David Alandete

Sobre el autor

es corresponsal del diario El País en Washington. En Estados Unidos ha cubierto asuntos como las elecciones presidenciales de 2008, el ascenso del movimiento del Tea Party o la guerra de Afganistán. Llegó a Washington en 2006, con una beca Fulbright para periodistas, a través de la cual se especializó en relaciones internacionales, conflictos armados y políticas antiterroristas.

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La malaria y la masacre

Por: | 27 de marzo de 2012

Robert BalesEl sargento Bales en una foto personal distribuida por el canal CBS.

Nerviosismo o angustia extrema. Depresión. Cambios de estado de ánimo. Ataques de pánico. Confusión. Alucinaciones. Tendencias violentas. Pérdida de contacto con la realidad. Miedo a que los demás puedan dañarle.

Son los efectos de mefloquina, comercializada en EE UU como Lariam, la medicina que los soldados norteamericanos toman en Afganistán para prevenir la malaria. Esta semana, el Pentágono ha ordenado que se analice si procede mantenerla en uso, una revelación que llega sólo tres semanas después de la matanza de civiles a manos del sargento Robert Bales, cuya defensa alegará inestabilidad mental.

La malaria (o paludismo) la provoca un parásito que transmite un mosquito. Causa, sobre todo, anemia y altas fiebres. Puede ser fatal en cuestión de horas después de haberla contraído. No hay vacunas comercializadas contra ella. Y la única forma de tratarla es con la toma diaria de medicamentos que la previenen.

Uno de los más comunes es atovaquone/proguanil, que se vende como Malarone, que tiene pocos efectos secundarios, como diarrea o mareos. Aun así, una pastilla por día y paciente cuesta unos 200 dólares mensuales. Por mefloquine se paga casi la mitad. Y es la que elige el Pentágono para darle a sus menos de 100.000 soldados en Afganistán.

Kabul, por ejemplo, no es una zona de riesgo, por su altitud. La malaria es más común en el sur, en los bastiones talibanes de Helmand y Kandahar. El Gobierno de EE UU recomienda tomar la medicación entre abril y diciembre en zonas de altitud de menos de 2.000 metros. Aun así, los soldados suelen tomar la medicación todo el año, en todas las zonas.

Tomé Lariam cuando estuve en Afganistán en septiembre, y el efecto, sobre todo durante las primeras dosis, es ciertamente extraño. El paciente vive la primera semana en un estado de inquietud permanente. Es algo que todos los soldados compartían: ese medicamento, junto a los antibióticos que toman a diario, provoca sequedad en la boca y cierta sensación de  nerviosismo y desasosiego, que poco a poco va decreciendo. En algunos soldados, la sensación inicial es tan intensa, que simplemente deciden no tomar la medicina.

Ahora se ha sabido que el 20 de marzo, el subsecretario de Defensa para Asuntos de Salud, Jonathan Woodson, ordenó una revisión de las dosis de mefloquina y de cómo se estaba administrando a los soldados. Según un informe interno del Pentágono, a Woodson le preocupaba que “algunos soldados de servicio reciban mefloquina para la profilaxis de malaria sin haber sometido la documentación pertinente de su historial médico, y sin inspecciones médicas para determinar si hay contraindicaciones”.

Diversos expertos médicos han expresado preocupación en los pasados días sobre el uso de esa sustancia y han pedido al Pentágono que determine si el sargento Bales estaba siendo tratado con ese medicamento, algo que, dicen, podría haber agravado una preexistente condición psiquiátrica. Los periodistas Mark Benjamin y Dan Olmsted investigaron en 2004 los efectos de ese medicamento en seis soldados de las fuerzas especiales de EE UU que se suicidaron.

Es cierto que desde hace años se ha proyectado la sombra de la duda sobre el medicamento y sobre su posible efecto e influencia en casos de suicidio. Pero Bales llevaba a cuestas tres servicios en Irak, donde es muy probable que recibiera el medicamento y se hubiera acostumbrado a él, y la matanza no ocurrió nada más llegar a Afganistán, sino meses después. Puede, aun así, que su defensa aproveche el argumento como un factor en su gran estrategia de retratar la historia de una enajenación.

