Big Time 1: Welles, el jazz y la Barcelona de los 50

Por: | 20 de abril de 2012

Perico Vidal en el rodaje de LA HIJA DE RYAN


Big Time: la fabulosa vida de Perico Vidal

Uno

Tengo casi ochenta años y he trabajado en más de cincuenta películas, con Welles, con Mankiewicz, con Carol Reed, con Terence Young y, sobre todo, con el inmenso David Lean. También he participado en muchas porquerías, como casi todos en esta profesión, y he pasado muchas temporadas en dique seco, with a little help from my friends. He sido asistente, ayudante de dirección, encargado de casting, productor y ghost writer, y lo más curioso es que nunca pensé en dedicarme a esto.
Nací en París y a los ocho años me llevaron a Barcelona. Empecé Derecho y lo abandoné en segundo porque no me interesaba. Mi familia era rica, pero mi padre no me dejó un real. Decía que yo era un bala perdida, y es muy probable que tuviera razón. Lo que más me interesaba entonces era nadar, follar, bailar, beber y escuchar música. Todo eso se me daba muy bien. Me pasaba las mañanas (bueno, más bien las tardes) en el Club Natación Barcelona y fui campeón junior de España. Mi ídolo era Johnny Weismüller. Yo era un tipazo en aquella época, y me ligaba todo lo que se movía. Era amoral hasta decir basta. Le levanté varias novias a mi mejor amigo, Juan Estelrich, que hizo aquella espléndida película llamada El anacoreta, hasta que probé mi propia medicina cuando él me levantó una de las mías, y me pasé varios meses bebiendo botella tras botella y dándome con los cuernos en las paredes, y supe lo que era el dolor y lo que eran los celos, pero seguimos siendo amigos, amigos del alma. Yo hace veinte años que no bebo, no puedo ni olerlo, pero entonces ya bebía como una esponja.

Louis Armstrong en el WindsorDescubrí la música, la verdadera música, cuando Pere Casadevall, que se convirtió en mi mentor, me hizo escuchar a Louis Armstrong tocando West End Blues. Casadevall era lo que Josep Pla definió como “un señor de Barcelona”. Tenía mucho dinero, porque su familia vendía las bombillas Osram hasta que la casa Philips comenzó a comerles el terreno. Cuando le propusieron pasarse a la competencia se presentó en un consejo de administración, dijo “Más vale morir con Osram que vivir con Philipendio”, y no volvió a poner los pies allí. Tenía miles de discos y una delicadeza inmensa y un picadero suntuoso en la calle Balmes, en la parte alta de la ciudad, que me dejó para que consumara mi primera aventura. Llegué con mi novia a aquel apartamento, que estaba lleno de ramos de rosas por todas partes, y pensé: “A ver si me he equivocado de día”, pero no: Casadevall se había gastado un dineral en flores para nosotros, y en la mesa había dos copas y una botella de whisky de superlujo, y en el plato del tocadiscos las canciones de amor de Sinatra con la orquesta de Tommy Dorsey.

Poco me imaginaba yo que diez años más tarde le diría en Los Angeles al mismísimo Sinatra: “Yo follé por primera vez escuchándote cantar Night and Day”.  

WindsorEn 1947, Casadevall me invitó a la “refundación” del Hot Club de Barcelona, inactivo desde antes de la guerra. Con "los dos Alfredos" (Papo y Matas) como jefes de la banda trajimos a George Johnson, a Don Byas, a Willie “The Lion” Smith, a Milton “Mezz” Mezzrow, a Dizzy Gillespie, a Lionel Hampton, a Big Bill Broonzy, a Ella Fitzgerald y a Satchmo. Toda esa gente extraordinaria pasó por Barcelona en aquella época gracias a que Casadevall y los dos Alfredos se liaron la manta a la cabeza. Los amantes del jazz aullaban de felicidad, aunque entre ellos había mucho sectario y mucho fanático, que viene a ser lo mismo. Cuando vino Ella Fitzgerald no gustó, aunque cueste creerlo. No gustó al sector más fundamentalista de aquel público, que le exigía, a gritos, que cantara blues: creían que por ser negra tenía que cantar blues por narices. Era una swinger increíble, pero eso les parecía frívolo. “Canta canciones de películas”, decían, como si eso fuera el acabóse. Para aquella gente, lo sacrosanto era el blues, cuanto más austero mejor.

