Bulevares Periféricos

Sobre el blog

Teatro, Literatura, Cine, Música, Series: arte en general. Lo que alimenta, lo que vuelve. Crónicas, investigaciones, deslumbramientos. Y entrevistas (más conversaciones que entrevistas). Y chispazos, memoria, dietario, frases escuchadas al azar (o no). Y lo que vaya saliendo.

Sobre el autor

Marcos Ordóñez

Marcos Ordóñez. Escritor, periodista, profesor. Cada sábado escribe en Babelia la sección PURO TEATRO y, cada jueves, en Cultura, EL HOMBRE QUE FUE JUEVES. Intento escribir sobre lo que me da vida. Ultimos libros publicados: Turismo interior (Lumen, 2010), Telón de fondo (El Aleph, 2011), Un jardín abandonado por los pájaros (El Aleph,2013).

Dietario (finales de abril)

Por: | 30 de abril de 2012

Con X, a la salida del teatro. Está guapísima. Más allá de la belleza física, que también: el brillo en los ojos, en la oscuridad del restaurante; la calidad de la risa. (En Londres, cada vez que salíamos a pasear con su nieta, tenía yo que hacer esfuerzos para recordar que era su nieta y no su hija. O dos amigas que hacía tiempo que no se veían, y retomaban el diálogo en el punto justo donde lo habían dejado). Va camino de los ochenta, ha hecho una función de dos horas, y ahora salimos a la noche.
Vamos a un restaurante-espectáculo. Los camareros cantan ópera y zarzuela, entre plato y plato. Podría quejarse: de lo inesperado de la situación, que nos impide conversar, o de la situación general, que, como se sabe, es mala en muchos frentes, por no decir en todos: sensación de caída libre hacia el fondo de un pozo cada vez más cercano (no sólo será la caída, sino el volver a subir). Come con apetito pero con mesura, y sobre todo canta, se suma a las arias de ópera, a las romanzas de zarzuela, cuya letra recuerda muy bien, sin comerse frases, y con una estupenda entonación. Voz joven, voz de muchacha. Una gran alegría en todo lo que dice y hace. Inevitable preguntarse: ¿cómo haré para estar así a su edad? Y su admirable mano izquierda a la hora de esquivar a los pelmazos. Una chica, con ojos desaforados, hablando muy rápido, le pide hacerse una foto con ella. Sin dejar de sonreír, tomándole la mano, contesta: “Ahora no, cariño, estoy cenando; luego, la hacemos luego”. Gente que la reconoce. Para todos tiene una palabra amable, nada formularia. Una de las camareras/cantantes había trabajado con ella veinte años atrás. Flota en su voz un leve aire de tren perdido, y X hace todo lo posible para que se sienta a gusto, para que sus triunfos no la ofendan. Se abrazan. La comida no es excepcional, pero da lo mismo. Lo formidable es cómo ha entrado en esa situación insólita, se ha dejado llevar, ha disfrutado de todo. Luego la acompañamos a su casa, es decir, que cruzamos caminando medio Madrid, un Madrid un tanto bronco, por los hinchas que han ganado el partido y no les basta con eso: da la impresión de que, si pudieran, machacarían a todos los hinchas contrarios. Ese espíritu de guerracivilismo permanente, que asoma bajo las circunstancias más pequeñas. Bah, eso es un lugar común: cuando arrecia la presión brota lo mejor y lo peor de cada quién. Sí, concluímos, pero lo peor siempre es fácil y lo mejor hay que conquistarlo. Son casi las tres de la noche y está claro que le apetece poco acostarse. Mañana estaré afónica, dice, aunque sabemos que no: sabe como colocar la voz, incluso cuando parece cantar del modo más desabrochado. Me apetecía mucho esta salida, dice; durante todos los ensayos he estado viviendo como una monja, de casa al teatro y del teatro a casa, pensando solo en la obra. Cuenta que todavía recopia el texto para memorizarlo, como hacía cuando era joven, en grandes cuadernos de papel pautado.

                                                            *    *    *
Inculto quiere decir no cultivado. Para que brote la cultura, que es la alegre flor de la vida, el terreno ha de ser fértil, abonado por los elementos (o alimentos) espirituales básicos: la curiosidad y el ansia de conocimiento, que vienen a ser la misma cosa. Doy clases desde hace años y me parece que ese humus es muy esporádico: puedo darme con un canto en los dientes si encuentro cinco, cuatro, tres campos abonados (si me lo preguntan a otra hora, puedo elevar esa cifra a siete o diez). Es evidente que ante el paro centuplicado y las ínfimas posibilidades de trabajo, el interés ha descendido, dando paso a un ir por ir y un estar por estar, pero esa inercia no es enteramente nueva. Hay una tierra yerma, endurecida y apisonada por los estruendosos altavoces que plantaron sus mayores, solo resquebrajada por los inmemoriales cardos de la adolescencia: el cinismo impostado, la falta de humor y gentileza, el desinterés ostentoso. Se me dirá: tu trabajo consiste en ofrecer entusiasmo contra el cinismo, en avivar la curiosidad, el humor, la gentileza. Desde luego, aunque me temo que vivimos tiempos en los que es más cierta que nunca la máxima de madame de Merteuil: “Rara vez se adquieren las cualidades de las que podemos prescindir”.

                                                               *    *    *
Sí, de acuerdo, pero vuelve a mirar los peces de plata centelleando en la red, las tardes gigantescas en las que vas a clase sabiendo que enviarás una volea a esos tres, cuatro, siete o diez, y te la devolverán con pases altos, con golpes ligeros, elásticos, precisos, y la pelota rara vez tocará tierra; esos momentos extraordinarios en los que verás dibujarse una frase inesperada, una interpretación libre de tics, una respuesta – o, mejor, una pregunta – alegre, gentil y verdadera, un talento germinante, una esplendorosa promesa de futuro.


                                                                *    *    *
Cuando un encargo comienza, precedido por una risita, por la frase “Voy a hacerte una proposición indecente”, ten por seguro que lo es: te van a pedir algo a cambio de nada. Y cuando escuches la frase “con la que está cayendo”, puedes apostar lo que no tienes a que quien habla está a cubierto gracias a los réditos de tu intemperie.

                                                                *     *    *
“Ese libro está agotado”. Código Enigma: “No vamos a enviar una furgoneta a nuestro lejano almacén para que tú o cuatro locos como tú tengan su libro: demasiado trabajo, no nos sale a cuenta”.

                                                                *    *    *

Releo a Umbral. A muchos nos estragó, en su día (un día que duró años) su tintineo verbal, sus autoplagios, su histrionismo, su deslumbramiento paleto ante los oropeles del poder, sus broncos ajustes de cuentas. Hablar de monstruo del articulismo es ya un lugar común, pero habría que rescatar al brillante y sagacísimo crítico que fue en una época. Releo Valle-Inclán: los botines blancos de piqué (1997), felizmente reeditado en bolsillo por Austral, y el placer es casi continuo, y el torrente de intuiciones, y la potencia del lenguaje, y la dicha juguetona de saltarse todos los peajes academicistas. De lo mejor que se ha escrito sobre Valle. Un libro muy español y, a su manera, muy francés: no está lejos de La panoplie littéraire, el maravilloso ensayo de Bernard Frank sobre Drieu la Rochelle. Es difícil encontrar hoy libros tan vitales, tan despeinados, a caballo entre la biografía, el ensayo y la crítica. Y muy significativo que hasta hace bien poco fuera imposible encontrar ese, en sentido literal.