Cerco a la política en las bases

Por: | 24 de marzo de 2012

ReutersEl cabo Jessee Thornsen en un mitin de Ron Paul / REUTERS

Cuando los soldados ingresan en el Ejército norteamericano, renuncian a un derecho de forma clara y explícita: efectuar proselitismo político mientras lucen el uniforme. Eso se traduce en una máxima, respetada con disciplina castrense: los soldados, cuando lucen el uniforme, no critican a su Gobierno ni a su Presidente, que es comandante en jefe de las fuerzas armadas.

El sargento del Marine Corps Gary Stein, de 26 años, se saltó esa norma recientemente al comentar en la página de Facebook ‘Armed Forces Tea Party’ que no obedecería órdenes de Barack Obama si éstas consistieran en detener a ciudadanos norteamericanos. Lo dijo en un debate sobre qué medidas deberían tomarse por la quema accidental de coranes en la base afgana de Bagram, por parte de soldados de Estados Unidos.

El Marine Corps ha iniciado una investigación y ha decidido tomar medidas disciplinarias. El sargento Stein se enfrenta ahora a la expulsión. No es la primera ocasión en la que sus opiniones políticas le ponen en problemas. En 2010, sus superiores ya le cerraron una página de Facebook, en la que criticaba a Obama y su ley de reforma sanitaria.

Es la norma en el Ejército: los soldados pueden tener opiniones políticas, y pueden expresarlas, pero no de forma oficial. No pueden acudir a mítines, a debates o a actos de recaudación de fondos luciendo su uniforme, según una directiva militar. Eso, según el Pentágono, daría la impresión de que es el Ejército quien apoya a los candidatos u oficiales.

Un desliz de ese tipo le costó el puesto al cabo del Ejército de Tierra Jessee Thorsen, que en enero habló de uniforme en un mitin del candidato republicano Ron Paul. El soldado quería dar fe de lo popular que es Paul entre las tropas, por sus propuestas de acabar de forma unilateral con la guerra afgana y devolver a todos los soldados a casa.

En una concentración aquí en Washington, a las puertas de la Casa Blanca, en enero, unos 400 soldados en activo o retirados apoyaron públicamente a Paul. Muchos de ellos llevaban las caras cubiertas con grandes gafas de sol o con pasamontañas. Allí estaba el cabo Thorsen, que ya ha salido de filas, por su ruptura de la disciplina.

El Ejército quiere evitar, a toda costa, el activismo político en las bases. Sabe los riesgos que eso conlleva. El soldado Bradley Manning entró en contacto con ‘hackers’ y miembros del movimiento de la transparencia informativa, y acabó provocando la mayor filtración de documentos de la historia de EE UU.

Compañeros de prisión

Por: | 19 de marzo de 2012

BRBradley Manning, a la izquierda, y Robert Bales (AP/Departamento de Defensa)

Una misma cárcel, dos detenidos. El soldado de primera clase Bradley Manning, acusado de entregarle a Wikileaks documentos de las redes clasificadas del Pentágono, detenido durante ya casi dos años. El sargento Robert Bales, sospechoso de matar con sus manos a 16 civiles en Afganistán, nueve de ellos niños, e intentar quemar sus cuerpos. Ambos conviven hoy en el mismo centro de detención en Fuerte Leavenworth, Kansas, que tuve la oportunidad de visitar en abril. Manning comparte módulo. Bales, que llegó el viernes, está aislado de los demás.

Dos líneas de defensa, ambas similares. El abogado civil de Manning, David E. Coombs, ha alegado en su juicio, que comenzó en diciembre, que su cliente sufría graves desajustes emocionales, por una latente transexualidad. Se abusó de él psicológicamente en su entrenamiento y en el frente de guerra. Se le impuso la ley del silencio. Se le hundió, en lugar de ayudarle.

El abogado civil de Bales, John Henry Browne, ha dado indicaciones en declaraciones a los medios de que alegará que su cliente sufre trastorno por estrés postraumático (TEPT). El sargento, veterano de dos guerras, vivió la guerra en toda su crudeza. En Irak y en Afganistán vio a compañeros de filas morir. Rescató a civiles. Amontonó cadáveres. Abatió a enemigos. El día antes de la masacre, vio cómo un compañero de filas perdía su pierna en un ataque.

