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29 mayo, 2007 - 01:00

El héroe que fuimos todos nosotros

Nunca, que yo recuerde, me ha picado una araña radiactiva. No me he balanceado de una cuerda por ninguna avenida de coches desquiciados, ni he tenido una novia pelirroja (rubia sí, me casé con ella). Nunca me he partido la cara con dementes disfrazados ni he logrado hacer una foto que no saliera desenfocada, y eso que siempre procuro tener los dos pies bien plantados en el suelo. Mis amigos de clase no eran hijos de millonarios ni tuvieron que irse a la guerra, y nunca he sufrido el trauma de descubrir que mis padres eran robots y/o que habían sido asesinados por los comunistas.

 

Rafael Marín

BLOG INVITADO: RAFAEL MARÍN

  • Dirección: http://www.crisei.blogalia.com/
  • Autor: Rafael Marín: novelista, traductor, guionista y estudioso de la historieta.
  • Descripción: Bitácora sobre tebeos, superhéroes, historietas, etc...

Spidey_3 Pero en el fondo, aparte de estos detallitos intrascendentes, como ustedes mismos, yo también fui Spider-Man.

Si hay un tebeo hecho para un público y una edad, si hay un momento en que el cómic asume con descaro el receptor al que va dirigido, ése es The Amazing Spider-Man. Nadie quiere ser Clark Kent. Todos hemos sido Peter Parker en algún momento determinado de nuestra vida. Cuando Stan Lee y Steve Ditko crean al personaje, hace ahora cuarenta años, lo hacen quemando un cartucho importante: potenciando al adolescente compañero del héroe... que en este caso es el héroe mismo. Robin sin Batman. Superboy en un mundo real, no en la Smallville de tarta de manzana y candor y Kandorr. Uno de los grandes hallazgos de este cómic es que nunca se llamó Spiderboy o Spider Kid, sino Spider-Man, porque se trataba exactamente de eso: de encajar la historia personal de un adolescente como cualquier otro adolescente en un mundo de adultos que no quería dejarle hueco, o quizás es que el personaje no sabía, como no sabíamos nosotros, ascender ese duro peldaño.

Con Spider-Man (o con Peter Parker, que es lo mismo) supimos cómo era una ciudad. Nueva York, Nueva York, que nos entusiasmó más que a Gene Kelly y sus amigos marineros y que ya no imaginamos sin la figura roja y azul balanceándose de cornisa en cornisa. El entorno real de institutos y callejones barribajeros se potenció, y de qué manera, cuando ese genio a contracorriente que es Steve Ditko dejó en 1966 el sitio a ese retratista cuasi-fotográfico de la Gran Manzana que es John Romita.

Y supimos de pronto, cuando se peleó con el Siniestro Conmocionador, que su realidad era la nuestra: "¡Spider-Man!", exclamó el malvado. "Desde luego que no soy el presidente Nixon", replicó nuestro alter ego, rompiendo una cuarta pared de realidades década y media antes que Luz de Luna. Fue un detalle nimio (en realidad, creo, en la versión original Spider-Man cita al hoy olvidado Hubert Humphrey), pero era un punto a favor de la integración en el mundo real que suponía el personaje. Lo hemos visto muchas veces desde entonces, pero el mazazo que supuso que los personajes de cuatricromía hicieran referencias al mundo en el que vivíamos no se había dado jamás en una historieta, o al menos no se había dado de esa forma.

Con Peter (o con Spider-Man, que lo mismo da), sufrimos el acoso de los matones de instituto, el desprecio por sacar mejores notas o por no destacar en gimnasia, el rechazo de las chicas guapas y, ay, la hiperprotección de algún familiar próximo. Quizá con los dibujos Steve Ditko no tuviéramos mucho interés todavía por las chicas, prefiriendo una vida de aventura y melodrama, pero cuando vimos aquella Gwen Stacy y aquella Mary Jane Watson en la puerta ("Diste en el clavo, tigre"), comprendimos que teníamos prisa, mucha prisa, por ser adultos, visto lo que nos esperaba más allá de aquel umbral y aquella minifalda.

Vimos la guerra de Vietnam en primera fila, cuando se llevaron a Flash Thomson a pegar tiros allá, y supimos de sus secuelas antes de que los personajes de El regreso dieran paso a la flema fascistoide de Johnny Rambo.