Muchas de aquellas actuaciones se daban en el Windsor Palace, un cine babilónico que llevaba, como exhibidor, Alfredo Matas, quien no tardaría en dedicarse también a la producción. En la planta baja estaba la sala, la más lujosa de Barcelona, con casi dos mil butacas. En el primer piso, un pequeño teatro, donde en los cincuenta actuaba la compañía de Adolfo Marsillach y Amparo Soler Leal, la mujer de Alfredo, que hacían comedias elegantes, de boulevard. Y había, sobre todo, un restaurante con una coctelería, también muy sofisticada, que se convirtió en nuestra sede y donde pasamos muchas noches con gente del cine y del jazz. El dinero para aquellos conciertos lo ponían Casadevall y Matas, y no les importaba perderlo cuando el público no respondía como esperaban. De vez en cuando, yo hacía de scout para Alfredo, viendo las películas que no se habían estrenado en España y recomendándole las que valían la pena. En Londres vi The Killing, de Stanley Kubrick, que entonces era un absoluto desconocido, y corrí a llamarle para que la comprara. Tenía sus dudas: “No sé, Pedro. Acabamos de tener un éxito portentoso con Escuela de sirenas, que es una fantasía en tecnicolor, y pasar ahora una policiaca en blanco y negro…” Pero me hizo caso y The Killing, que aquí se llamó “Atraco perfecto”, se convirtió en un negocio redondo: le costó cuatro chavos y centuplicó la inversión. Alfredo me dijo: “Vente el sábado al restaurante del Windsor y lo celebraremos. Ah, y tráete a todos los amigos que quieras: vais a comer todo el caviar que no habéis comido en la vida”. Y no mentía.

Por aquella época, pues, yo seguía bailando y bebiendo y ligando y escuchando música, y poco a poco el cine se abría camino. No voy a presumir ahora, cuando estoy de vuelta de casi todo y como dicen los mallorquines "es mel.lers ja són batuts", pero lo cierto es que follaba como un jabato, tanto que ni siquiera recordaba los nombres o las caras de las chicas. Una de esas noches me presentaron a una chica monísima. La saludo. Ella me dice:
“¿No te acuerdas de mí?”
“Perdona, pero así, a botepronto…”
“Nos acostamos hace dos meses”.
Me arrodillé con los brazos en cruz y dije:
“¡Pégame un tiro!”


Katherine DunhamYo quería ser negro. Mejor dicho: me sentía negro. Me pasaba como a Tete Montoliu, que hablaba del bajista de su banda, un holandés, muy bueno, y me decía “sí, es bueno, pero se nota que es blanco porque está tocando y a ratos se aburre”. A Tete yo le hacía siempre el mismo chiste: “Como eres ciego, no te das cuenta de que no eres negro”. Pero no dejaba de ser un chiste fácil, porque en lo más profundo, Tete era negro y lo fue hasta el final. Yo me sentía negro porque me gustaban con locura la música negra y las mujeres negras, especialmente si eran bailarinas. Esto último lo descubrí cuando llegó a Barcelona la compañía de ballets de Harlem de Katherine Dunham, una discípula de Martha Graham que había montado en 1940 la primera compañía de danza íntegramente negra, o, como se dice ahora, afroamericana.
Diez años más tarde, la compañía hizo su primera gran gira por Europa y en 1952 se presentaron en el Windsor con un espectáculo llamado From Haiti to Harlem. La Dunham era un cabo de vara y una snob del carajo, pero como coreógrafa era excepcional.

Colin-paul-katherine-dunhamPerdí la cabeza por Lavinia Hamilton, una bailarina de su compañía. La conocí en Barcelona y la seguí hasta París. Katherine Dunham, ya te digo, controlaba a sus bailarinas como una matrona del KGB, y había que hacer operaciones de comando y contraespionaje para salir con Lavinia sin que ella se enterase. La mejor amiga de Lavinia, con la que salimos a escondidas los tres aquellas noches, se llamaba Frances Taylor y te sonará porque al poco tiempo abandonó el KGB, digo, la compañía, y se casó con Miles Davis, que le dedicó algunos de sus mejores temas. ¿Tú has oído Fran-Dance o Pfrancing, verdad? Pues los compuso para ella. Creo que Frances no ganó con la fuga, porque Miles era un genio pero como persona era un bicho y un absoluto dictador: no había más que hablar con sus músicos.
Así que estamos en 1952 y a mí me proponen escribir crónicas en una revista de cine que no recuerdo ahora como se llamaba, Imágenes o Cinemundo o algo así, porque las revistas de cine siempre han tenido nombres parecidos, no son nada imaginativos en eso. Ese año fue fundamental en mi vida. Conocí a Lavinia y conocí a Orson Welles, que presentaba Otelo en Cannes, donde se llevó el Gran Premio. Le entrevisté y me sorprendió mucho saber que había tardado cuatro años en hacer aquella película porque no encontraba financiación. Había planos y contraplanos rodados con cuatro años de diferencia y a miles de kilómetros. Era un prodigio de montaje y de imaginación. Rodó la muerte de Roderigo en una sauna, no recuerdo ahora si en Turquía o en Marruecos: habían perdido los trajes de los actores y no tuvieron tiempo ni dinero para comprar otros, así que Welles dijo "Venga, en una sauna, con cuatro sábanas".