Dos acciones, que juzgará no sólo la ley del Pentágono, sino la historia. Manning se conectó a las redes CIDNE y SIPRNet, del Departamento de Defensa de EE UU, y sustrajo 700.000 documentos que, entre otras cosas, retrataron la guerra y sus miserias y dejaron a la diplomacia norteamericana en un vergonzoso desnudo. Lo hizo, según le confesó al hacker Adrian Lamo, para que “haya una gran discusión mundial, debates, reformas. Si no es así, estamos condenados como especie".

Por lo poco que sabemos de Bales, hace algo más de una semana salió de su base, en Helmand, y sin motivo aparente (el Pentágono dice que bebió, su abogado deja intuir que alegará inestabilidad mental) aniquiló a 16 personas mientras dormían. Varios de ellos tenían la edad de sus dos hijos. Luego amontonó algunos cuerpos y trató de quemarlos. Regresó tranquilamente a su base, para entregarse a un escuadrón que le buscaba, después de que se hubiera sabido de su huida. Ahora leemos en la prensa norteamericana los reportajes de rigor: de pequeño era un buen niño, un respetuoso adolescente, un patriota alistado tras el 11-S, nadie se cree lo ocurrido, etcétera, etcétera.

El caso, la gran ironía, es que los partidarios y defensores de Manning le encumbran como un héroe que, en sus filtraciones, buscaba algo que la brutalidad de los actos que se le atribuyen a Bales parece estar logrando: crear un debate entre Washington y Kabul que deja la misión bélica en el aire, y que puede propiciar una retirada de tropas más acelerada de lo que se preveía y deseaba en el Pentágono.

La cúpula militar, sin embargo, debería pensar ahora a qué dos detenidos tiene entre sus manos. En el caso de Manning, ha pedido cadena perpetua. En el de Bales, hay una investigación abierta. Un oficial le debe declarar capacitado mentalmente para someterse a juicio. Aun no tenemos garantías de que vaya a ser sometido a consejo de guerra.

La sonrisa de un asesino

Por: | 17 de marzo de 2012

Robert Bales
Un nombre: sargento Robert Bales. Un lugar: Irak. La batalla de Najaf, de 2007. Sus palabras, tras librarla: “Cuando comenzamos a limpiar la ciudad, empezamos también a sacar a la gente... Buscábamos a gente a la que pudiéramos ayudar, porque había mucha gente muerta a la que no podíamos ya ayudar, a éstos los dejábamos en un punto de recuento de cadáveres”. Vivió la guerra en su crudeza.

Su opinión, de la batalla, librada contra un grupo insurgente: “Nunca he estado tan orgulloso de ser parte de una unidad como aquel día, por el simple hecho de que discriminamos entre los tipos malos y los que no eran combatientes, y posteriormente acabamos ayudando a la gente que sólo tres o cuatro horas antes había tratado de matarnos. Creo que esa es la diferencia real entre ser americano y ser uno de los malos”.

Bales, de 38 años, es el sargento que abandonó su base en Afganistán el domingo pasado y mató a sangre fría a nueve niños y siete adultos, todos civiles, en dos pequeñas villas. Luego amontonó los cuerpos y trató de quemarlos. Finalmente se entregó a sus mandos, fue detenido y ayer llegó al centro de detención de la base militar de Fuerte Leavenworth.

Otro escenario. Agosto del año pasado. Desierto del Mojave, en California. Bales se entrena para ser destinado a Afganistán. Sería su primera misión allí, después de tres servicios en Irak. Bales era sargento primero de la compañía Blackhorse, del tercer equipo de combate de brigada Stryker, segunda división de infantería del Ejército de Tierra.

En la base de Irwin, como en la de Quantico, aquí en la zona de Washington, hay pequeñas reconstrucciones de villas afganas, pobladas con actores a los que se les paga por hablar en su idioma y vestirse con las prendas que lucirían en su país de origen. A los soldados se les enseña allí a relacionarse con los civiles: sus ritos, costumbres, protocolos.