Supimos de artes marciales y nos enfrentamos a personajes como el Dragón Blanco y sus mafias barriobajeras o recibimos la ayuda nada menos que del hijo del mismísimo Fu-Manchú. Nos enfrentamos a fascistas como el sudamericano El Tarántula justo cuando casos como Pinochet o Videla estaban en la cresta de la ola.

Y vimos Hair, y nos escandalizó que la tía May no se escandalizara, con la de veces que ha estado (y seguirá estando) la pobrecita al borde del soponcio. Y supimos de niños de las flores, de pantalones de campana y cintas en el pelo, de chalecos con flecos y botas que no eran para caminar como las de Nancy Sinatra (¡y qué bien las lucía Gwen, nuestro primer amor!), y de go-gós discotequeras, y de Johnnies Maneros a quien tuvimos que imitar a regañadientes cuando toda la peña se empeñó en llevarnos a bailar.

Y de drogas y malos viajes y de gente sin escrúpulos que era peor que el peor de los supervillanos, porque existían al otro lado de la calle, en cualquier esquina, y códigos de censura rotos, de revueltas carcelarias antes de que los presos de la Modelo se encaramaran a los tejados exigiendo un trato digno. Y de vampiros modernos cuando los vampiros góticos se pusieron de moda en el cine, y hasta revisitamos el mito de King Kong cuando nos dimos un garbeo increíble por la Tierra Salvaje.

Entonces éramos más jóvenes, y todavía no habíamos sufrido el acoso y la tiranía de nuestros jefes en el trabajo, pero ya intuíamos que J. Jonah Jameson no era tan caricaturesco como podría imaginarse. Ni podíamos creer, aunque lo sintiéramos como propio, que el dolor de perder a un ser querido iba a ser tan desgarrador, tan insuperable, como fue para toda una generación el día en que murió Gwen Stacy. Lo he dicho en alguna otra parte: en España hay una generación entera que al oír el nombre Gwendolyne no piensa en aquella atroz cancioncilla de Julio Iglesias, sino en una de las mujeres más hermosas que jamás ha ilustrado las viñetas de un comic-book.

Con los tebeos de Spider-Man hemos vivido en Forrest Hills y en el corazón de Queens, hemos viajado en el tiempo y hemos sufrido el temor a que nos descubrieran haciendo cosas impertinentes (sólo que a Spider-Man lo podrían haber pillado con un disfraz de colorines o con seis brazos y a nosotros, como mucho, con un ejemplar de Lib o a solas con la novia). Y hemos vivido el que es quizás nuestro momento más importante como lectores de tebeos, un sueño que de pronto se apoderaba de la realidad, hasta que tuvimos que pellizcarnos para convencernos de que aquello que teníamos delante en el quiosco era real. Me refiero al crossover con Superman, editado a tamaño gigante y resuelto de manera sobresaliente por el dibujante que, para mí, mejor ha sabido retratar a Peter Parker como adolescente de su época ya sin complejos: Ross Andru.

Aquel tebeo fue la consolidación definitiva, la llamada de atención sobre el personaje. Cuando se enfrentó a Superman y luego se convirtió en su aliado, supimos que Spider-Man se había convertido en un icono, como el chicarrón venido de Kripton. Preguntad a cualquier seguidor histórico del personaje y os reconocerá que nunca hubo un momento más emocionante.

Con Spider-Man hemos aprendido a montar en moto. Hemos sufrido la vergüenza de calar el coche (Spidey es un hacha en los tejados, pero conduciendo su bugui es un cero a la izquierda), hemos experimentado el asco de saborear por la noche un cartón de leche agria, de dudar entre amores y desamores, entre amigos y lealtades, de dejarnos llevar por una chica cañón (la simpar Black Cat, un bellezón que consiguieron volver antipática), o de comprobar que nuestro propio gobierno hace cosas que no quisiéramos que hiciera nadie.

Hemos visto cómo no llegaba el sueldo a fin de mes, cómo toda victoria traía una derrota y no al revés, cómo por muchos superpoderes que uno tuviera o quisiera tener siempre hay algo llamado destino que se divierte poniéndote la zancadilla.

