Bulevares Periféricos

Sobre el blog

Teatro, Literatura, Cine, Música, Series: arte en general. Lo que alimenta, lo que vuelve. Crónicas, investigaciones, deslumbramientos. Y entrevistas (más conversaciones que entrevistas). Y chispazos, memoria, dietario, frases escuchadas al azar (o no). Y lo que vaya saliendo.

Sobre el autor

Marcos Ordóñez

Marcos Ordóñez. Escritor, periodista, profesor. Cada sábado escribe en Babelia la sección PURO TEATRO y, cada jueves, en Cultura, EL HOMBRE QUE FUE JUEVES. Intento escribir sobre lo que me da vida. Ultimos libros publicados: Turismo interior (Lumen, 2010), Telón de fondo (El Aleph, 2011), Un jardín abandonado por los pájaros (El Aleph,2013).

Big Time 4: Sinatra y familia

Por: | 15 de mayo de 2012

Habla Perico Vidal:

Sinatra y familiaNancy Barbato y Sinatra llevaban varios años divorciados, pero no lo parecía. Seguían siendo muy buenos amigos, al menos aquella noche. Fue una cena a la italiana, con vino tinto y spaghetti con albóndigas. Los biógrafos dirán lo que quieran: yo noté mucho amor en aquella casa. Vale, Sinatra tenía diez mil novias y cada noche se acostaba con una distinta, eso lo sabía medio mundo, pero su familia era su familia. El pequeño Frank y Tina tendrían diez o doce años entonces, y Nancy, la mayor, alrededor de dieciocho. Fue una velada muy tranquila, muy convencional. Me preguntaron por España, conté historias, Sinatra contó historias que pudieran escuchar los críos, comimos, bebimos y ya eso fue todo.
En el coche, de vuelta, comenzó a hablarme de su padre. Se llamaba Marty. Siciliano, por supuesto. Había sido boxeador. Un hombre lacónico, que apenas hablaba con él ni con nadie. Todos decían que en aquella familia la que mandaba era la madre, Dolly, pero Marty también tenía lo suyo.
Cuando Sinatra era adolescente vendía periódicos para tener algo de pocket money. Con aquel dinero se compró un traje, su primer traje. En el barrio había un poli irlandés llamado O’Reilly que vio a Sinatra con aquel traje y fue a por él, convencido de que lo había robado. Se le echó encima, forcejearon, y le rasgó la chaqueta. Cuando volvio a casa, su padre le dijo: “Tu primer traje y lo rompes, eres un desastre, no harás nada en la vida”. Él no quiso contarle lo que le había hecho O’Reilly porque le dio vergüenza. Pero unos días después alguien le contó a su padre la verdad, y Marty esperó a que O’Reilly estuviera de paisano y le dio una paliza descomunal.
“En el fondo éramos muy parecidos”, me dijo Sinatra. “Yo no le dije nada y él tampoco quiso decirme que machacó a O’Reilly por lo que me había hecho. Mi madre me contó esa historia tiempo después”.
¿Violento? Claro que era violento. Podía pasar de la sonrisa más encantadora al ataque de furia. Yo eso ya lo había visto en España. Tenía arrebatos, como un crío, y amores absolutos y odios absolutos. Mitch Miller, el clarinetista, era uno de esos odios absolutos. No se podía pronunciar ese nombre en su presencia y te diré por qué. No le odiaba por clarinetista sino por lo que le hizo siendo productor.

