Yo tengo siete años, estoy en el primer curso del Nido de los Cuervos, a escasos diez minutos caminando pero siempre tan lejos de casa, al otro lado del mundo. Las mañanas son tan oscuras que han de encender las luces y a eso de las seis ya anochece, el atardecer apenas dura unos segundos tras la ventana enrejada de la clase, el cielo es un lienzo con franjas escarlata y luego granate y luego magenta, un instante en el que los colores parecen detenerse pero enseguida se vencen, se ensucian, funde a negro. Dentro flota y se espesa un olor amarillo de grasa de caldo o paella enfriada. La luz fluorescente cae como polvo de tiza sobre los cuadernos abiertos. En la calle tiemblan las farolas de gas recién encendidas pero igualmente altas, demasiado altas para calentar tanta oscuridad.
Tranquilo: en el centro del comedor te espera una supernova.
Mi madre, riente y nerviosa como una niña, me dice que cierre los ojos y me lleva de la mano por el pasillo. ¿Imagino lo que me espera? No, para nada, ni de lejos, nunca, jamás.
Aguzo el oído. Rumor de voces y sillas: gente en el comedor, algo gordo se cuece. Grititos, palmas de júbilo anticipado. Voces que no reconozco, de entre las que emerge la de mi abuela y un carraspeo: mi abuelo.
Abre los ojos, dice mi madre.
No veo (todavía no) las sillas en semicírculo, las pastas y el vino dulce y las copas en la mesa, ni a mi hermana entre el bosque de piernas vecinales que han venido para compartir el acontecimiento: el primer televisor del edificio. Estoy plantado ante el tótem, casi toco la pantalla con la nariz, la pantalla todavía opaca pero con un puntito de luz, delatando que la han encendido antes pero han vuelto a apagarla para que el niño, que tanta lata había dado, vea el prodigio desde el principio. Y ahora hay un gesto, la mano de mi madre (con una cadenita de oro en la muñeca) ajusta la antena, llamada “antena de caracol” por la presunta semejanza con sus cuernos, pero en todo caso caracol extraterrestre, de sensores afilados y móviles, y luego el dedo (con la uña pintada de rojo) aprieta el botón que está encima del rótulo (“Mónaco”, con las letras de color plata), y la ventana se abre, y la brillante claridad baña y calienta nuestros rostros. Grandes aplausos, como cuando se apagan de un bufido todas las velas de un pastel de cumpleaños. Casi cincuenta años después sigo sintiendo el mismo estremecimiento, el mismo temblor de misterio y maravilla cada vez que está a punto de abrirse una falsa ventana verdadera: un cuadro en la esquina de una exposición, la página de un libro, la pantalla de un cine, el escenario de un teatro.
Ahora la pantalla se oscurece y brota de nuevo el punto blanco.
¿Cómo es posible, si nadie ha apagado el televisor?
Contengo el aliento. Sobre el fondo negro y el punto titilante, invicto, comienza a escucharse una frase perentoria:
“Su televisor no está estropeado. No intente ajustar el aparato”.
¿Eh? ¿Qué? ¿Quién ha dicho eso? ¿Mi padre, oculto tras el televisor?
Se suceden rayas en zigzag, la carta de ajuste tiembla como un fotograma atascado. “Nosotros controlamos las líneas horizontales y verticales. Podemos distorsionar la imagen o hacer que sea clara como el cristal”.
¡Y la voz lo hace! ¡Lo está haciendo! ¡Está pasando!
“Durante la próxima hora controlaremos todo lo que vea y oiga”, decía la voz, y no era una metáfora sobre el franquismo, porque la voz no procedía de Prado del Rey. Ni de Venezuela, a juzgar por su acento. Ni de los estudios de Topanga Canyon. La cavernosa letanía, augurando que estábamos “a punto de vivir una gran aventura”, brotaba, pronto lo veríamos, de un territorio mucho más salvaje, lejano e inexplorado.
Sonaron las nueve y se me afianzó la convicción de que de allí no iban a despegarme ni con agua caliente. ¿Quién sería capaz de enviarnos a la cama cuando el locutor espectral estaba prometiéndonos “sentir el escalofrío de quienes viajan desde el interior de la mente hasta más allá de los límites”?
Rumbo a lo desconocido ("The Outer Limits") fue la primera serie americana que combinó terror y ciencia ficción en horario semiinfantil (las 7 p.m. en Yanquilandia) y en una época en la que predominaban los cowboys joviales y los retratos al pastel (Papá lo sabe) de familias inmaculadas. Era, vista ahora, recuperada ahora, un producto tosco, con monstruos de cartón piedra y guiones malhilados, con más agujeros que una carretera secundaria, pero atravesado todo por un viento de locura absolutamente nuevo, de la cruz a la bola, desde la marciana presentación (nunca mejor dicho) hasta sus finales abruptos y negrísimos.