Puro teatro: Los santos inocentes en California

Por: | 28 de abril de 2012

De ratones y hombres (28-4-12)

El hombre que fue jueves: "¿Por que no lo hacemos asi? (18-4-12)

Por: | 27 de abril de 2012

El estudiante, de Santiago Mitre

Puro teatro: "'Tis Pity She's a Whore": defensa de dama" (21-4-12)

Por: | 27 de abril de 2012

Crítica de 'Tis Pity She's a Whore, John Ford, dir. Declan Donnellan, Matadero.

Black mirror: el futuro ya está aquí

Puro teatro: "De ratones y hombres" (28-4-12)

Por: | 27 de abril de 2012

Crítica De ratones y hombres (John Steinbeck), Miguel del Arco, Español.

Big Time 2: con Sinatra en Madrid (1956)

Por: | 27 de abril de 2012

Dos

Perico Vidal en los años 60Habla Perico Vidal:

Orgullo y pasión
(“The Pride and the Passion”) iba a ser una película enorme, del calibre de Alejandro Magno, de Robert Rossen, que era la anterior superproducción rodada en España. Orgullo era un peliculazo con un gran reparto, con Cary Grant, con Sofía Loren, con Frank Sinatra y con cinco mil extras: medio campesinado castellano pasó por allí. Yo llegué, como te contaba, de la mano de José Luis de la Serna, y conmigo vinieron también Agustín Pastor y Teddy Villalba. El equipo español era muy considerable. Recuerdo ahora también a Gil Parrondo, en la dirección artística, y a Manolo Berenguer, que era ayudante de cámara, y a muchísimos ayudantes de dirección y segundas unidades: Alfonso Acebal, Isidoro Ferry, José María Ochoa… y me dejo un montón. Entré como encargado de casting, pero acabé haciendo de todo. La película nos dio mucho trabajo (en todos los sentidos) porque tuvo una preproducción larguísima, de un año o año y medio. Estaba ambientada en la invasión napoleónica. Los españoles y los ingleses luchaban para conseguir un gran cañón. Por cierto que cuando la rodábamos nadie la llamaba por su título, que nos parecía a todos una memez pomposa. Para todos nosotros era El cañón, la película del cañón. The Big Gun hubiera sido mejor título. Y la verdad es que era un anticipación de Los cañones de Navarone, pero con guerreras y pelucas.

 José Luis de la Serna me dijo que Cary Grant iba a interpretar a un militar inglés. “¿Y Sinatra?”. José Luis se echó a reir. “Sinatra, no te lo pierdas, hace de un joven campesino español que se convierte en guerrillero”. “¿Y la Loren?”. “La Loren hace de Agustina de Aragón, pero en segoviano. Y Cary Grant y Sinatra se enfrentan por su amor”.
O sea, que el verdadero cañón de la película era la Loren, que entonces tenía veintipocos años y era auténticamente descomunal. Según José Luis, United Artists no quería que la Loren fuera la protagonista, y Stanley Kramer, el director, no quería a Sinatra. “Pues sí que empezamos bien”, le dije.
No imaginaba yo que iba a hacerme amigo de Stanley Kramer y amiguísimo de Frank Sinatra. Kramer era una maravillosa persona y un gran productor, pero aquella película le venía grande y en el fondo creo yo que no le interesaba. Lo que a Kramer le iba eran las películas con temática social, con mensaje, como se decía entonces. Un gran tema social y un reparto con grandes nombres, pero sin grandes complicaciones: si lo podía rodar todo en estudio, mejor que mejor. ¿Cuáles fueron sus mayores éxitos? Vencedores o vencidos (1961) y Adivina quien viene esta noche (1967). El nazismo y el racismo. Grandes figuras, una sala de juicios y el comedor de una casa. O sea, que era el director menos adecuado para filmar en la lejana España una historia napoleónica con cinco mil personas empujando un cañón por los montes castellanos.

The_pride_and_the_passion_1957

Luego supe que Kramer le había ofrecido a Ava el papel de la Loren, pero no llegaron a un acuerdo. Y que temía a Sinatra como a la bicha. Eso me lo contó él mismo con mucha gracia. Me dijo que en su anterior película, No serás un extraño, había tenido que lidiar con tres toros bravos: Mitchum, Sinatra y Broderick Crawford. “El primer día de rodaje llegan unos tipos con unas cajas de Courvoisier y preguntan: “¿El camerino de Mitchum?”. Se van y vuelven con unas cajas de vodka: “¿Camerino de Broderick Crawford?”. Más tarde, unas cajas de Jack Daniels. “¿Camerino de Sinatra?” Pensé: menuda película me espera”.
De los tres, contaba Kramer, el más difícil y el más violento era Sinatra, así que cuando llegó a España yo estaba preparado para lo peor. Y hacía bien, porque a Sinatra no le cabían más conflictos en el cuerpo. A la hora de llegar ya echaba pestes de España: “¿Quién encontró este sitio? ¿Un piloto de helicóptero borracho?”.

Detestaba la película, detestaba su papel, y maldecía la hora en que firmó el contrato. Decía que se sentía ridículo con aquella ropa y aquel flequillito, y su acento era la guinda del pastel. Había tomado clases de español con un profesor nativo, decía, un guitarrista de flamenco que había conocido en Hollywood, pero cuando se estrenó la película los críticos le pusieron a caldo y hubo uno que dijo que no había escuchado nada igual desde que Brando hizo Viva Zapata intentando hablar inglés con acento mexicano. Pese a todo, yo creo que hizo un buen trabajo como actor, que luchó contra aquel  miscasting tremendo, y que sacó adelante muy buenas escenas, como también hicieron Grant y la Loren, y que Orgullo y pasión acabó siendo un buen entretenimiento con pasajes épicos que no estaban nada mal. También es cierto que a Kramer se las hizo pasar perras.

  Frank Sinatra en el rodajeA Sinatra había que tratarle con mucha mano izquierda porque era un perro de presa: cuando mordía no soltaba. Eligió dos bestias negras: Franco y Franz Planer. Me contaron que en todas las cartas que enviaba escribía Franco is an asshole en el remite. Yo no vi ninguna de esas cartas, o sea que no sé si es una leyenda, pero me lo puedo creer, porque era un demócrata de pura cepa, y antifranquista hasta la médula, y tener que ver la cara de Franco por todas partes le provocaba una repulsión casi física, cosa que yo entendía pero que muy bien.
Lo de Franz Planer era parecido pero más alambicado y, desde luego, sin motivo alguno. No solo era un tipo excelente sino también un operador soberbio. Había trabajado con Max Ophuls en Carta de una desconocida. Había hecho El ídolo de barro con Mark Robson. Y Muerte de un viajante con Lazslo Benedek. Y Vacaciones en Roma con William Wyler. Pero Planer era alemán, y para Sinatra todos los alemanes eran nazis. Excepto los alemanes americanos, como su amigo Jimmy Van Heusen. Se pasó el rodaje exagerando el acento del pobre Planer, como si imitara a Von Stroheim. “Frrrrrranz…”. Quizás, para él, Franz y Franco sonaban por un estilo.   