Sinatra en la época ColumbiaSinatra tenía un gran amigo en la Columbia, su anterior casa de discos: Manny Sachs. Y alguien reemplazó a Manny Sacks por Mitch Miller, y Miller quiso cambiar su estilo para relanzar su carrera, porque en aquella época, te hablo de finales de los cuarenta, su carrera estaba en el momento más bajo. Miller fue el hombre que puso violines en aquel disco de Charlie Parker, que le sentaban como a un Cristo dos pistolas. Una orquesta de cuerda entera le metió. Vendió más discos, pero no era él. Parecía Parker tocando en una habitación donde se hubieran dejado la radio puesta.
Con Sinatra fue peor, porque ni siquiera vendió más discos. Mitch Miller le obligó a grabar una canción de la que Sinatra se avergonzó siempre: se llamaba Mama will bark, “Mamá ladrará”, que tiene cojones el título, y en el disco le acompañaban una rubia llamada Dagmar, una pechugona de la que nunca más se supo, y un coro de perros. Terrier, creo. Pusieron los perros porque él se negó a ladrar. ¿Sabes qué metió Miller en la cara B? I'm a fool to want you, mira si era idiota. Tiene ese pedazo de canción y lo pone en la cara B, eso ya te lo dice todo. Y luego acabó echándole de la discográfica porque no vendía lo suficiente.
¿Sabes qué hizo Sinatra entonces? Aprender a cantar de nuevo. Aprender a cantar mejor que nadie. No le regalaron nada. Me contó lo que hacía cuando entró en Capitol Records, donde grabaría sus mejores discos. Hacía ejercicios para ensanchar los pulmones. Quería conseguir, me dijo, algo parecido a lo que le había visto hacer a Tommy Dorsey, que tocaba el trombón y usaba la comisura izquierda para tomar aire. Me lo explicó, pero no entendí muy bien su sistema. Lo que entendí muy bien es que escuchaba una y otra vez los discos de Billie Holiday, y no se perdía una actuación suya. Billie Holiday era lo mejor de lo mejor para él, su mayor influencia. Quería cantar como cantaba ella.
Y luego corría todas las mañanas para mejorar su ritmo. Y atravesaba la piscina bajo el agua repitiéndose las letras para ver hasta donde aguantaba. Claro que seguía bebiendo y fumando como un condenado, pero eso no parecía afectarle la voz, era un misterio. Jack Daniel’s y Camel. Sin filtro. Nada más, al menos durante la época que yo le traté. Muchos músicos fumaban entonces hash o hierba, casi todos los que yo conocí. Nunca vi a Sinatra con un porro en la mano. Ni coca. Bourbon, todo el que quieras y más. Tenía un letrero en su casa, sobre la barra del bar, que decía Don’t think, drink. Pero no era un alcohólico. No lo era entonces y no lo era diez años después, cuando vino a mi boda en el Caesar’s Palace.
Sinatra no era un hombre tranquilo, salvo en el escenario. Llevaba dentro una tensión muy grande. Siempre estaba alerta. Quería ser el mejor en su oficio, siempre. En todos sus oficios: en la música y en el cine. Si hubiera sido cerrajero, habría luchado para ser el mejor cerrajero del mundo. Conocí a otro hombre que se le parecía mucho: Yves Montand. Nunca descansaba. Siempre andaba como desvelado, siempre metido en algo, siempre pensando en lo siguiente, la siguiente película, el siguiente tour de chant. Yo creo que Sinatra era uno de los modelos de Montand, por lo menos en la música.
Ava Gardner me contó la noche en que Sinatra recibió el telegrama diciendo que le habían dado el papel del soldado Maggio en De aquí a la eternidad. Ella había conseguido que le hicieran una prueba en la Columbia, suplicándole al cabrón de Harry Cohn, y él la había pasado. Cuando llegó el telegrama no podía parar quieto. Caminaba de un lado a otro de la habitación, repitiendo I’m gonna fuck them all, I’m gonna really fuck them all. Y realmente los jodió vivos a todos, porque subió más alto que lo que había subido nunca.

