En el verano del 59 sucede un hecho revolucionario: una chica de Cremona llamada Anna María Mazzini, en arte Mina, graba una canción que había sido rechazada por Julia Di Palma y Miranda Martino. En los créditos aparecen dos nombres extraños, casi una contraseña de novela de aventuras: Mogol-Toang. El primero corresponde al letrista Giulio Rappetti; el segundo, a un joven genovés llamado Gino Paoli, que ha de firmar con seudónimo porque ni siquiera está afiliado a la sociedad de autores. El tema se llama Il cielo in una stanza, el cielo en una habitación, y va a convertirse en la mejor canción de amor de la Italia de los 60, y en una de las más grandes de su historia.
En su momento, Il cielo in una stanza fue acusada de inmoral y las emisoras católicas se negaron a radiarla. Hasta entonces, las canciones de amor pertenecían a los hombres, que habitaban el anhelo del “antes” o lamentaban la pérdida del “después”. De repente, y por vez primera, una mujer se adentraba en el territorio prohibido del “durante”, atreviéndose a cantar, alto y claro, con los ojos abiertos y ávidos, su placer en la cama. Las piedras del escándalo fueron esa orgullosa voz femenina, ese “durante” eternizado, y una disposición narrativa que sugería sin mostrar, que era romántica sin ser retórica y utilizaba, muy sabiamente, la transfiguración del espacio como metáfora del éxtasis.
Il cielo in una stanza no transcurre en idílicas casitas de papel ni en imposibles cabañas en Canadá sino en la habitación alquilada de un albergo a ore, una casa de citas. A los autores les basta con mencionar la visión del techo para que entendamos que los amantes están acostados, y pintarlo de un color anómalo – un soffitto viola – para evocar un meublé de la época.
La transfiguración se cuenta con palabras sencillas y poderosas: cuando hacen el amor, las paredes del cuarto desaparecen y la mujer ve árboles, “árboles infinitos”; el techo de color violeta se descorre, como en un cine de verano, para que el cielo se abra sobre los cuerpos de los amantes, “abandonados, como si no hubiera nadie más en el mundo”. Suena una armónica, que probablemente brote de una radio modesta, y en sus oídos se convierte en un órgano que toca sólo para ellos, “bajo la inmensidad del cielo”. Es como si la voz de Mina y el texto de la canción hubieran abolido, en dos minutos y cincuenta segundos, cinco siglos de amor cortés para entrar galopando en el amor carnal, pasando de la mística a la poesía de la experiencia, de Petrarca a Pavese, por la pura fuerza del deseo. Y si no conociéramos el rostro de Mina podríamos prestarle el de las mujeres del cine neorrealista de los primeros 60: Lea Massari en Il sogni nel cassetto o Stefania Sandrelli en Io la conoscevo bene. Es la voz de una loca de amor, urbana, contemporánea, que se funde, para fluir mejor, con los arreglos ensoñadores y aéreos de Tony De Vita: un continuo de cuerdas que levantan la arquitectura del arrebato sin que la espuma desborde sus líneas; un andante que avanza como la brisa moviendo las nubes de ese cielo inventado y se remansa, al final, con tres acordes en adagio, como el perfume seco y reconcentrado de una flor de ginebra, abriéndose.
Ofrezco dos versiones a cargo de Mina. La primera, con la elegancia que luego compartiría con Ornella Vanoni, pertenece a la película Io bacio, tu baci, dirigida por Piero Vivarelli en 1961.
La segunda, más racial y proletaria (pese - o quizás por - la fantasía aristocrática) es de un programa televisivo del año 62, Il signore delle 21. Ambas son espléndidas, pero uno tiene la impresión de que cada stanza pertenecía a un barrio distinto.