Y luego, claro, estaba su historia con Ava Gardner, que no hacía más fáciles las cosas. Sinatra apareció con Peggy Connelly y se alojaron en el Hilton. Más corta que el día de Navidad, pero un tiro de chica, impresionante. 24 años, alta, morena, ojos verdísimos. La conocía de un show de Las Vegas y se la trajo para darle celos a Ava. No llamó a Ava cuando llegó a Madrid y ella no quiso ni verle cuando supo que estaba en el Hilton con la Connolly, así que tampoco empezó eso con buen pie. Luego él envió a la Connelly de vuelta a Las Vegas, y Ava y él se reconciliaron, ya contaré como, y él fue a La Bruja, que era la casa de Ava en La Moraleja, y luego volvieron a pelearse, y así una y otra vez, porque yo ya perdí la cuenta o dejó de interesarme. Su relación con Ava era una mezcla de amor y odio constante. Como un barómetro loco: calor, frío, calor, frío, de un día para otro, incluso de una hora para otra. En el departamento de props, de utilería, del rodaje trabajaba Jack Cole, que estaba casado con Bappie, la hermana de Ava, y yo creo que era el informador, el que le pasaba a Ava los partes de lo que Sinatra hacía o dejaba de hacer. Feísima, por cierto, la tal Bappie. Era rubia, pero con unas gafas de culo de botella. Todo lo que Ava tenía de preciosa lo tenía Bappie de fea.

Sinatra y yo conectamos, para mi gran sorpresa, desde la primera noche que le acompañé, diría yo que en la primavera de 1956. Pasó como con Welles: el hecho de hablar inglés ayudó mucho, pero todavía más que me gustara el cine, la música, la bebida y la juerga, y que me conociera sus canciones y sus películas como pocos. Para Sinatra, cuando acababa el rodaje empezaba la vida. Lo que más le gustaba era follar y la noche, en este orden. Era un enorme profesional, siempre empeñado en hacerlo mejor que nadie, pero cantar y actuar estaban en el tercer y cuarto puesto. Todavía no había comenzado el rodaje, pero en vista de como pintaba me dijeron: “Tú que sabes inglés, paséale por todo Madrid, a ver si se orea un poco y se le va esa mala leche que trae. A él y a la rubia, claro”, así que les llevé de copas y a cenar a Jockey y luego a Zambra, que estaba muy cerca de la Castellana.
Sinatra había estado en Zambra a poco de llegar, con Carmen Sevilla y los Carrere, Fernando y Diana. Fernando era mexicano y se encargaba de la dirección artística de la película; luego volvió a trabajar con Kramer en La hora final e hizo mucho cine y muy bueno con Blake Edwards: hizo, que yo recuerde ahora, La pantera rosa, La carrera del siglo y El guateque.
Salíamos de Zambra cuando Sinatra me dijo que solo dormía tres horas cada noche. Me quedé pasmado, porque a mí me pasaba lo mismo. “Eso es estupendo ¿verdad?”, me dijo, “porque así tenemos 21 horas para hacer más cosas”. También nos unió, desde luego, la pasión por el jazz. Antes de que llegara, yo había organizado, para el Hot Club de Madrid, un concierto de Lionel Hampton en el Carlos III, el cine de Gran Vía, que fue todo un acontecimiento. Iba como loco, porque tenía que ocuparme de Sinatra pero también de Hamp, al que conocía bien desde los conciertos en el Windsor de Barcelona y las farras que siguieron.

Lionel Hampton 2Hamp estaba alojado en el Savoy. Por la mañana acompañé a un amigo, Barrera, un periodista de Triunfo, que no sabía inglés. Barrera era un buen cronista de espectáculos pero tampoco tenía ni idea de jazz, y no se le ocurre otra cosa que preguntarle: “¿Le gusta a usted Bach?”. La respuesta de Hamp fue antológica y cargada de razón: “It was a real swinging cat”. Por la tarde tenía que ir al Carlos III para el ajuste de sonido con la banda y luego ir a buscar a Sinatra para asistir al segundo pase, a eso de las diez y media. Xavier Cugat, que actuaba con Abbe Lane en el Florida Park, le había invitado, pero Sinatra optó por Lionel Hampton sin dudarlo un momento. Y Cugat, que era muy zorro y lo llevaba todo a su terreno, dijo luego en una entrevista que su actuación había sido tal éxito que ni siquiera Sinatra había conseguido entrar.

Esa noche, en el Carlos III, Sinatra se sintió como en casa, e incluso aceptó la invitación de Hamp para subir al escenario y cantar una canción, cosa que, me dijo luego, hacía muy raramente. El cine estaba lleno de americanos, sobre todo militares de Torrejón, que al reconocerle se pusieron a aplaudir y a gritar como locos. Sinatra subió, dijo “I haven’t been on stage since some italian” y cantó All of me. Al acabar la actuación siguió la fiesta, porque Hamp hizo lo de siempre: seleccionó a los mejores músicos para hacer una jam. No, Sinatra no volvió a cantar aquella noche: se dedicó a beber y a disfrutar de la música y luego a charlar con Hamp y con los músicos.

Al acabar no quería volver al rodaje. Nunca quería volver al rodaje. Pero, claro, tenía que rodar. Mi trabajo consistía en hacer que se olvidara del rodaje al acabar, sacarle de allí y ponerle de buen humor, y recorrer Madrid y limpiarle el alma, por así decirlo, y luego conseguir que volviera, y ninguna de las dos cosas era trabajo fácil. Pero pese a sus abruptos e impredecibles cambios de humor era un gran tipo y yo lo pasaba muy bien a su lado. Lo peor era cuando no podíamos escaparnos a Madrid. Los días en que el rodaje empezaba a primerísima hora de la mañana teníamos que quedarnos en el hotel, en el Felipe II, en el Escorial. Entonces comenzábamos a beber en el bar del hotel a las siete de la tarde, y un par de horas más tarde ya estábamos deseando pegarle fuego a todo. Una de aquellas noches nos dio por lanzar sillas contra un retrato de Franco que estaba bastante alto. Los del hotel iban de un lado a otro llevándose las manos a la cabeza y diciendo que acabaríamos todos en la cárcel. La primera noche fue Sinatra el que propuso la competición. La segunda fui yo. Esa otra noche estaba especialmente venado porque Gloria DeHaven se me había escapado viva. Gloria, una belleza, era la hermana de Carter DeHaven Jr., el supervisor de todos los assistants. La había conocido en Cannes el año anterior y la tuve muy a tiro cuando comenzó a hablarme pestes de su marido, que ahora no recuerdo quien era pero me parece que no era del mundo del cine. Aquella noche en el Felipe II me la vuelvo a encontrar, volvemos a hablar, y cuando parecía que ya estaba a punto de caramelo aparece el jodido de Carter y se me la lleva a Madrid. Cogí una botella y Sinatra se apuntó en seguida. Bebimos como fieras y antes de darme cuenta ya estaba yo lanzando sillas. Estábamos tan borrachos que aquella noche no le dimos ni al marco.