Con Nelson RiddleEn el escenario, como te decía, desaparecían todas sus tensiones. Eso lo vi en Madrid, cuando salió a actuar con Lionel Hampton. Una tranquilidad absoluta. He conocido a muchos artistas y muchos músicos. Sinatra no tenía track. Es el único al que nunca le vi con track antes de salir a escena. Naturalidad completa. Y eso no se consigue ni con alcohol ni con pastillas. Eso viene de dentro.
Estaba tenso cuando preparaba algo porque siempre estaba atento a todos los detalles. Le vi grabar una sesión en Capitol, con Nelson Riddle, y era como si tuviera veinte radares moviéndose al mismo tiempo, en todas direcciones. No se le escapaba nada, yo creo que pillaba hasta los ultrasonidos. Hacía más indicaciones a los músicos que el propio Riddle, que era el director de la banda y de la grabación. Era la primera vez que veía a Sinatra trabajando, realmente trabajando: “Ahora entra la flauta aquí… aquí tendría que oirse más claro el piano…” Allí estaba la tensión, en el making, y desaparecía cuando comenzaba a cantar. Le gustaba llevar siempre al estudio a un pequeño grupo de gente. Necesitaba ese público para notar las vibraciones, decía. Yo le servía el Jack Daniel’s y le encendía los cigarrillos, y él cantaba con el cigarrillo en la boca, el cabrón.
¿Puedo decir una herejía y ponerme una pequeña medalla? La herejía es esta: a mí no me convencía Nelson Riddle. Sé que era un enorme músico, pero no me vuelven loco los discos que hizo con él. Y te diré por qué: porque a mí me gustaban más los swingin’ moods que los lonely sides. Es un gusto personal. Me gustaba mucho más lo que hizo con Billy May. El Sinatra más rítmico, el bailable. Para mí, Billy May fue su mejor arreglista en Capitol. Cuatro o cinco años más tarde hizo un gran disco con Riddle, Sinatra’s Swingin’ Session, y se lo dije: “¡Por fin! Fantástico, fantástico, Francis”.
¿Sabes qué me dijo? Que le había pedido a Riddle que acelerase el tempo de todos los temas. Bueno, y ahora viene la medallita: Basie. Desde luego no hacía falta que se lo dijera yo, Sinatra era de oreja absoluta, pero escuchábamos un disco de  Count Basie en su casa y dije: "It’s your man", y él se quedó muy quieto y muy serio escuchando, y asintió. Y luego veo que hace un par de discos con él, y las grandes actuaciones en el Sand’s, que yo creo que es de lo mejor que Sinatra hizo en su vida. Bueno, esto puede que quede tonto. Quítalo si quieres, pero así fue. ¿Te acuerdas cuando en Sinatra at the Sands presenta una canción diciendo “At the right tempo”? No había chulería en esa frase. Había felicidad. Porque era cierto. Era exacto.

Sinatra se llevó a Billy May a Reprise

(Continuará).

 

  

 

Puro teatro: Reservoir Underdogs (Lliure, 12-5-12)

Por: | 12 de mayo de 2012

Reservoir Underdogs (Los jugadores, de Pau Miró)

Esqueleto

Por: | 11 de mayo de 2012

En la mañana fue la agitación
ecos de la boca que nunca se sacia
y velando por tu bien repite órdenes
danos lo que tengas
te queremos útil hasta los setenta
muérete deprisa y déjanos la cama.

A media tarde, un rayo de sol
tomó prestado su amarillo
de los limones sobre el mármol.
Al anochecer el cielo azul turquesa,
aquel batir antiguo de tortillas
reliquias
las ventanas de claridad humilde.

Llegó luego el regalo de reunirse
junto al fuego de una historia
y la noche cerrada
cuando sobreviene
lo soslayado entre las horas
lo que hiciste mal o dejaste de hacer
oscuros bultos
las informaciones absorbidas como hollín
y sobre todo esa
la capital
que te despierta siempre
con puntualidad inexorable
a las cinco de la mañana.

He aquí el esqueleto de este día que acaba.

La carne que recomienza es el amor
y la vida llevada, como dijo el poeta,
sobre el deseo que tengo de vivir.

