clasificados de máxima seguridad.

De momento, ningún enemigo ha conseguido penetrar en ellas. El Pentágono sigue siendo una fortaleza tanto en el plano físico como en el virtual. Cuando en diciembre de 2009 unos ‘hackers’ chinos atacaron a EE UU, emplearon virus troyanos para infiltrarse en la subcontrata que fabrica los polémicos drones, Northrop Grumman. Desde China llegaba entonces una demostración de fuerza a la que el Pentágono ha respondido dando indicios de que está listo para defenderse y contraatacar, no sólo por tierra, mar y aire, sino también a través de una conexión a la Red.

Pornografía bélica

Por: | 18 de octubre de 2011

Sábado pasado, nueve de la noche. Times Square, Nueva York. Miles de personas (unas 10.000, según un recuento de los medios locales) se concentran convocadas por el movimiento Occupy Wall Street. Su lema principal es el de "nosotros somos el 99%". La protesta es, eminentemente, económica. Hay pancartas contra bancos, gobernantes y millonarios. De repente, aparecido de la nada, un drone surca la plaza. No, no estamos bajo ataque. Es de cartón piedra. Y va atado a un palo de madera. Pero está construido con un realismo impactante, y es del tamaño de un MQ-1B Predator de los que el Pentágono emplea para aniquilar a terroristas en Yemen y Pakistán. Me acerco al joven que lo lleva. "¿Por qué un drone?", le pregunto. "Es el símbolo de nuestros excesos, del alto precio que pagamos por esta guerra", me responde.

Drone en Times SquareManifestantes, protestando con un Drone Predator, en Nueva York


En realidad, no. Si el drone le ha servido al Pentágono de algo, es precisamente para abaratar la guerra.Los drones aniquilan más enemigos -y más civiles- con muy pocos costes para el Pentágono. Un Predator MQ-1B puede recorrer hasta 1.239 kilómetros en una misión, equipado con hasta dos miles Hellfire. Con 16 metros, es uno de los más grandes. Los RQ-11B Raven miden sólo 1'3 metros y pesan dos kilos. Los detalles de cuántos drones tienen a su disposición el Pentágono y la CIA no se conocen, porque forman parte de un programa secreto. Oficialmente, EE UU no admite su uso. 

Eso no quiere decir que el Pentágono no explote la fascinación que provocan dentro y fuera de Norteamérica. Así, el ejército de EE UU ha creado lo que sus detractores califican de nueva pornografía: la de los drones. A través de un servicio llamado DVids, dependiente del Ejército de Tierra, el Pentágono ha filtrado varios vídeos de ataques con drones, grabados desde las cámaras de estos. Es la deshumanización total de la guerra: objetivos en mirillas que desaparecen en cuestión de segundos. Cuidado: puede que el lector quede totalmente impasible ante la muerte de seis personas.

 

Ataque con un drone en 2008 en Irak, en el que mueren seis supuestos terroristas

Los drones son, además, duraderos, útiles, pequeños y difíciles de abatir. Obtienen escuchas. Graban imágenes. Lanzan misiles. Se los puede controlar cómodamente de forma remota, desde Afganistán; desde una base rediseñada para albergarlos en las islas Seychelles (oceano Índico),  o sin salir de EE UU, desde una base de la Fuerza Aérea en Nevada. Han servido para aniquilar a varios de los terroristas más buscados por EE UU: Anwar al-Aulaki, recientemente, y Atiyah Abd al-Rahman, en agosto. 

El drone es el nuevo símbolo del imperialismo para aquellos que critican a EE UU, dentro y fuera de sus fronteras. Es la deshumanización de la guerra por la vía tecnológica, lo mismo que antes representaba la rimbombante Guerra de las Galaxias o el icónico bombardero furtivo Spirit, con su triangulada silueta negra. Ese lugar lo ocupan ahora estos pequeños artilugios voladores no tripulados, de los que se habla como si fueran ciencia ficción.  

Son tiempos de crisis y la guerra tiene un coste: un millón de dólares por soldado movilizado al año. En Afganistán hay, en este momento, 100.000 tropas. Se van desplegando en turnos inferiores a un año. En la última estimación, efectuada por la prestigiosa universidad de Brown, se situaba el coste total de los diez años de invasión en 3'7 billones de dólares. En contrapartida, una de las principales fabricantes de esos drones, Northrop Grumman, vende cada unidad a cien millones de dólares, con un incremento reciente del precio del 25%. Matar sale así de barato. 