Bales llegó a la pequeña ciudad ficticia, bautizada como Jahel Dar Lab-e. Se acercó a un líder tribal, que estaba a la puerta de su casa. “¿Cómo le afecta la seguridad a su familia?”, le preguntó. “Mucho mejor que ayer”, le respondió el líder. Ese sería su trabajo, bajo los nuevos designios de la cúpula militar: ayudar a los civiles, velar por su seguridad, para poder dejarles en control de su país cuando acabe la guerra, en 2014.

Siete meses después, Bales masacraría a casi toda una familia mientras dormía. Con sus actos, que ahora investiga el Pentágono, prendió de nuevo el antiamericanismo en Afganistán, y puso la misión bélica allí al borde del colapso. Fue la brutalidad añadida a un rosario de ofensas ya enquistadas: los escuadrones de la muerte, los marines orinando sobre cadáveres y los coranes incendiados.

Ahora que Bales está en Leavenworth, a la espera de consejo de guerra, el Ejército ha decidido revelar su nombre. En sus archivos hay dos artículos en los que se le menciona, y de los que he extraído la información en este post. En las fotos adjuntas a esos texto se muestra al sargento, sonriente, en consonancia con ese carácter “afable” que describía su abogado en conferencia de prensa el viernes. Al ver cómo esas imágenes se multiplicaban en la Red, el Pentágono ha censurado los textos. He podido recuperar uno, que se puede descargar aquí, y he encontrado una copia de otro, en este enlace.

Armas fuera

Por: | 15 de marzo de 2012

PanettaPanetta, escoltado en Helmand (Scott Olson/AFP)

Sólo hay una instancia, en una base militar norteamericana en zona de guerra, en la que un soldado deja el arma a la puerta: en el gimnasio. En el resto, el arma siempre debe ir en el cinto o colgada al hombro. Es necesario, porque no son poco comunes los casos en que los ataques llegan por sorpresa y por vía aérea.

Por eso provocó curiosidad el otro día un titular como éste: “Los marines, obligados a dejar sus armas durante el discurso de Panetta”. ¿Por qué aquellos soldados que se suponía que debían proteger al jefe del Pentágono, Leon Panetta, se veían obligados a dejar sus armas? Era algo insólito.

Momentos después, el portavoz del Pentágono, George Little, reveló la información que nos faltaba: al aterrizar, un afgano había conducido un coche a la pista en la base de Camp Bastion, en Helmand. Little se negó a definir el incidente de ataque, pero a todas luces lo era. El conductor había salido del vehículo en llamas.

El nerviosismo parecía tornarse en paranoia. Los mandos de Camp Leatherneck, la base del Marine Corps que Panetta iba a visitar, dijeron lo de armas fuera. ¿Sospechaban que podía haber algún traidor entre las tropas? Ciertamente, si el afgano que condujo el coche -y que ha fallecido- estaba en la pista de aterrizaje es porque recibió todas las autorizaciones para estar dentro de la base. Es decir: era de confianza.

En realidad, se trató de un gesto no desconfianza hacia las propias tropas, sino hacia las que supuestamente son aliadas. No era paranoia, sino recelo. En la reunión había miembros del Ejército afgano, plagado de deserciones y traiciones. A ellos el Pentágono no les iba a permitir tener a Panetta delante mientras estaban armados. Y para no provocar agravios comparativos...

Es un incidente menor, pero revela la verdadera naturaleza de las relaciones entre Afganistán y su amigo americano. El segundo sabe que en dos años debe cederle la soberanía y el control de la seguridad del país al primero. Y debe hacer que se sienta seguro, confiado, apoyado. Pero lo cierto es que no se fía, porque no tiene motivos para ello.

¿Pruebas? Las hay a miles. Por ejemplo: hace aproximadamente un año un soldado afgano abrió fuego contra un grupo de mandos norteamericanos en el aeropuerto de Kabul. Murieron nueve, la gran mayoría de elevado rango. Fue uno de los días más aciagos para el Pentágono en esta, su guerra más larga. El incidente se sigue citando en las bases de EE UU como una prueba de que a las fuerzas armadas afganas mejor tenerlas bien cerca, y atadas con correa.

XXX

Esta entrada ha sido modificada el 16/03/12 para incluir la siguiente corrección: En las bases norteamericanas en Afganistán sí se permite la entrada de armas en los comedores.

