El año pasado Juan Cavestany se salió del circuito. Su anterior película, Gente de mala calidad (2008) había durado cuatro días, como quien dice (y quien dice cuatro dice seis). “¿Para qué volver a rodar otra – meditó – en las mismas condiciones? ¿Para qué perder uno o dos años en llamar a mil puertas, levantar producción y buscar subvenciones, si la mayoría de las películas españolas apenas aguantan dos semanas en cartel? El modelo de producción media – 2 o 3 millones de euros – está llamado a desaparecer: si no metes 200.000 euros en publicidad no existes”.
Cavestany tiene una gran frase: “No necesito intermediarios: para fracasar me apaño solo”. (Transcribo de memoria; creo que es algo así) y parece dispuesto, tanto en cine como en teatro, a seguir la máxima de “que se joda el espectador medio” acuñada por David Simon.
Ni Urtain (2010) ni Penumbra (2011), sus trabajos teatrales escritos con Juan Mayorga para el grupo Animalario, fueron apuestas complacientes. Tampoco lo es, desde luego, Dispongo de barcos, su esquinazo a la industria, rodada “en días sueltos” por las calles de Madrid a lo largo de 2010, que Cavestany define como una “comedia de acción mental sobre la soledad, la angustia y el miedo”. La vi la otra noche y me hizo pensar en un cruce castizo entre Inland Empire, de David Lynch, y el Ferdydurke de Gombrowicz: un puñado de niños perdidos en una ciudad onírica que tratan de llevar adelante un proyecto imposible siguiendo la clásica premisa de los Hermanos Marx:
Groucho: “En la casa de al lado hay un tesoro”.
Chico: “Al lado no hay ninguna casa”
Groucho: “No importa, construiremos una”.
Interludio histórico (o Así se forjó el acero)
Después de ver Dispongo de barcos pensé en una historia mítica que me contó Teddy Villalba (a la izquierda, apoyado en su merecidísimo Goya), aquel gran personaje (productor y troubleshooter de mil películas) que cuando cerraron su bar favorito, al que acudía cada tarde con sus amigos, compró barra y taburetes e instaló el bar en su casa, “porque aquello no se podía perder”. Pensé en Teddy porque hay algo españolísimo (facción “con un par”) en la aventura de Cavestany y compañía. A mitad de los sesenta, Teddy y su banda, que habían trabajado en todas o casi todas las películas americanas que se rodaban en nuestro país, recibieron el encargo de organizar la producción de los “episodios exóticos” de la serie de televisión I Spy, aquí llamada, con absoluta literalidad, Yo soy espía. La serie pasó a la historia porque, por primera vez en Estados Unidos, uno de los dos protagonistas era de raza negra: Bill Cosby, impuesto (y no sin dificultad) por su amigo Robert Culp, que entonces tenía un cierto predicamento. La premisa era una memez considerable: Culp y Cosby (o Cosby y Culp) son dos agentes secretos camuflados de tenistas, que con la tapadera de participar en grandes campeonatos viajan por todo el mundo y espían mucho. Lo de “todo el mundo” incluía lugares como Méjico, Indonesia, Tailandia, o las islas Fidji, donde, como todo el mundo sabe, se juega una barbaridad al tenis. Al asunto: aunque les cueste creerlo, los responsables de la serie decidieron que todos esos lugares exóticos se rodarían en las zonas más boscosas de la madrileña Casa de Campo. Teddy y los suyos se pusieron manos a la obra y cuando acabó el rodaje de aquellos episodios (la temporada 65-66, concretamente), los americanos se quedaron pasmados porque a) el equipo de producción español lo había hecho antes del tiempo previsto y, b) sobraba una pasta, que les entregaron con hidalguía para que se lo patearan en los antros de su predilección (que por aquel tiempo abundaban).
A la manera de Lope de Aguirre (y arriesgándose a que los miembros de su banda le maldijeran eternamente), Villalba dijo: “Pues eso no ha sido nada. Con ese dinero y si nos dejan los decorados de la Casa de Campo, escribimos y rodamos una de espías en una semanita”. Creo que medió una apuesta, cosa de motivar un poco a los de la banda, y ganaron holgadamente: la película resultante fue Espia NDO (no sé si lo pillan), escrita y rodada por Francisco Ariza en las fechas acordadas, y estrenada, mal que bien, en 1966. (Voy a ver si llamo a Sol Carnicero y me cuenta a cuanto ascendió la apuesta).
O sea, que Espia NDO se rodó por narices: para demostrar que podían hacerlo.
For the sake of it, que dicen los americanos. Amb aquella alegría, que decimos los catalanes.
Completando el interludio, y para no apearme de la efervescente década de los sesenta, pensé también en Gonzalo Suárez, en la obstinación infantil y terrible de Ditirambo (1969), en su humor congelado, sus tramas inapresables y en su salida del circuito (breve pero intensa) con las megarecontramarcianas El extraño caso del doctor Fausto, que rodó en una semana en su casa barcelonesa y saltando de terrado en terrado durante un estado de excepción (1969, justo después de Ditirambo), y la indescriptible e inenarrable Aoom (1970), que está filmada directamente en otro planeta (el planeta Axturias, como diría Álex de la Iglesia).