Sinatra y Ava Gardner en Madrid

Mi mejor recuerdo de Sinatra en Madrid es la noche del visón blanco, mediado el rodaje. En el bar del hotel, al fondo, había un piano. Sinatra, que aquella noche la había pillado melancólica, se sienta, comienza a tocar y a tararear una canción. Me pide que le acerque el teléfono. “Pedro, gimme that phone, please”. El cable del teléfono llegó de milagro hasta el piano. Pidió entonces una conferencia con Madrid, cosa muy latosa en aquella época: se tardaba menos en llegar de El Escorial a Madrid en coche que en conseguir la conferencia. Esa vez hubo suerte y se la dieron casi en seguida. Sinatra solo dijo “Hey, honey” y todos los que estábamos allí nos dimos cuenta de que había llamado a Ava. Entonces comenzó a cantar, en voz muy baja, mucho, mucho rato, como si estuvieran los dos solos en el mundo, y cuando digo mucho rato quiero decir al menos dos horas, una barbaridad, cantando y bebiendo vaso tras vaso. Los que estaban allí se fueron yendo, por timidez o por cansancio, no sé, aunque era un espectáculo increíble, maravilloso, poder estar estar allí escuchando aquello, y solo nos quedamos tres o cuatro haciendo como que estábamos a nuestras cosas pero sin quitarle ojo ni oído. Recuerdo que a mi lado estaba Enrique Herreros y casi se le caía la baba. Y entonces pasó lo inimaginable: apareció Ava. “Apareció” es un término muy adecuado, porque se había vestido para matar: un abrigo de visón blanco. Enrique me susurró: “¿Esto es una película o está pasando de verdad?”. Enrique aseguraba luego que Ava no llevaba nada debajo o que llevaba solo el camisón, o sea, que había saltado de la cama al coche. Yo no me percaté de si llevaba o no llevaba nada, y no por falta de ganas: estaba obnubilado. Sinatra ni se dio cuenta de que Ava estaba allí: seguía cantando con la cabeza baja, pegada al teléfono. Entonces ella llegó hasta él, le abrazó la espalda, colgó el teléfono, le tomó de la mano y se lo llevó, sin decir palabra, y desaparecieron escaleras arriba. Enrique me dijo: “Éste mañana no rueda”. Llamamos a la puerta de Stanley Goldsmith, el jefe de producción, para explicarle la cosa y decirle que igual había que cambiar el plan de rodaje, y no me equivocaba, porque Sinatra no apareció a la mañana siguiente, y cuando asomó los de maquillaje tuvieron que emplearse a fondo porque tenía la cara llena de arañazos. Esas fueron algunas de las cosas que pasaron en el rodaje de Orgullo y pasión.

Próximo capítulo: Con Sinatra en Hollywood

Panorama desde el puente

Por: | 24 de abril de 2012

Dibujo de Alex Guilló

Mi mujer y yo solíamos ir mucho a esa colina con los perros, al anochecer, porque estaba cubierta de una hierba que devoraban como si fuera droga, y porque desde lo alto se veía el puente, en lo hondo, y los extraños paisajes que lo rodean. Subíamos por la apropiadísima calle de la Cuesta, paralela a República Argentina pero mucho más empinada, y nos sentábamos allí un buen rato, con el parque del Putxet iluminado a la espalda, fumando y mirando el puente, frente a la Casa de la Bomba. Yo la llamaba así porque en uno de los últimos pisos estalló una bomba postal de la ultraderecha, remitida al periodista Xavier Vinader, una tarde, poco después de haber tomado café juntos; debe hacer de eso más de treinta años. También hace tiempo que no subimos a esa colina, porque la perra murió y a nuestro perro le dio por atacar a cualquier bestia de cuatro patas que se cruzara en su paseo, dobermans y grandes daneses incluídos, y había que avanzar oteando amenazas emboscadas como una patrulla en mitad de la selva vietnamita. Pero la fascinación por el puente sigue intacta.

Hay otros puentes en Barcelona; ninguno como el de Vallcarca.
Está el puente de Calatrava, pero es demasiado americano: se alza, de repente, y siempre de noche, en un lujoso suburbio de San Diego. O puedes creer, por un instante, y a condición de cruzarlo en coche a toda velocidad, que estás en las afueras de Los Angeles; que dejas atrás Mulholland Drive para tomar el desvío que lleva a Riverside. Es, pues, una ficción levísima, como el destello de un fotograma resplandeciente.
También tenemos el puente de Marina, que apesta a guerra incivil. Se diría concebido para que lo atraviese la lenta columna de tanques de un ejército de ocupación, bajo la inclemente lluvia invernal. O, en lo peor del verano, para que se arrastre por él, como una procesionaria rumbo a Sancho de Ávila, una sudorosa hilera de negros coches fúnebres, con coronas polvorientas a guisa de ruedas de recambio. Perdidos, sin norte: ¿Dónde está nuestro muerto? ¿Quién ha muerto, él o nosotros? Ahora, con suerte, mirando hacia el sur se ve el mar al fondo, tranquilizante como un trazo de acuarela.
En ese juego de imaginarios, el puente Vallcarca, con sus farolas que entonces aún tenían globo blanco, su silencio de madrugada, y la leve bruma que algunas noches bajaba del Tibidabo para flotar a ras de suelo (o que yo añado ahora, sin ningún problema) era un puente esencialmente francés. Si quiero que esa pequeña niebla se enrede en los tobillos de una mujer joven y rubia, también puedo soñarle un puente londinense. Puedo repetirme, desde lo alto de la colina, el estribillo de Darling Belle, y hacer que ella susurre
Meet me by gaslight in dark dawn
on Waterloo Bridge
we will walk arm in arm
hearing the leaves fall
with a whisper
into the foggy dew.
Pero prefiero que ella lleve gabardina, y boina gris, y que el puente se despliegue a sus pies como una alfombra por una ciudad francesa de provincias: Nantes, por ejemplo. (Es optativo, pero siempre aconsejable, que esté desnuda bajo la gabardina, como Dominique Sanda en Une chambre en ville). La pequeña bruma, en todo caso, es capital a la hora de formalizar ese decorado, e imprescindible ese silencio, que diferencia al puente Vallcarca del tronante puente de Marina, del entrevisto y vertiginoso Calatrava, del excesivamente solemne Waterloo, para que escuchemos el taconeo de la rubia sobre el adoquinado, un taconeo en inequívoco blanco y negro.
¿Es una suicida? Diría que no. El último suicidio registrado es el que cuenta mi amigo Juan Trejo, a mediados de los setenta, y que le impresionó profundamente: era un hombre que se cortó las venas antes de saltar y los rastros de sangre perduraron en la piedra durante mucho tiempo. Hay quien asegura, sin embargo, que el puente Vallcarca no tiene la triste densidad de suicidios del Viaducto madrileño. O por lo menos los suicidios no son nocturnos: hay demasiado silencio a esas horas. Lo que menos quiere un suicida (véase La condena, de Kafka) es escuchar el estrépito de su propio cuerpo contra el asfalto. Su salto final requiere un puente bajo el que pasen muchos coches, para cubrir el ruido y para rematarle si cae de lado; haciéndole creer, por un momento, que sueña y se cae de la cama.
Ya estoy delirando, y es que este puente es especialmente propicio para las fantasmagorías y las fugas oníricas.
El poeta Esteve Miralles, en El pont de Vallcarca (1991), entrevió a Carles Riba lanzando un gato desde lo alto. “Después – sueña Miralles – lanzó un conejo albino y comenzó a nevar. El general Franco detuvo su Dodge en mitad del puente y lanzó un pez espada. Saludó al poeta en latín y le impuso una corona de laurel : “Tu nombre es Lauro, y bajo esta corona conservaré mi inocencia".

