ETA ha enviado un paquete bomba a la casa de mi amigo Unai. Le llamo al enterarme y me dice: “menos mal que mi hermano no ha creído que era comida, porque lo habría abierto seguro”. Bromeamos sobre jamones-bomba. El paquete de titadine explotó en el jardín de su padre bajo supervisión policial.
Es navidad y un familiar explica cómo le inquietan los clientes del nuevo hotel que le han abierto delante de casa. “Siempre hay alguien a la puerta esperando a alguien.” Sale a la calle temiendo ser el esperado. Está nervioso. “Con Franco, publicabas algo y lo mismo ibas a la cárcel; ahora tengo miedo de que me peguen un tiro”. Había precedentes.
Un día de septiembre estamos en el Café Iruña, sentados al lado de un hombre gordo de pelo largo y una mujer flaca de pelo corto. Se acerca tranquilamente Arnaldo Otegi, que viene de declarar en el juzgado. “Un cortao, ponme”. Señorín. Coloca la mano en el hombro del gordo: “ya he visto la última de Bruce Willis”.
Gordo era también mi compañero de colegio Arkaitz Otazua. Teníamos dos batasunos en todo el centro, que se movían tranquilamente entre sobrinos de secuestrados e hijos de amenazados. A Jon yo le llamaba tocayo, porque en realidad se llamaba Juan. Arkaitz era su Hardy. Lo recuerdo en la Gran Vía: me giro al paso de una manifestación y ahí está, con el puño en alto. Me reconoce y hace un mohín de determinación. No sé qué lema corea. No nos saludamos.
Arkaitz se cansó de gritar. Con 24 años se echa al monte junto a un compinche llamado Asier. Cruzan un coche cerca del Balcón de la Rioja y dan parte de accidente. Arkaitz y Asier reciben a los agentes con fuego de pistola y de escopeta. No los matan porque se olían la emboscada y llevan chalecos antibala. Los etarras escapan de la balacera. Creo que la delgadez de Asier le concede dos ventajas: es más ágil y ofrece menos blanco. A Arkaitz lo encontrarán al día siguiente en el monte, hecho un ovillo sobre el orificio por el que se desangró. Luego tuvo una placa de homenaje que ya han retirado.
Pienso en el aprendiz de terrorista –el frío nocturno del monte alavés, la sangre tibia por los muslos- cuando veo a los tres fantoches de la txapela y la sábana levantando el puño como él entonces en la Gran Vía.
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"No merecerá la pena vivir"