Por qué muere un soldado

Por: | 14 de marzo de 2012

PentágonoLlegada de los restos de un soldado a Las Vegas, en 2010 / MICHAEL HOLZWORTH (FUERZA AÉREA)

Un número a día de hoy: 1.911, los soldados norteamericanos muertos en Afganistán. Son 1.911 dramas familiares, iniciados por un rito que el Ejército siempre ejecuta de forma extremadamente meticulosa. Dos o más soldados, acompañados a veces por un capellán, acuden a la puerta de la residencia familiar, a dar la fatídica noticia. El uniforme impoluto y el hecho de que suelan acudir en pares, hace que para las familias, en la mayoría de ocasiones, sus palabras sean innecesarias. Lo saben. Simplemente, lo saben, al verles venir. Su hijo, su hermano, su padre... ha muerto.

A Bob Stacey no le hicieron falta las palabras. El pasado 31 de enero vio a dos marines acercándose a su casa en el Estado de Washington. Su hijo, el sargento William Stacey, de 23 años, llevaba ya cuatro misiones en Afganistán, todo un veterano. Un artefacto explosivo escondido en una carretera le mató, cuando se hallaba fuera de su base, en la localidad de Now Zad, en labor de reconocimiento. Era el final truncado de una joven vida, otro número a añadir a las víctimas de la Generación 11-S. En este caso, sus padres encontraron entre sus posesiones una carta póstuma, que debían abrir en caso de que muriera.

Esta es la carta escrita por el malogrado sargento Stacey. Es una justificación de su muerte, publicada recientemente en el diario The Seattle Times. En ella, un joven idealista detalla las razones por las que decidió arriesgarse a morir.

"Mi muerte no cambió el mundo; puede ser difícil para para vosotros  encontrarle un significado absoluto a esto. Pero hay un significado mayor. Quizá no cambié el mundo. Quizá todavía hay injusticia en el mundo. Pero hoy un niño podrá vivir porque hay hombres que abandonaron la seguridad de la que disfrutaban en su país para venir al suyo. Y este niño va a aprender en las escuelas nuevas que se han construido. Él caminará hoy por estas sus calles sin que le preocupe si los secuaces del líder de la aldea van a venir y lo van a secuestrar. Se convertirá en un buen hombre adulto, que aprovechará todas las oportunidades que su corazón pueda desear. El tiene el regalo de la libertad, que yo he disfrutado durante tanto tiempo. Si mi vida vale la seguridad de ese niño, que un día cambiará este mundo, entonces sé que la muerte valió la pena.

Semper Fidelis [el lema de los marines] significa siempre fiel. Siempre fiel a Dios, a la Patria y al Cuerpo. Siempre fiel a los principios y creencias que me guiaron en mi servicio. Y en ese día en octubre, cuando puse mi mano sobre una Biblia y juré defender la Constitución de los Estados Unidos contra todos los enemigos extranjeros y domésticos, lo dije en serio".

Armas no letales, ¿armas humanitarias?

Por: | 13 de marzo de 2012

PentágonoDemostración del Sistema de Denegación Activa, en una base /GINA CHIAVEROTTI (FUERZA AÉREA)

Una marabunta se forma en zona de guerra. Desde su puesto de control, los soldados norteamericanos la observan. Parece que va a convertirse en una turba peligrosa. Las tropas enfocan hacia los concentrados el Sistema de Denegación Activa. El arma no es letal, pero inmediatamente, una intensa quemazón les recorre a los supuestos rebeldes la piel. El dolor es insoportable. Se retuercen por sus efectos, sienten que agua hirviendo les recorre la epidermis. Sólo queda espacio para una opción: correr. Es casi pavloviano: cuando se ha usado ese arma, la reacción ha sido siempre la de la huida.

Después de muchos años de investigación por parte del Pentágono, la semana pasada el Marine Corps presentó con pompa el nuevo modelo de ese arma, que usará en zonas de guerra. La empresa Raytheon hizo la primera demostración a los militares en 2004. A la cúpula militar, el producto, casi ciencia ficción, le interesó lo suficiente como para invertir, inicialmente, seis millones de dólares en pruebas de un prototipo, diseñado por Communications & Power Industries, una empresa de Palto Alto.