El pont de vallcarca 2


El puente genera disparates así, e incluso peores. Esto se debe a que sus pilares son firmes como patas de elefante prehistórico, pero se aposentan sobre un terreno informe, desigual, con bultos y revueltas y pendientes, como los paisajes incongruentes de los sueños. De hecho ¿qué és Vallcarca, cuales son sus límites? Imprecisos. ¿El parque Güell pertenece a Vallcarca? No, al barrio de la Salut. Y el Coll es el Coll. Y el Carmelo es el Carmelo.
“Desde la plaza Lesseps y hasta el paseo de Valle Hebrón – dice una guía antigua, como la de Barcelona, mapa de sombras, de Lluisa Cunillé – se encuentra Vallcarca, con la avenida del Hospital Militar como eje”. Y añade: “Es, sin duda, el barrio más anárquico de toda Barcelona por la orografía del terreno”. No añade, como debiera, “y por la especulación porciolista y post-porciolista”.
A la izquierda del puente, en la plaza Gomis, yo he levantado mi estatua a Gato Pérez, rodeada de acacias. Allí fue donde una soleada mañana del invierno del 78, compartiendo una botella de vino y unos bocadillos de tortilla, me cantó la primera rumba que acababa de componer, acompañándose a la guitarra. Tocaba la guitarra muy suavemente, como si temiera despertar a alguien. La rumba era Viejos automóviles. En un mundo ordenado, la gente depositaría bocadillos de tortilla y botellas de vino a los pies de la estatua, como las cajetillas de Gitanes que los fans de Gainsbourg arrojaban, después de su muerte, al jardín de su hotel particulier en la Rue Verneuil. Detrás de la plaza Gomis asoma ya sus fauces el Valle Hebrón, entonces un descampado inhóspito, y ahora  erizado de monumentos tan idiotas como los que suelen colocar en las autopistas.
A la derecha del puente, entrando por República Argentina, las casas se arracimaban: impresión de pueblo de pesebre, como si una mano caprichosa, borracha de vino barato, hubiera arrojado dados de colores apagados (ocre sucio, teja llovida) ladera abajo. Los bares de esta zona, humilde y desasosegante, se caracterizan por tres elementos básicos: barra de aluminio, oreja de cerdo, nube de aceite.
Abajo, lo que se dice abajo, vuelvo a ver las casas abandonadas, llenas de gatos y herrumbre, cubiertas por la maleza: torrecitas con huerto, ajardinadas mansiones de veraneo de la burguesía barcelonesa de los años 20. Mansiones que seguían el modelo arquitectónico de las villas italianas: galerías cubiertas con arcadas, balaustres y verandas; salones con pinturas de pájaros y flores de colores claros en techo y paredes. Zócalos con azulejos “de Valencia” en amarillo y celeste. Tejados con redondas lajas de pizarra, brillantes como escamas bajo el sol de una siesta eterna... Un bombardeo ordenado por Bertrán i Musitu, jefe del espionaje franquista, que pretendía purificar su antigua residencia del Putxet, convertida durante la guerra en sede del Ministerio del Aire de la República, arrasó la mitad de esas mansiones, porque Betrán dio a los pilotos alemanes unas coordenadas meramente aproximativas, que acabaron con medio barrio salvo con su mansión; el tiempo hizo el resto.
En una de esas casas, casi en la esquina de las calles Cambrils y Argentera, vivieron, antes de la guerra, la pintora Hélenne Grounhof y el pintor Charchounne, que arrastró toda su vida el sambenito de coprófago, porque a un gracioso se le ocurrió escribir que “con ese nombre sólo podía ser coprófago”. Era un crítico catalán, del que silenciaremos el nombre, que escribía de arte en Mirador; el pintor Charchounne le desafió a un duelo y el crítico escapó a Madrid, donde alcanzaría un gran renombre en las filas de la intelectualidad falangista. En otra mansión, impresionante y ya derruida, que se levantaba en el número 7 de la calle Medas, vivió el Prodigioso Kruger, un émulo de Houdini (“el Houdini vienés”), que llegó a Barcelona a principios de siglo, con el célebre circo de Buffalo Bill. Algunos de los indios navajos que viajaban en el circo se aposentaron en unas casitas bajas, de adobe, construidas por ellos mismos al otro lado de la plaza Lesseps, donde luego se levantaron las cocheras de tranvías.
Casi todos aquellos indios navajos murieron a los pocos meses, víctimas de la feroz epidemia de gripe de 1904.
Acuarela de Lluís Montañá
Yo entrevisté, para una revista también desaparecida, a la hija del Prodigioso Kruger, Eulalia Kruger, ya muy anciana, y recuerdo que en el inmenso vestíbulo de la casa había una vitrina, iluminada con una pálida luz amarilla, como un féretro vertical, con un enorme oso disecado, de cuyo cuello colgaba un collar de afilados dientes de morsa. (Por cierto que no me contó casi nada interesante de su padre).
No muy lejos de la mansión Kruger, en la escalinata que enlaza la calle Bolívar con la Avenida Hospital Militar, cayó, abatido por las balas de la policía, el famoso atracador anarquista Joaquín Petrell, “el Quim”, en 1963. Hará unos años escribí un breve cuento basado en ese suceso, en ese paisaje. Fui allí un lluvioso sábado por la tarde, e imaginé que, en el momento de su muerte, el pistolero alzaba la vista y veía cuatro grandes pañuelos viejos, tiesos por el sol y los años, amarilleando al viento en un tendedero, y que en lugar de decir una última frase mítica, algo como “Madre de Dios, ¿es éste el fin de Ricco?”, murmuraba “Qué enorme tristeza, esta tarde de sábado, esos pañuelos del ajuar de la vieja soltera”.    

Algunas de estas casas de la hondonada que se abre bajo el puente fueron burdeles de lujo ascendente, comenzando por las casas de putas que había en la plaza de Lesseps, a la izquierda del metro y en el lado sur de los jardines. Seguían, en hilera, los casi carreteriles puticlubs del arranque de la Avenida del Hospital Militar, que el director catalán Jordi Grau retrató en su película Chicas de club poco antes de que los cerraran. Hay otra película de Jordi Grau que también transcurría en la zona de Vallcarca, pero por la parte de arriba, por la plaza Mons: Una historia de amor, con Serena Vergano. Pérez Dolç ambientó en Vallcarca la persecución final de A tiro limpio, inspirada en las andanzas de Quim Petrell, al que hacía morir en las escaleras mecánicas de la estación de Lesseps. 
El escalafón de los burdeles culminaba en una mansión de minaretes y azulejos arábigos que espejeaban entre las copas de los árboles, aunque para verlos había que inclinarse un poco sobre el pretil. Según cuenta Eduardo Mendoza, esa casa, de la que apenas quedan los restos de la planta, era el apeadero de los noctámbulos más acaudalados de Barcelona, donde podían encontrar, en la década de los veinte, las mejores y más exóticas putas de la ciudad. La leyenda, señala Mendoza, habla incluso de una especie de ferrocarril o funicular subterráneo, con un único vagón en el que cabían entre cinco y diez pasajeros, que enlazaba la casa con el Gran Casino de la Rabassada, y solo se utilizaba, pagando un dineral, en situaciones verdaderamente comprometidas.