Así se fundó el Globe (un western isabelino)

Gramola Galactica: Hector Lavoe, el hombre que cantaba bajo el agua

Por: | 08 de mayo de 2012


El 29 de junio de 1993, a la edad de 47 años, fallecía de un infarto en el Memorial Hospital de Queens, en Nueva York, un hombre flaco con el corazón roto y muchos huesos maltrechos en su cuerpo y en su alma. Se llamaba Héctor Juan Pérez Martínez, en arte Héctor Lavoe (pronúnciese Lavó) y era un mito, el Cantante de los Cantantes, la gran voz de la salsa, apagada a finales de la década anterior por una continuada sobredosis de droga y de desgracia.
Había nacido en 1946 en el barrio Machuelo de la ciudad portorriqueña de Ponce, cuna también de Pete El Conde Rodríguez, de Papo Luca y de José Flebes, entre otros grandes de la música caribeña. Su madre murió cuando él tenía tres años; su hermano mayor cayó, víctima de una sobredosis, en una calle de Nueva York. En 1960, a la edad de catorce años, Héctor Lavoe ganaba dieciocho dólares por noche cantando con una orquesta de diez músicos.
Willie y Hector, primeros tiemposA los dieciséis, desafiando la prohibición paterna (“Recuerda lo que le pasó a tu hermano: si te marchas allá, olvida que tienes un padre”) se trasladó a vivir a Nueva York y llegó a la ciudad en pleno furor del boogaloo, que entonces era el ritmo latino de moda. Johnny Pacheco, futura alma de Fania, le presentó a otro jovencísimo león de su quinta, un tal Willie Colón, que tocaba un trombón incendiario y rebelde y buscaba un cantante para su orquesta. El primer disco que hicieron juntos, en 1967, se llamaba El Malo y fue un éxito instantáneo que cimentó su leyenda: Willie se convirtió en “El Malo” (“el malo de aquí soy yo/porque tengo corazón”) y Héctor se ganó el apodo de “El hombre del barrio”. Comenzaron a fotografiarse en las portadas como jefes de banda, con sombreros de ala ancha, lazos apayasados y largos abrigos, mitad pachucos mitad mafiosos, o en amenazadoras poses de malandros, con falsas fichas policiales incluIdas, hasta el punto de que muchos pensaron que realmente estaban perseguidos por la justicia neoyorquina. Con veinte años recién cumplidos, Lavoe era el niño mimado de la naciente Fania y el indiscutible héroe de los jóvenes portorriqueños de Harlem y el Bronx. Durante los primeros setenta, mano a mano con Willie Colón, quema etapas a la velocidad del rayo y forja su personalísimo estilo, callejero, desafiante, y con una extrema habilidad para sonear, esto es, para versificar improvisadamente entre los coros de las canciones. Su repertorio era enorme y podía imitar los giros y tonos de sus mayores, desde Daniel Santos y Chuito el de Bayamón hasta Beny Moré o Gardel. Colón y Lavoe se apartan de lo imperante (boogaloo y pachanga) para cocinar un estilo entre humorístico y violento que fusiona géneros y lo reboza de jazz caliente: el sonido de las malas calles.
La gran fugaSe suceden los discos con títulos provocativos (The Hustler, The Big Break, Crime Pays, Cosa Nuestra) y los éxitos (Barrunto, Sigue feliz, El titán, Che Che Colé, Guajirón), y en el 72 llega El juicio, la primera obra maestra del dúo (o “dupla”, como dicen por allá), una bachata ininterrumpida y tumultuosa de la que emergen himnos como Aguanile, Piraña, Soñando despierto o el enfebrecido Timbalero. “El hombre del barrio” se convierte en “El hombre que canta bajo el agua”, capaz de aguantar conciertos de varias horas y de hacer suya cuanta canción le echasen. En el 73, segunda obra maestra: Lo mato (si no compra este LP), con un puñado de temas extraordinarios: Señora Lola, Todo tiene su final, El día de mi suerte, Calle Luna calle Sol. Durante esos años, Lavoe se apunta A cuanta jarana se cruza en su camino y se convierte en adicto a múltiples drogas. Tras reiterados retrasos y abandonos, Colón le comunica que no volverá a compartir escenario con él. “Cuando Willie descubrió mi problema”, diría Lavoe, “hizo todo lo que estaba en su mano para ayudarme. Me aguantó mucha basura y nunca se dio por vencido. Nunca podré romper mi amistad con él”.
Así, no solo siguieron siendo siendo amigos, sino que Colón producirá y arreglará buena parte de sus discos futuros. Volando en solitario, Lavoe forma su propia orquesta, una banda de superlujo con los pianistas José Torres y Markolino Diamond, con José Mangual Jr. y Milton Cardona a las percusiones, los trombonistas Harry d’Aguilar y José Rodríguez, y los trompetas Ray Maldonado y José Febles.
En 1975, con arreglos de Colón, Febles y Louie Ramírez, que se turnarán en discos sucesivos (respaldados a veces por Luis “Perico” Ortiz) aparece La voz, donde brillan y alcanzan un enorme éxito los números El Todopoderoso, Paraíso de dulzura (su canto de amor a Puerto Rico), Emborráchame de amor (un viejo bolero de Mario Cavagnaro), Rompe Saragüey y, sobre todo, Mi gente, que acabará convirtiéndose en la canción más solicitada de sus conciertos.