Por qué se pierde la guerra

Por: | 17 de octubre de 2011

Son ya diez los años que han pasado desde que Estados Unidos desembarcara en Afganistán. Y tan crítica es la situación que ahora, cuando el presidente Barack Obama comienza a retirar tropas, los generales norteamericanos han decidido que hay que proteger Kabul a toda costa. Si después de una década, y con 100.000 soldados sobre el terreno, Kabul, una ciudad que nunca fue dócil ante el poder Talibán, no es segura, de poco o de nada ha servido esta guerra. Yo lo pude comprobar recientemente en un viaje a la base de Camp Phoenix.

Alzando la bandera en KabulDos soldados izan la bandera norteamericana en el aeropuerto de Kabul (foto de ISAF)


El general John Allen, comandante de las tropas aliadas en Afganistán, dijo la semana pasada que destinará “algunos batallones” a Kabul en los próximos meses. Cada batallón tiene, aproximadamente, unos mil soldados. La capital afgana ha sido objeto de numerosos atentados, sobre todo por parte de la red Haqqani, el nuevo enemigo número uno del ejército de EE UU. Los civiles son los que más sufren esos ataques, centrados en objetivos como el hotel Intercontinental, la oficina cultural británica y la embajada norteamericana.

El pasado 13 de septiembre me dirigía con un batallón a Udkhel, una aldea en las afueras de Kabul, cuando un suicida detonó un explosivo cerca, en una carretera que lleva al aeropuerto. Todas las alarmas sonaron en las 11 bases aliadas de Kabul. La ciudad quedó bloqueada. Los soldados con los que estaba empotrado se desplazaron de urgencia a la zona verde, donde estaba ocurriendo el grueso del ataque, centrado en la embajada norteamericana.

El formidable ejército de EE UU se movilizaba… para hacer de espectador. Las ansias de combate quedaban frustradas. Eran los soldados afganos los que libraban aquella batalla. Los estadounidenses estaban de apoyo. Por muchas tropas que el general Allen decida destinar a Kabul, serán siempre un mero refuerzo. Las fuerzas nacionales de Afganistán ya han tomado el relevo de la seguridad en la capital, y de ellas depende la protección de esa zona, tan importante.

La falta de mujeres en esas fuerzas nacionales favorece que los terroristas puedan atentar cubiertos con burkas, porque así escapan a los registros en puestos de control. El sueldo de los soldados afganos es de menos de 200 euros al mes. Las defecciones son moneda corriente. Sobre todo, porque los talibanes pagan más. Éstos dijeron en un comunicado reciente que en un espacio de seis meses, 24.000 tropas han desertado y se han pasado a sus filas. Como mucho de lo que aseguran los talibanes, esa cifra es imposible de comprobar.

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Dos mujeres en burkas pasan junto a un soldado de EE UU (foto del ejército de tierra)

Kabul es precisamente tan débil porque es el primer punto en que los afganos han tomado el relevo. Y defenderlo está siendo una  carga insoportable para el débil gobierno de Hamid Karzai. Los propios mandos norteamericanos, aunque no lo digan abiertamente, temen un desastre.

La capital está peor que cuando empezó la guerra. Los talibanes nunca fueron fuertes allí. Su centro de operaciones está en el sur, en Kandahar y Helmand. Kabul es, también, la línea de separación entre tierra Talibán y las provincias del norte, centro de la resistencia contra ellos. Tras la invasión de 2001, los fundamentalistas regresaron a sus fortines en el sur. A Kabul llegó el cuartel general de la OTAN, la sede del nuevo gobierno, las embajadas, cierta occidentalización. Para los insurgentes, es terreno enemigo, prioridad de ataque.

Puede ser que Kabul sea un problema localizado, un objetivo de alto perfil que no representa la estabilidad que impera en otras provincias como Herat, Farah o Bamiyan. Al Pentágono le irrita que los periodistas hablemos tanto de los problemas de Kabul, porque resta atención a los avances de seguridad que se han logrado en Helmat y Kandahar. La capital, sin embargo, es un objetivo con demasiada proyección en occidente, imprescindible para ganar la guerra en el plano propagandístico. Y si no se gana Kabul, no se gana esta guerra.

El País

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