No hay que dejarse engañar por las rutilantes escaleras mecánicas que ahora toboganean la zona, porque todavía puede verse el riel de un tranvía semihundido en el asfalto como el surco de un gusano fósil.
A ciertas horas, un tranvía cruza la calle desierta, y al doblar junto al magnolio de la Clínica Regina, ya derruida, deja ver los inexistentes huertos de la plaza Lesseps. Y la iglesia agujereada de palomas, y el rótulo en neón verde del Roxy flotando en la misma bruma del puente, y los faroleros hundiendo la vara de punta incandescente como quien gira una llave en la cerradura.
Bajo la luz violeta, la plaza permanece abierta un instante, justo para que la muchacha rubia de tacones afilados cruce la cancela, y el pequeño jardín, y entre en un chalet clausurado por la autoridad competente en el invierno de 1967, y allí quede para siempre, como una mariposa aprisionada entre las páginas de la mejor novela de Marsé. 

Big Time 1: Welles, el jazz y la Barcelona de los 50

Por: | 20 de abril de 2012

Perico Vidal en el rodaje de LA HIJA DE RYAN


Big Time: la fabulosa vida de Perico Vidal

Uno

Tengo casi ochenta años y he trabajado en más de cincuenta películas, con Welles, con Mankiewicz, con Carol Reed, con Terence Young y, sobre todo, con el inmenso David Lean. También he participado en muchas porquerías, como casi todos en esta profesión, y he pasado muchas temporadas en dique seco, with a little help from my friends. He sido asistente, ayudante de dirección, encargado de casting, productor y ghost writer, y lo más curioso es que nunca pensé en dedicarme a esto.
Nací en París y a los ocho años me llevaron a Barcelona. Empecé Derecho y lo abandoné en segundo porque no me interesaba. Mi familia era rica, pero mi padre no me dejó un real. Decía que yo era un bala perdida, y es muy probable que tuviera razón. Lo que más me interesaba entonces era nadar, follar, bailar, beber y escuchar música. Todo eso se me daba muy bien. Me pasaba las mañanas (bueno, más bien las tardes) en el Club Natación Barcelona y fui campeón junior de España. Mi ídolo era Johnny Weismüller. Yo era un tipazo en aquella época, y me ligaba todo lo que se movía. Era amoral hasta decir basta. Le levanté varias novias a mi mejor amigo, Juan Estelrich, que hizo aquella espléndida película llamada El anacoreta, hasta que probé mi propia medicina cuando él me levantó una de las mías, y me pasé varios meses bebiendo botella tras botella y dándome con los cuernos en las paredes, y supe lo que era el dolor y lo que eran los celos, pero seguimos siendo amigos, amigos del alma. Yo hace veinte años que no bebo, no puedo ni olerlo, pero entonces ya bebía como una esponja.

Louis Armstrong en el WindsorDescubrí la música, la verdadera música, cuando Pere Casadevall, que se convirtió en mi mentor, me hizo escuchar a Louis Armstrong tocando West End Blues. Casadevall era lo que Josep Pla definió como “un señor de Barcelona”. Tenía mucho dinero, porque su familia vendía las bombillas Osram hasta que la casa Philips comenzó a comerles el terreno. Cuando le propusieron pasarse a la competencia se presentó en un consejo de administración, dijo “Más vale morir con Osram que vivir con Philipendio”, y no volvió a poner los pies allí. Tenía miles de discos y una delicadeza inmensa y un picadero suntuoso en la calle Balmes, en la parte alta de la ciudad, que me dejó para que consumara mi primera aventura. Llegué con mi novia a aquel apartamento, que estaba lleno de ramos de rosas por todas partes, y pensé: “A ver si me he equivocado de día”, pero no: Casadevall se había gastado un dineral en flores para nosotros, y en la mesa había dos copas y una botella de whisky de superlujo, y en el plato del tocadiscos las canciones de amor de Sinatra con la orquesta de Tommy Dorsey.

Poco me imaginaba yo que diez años más tarde le diría en Los Angeles al mismísimo Sinatra: “Yo follé por primera vez escuchándote cantar Night and Day”.  

WindsorEn 1947, Casadevall me invitó a la “refundación” del Hot Club de Barcelona, inactivo desde antes de la guerra. Con "los dos Alfredos" (Papo y Matas) como jefes de la banda trajimos a George Johnson, a Don Byas, a Willie “The Lion” Smith, a Milton “Mezz” Mezzrow, a Dizzy Gillespie, a Lionel Hampton, a Big Bill Broonzy, a Ella Fitzgerald y a Satchmo. Toda esa gente extraordinaria pasó por Barcelona en aquella época gracias a que Casadevall y los dos Alfredos se liaron la manta a la cabeza. Los amantes del jazz aullaban de felicidad, aunque entre ellos había mucho sectario y mucho fanático, que viene a ser lo mismo. Cuando vino Ella Fitzgerald no gustó, aunque cueste creerlo. No gustó al sector más fundamentalista de aquel público, que le exigía, a gritos, que cantara blues: creían que por ser negra tenía que cantar blues por narices. Era una swinger increíble, pero eso les parecía frívolo. “Canta canciones de películas”, decían, como si eso fuera el acabóse. Para aquella gente, lo sacrosanto era el blues, cuanto más austero mejor.

Muchas de aquellas actuaciones se daban en el Windsor Palace, un cine babilónico que llevaba, como exhibidor, Alfredo Matas, quien no tardaría en dedicarse también a la producción. En la planta baja estaba la sala, la más lujosa de Barcelona, con casi dos mil butacas. En el primer piso, un pequeño teatro, donde en los cincuenta actuaba la compañía de Adolfo Marsillach y Amparo Soler Leal, la mujer de Alfredo, que hacían comedias elegantes, de boulevard. Y había, sobre todo, un restaurante con una coctelería, también muy sofisticada, que se convirtió en nuestra sede y donde pasamos muchas noches con gente del cine y del jazz. El dinero para aquellos conciertos lo ponían Casadevall y Matas, y no les importaba perderlo cuando el público no respondía como esperaban. De vez en cuando, yo hacía de scout para Alfredo, viendo las películas que no se habían estrenado en España y recomendándole las que valían la pena. En Londres vi The Killing, de Stanley Kubrick, que entonces era un absoluto desconocido, y corrí a llamarle para que la comprara. Tenía sus dudas: “No sé, Pedro. Acabamos de tener un éxito portentoso con Escuela de sirenas, que es una fantasía en tecnicolor, y pasar ahora una policiaca en blanco y negro…” Pero me hizo caso y The Killing, que aquí se llamó “Atraco perfecto”, se convirtió en un negocio redondo: le costó cuatro chavos y centuplicó la inversión. Alfredo me dijo: “Vente el sábado al restaurante del Windsor y lo celebraremos. Ah, y tráete a todos los amigos que quieras: vais a comer todo el caviar que no habéis comido en la vida”. Y no mentía.

Por aquella época, pues, yo seguía bailando y bebiendo y ligando y escuchando música, y poco a poco el cine se abría camino. No voy a presumir ahora, cuando estoy de vuelta de casi todo y como dicen los mallorquines "es mel.lers ja són batuts", pero lo cierto es que follaba como un jabato, tanto que ni siquiera recordaba los nombres o las caras de las chicas. Una de esas noches me presentaron a una chica monísima. La saludo. Ella me dice:
“¿No te acuerdas de mí?”
“Perdona, pero así, a botepronto…”
“Nos acostamos hace dos meses”.
Me arrodillé con los brazos en cruz y dije:
“¡Pégame un tiro!”