Spider-Man fue un héroe generacional, y supongo que, desclasado de su tiempo, lo seguirá siendo, aunque hoy por hoy adolezca de todos aquellos enganches con su momento y su lugar que tenía entonces: el encuentro con John Belushi y los locos del Saturday Night Live, la irrupción en el show de Ed Sullivan, las revueltas estudiantiles en los campus universitarios y los problemas raciales tan bien ejemplificados en Robbie Robertson y su hijo radical. No puede ser casualidad que, si en Regreso al futuro Marty McFly remita a la estética de los tebeos de Archie en su viaje a los años cincuenta, el periplo de Forrest Gump por los años sesenta y setenta lo acerque tantísimo a momentos culminantes de la vida de Spider-Man.

Nuestra particular odisea ha estado en sincronía con los hechos de la vida diaria, con el correr de las décadas. Lástima, ay, que nosotros envejezcamos y Peter Parker casi no. O al revés, quién sabe. Hemos dejado atrás esas etapas de magia de las que Spider-Man fue nuestro cronista y ahora nos falta, qué pena, un personaje que aglutine nuestra crónica de cada día.

Llegó un momento en que el personaje dejó de entrar en contacto con la realidad, y de rebote dejó de estar en contacto con nosotros mismos. Fueron, siguen siendo, momentos de crisis, cuando ya el problema económico de llegar a fin de mes con un sueldo inexistente desapareció porque Mary Jane se había convertido en una improbable top model. Cuando Peter dejó el entorno del high school y después de la universidad para ganarse la vida como fotógrafo a tiempo completo. O cuando lo casaron con Mary Jane, a quien todavía no hemos aprendido a amar como amábamos a Gwen Stacy... no porque lo casaran o lo dejaran de casar (a fin de cuentas, si Peter me invitó a su boda yo también lo invité a la mía; y vino), sino porque desde entonces los autores que se han encargado de sus historias no han sido capaces de reproducir aquello que era la seña de identidad del personaje y su mundo. O, dicho de otra forma, ni Todd McFarlane ni John Romita Jr ni el montón de dibujantes y guionistas más recientes encargados de continuar con la tradición ha sido capaz de seguir relacionando la aventura con la realidad, los matrimonios propios con las andanzas de Peter and wife. Puede ser, no estoy seguro, que a su modo Spiderman refleje ahora el vacío y la falta de rumbo que hemos sufrido en esta última década.

Nosotros hemos seguido envejeciendo y Peter no. Incluso ahora se ha vuelto atrás el reloj, adelantando el entorno, y se puede volver a disfrutar de ese encanto adolescente, de ese instituto y esos amigos, contemporáneos ahora con el mundo que les toca vivir, pero me temo que no tan deliciosamente ingenuos como la versión original de Stan Lee, Steve Ditko, John Romita Sr. y sus mejores continuadores: John Buscema, Gil Kane, Gerry Conway, Jim Mooney, Ross Andru, Len Wein, Marv Wolfman, Bill Mantlo, Rick Leonardi, Roger Stern, Eric Larsen o el propio Mark Bagley encargado ahora de esa revampirización que es Ultimate Spiderman, el título al que ni siquiera los guiones de J.M. Straczynski, envidiado guionista de las novísimas aventuras del trepamuros, puede hacer sombra.

Una nueva generación tendrá ahora acceso al personaje y a lo que significó con la película que nos llega a las pantallas con cuarenta años de retraso con respecto a todo lo que el personaje y nosotros hemos vivido. Evidentemente no es el Spider-Man que todos hubiéramos deseado, el que contaba mes a mes la evolución de Estados Unidos, del mundo y de nosotros mismos, retratando modas y dudas, tendencias y miserias, alegrías y canciones y éxitos cinematográficos y políticas sociales.

Son otros tiempos y sin duda es otro Spider-Man, remozado y puesto a punto para un nuevo tipo de seguidor. Qué envidia.

Sea como fuera, con sus altas y sus bajas, porque el tiempo pasa y no se detiene, reconozcamos que con Spider-Man aprendimos la lección más bella que jamás ha dado un tebeo, una filosofía que es mucho más que una simple frase para andar por casa.

Un gran poder exige una gran responsabilidad.

Ahí es nada.

Comentarios

Gran personaje spiderman y buen análisis. Enhorabuena.

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