El Sistema de Denegación Activa, un arma de energía dirigida, emplea una onda eléctrica milimétrica de 95 gigaherzios, causando una sensación de quemazón muy dolorosa, al penetrar sólo 0,04 centímetros de la piel. Tiene un alcance de un kilómetro, por lo que puede ser extremadamente útil para controlar la seguridad en las bases norteamericanas en el extranjero. El Marine Corps y el Pentágono mantienen que no es letal, y así lo confirman los numerosos estudios científicos realizados al respecto.

PENTÁGONOFoto del dispositivo de energía dirigida, en un camión / (DEPARTAMENTO DE DEFENSA)

En su intento de demostrar que es un arma humanitaria (si es que puede existir algo semejante), el Marine Corps aclara en un comunicado enviado a los medios: “el Sistema de Denegación Activa produce una sensación de calentamiento de la piel que es reversible”. Reversible: es decir, que pasa. Pero el dolor experimentado mientras se aplica esa onda eléctrica es intenso y muy real.

Añade el Marine Corps: “El alcance del Sistema de Denegación Activa es 10 veces mayor que el de otras armas no letales, y puede tener los mismos efectos persuasivos y no letales sobre todos los objetivos humanos, sin diferencias de tamaño, edad o género” (Las cursivas son mías). Es un arma no discriminatoria, parece. Según explica Tracy Tafolla, director de la Dirección Conjunta de Armas No Letales del Pentágono: “Nuestro trabajo ahora es divulgar, y asegurarnos de que todo el mundo, y no sólo las fuerzas armadas, entiende que es un sistema seguro y del que tenemos ya mucha información”.

Al arma en cuestión se le han dado muchos nombres, desde “rayo de dolor” a “efecto huida”, ninguno de ellos empleado por el Pentágono, por supuesto. En 2010 algunos modelos fueron trasladados a diversas bases en Afganistán. El Departamento de Defensa había invertido, hasta entonces, 65,7 millones de dólares en el proyecto. Los generales al mando de la misión decidieron, finalmente, no emplearlos. Los devolvieron con prontitud a EE UU. No adujeron razones para ello. Pero las filtraciones a la prensa local de la presencia de ese arma  en el país habían provocado airadas protestas. Los afganos se sentían, de nuevo, conejillo de indias de una potencia extranjera.

Los perros también van a la guerra

Por: | 05 de marzo de 2012

110218-F-0848C-062Sargento Mayor Adrian Cadiz (FUERZA AÉREA)

Les presento a Edy, o como se le debe llamar formalmente en los rangos del Ejército de Estados Unidos, Edy N300. Es un pastor alemán de cuatro años, al que llamaron a las filas de la Fuerza Aérea en noviembre de 2009. Los dos primeros años de su vida los pasó entrenándose para distinguir 15 olores de explosivos diferentes. Hoy se le usa como un arma en el campo de batalla de Afganistán, donde detecta explosivos ocultos por los insurgentes.

“Cuando salimos en misiones, el trabajo de Edy es buscar arsenales de armamento, explosivos y material para fabricar bombas y estar preparado para cualquier amenaza que pueda presentarse en la misión”, dijo su entrenador, el sargento Pascual Gutiérrez, en una entrevista el año pasado con el servicio de prensa de la Fuerza Aérea. “Edy se encarga de comprobar que las villas están en el lado adecuado de esta lucha. Si hay algo que se nos escapa, a Edy no”.

El uso de perros en guerra no es nuevo ni anecdótico. Hay en este momento, en servicio y bajo la tutela del Pentágono, unos 2.700 canes militares. Cada uno cuesta entre 3.000 y 4.500 dólares. De ellos, 600 están en zonas de guerra, según información publicada recientemente por el diario The Wall Street Journal. Además, el Pentágono contrata a trabajadores externos, privados, que prestan servicio con otros 200 perros.

Las cifras que da el Pentágono sobre las vidas que salvan estos perros son vagas pero imponentes. Estima que cada animal salva “entre 150 y 1.800” personas al año. Sólo en 2010, los perros encontraron 5.600 kilos de explosivos. Los canes tienen una tarea de grave riesgo, y también mueren en combate. Unos 44 han fallecido desde 2005, según la información que publica el Journal. Son los héroes de guerra de los que nadie habla.