Katherine DunhamYo quería ser negro. Mejor dicho: me sentía negro. Me pasaba como a Tete Montoliu, que hablaba del bajista de su banda, un holandés, muy bueno, y me decía “sí, es bueno, pero se nota que es blanco porque está tocando y a ratos se aburre”. A Tete yo le hacía siempre el mismo chiste: “Como eres ciego, no te das cuenta de que no eres negro”. Pero no dejaba de ser un chiste fácil, porque en lo más profundo, Tete era negro y lo fue hasta el final. Yo me sentía negro porque me gustaban con locura la música negra y las mujeres negras, especialmente si eran bailarinas. Esto último lo descubrí cuando llegó a Barcelona la compañía de ballets de Harlem de Katherine Dunham, una discípula de Martha Graham que había montado en 1940 la primera compañía de danza íntegramente negra, o, como se dice ahora, afroamericana.
Diez años más tarde, la compañía hizo su primera gran gira por Europa y en 1952 se presentaron en el Windsor con un espectáculo llamado From Haiti to Harlem. La Dunham era un cabo de vara y una snob del carajo, pero como coreógrafa era excepcional.

Colin-paul-katherine-dunhamPerdí la cabeza por Lavinia Hamilton, una bailarina de su compañía. La conocí en Barcelona y la seguí hasta París. Katherine Dunham, ya te digo, controlaba a sus bailarinas como una matrona del KGB, y había que hacer operaciones de comando y contraespionaje para salir con Lavinia sin que ella se enterase. La mejor amiga de Lavinia, con la que salimos a escondidas los tres aquellas noches, se llamaba Frances Taylor y te sonará porque al poco tiempo abandonó el KGB, digo, la compañía, y se casó con Miles Davis, que le dedicó algunos de sus mejores temas. ¿Tú has oído Fran-Dance o Pfrancing, verdad? Pues los compuso para ella. Creo que Frances no ganó con la fuga, porque Miles era un genio pero como persona era un bicho y un absoluto dictador: no había más que hablar con sus músicos.
Así que estamos en 1952 y a mí me proponen escribir crónicas en una revista de cine que no recuerdo ahora como se llamaba, Imágenes o Cinemundo o algo así, porque las revistas de cine siempre han tenido nombres parecidos, no son nada imaginativos en eso. Ese año fue fundamental en mi vida. Conocí a Lavinia y conocí a Orson Welles, que presentaba Otelo en Cannes, donde se llevó el Gran Premio. Le entrevisté y me sorprendió mucho saber que había tardado cuatro años en hacer aquella película porque no encontraba financiación. Había planos y contraplanos rodados con cuatro años de diferencia y a miles de kilómetros. Era un prodigio de montaje y de imaginación. Rodó la muerte de Roderigo en una sauna, no recuerdo ahora si en Turquía o en Marruecos: habían perdido los trajes de los actores y no tuvieron tiempo ni dinero para comprar otros, así que Welles dijo "Venga, en una sauna, con cuatro sábanas".

Welles y Perico Vidal - archivo Alana VidalNos hicimos amigos porque yo hablaba inglés y adoraba su cine y nos gustaban las mismas cosas. No todas, porque él estaba loco por el teatro y a mí me aburría a morir. En aquel primer encuentro me dijo: “Yo hago cine para poder hacer teatro”. Y luego comenzó a echar pestes de los productores, como era su costumbre. Era verdad que el estudio le había destrozado El cuarto mandamiento, que en algunos aspectos todavía era mejor que Ciudadano Kane, más honda, y el destrozo, para acabarlo de arreglar, lo había hecho su amigo Robert Wise, aunque por lo menos Wise era un gran montador, y también era verdad que los productores siempre le ataron muy corta la rienda del dinero, pero él les trataba a palos. Puedo citar un caso: mi amigo Raoul Levy. ¿No has oído hablar de Raoul Levy? Produjo todos los grandes éxitos de la Bardot, se hizo millonario con ella, y luego hizo películas “de autor”, como Moderato Cantabile, de Peter Brook, sobre aquella novela de la Duras, y Deux ou trois choses que je sais d´elle, de Godard. Yo trabajé con él en el 56, cuando conocí a Roger Vadim y a Christian Marquand en el rodaje de Et Dieu crea la femme, la película que lanzó a la Bardot, pero ya te contaré esa historia en otro momento. Ese año, Raoul me dice “Preséntame a Welles, quiero producirle una película, la que él quiera”. Welles estaba haciendo teatro en Londres. Fuimos a Londres, quedamos en su hotel, y Welles trató a Raoul como a un perro. Sólo le faltó patearle los huevos. ¿Por qué? No le cayó bien o tendría un mal día. Y entonces era uno de los grandes productores de Francia, dispuesto a firmarle un cheque en blanco.

Pero me he adelantado: te estaba contando cómo conocí a Welles en Cannes. Aquella entrevista fue muy larga, y luego fuimos a comer y seguimos hablando y bebiendo y de pronto me dice:
“Voy a rodar Mister Arkadin en España. ¿Quieres ser mi assistant?”.
Yo le digo: “No conozco la técnica”.
Welles me dijo: “¿La técnica? Si eres idiota tardarás quince minutos en aprenderla; si eres normal, diez minutos”.
Pensé que lo decía por decir, que nunca iba a llamarme. Pero llamó, a finales del 53. Me dijo que en enero estaría en Madrid y empezaríamos con Arkadin. A su lado me envenené de cine. Él me inoculó el virus de los rodajes.

Rodamos en Barcelona, en Madrid y en Segovia. Lo primero que hicimos fue ir a Segovia, a localizar. Le hablé de mi amigo Teddy Villalba y conseguí meterle en el rodaje como ayudante. Yo tenía 29 años, pero la energía de Welles me superaba.

Arkadin1Welles era una bestia, una fuerza de la naturaleza. En Segovia dejó pasmado a Cándido, el mesonero, porque se comió dos cochinillos de una tacada, con tres botellas de tinto. Cándido decía que nunca había visto una cosa igual. Trabajaba como una bestia, comía como una bestia, bebía como una bestia. Iba por rachas. En Madrid, en Sevilla Films, solo bebía whisky. En Barcelona bebía tinto y manzanilla.
Una noche me dijo: “Los vagos como nosotros, cuando nos ponemos a trabajar somos incansables”. Yo le he visto rodar tres o cuatro días seguidos, con sus noches, durmiendo apenas una o dos horas. Atento a todo. Una noche, en el puerto de Barcelona, Johnny Bourgoin, el operador, le dijo que el plano que quería no se podía iluminar, y Welles dijo “Claro que se puede” y lo iluminó él. De repente desaparecía, en pleno rodaje. Una de mis novias de entonces era una chica marroquí, guapísima, que bailaba en Bolero y se hacía pasar por princesa india. A Welles también le iba mucho lo exótico y le echó el ojo en seguida. Yo me dije: “A estos dos no vamos a verles en tres días”. Y así fue: Welles se esfumó con mi novia. En producción enloquecieron. “¿Pero dónde está, dónde puede haber ido, sin un duro?”, porque sabían como las gastaba y realmente no le daban ni un duro. Yo tenía un informador extraordinario, uno de los botones del Ritz, un chaval más listo que el hambre que sabía todo lo que pasaba en Barcelona, quién hacía qué, quién estaba con quién. El chaval me dijo: “No sé cómo, pero el gordo ha conseguido que le adelanten veinticinco mil pesetas en el hotel”. Veinticinco mil pesetas de entonces era un dinero muy considerable, que Welles se pateó aquellos tres días para agasajar a la falsa princesa india. Recorrí los lugares habituales y no les encontré, hasta que pasé por La Macarena. Estaba cerrado a cal y canto pero se escuchaba música. Me dije: “Ahí está Welles”. La Macarena era un tablao muy golfo de la calle Escudillers. Allí había vivido yo momentos increíbles. Una noche se abrió la puerta y asomó la cabezota de Manolo Caracol diciendo: “¿Se pué echar un cante?”. ¡Dios, era Manolo Caracol! No le pusieron alfombra roja porque no tenían. Estábamos todos en la gloria escuchando a Caracol, pensando “esta noche ya no puede pasar nada mejor”, y se abre la puerta y aparece Carmen Amaya. Y canta Caracol, y se pone a bailar Carmen, y toca la guitarra, me acuerdo como si fuera ahora mismo, el hijo de Perico El del Lunar, que era otro prodigio. Cosas así pasaban en La Macarena.

