El sargento Calvin Gibbs tiene, tatuadas en su pierna izquierda, seis calaveras. Son sus trofeos, la prueba sobre su piel de que ha matado a seis hombres. Al menos tres de ellos no eran enemigos, ni murieron en combate. Eran civiles, asesinados por un escuadrón de la muerte que él lideraba. En noviembre de 2009, el sargento se convirtió en jefe de la tercera sección de la Quinta Brigada de Asalto de la Segunda División de Infantería del Ejército de Tierra, estacionada en Kandahar. Eligió a cuatro hombres y les dijo que las muertes de soldados norteamericanos se vengaban matando. Que la guerra era muerte. Que la justicia venía por la mano de cada uno. “Mataremos a los salvajes”, les dijo. Su juicio comenzó este viernes.
El soldado Andrew Holmes posa con el cadáver del joven Gul Mudin, en una foto tomada por el escuadrón de la muerte de Kandahar, publicada por primera vez por Der Spiegel.
Gibbs, en sus fotos siempre rubio y sonriente, se ve como cualquier joven de Montana. Nacido en la ciudad de Billings, es hijo de un devoto empleado de la Iglesia Mormona. Mal estudiante, era bueno jugando a fútbol americano. De complexión grande, agresivo en el juego, su sueño era ser soldado. No acabó los estudios de secundaria y por ello no se pudo alistar en el selectivo cuerpo de infantería de Marines. Se vio abocado al Ejército, que no era su primera opción, pero que le dio las mismas facilidades para ir a la guerra. Sirvió en Irak y en Afganistán. Conoció a una mujer, la soldado Chelsy McGibbs. Se casó con ella y tuvo un hijo, en 2008.
Como se dicen esas cosas, medio en broma, medio en serio, Gibbs comenzó tanteando a sus soldados en su segunda misión en Afganistán: “¿Sabes lo fácil que sería matar a civiles afganos y que pareciera un ataque de los insurgentes?”. Tomó nota de las reacciones, y eligió a los cuatro privilegiados que saldrían con él a matar. La primera oportunidad llegó en enero de 2010. En La Mohammed Kalay, una pequeña villa, vieron a un adolescente, casi un niño, de nombre Gul Mudin, un agricultor, en uno de los campos que cuidaba. Gibbs, sin mediar palabra, le lanzó una granada.
El cuerpo de Gul Mudin quedó destrozado. Gibbs había robado la granada de la base de Ramrod, donde estaba destinado. Era una granada fantasma, que le serviría a Gibbs y a sus secuaces de coartada: dijeron que Gul Mudin les había atacado con ella, y que le habían matado por ello, en defensa propia. Con la adrenalina de tener ante sí a su primer trofeo, el sargento y sus hombres se tomaron fotos con su caza, el cuerpo de Gul Mudin como un deshonroso trofeo. (Esas fotos se encuentran en este enlace. Les advierto de que son cruentas, y muestran la peor cara de la guerra.) Orgullosos de su gesta, los miembros del escuadrón no pudieron mantener el silencio sobre ella. Pronto, en la base, la existencia de aquellos justicieros era un secreto a voces.
Foto, que circula en las redes sociales, del sargento Calvin Gibbs, padre de un hijo, cuando estaba de servicio.
Un mes después llegó la segunda oportunidad, en una misión en la localidad de Kari Kheyl. El escuadrón entró en la cabaña de un hombre llamado Marach Agha. Estaba solo y desarmado. Gibbs le empujó afuera: “¿Estamos listos para dispararle a este tipo?”. “¡Sí, señor!”, le respondieron. El sargento disparó un rifle AK-47 sobre una pared. Luego diría que Marach Agha había abierto fuego primero. Y le mató con un rifle M4. En marzo lo volvieron a intentar, con dos hombres a los que Gibbs acusó de tener un lanzagranadas que en realidad era una pala. Un médico que iba con el escuadrón, el sargento Robert Stevens, asegura que les disparó sin darles, para que huyeran.
La última caza ocurrió en mayo de 2011, en la localidad de Qualaday. Con dos miembros del escuadrón, Gibbs acudió a la búsqueda de un clérigo local, el mulá Allah Dad. Le separó de su mujer y sus hijos y le hizo arrodillarse en un agujero, al que lanzó una granada. Luego sus hombres dispararon algunas ráfagas, para que pareciera que habían sido atacados previamente por los insurgentes. Por si acaso, le dejaron otra granada sin detonar al mulá al lado, una forma póstuma de incriminarle.
En la base, Gibbs enseñaba sus tatuajes y otros trofeos: dedos amputados y dientes arrancados a sus víctimas. Ansiaba con matar y sabía que podía hacerlo porque imponía el terror. Amenazó a otros soldados, como Justin Stoner. Éste no sabía, inicialmente, de las ejecuciones, pero tenía algo en contra de Gibbs y sus hombres: que iban a fumar hachís a su habitación. Temeroso de que la culpa le cayera a él, amenazó con delatarles. Ellos le dieron una paliza. Stoner preguntó en la base por Gibbs. Le contaron sus gestas de terror. Y le delató.
De izquierda a derecha, los secuaces de Gibbs: Andrew Holmes, Michael Wagnon, Jeremy Morlock y Adam Winfield.
El consejo de guerra contra Gibbs, que se enfrenta a cadena perpetua, se celebra en el Estado de Washington. Durará una semana. Tres de los asesinos de su escuadrón se han declarado ya culpables. El soldado Jeremy Morlock aceptó en mayo una condena de 24 años en prisión a cambio de testificar contra sus compañeros. El especialista Adam Winfield hizo lo mismo en agosto, y fue sentenciado a tres años. El soldado Andrew Holmes recibió una condena de siete años. Aparte del juicio al sargento Gibbs queda el del especialista Michael Wagnon, que se ha declarado inocente.