Pensé en Lynch, pensé en Gombrowicz, pensé en Teddy Villaba (y su banda), pensé en Gonzalo Suárez y pensé en Antoni Padrós, el rey del underground catalán de los 70 (aquí salto de década, pero el impulso es el mismo) que trabajaba en un banco de Tarrasa y se moría de ganas de rodar, y embarcaba a sus amigos en rodajes que duraban todos los fines de semana de un año, y como no tenía bastante dinero filmaba utilizando material caducado y negativo de sonido, y así le salían unas películas espectrales, en contrastadísimo blanco y negro - Lock-out (1973) y Shirley Temple Story (1976) - que realmente parecían el resultado de pasar una historia por una máquina de rayos X: pura radiación y huesos fosfóricos.
O “superproducciones rodadas con Cine-Nic”, como Padrós (que es este señor de la izquierda) las definió una vez.
(En Shirley Temple Story, por cierto, debuté como actor, el actor más hierático que ojos humanos vieron. Tan tieso estaba que me utilizaban para colgar la percha del micro. Cito esto para dejar claro que conocí el underground desde dentro).
¿Me gustaban aquellas películas? “Gustar” es un término inadecuado. Aquellas películas rechazaban las habituales varas de medir: eran toscas, desmesuradas, inconexas, apasionadas, valientes; a menudo perdían el norte para caer una y otra vez en agujeros negros, y una y otra vez volvían a levantarse. Exhalaban el peculiar hipnotismo de la convicción: sus autores creían intensamente en lo que estaban haciendo, como si les fuera la vida en ello.
Jugaban, pero jugaban en serio.
Me gustaba su locura y me gustaba su empeño. Y me gustaba la alegría que desprendían, incluso cuando pegaban los brochazos más lóbregos y más nihilistas: la alegría de rodar cuando todo parecía ponerse en contra.
Fin del interludio. Continúa la acción
Por ese mismo mar navega, nunca mejor dicho, Dispongo de barcos: a ratos me aburre, a ratos me divierte, a ratos me inquieta, a ratos me fascina, y siempre me interesa.
Digamos que lo que más me gusta es que sea imprevisible e irresumible.
Ahora que lo pienso, hay una evidente semejanza entre los pirados de la historia construyendo una casa metafórica para encontrar el tesoro, y los pirados que cuentan la historia.
(Aquí va el trailer digamos que oficial)
Después de verla llamé a Juan Cavestany.
Me dijo que era una película “hija de la desesperación y la liberación, a partes iguales”. Lo que yo digo: hija de la alegría. La hicieron para demostrar (y demostrarse) que podía hacerla.
Dispongo de barcos se rodó con una Handycam digital, es decir, con la clásica camarita familiar que sirve para retratar viajes y cumpleaños. Cavestany lo hizo así “para no molestar” (eufemismo para esquivar burocracias y permisos diversos) y porque, evidentemente, salía muy barato. Lo de la burocracia siempre ha sido una lata grande. Cavestany me cuenta que a veces podían pasar meses entre un plano y un contraplano. Para animarle le digo que lo mismo le pasó a Welles en Otelo.
¿Qué costó la cosa?, le pregunto. “Los gastos de intendencia (comer, sobre todo ) y la Seguridad Social”. Los protagonistas son sus amigos y compañeros de Animalario (Antonio de la Torre, Roberto Álamo, Diego París, Andrés Lima) con los que rodó “cuando ellos y yo teníamos un rato libre”. (Eso tiene un eco obvio en la película, cuando De la Torre reune a sus extraños colegas para dar el presunto golpe de su vida y Roberto Álamo dice “pues a esa hora no sé si me vendrá a mí bien”).
Dispongo de barcos se exhibió durante una semana, del 11 al 17 de febrero de 2011, en la sala Berlanga de Madrid, apadrinada por la SGAE. Es decir, hará justo un año. Se vio también en los festivales de Gijón y de Sitges y está editada en DVD por Cameo. Cavestany me informa de que se emite en Canal +Xtra y que también puede verse en filmin.es
(Aquí va una especie de trailer alternativo, donde se observa - cambios en los (sic) peinados, indumentaria, etc - que lo de que el rodaje duró lo suyo no es figura retórica).
Ah, y Cavestany – noticia – ya ha rodado y montado la siguiente: se llama El señor y, me informa, es una película muda de 42 minutos protagonizada por Luis Bermejo (Animalario again), “en el papel de una especie de Jacques Tati posnuclear que deambula por la ciudad buscando amor en el filo de la angustia”.
La semana próxima les hablaré de otra perla subterránea e increíblemente extraña: Diamond Flash, de Carlos Vermut. Permanezcan atentos a esta pantalla.