Con Welles en una fiesta de Barcelona (Perico Vidal, primero por la derecha)
Bien, pues esa otra noche está la persiana bajada, golpeo, me abren, y allá está Welles como un pachá, ciego de todo, con la falsa princesa india a su lado, y todos los flamencos de La Macarena y del Charco de la Pava a su alrededor, tocando sin parar, y me dicen “Llevan así seis horas”. No sé como conseguí llevármelo de nuevo al rodaje, pero lo hice. Fuimos al hotel, Welles se metió en la ducha, pidió media docena de cafés, y cuando se los hubo tomado uno tras otro dijo “I’m on the wagon”. Para el que no conozca la frase, quiere decir que a partir de ese momento empieza la ley seca. Cuando Welles estaba on the wagon solo tomaba café, y podía bajarse veinte o treinta tazas al día. Insistía mucho en que la gente que estaba con él siguiera bebiendo. Una noche cenábamos en Los Caracoles y pedí media botella de tinto.
“No, pide una”, me dijo.
“Pero si usted no va a beber, Welles”.
“Pide una, porque con media botella siempre te quedas corto de un vaso”.
Lo tenía estudiadísimo. Y tenía razón.
 
En el rodaje de Mister Arkadin conocí a José Luis de la Serna, que era su asistente en jefe. Cuando acabamos me dijo: “Si quieres seguir con esto, hay más trabajo. Stanley Kramer va a rodar una película en Segovia con Cary Grant, Sofía Loren y Frank Sinatra. Se llama The Pride and the Pasion. ¿Te apuntas?”. Dije: “¿Cuándo empezamos?”.


(Continuará).

Dietario de abril

Por: | 16 de abril de 2012



Un sinvivir agazapado, que viene de gazapo (conejitos esperando el tiro, y tiros no faltan), o como carneros entre la indignación y el sometimiento. Creciente embotamiento de los sentidos y las voluntades, con ocasionales y esplendorosos arrebatos.  Debería hablar de toda la porquería de ahí afuera, pero me sale por las orejas. Sería empezar y no acabar. Otro día, otra hora, aunque esta ya va durando demasiado: cada día se repite la misma portada.

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Hoy he ido a pasear por Gracia, a primera hora. Las calles estaban casi vacías, recién regadas, y parecía un pueblo. En una esquina tocaba un violinista (húngaro, me dijo) con sombrero de media copa y barba, que parecía salido de un cuadro de Chagall. En otra esquina, un par de albañiles estucaban una pared y silbaban, al alimón y muy bien, por cierto, “La Raspa”, que hacía algo así como mil años que no escuchaba.

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Ya tenemos aquí la primavera. Por la mañana se oyen mirlos en el jardín; al atardecer aparecen los primeros murciélagos.

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Una pareja de viejos en el banco del parque. Él, mirándose la mano: “Vaya uñas. Amarillas y negras”. Ella, aparentemente distraída, siguiendo con la mirada a los niños que juegan: “Como taxis”.

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La banalidad, al conversar, de quien no siente el menor interés por los demás, tan solo si se trata de chismes, cuanto más malignos mejor. Su voz levanta un muro de cháchara, cinismo, trivialidades y maledicencia tan compacto que no hay forma humana (salvo un quiebro abrupto) de cambiar el tono e introducir otro asunto, no necesariamente profundo o confesional. Y lo peor no es eso, lo peor es el contagio: se encuentra uno hablando mal de todo el mundo, como un niño disparando en un pimpampún, y acabas estragado por haber entrado al trapo y mostrado lo peor de tí mismo. (A la mañana siguiente, al despertar, sensación de resaca moral).

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Un actor me dice: “Todo son inconvenientes cuando vas a taquilla. De entrada, raramente vas a tener publicidad, porque los productores solo publicitan, para recuperar la inversión, lo que va a costarles un dinero. En segundo lugar, si el espectáculo va a cargo de un ayuntamiento, puede sucederte que: a) no te paguen, porque “necesitan” esos fondos o, b) que lo que te paguen sea miseria, porque lo más seguro es que pongan las entradas a precios “políticos”. La semana pasada fuimos a hacer una función cuyas entradas se vendían a cuatro euros. El público, casi en su totalidad, estaba compuesto por jubilados. Cuando acabó el concierto de toses, altamente bronquíticas, comenzó el de los móviles. Y lo malo no era que sonaran, lo malo era que los contestaban”. Se puede ir a taquilla, concluye, “si llevas una función con uno o dos intérpretes que, además, son populares por el cine o la televisión. Con más actores, los costes de la seguridad social, dietas y sueldos hacen imposible ir a taquilla”.

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Jules Renard llama “imaginación retrógrada” a la que solo imagina el pasado. Pero a veces el pasado es una ventana para escapar de la aguda intoxicación del presente.

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Cada vez me convenzo más de que el éxito de un perfil radica en combinar la precisión con el apunte imprevisto. Así describe Manuel Longares a la cocinera Bea en Romanticismo: “Era muy bailona además de supersticiosa, gamberra con los niños y temerosa de las tormentas”.

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Al mirar el cielo (blanco por la mañana, blanco por la noche) acaba el día con la misma frase con que empezó, un estribillo de Beny Moré: “Parece que va a llover/el cielo se está nublando/parece que va a llover/ay mamá, me estoy mojando”.

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Concédeme la gracia. Jules Renard cuenta que, en su tiempo (principios del XX), antes de salir al escenario, las actrices rezaban esta plegaria, tan lacónica como certera: “Mon Dieu, faites-moi la grâce de bien jouer”.

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Grandes símiles: las piscinas de Hollywood en agosto, con el agua tibia, “como ombligos llenos de sudor” (Gore Vidal).

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Lo que queda de un teatro
. En su biografía de Shakespeare, Peter Ackroyd cuenta que cuando se realizaron las excavaciones de los cimientos del Rose, uno de los principales teatros londinenses de la época isabelina, encontraron, entre otras cosas, “semillas de naranja, zapatos Tudor, un cráneo humano, un cráneo de oso, el esternón de una tortuga, fichas de una posada, pipas de arcilla, una espuela, la funda y empuñadura de una espada, huchas, diversos huesos de animales, alfileres y ropa vieja”.


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Se me olvidaba añadir, para contrapesar, el mejor chiste (con gracia) de la semana, pero ya lo ha señalado David Trueba: "ETA exige a la familia real el abandono de las armas". En esa línea, una celebración: la revista Mongolia, legitimísimamente hija de El Papus y Hara-Kiri.

El País

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