Welles y Perico Vidal - archivo Alana VidalNos hicimos amigos porque yo hablaba inglés y adoraba su cine y nos gustaban las mismas cosas. No todas, porque él estaba loco por el teatro y a mí me aburría a morir. En aquel primer encuentro me dijo: “Yo hago cine para poder hacer teatro”. Y luego comenzó a echar pestes de los productores, como era su costumbre. Era verdad que el estudio le había destrozado El cuarto mandamiento, que en algunos aspectos todavía era mejor que Ciudadano Kane, más honda, y el destrozo, para acabarlo de arreglar, lo había hecho su amigo Robert Wise, aunque por lo menos Wise era un gran montador, y también era verdad que los productores siempre le ataron muy corta la rienda del dinero, pero él les trataba a palos. Puedo citar un caso: mi amigo Raoul Levy. ¿No has oído hablar de Raoul Levy? Produjo todos los grandes éxitos de la Bardot, se hizo millonario con ella, y luego hizo películas “de autor”, como Moderato Cantabile, de Peter Brook, sobre aquella novela de la Duras, y Deux ou trois choses que je sais d´elle, de Godard. Yo trabajé con él en el 56, cuando conocí a Roger Vadim y a Christian Marquand en el rodaje de Et Dieu crea la femme, la película que lanzó a la Bardot, pero ya te contaré esa historia en otro momento. Ese año, Raoul me dice “Preséntame a Welles, quiero producirle una película, la que él quiera”. Welles estaba haciendo teatro en Londres. Fuimos a Londres, quedamos en su hotel, y Welles trató a Raoul como a un perro. Sólo le faltó patearle los huevos. ¿Por qué? No le cayó bien o tendría un mal día. Y entonces era uno de los grandes productores de Francia, dispuesto a firmarle un cheque en blanco.

Pero me he adelantado: te estaba contando cómo conocí a Welles en Cannes. Aquella entrevista fue muy larga, y luego fuimos a comer y seguimos hablando y bebiendo y de pronto me dice:
“Voy a rodar Mister Arkadin en España. ¿Quieres ser mi assistant?”.
Yo le digo: “No conozco la técnica”.
Welles me dijo: “¿La técnica? Si eres idiota tardarás quince minutos en aprenderla; si eres normal, diez minutos”.
Pensé que lo decía por decir, que nunca iba a llamarme. Pero llamó, a finales del 53. Me dijo que en enero estaría en Madrid y empezaríamos con Arkadin. A su lado me envenené de cine. Él me inoculó el virus de los rodajes.

Rodamos en Barcelona, en Madrid y en Segovia. Lo primero que hicimos fue ir a Segovia, a localizar. Le hablé de mi amigo Teddy Villalba y conseguí meterle en el rodaje como ayudante. Yo tenía 29 años, pero la energía de Welles me superaba.