Lo de menos eran los argumentos. Lo que te clavaba en el asiento era su atmósfera pegajosa, su perfume de flor malsana, su calidad de pesadilla filmada, el blanco y negro contrastado hasta la irrealidad y atrapado por la cámara del gran Conrad Hall, que comenzaba a ganarse a pulso el apodo de Príncipe de las Tinieblas: los espacios vacíos, los ángulos dislocados, las sombras casi expresionistas, los rostros en primerísimo plano, casi chocando contra la pantalla, como enormes insectos pugnando por escapar de una caja de cristal. Sus creadores, Joe Stefano y Leslie Stevens, estaban en plena cura psicoanalítica por sendos colapsos nerviosos, y trasladaron semana tras semana a la pantalla sus miedos más profundos, tumultuosamente aflorados.
No sabía yo (¡qué iba a saber!) que Joe Stefano era uno de los guionistas de Psicosis pero tampoco, ni muchísimo menos, que Leslie Stevens estaba simbólicamente a cuatro pasos, en plena Rambla de Cataluña. Muchas tardes, subiendo con mi abuela hacia plaza de la Torre, me había saludado su rostro engañosamente sonriente desde los carteles del teatro Candilejas: él era el autor de Champagne Complex, una de las comedias más exitosas de aquellos años. ¿Emitía desde allí sus ondas Leslie Stevens, camuflado bajo el disfraz de americano repeinado y espumoso? No lo descarto, porque Rumbo a lo desconocido era una serie irradiante, metastásica, que infectaba todo lo que caía en su radio de acción. Stephen King descubrió su vocación viendo esa serie, mi amigo Juan Bufill reconoció la simiente de su pasión por el cine experimental, y yo no sé si mis malos sueños de entonces nacieron de sus episodios o si su luz era la misma que impregnaba los territorios de lo soñado: los callejones umbríos y desiertos, los sótanos profundos, las escaleras que subían y subían en la oscuridad para desembocar, abruptamente, en callejones y sótanos paralelos.
El veneno de la serie tenía efectos inmediatos: poco más tarde, otro episodio titulado La criatura del armario generaría mi más suculenta fantasía infantil de omnipotencia sádica. La criatura titular, entre Ariel y Calibán, estaba hecha de aire y furia, una masa de energía rabiosa, un increíble Hulk sin rostro ni verdor, y el armario metafórico era un sótano donde lo tenía recluido el consabido científico loco, un Próspero con el no menos consabido acento alemán (que pronto se trocaría en ruso a medida que avanzaba la Guerra Fría).
Lo que me hipnotizó de aquella historia fue el pasillo, conectado con el sótano, que el doctor mochales utilizaba para acabar con sus enemigos. Musitaba “Adelante” como si les convidara a un amontillado, los incautos entraban, se abría la puerta del sótano, se cerraba la del otro extremo, y el bicho, aquel pedazo de superyó desencadenado, les daba matarile en un pispás como si una nube de tormenta cargada de rayos les envolviera y después se desvanecía, crimen perfecto, ataque al cuore, visto y no visto.
Durante un buen tiempo me deleité cada noche con las múltiples posibilidades del juguete, mordiéndome los labios de gusto justo antes de coger el sueño. Que me regalaran aquel pasillo atómico para mi cumpleaños, que yo sabría qué hacer con él. Allí iba a meter yo a docena y media de cuervos y a dos o tres compañeros de clase. El invento aunaba modernidad, venganza y limpieza: un botón para abrir, un botón para cerrar, y una ventanita en cada puerta para verles retorcerse bajo la acometida. Y sin dejar huellas.
Que levante la mano quien no haya deseado algo así a los siete años.
Hay 2 Comentarios
No hay manera de encontrar la cabecera de esta serie en español. Las gravaciones de YouTube confunden "Outer limits" con la "Dimensión desconocida".
Si alguien puede echarme una mano, por favor, se lo agradeceré eternamente.
Un saludo,
Enric
Publicado por: Enric H. March | 17/08/2012 2:09:21
The Outer Limits, I, Robot (un robot declarando en un tribunal) ¡buenísimo!:
http://www.youtube.com/watch?v=Esuufq-krvI&feature=relmfu
outer limits 1960's KeeperOfThePurpleTwilight (unos alienígenas con tremendo cabezón):
http://www.youtube.com/watch?v=LDfZAQQW8Z4&feature=related
the man who was never born (un mutante de cara deforme charla con el guaperas):
http://www.youtube.com/watch?v=nnmwOq3VwuA&feature=related
Publicado por: felizísima fortuna | 08/04/2012 1:36:41