La labor de los canes en el Ejército comenzó formalmente con el ataque a Pearl Harbor, en 1941. Diversos grupos hicieron un llamamiento para que los norteamericanos donaran sus perros a la guerra, y lograron que 19.000 dueños lo hicieran. En Vietnam sirvieron unos 3.800 canes.

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(EJÉRCITO DE TIERRA DE ESTADOS UNIDOS)

Hay algunos bajo mayor riesgo que otros. Este es Taran, un pastor belga que ahora tiene seis años y que hasta 2009 sirvió en Irak, con la Policía Militar del Ejército. Temerario, busca explosivos sin correa. Tiene libertad para rastrear material en un radio de entre 200 y 300 metros de su cuidador. Es rápido, y se le reconoce por haber sido especialmente bueno husmeando ‘uadis’, cauces secos de ríos, donde los insurgentes solían esconder explosivos.

Pero, ¿qué pasa cuando un perro envejece, y pierde vista u olfato? ¿Qué ocurre si queda herido o se deprime al ser separado de su cuidador? El pasado octubre, Terri, otro can de guerra, se enfrentó a esa situación. Es un labrador de cuatro años que perdió a su cuidador, el marine Colton Rusk, muerto en un ataque Talibán en Afganistán. La familia del soldado fallecido adoptó a Terri. “Compartiremos el amor que tenemos por nuestro hijo con alguien a quien él quería enormemente”, dijo su madre, Kathy Rusk.

Efectivamente, hay todo un programa de adopción de perros veteranos de guerra, muy popular en EE UU. Primero, esos perros los suele poner el Ejército a disposición de cuerpos de policía nacionales, estatales y locales, donde tienen trabajos de menos riesgo. A aquellos que han resultado heridos, o que están demasiado mayores para seguir trabajando, se les ofrece en adopción a familias civiles. Hay asociaciones, como la Military Working Dog Foundation, que ayudan en esas acogidas.


¿A quién le importa?

Por: | 01 de marzo de 2012

1330477707894Foto en Facebook del sargento Morgan y su pareja.

Hay una rama de las fuerzas armadas norteamericanas que se resistió más que ninguna otra a que se le permitiera a los homosexuales servir en sus filas de forma abierta, algo que finalmente se aprobó el pasado mes de octubre: el Marine Corps. Su comandante, el general James Amos, llegó a insinuar que la presencia de gais en sus filas sería una distracción “que podría costar vidas”.

Sin embargo, dicen aquí, en el Pentágono, que cuando se trata de acatar órdenes, nadie como un marine. Y aunque el comandante hizo lo posible para que el Senado no revocara la ley conocida como ‘Don’t Ask Don’t Tell’, finalmente, después de su eliminación, se dispuso a admitir a los homosexuales con tanto énfasis como el que más.

El mismo día en que se levantó la prohibición a los gais a servir abiertamente, el Marine Corps envió a un equipo de reclutamiento a un centro gay de Oklahoma, para sorpresa de propios y extraños en las fuerzas armadas. Pronto, hasta crearon un grupo en Facebook, en el que se debaten los problemas a los que los soldados gais se enfrentan en las filas castrenses. Y finalmente llegó la foto.

El sargento Brandon Morgan, de 25 años, regresó a Hawaii el 22 de febrero después de prestar servicio en Afganistán. Le esperaba su pareja, Dalan Wells, de 38 años. La emoción les pudo y se plantaron ese beso, ciertamente apasionado. Un amigo tomó la foto y la colgó en la Red, y ya la han compartido 6.800 usuarios de Facebook y han comentado sobre ella otros 10.000.

El sargento Morgan ingresó en el Marine Corps como una persona profundamente religiosa, pero no pudo ocultar su naturaleza por mucho tiempo. En el camino se casó con una mujer, se divorció y entabló relación con Wells. Finalmente decidió expresarse de ese modo cuando regresó del frente. “Mis Marines, mi familia, me han dado la bienvenida”, dijo recientemente en The Daily Beast.  “Están felices por mí. Somos una familia. Se preocupan por mí allá adónde voy”.

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