Arkadin1Welles era una bestia, una fuerza de la naturaleza. En Segovia dejó pasmado a Cándido, el mesonero, porque se comió dos cochinillos de una tacada, con tres botellas de tinto. Cándido decía que nunca había visto una cosa igual. Trabajaba como una bestia, comía como una bestia, bebía como una bestia. Iba por rachas. En Madrid, en Sevilla Films, solo bebía whisky. En Barcelona bebía tinto y manzanilla.
Una noche me dijo: “Los vagos como nosotros, cuando nos ponemos a trabajar somos incansables”. Yo le he visto rodar tres o cuatro días seguidos, con sus noches, durmiendo apenas una o dos horas. Atento a todo. Una noche, en el puerto de Barcelona, Johnny Bourgoin, el operador, le dijo que el plano que quería no se podía iluminar, y Welles dijo “Claro que se puede” y lo iluminó él. De repente desaparecía, en pleno rodaje. Una de mis novias de entonces era una chica marroquí, guapísima, que bailaba en Bolero y se hacía pasar por princesa india. A Welles también le iba mucho lo exótico y le echó el ojo en seguida. Yo me dije: “A estos dos no vamos a verles en tres días”. Y así fue: Welles se esfumó con mi novia. En producción enloquecieron. “¿Pero dónde está, dónde puede haber ido, sin un duro?”, porque sabían como las gastaba y realmente no le daban ni un duro. Yo tenía un informador extraordinario, uno de los botones del Ritz, un chaval más listo que el hambre que sabía todo lo que pasaba en Barcelona, quién hacía qué, quién estaba con quién. El chaval me dijo: “No sé cómo, pero el gordo ha conseguido que le adelanten veinticinco mil pesetas en el hotel”. Veinticinco mil pesetas de entonces era un dinero muy considerable, que Welles se pateó aquellos tres días para agasajar a la falsa princesa india. Recorrí los lugares habituales y no les encontré, hasta que pasé por La Macarena. Estaba cerrado a cal y canto pero se escuchaba música. Me dije: “Ahí está Welles”. La Macarena era un tablao muy golfo de la calle Escudillers. Allí había vivido yo momentos increíbles. Una noche se abrió la puerta y asomó la cabezota de Manolo Caracol diciendo: “¿Se pué echar un cante?”. ¡Dios, era Manolo Caracol! No le pusieron alfombra roja porque no tenían. Estábamos todos en la gloria escuchando a Caracol, pensando “esta noche ya no puede pasar nada mejor”, y se abre la puerta y aparece Carmen Amaya. Y canta Caracol, y se pone a bailar Carmen, y toca la guitarra, me acuerdo como si fuera ahora mismo, el hijo de Perico El del Lunar, que era otro prodigio. Cosas así pasaban en La Macarena.

Con Welles en una fiesta de Barcelona (Perico Vidal, primero por la derecha)
Bien, pues esa otra noche está la persiana bajada, golpeo, me abren, y allá está Welles como un pachá, ciego de todo, con la falsa princesa india a su lado, y todos los flamencos de La Macarena y del Charco de la Pava a su alrededor, tocando sin parar, y me dicen “Llevan así seis horas”. No sé como conseguí llevármelo de nuevo al rodaje, pero lo hice. Fuimos al hotel, Welles se metió en la ducha, pidió media docena de cafés, y cuando se los hubo tomado uno tras otro dijo “I’m on the wagon”. Para el que no conozca la frase, quiere decir que a partir de ese momento empieza la ley seca. Cuando Welles estaba on the wagon solo tomaba café, y podía bajarse veinte o treinta tazas al día. Insistía mucho en que la gente que estaba con él siguiera bebiendo. Una noche cenábamos en Los Caracoles y pedí media botella de tinto.
“No, pide una”, me dijo.
“Pero si usted no va a beber, Welles”.
“Pide una, porque con media botella siempre te quedas corto de un vaso”.
Lo tenía estudiadísimo. Y tenía razón.
 
En el rodaje de Mister Arkadin conocí a José Luis de la Serna, que era su asistente en jefe. Cuando acabamos me dijo: “Si quieres seguir con esto, hay más trabajo. Stanley Kramer va a rodar una película en Segovia con Cary Grant, Sofía Loren y Frank Sinatra. Se llama The Pride and the Pasion. ¿Te apuntas?”. Dije: “¿Cuándo empezamos?”.


(Continuará).

Hay 6 Comentarios

gran tipo Perico Vidal, un encanto irresistible.
Estoy ansioso por seguir leyendo sobre sus aventuras.

¡2 cochinillos y 3 botellas de vino tinto!...este don Orson era un glotón...muy divertido el relato...

Y el próximo viernes, Perico meets Sinatra!!

Gran episodio piloto...

Don Draper parece un "mindundi" al lado de Perico Vidal.

¡Gran abrazo, Lola!
El próximo viernes, las aventuras de Perico con Sinatra en el Madrid de los 50.

Muero por seguir leyendo. Se me hizo tan cortoooooo
Wow!! Que personaje Perico Vidal...

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Teatro, Literatura, Cine, Música, Series: arte en general. Lo que alimenta, lo que vuelve. Crónicas, investigaciones, deslumbramientos. Y entrevistas (más conversaciones que entrevistas). Y chispazos, memoria, dietario, frases escuchadas al azar (o no). Y lo que vaya saliendo.

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Marcos Ordóñez

Marcos Ordóñez. Escritor, periodista, profesor. Cada sábado escribe en Babelia la sección PURO TEATRO y, cada jueves, en Cultura, EL HOMBRE QUE FUE JUEVES. Intento escribir sobre lo que me da vida. Ultimos libros publicados: Turismo interior (Lumen, 2010), Telón de fondo (El Aleph, 2011), Un jardín abandonado por los pájaros (El Aleph,2013).

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