El sargento Bales en una foto personal distribuida por el canal CBS.
Nerviosismo o angustia extrema. Depresión. Cambios de estado de ánimo. Ataques de pánico. Confusión. Alucinaciones. Tendencias violentas. Pérdida de contacto con la realidad. Miedo a que los demás puedan dañarle.
Son los efectos de mefloquina, comercializada en EE UU como Lariam, la medicina que los soldados norteamericanos toman en Afganistán para prevenir la malaria. Esta semana, el Pentágono ha ordenado que se analice si procede mantenerla en uso, una revelación que llega sólo tres semanas después de la matanza de civiles a manos del sargento Robert Bales, cuya defensa alegará inestabilidad mental.
La malaria (o paludismo) la provoca un parásito que transmite un mosquito. Causa, sobre todo, anemia y altas fiebres. Puede ser fatal en cuestión de horas después de haberla contraído. No hay vacunas comercializadas contra ella. Y la única forma de tratarla es con la toma diaria de medicamentos que la previenen.
Uno de los más comunes es atovaquone/proguanil, que se vende como Malarone, que tiene pocos efectos secundarios, como diarrea o mareos. Aun así, una pastilla por día y paciente cuesta unos 200 dólares mensuales. Por mefloquine se paga casi la mitad. Y es la que elige el Pentágono para darle a sus menos de 100.000 soldados en Afganistán.
Kabul, por ejemplo, no es una zona de riesgo, por su altitud. La malaria es más común en el sur, en los bastiones talibanes de Helmand y Kandahar. El Gobierno de EE UU recomienda tomar la medicación entre abril y diciembre en zonas de altitud de menos de 2.000 metros. Aun así, los soldados suelen tomar la medicación todo el año, en todas las zonas.
Tomé Lariam cuando estuve en Afganistán en septiembre, y el efecto, sobre todo durante las primeras dosis, es ciertamente extraño. El paciente vive la primera semana en un estado de inquietud permanente. Es algo que todos los soldados compartían: ese medicamento, junto a los antibióticos que toman a diario, provoca sequedad en la boca y cierta sensación de nerviosismo y desasosiego, que poco a poco va decreciendo. En algunos soldados, la sensación inicial es tan intensa, que simplemente deciden no tomar la medicina.
Ahora se ha sabido que el 20 de marzo, el subsecretario de Defensa para Asuntos de Salud, Jonathan Woodson, ordenó una revisión de las dosis de mefloquina y de cómo se estaba administrando a los soldados. Según un informe interno del Pentágono, a Woodson le preocupaba que “algunos soldados de servicio reciban mefloquina para la profilaxis de malaria sin haber sometido la documentación pertinente de su historial médico, y sin inspecciones médicas para determinar si hay contraindicaciones”.
Diversos expertos médicos han expresado preocupación en los pasados días sobre el uso de esa sustancia y han pedido al Pentágono que determine si el sargento Bales estaba siendo tratado con ese medicamento, algo que, dicen, podría haber agravado una preexistente condición psiquiátrica. Los periodistas Mark Benjamin y Dan Olmsted investigaron en 2004 los efectos de ese medicamento en seis soldados de las fuerzas especiales de EE UU que se suicidaron.
Es cierto que desde hace años se ha proyectado la sombra de la duda sobre el medicamento y sobre su posible efecto e influencia en casos de suicidio. Pero Bales llevaba a cuestas tres servicios en Irak, donde es muy probable que recibiera el medicamento y se hubiera acostumbrado a él, y la matanza no ocurrió nada más llegar a Afganistán, sino meses después. Puede, aun así, que su defensa aproveche el argumento como un factor en su gran estrategia de retratar la historia de una enajenación.