De ti dependeAl año siguiente aparece De ti depende, en el que sobresalen Vamos a reÍr un poco, Hacha y machete (crónica de sus años jóvenes con Willie Colón), Felices horas y Periódico de ayer, soberbio texto de Tite Curet Alonso, uno de los grandes letristas de la salsa.
Las crónicas cifran en 1977 el inicio de su calvario. Lavoe multiplica las actuaciones, con su orquesta y con la Fania All Stars, a un ritmo extenuante, lo que incrementa su consumo de drogas y provoca su ingreso en un centro de desintoxicación.
Willie Colon y el productor Jerry Masucci le llevan al estudio casi en volandas para grabar Comedia, un set de canciones a su medida, entre las que resplandece El cantante, una composición de Rubén Blades que se eleva, en un vuelo majestuoso de diez minutos, con los arreglos más sofisticados de su carrera, por encima del viejo tópico del artista que ríe por fuera y llora por dentro. Seguirán Recordando a Felipe Pirela (1979), homenaje al bolerista venezolano, y El sabio (1980), con el tema homónimo de Tito Rodríguez, más Noche de farra y Plazos traicioneros como temas estelares.
En la década de los ochenta menudean sus desapariciones durante largas temporadas, incumpliendo compromisos de gira y grabación: para quitarle hierro al asunto, Johnny Pacheco le escribirá la irónica y bienhumorada El rey de la puntualidad. Sus discos de ese período son desiguales y no tienen el fulgor de años anteriores: a menudo destacan tan solo una o dos canciones, pero esas pocas son incomparables. En 1981 presenta su primera producción, Qué sentimiento, de la que cabe recordar Amor soñado y Soy vagabundo. En el 83 graba Vigilante, de nuevo con la participación de Willie Colon en la producción y los coros. Es un disco extraño, casi un extended EP, que contiene dos grandes piezas: Juanito Alimaña, de Curet Alonso, que en España popularizó Gato Pérez, y la conmovedora Triste y vacía, tal vez su última gran canción. De 1985 es Reventó, donde encontramos esa especie de coda de El cantante que es La fama, y el merengue Por qué no puedo ser feliz. En 1987 llega su disco de despedida, el melancólico Strike’s Back, donde aparece con una voz mucho más frágil, eco de las desgracias que habían comenzado a abatirse sobre su vida. Hay, para mi gusto, un inesperado destello de fuerza y de vida en Bamboleo (1988), el disco de los Fania All Stars con versiones de los Gypsy Kings, en el que Lavoe nos hizo creer a todos en una resurrección a lomos del tema Siento. No sabíamos entonces por todo lo que estaba pasando: se habló incluso de una maldición, que es a lo que los hombres suelen acogerse cuando las catástrofes se suceden.
Lavoe y Hector Jr.El increíblemente infausto año de 1987 comienza para él con un incendio en su apartamento de Queens, que le obliga a saltar por la ventana de un tercer piso, fracturándose el talón derecho. Poco más tarde llega la noticia de la muerte de su suegra, que aparece asesinada de veinte puñaladas en una calle de Ponce. Meses después fallece su padre, y el 7 de mayo muere su propio hijo de 17 años, Héctor Jr., cuando a un amigo se le escapó un disparo mientras limpiaba su arma. A comienzos del 88 le comunican que padece de SIDA. En junio de ese año, tras una discusión con su esposa, se arroja desde el noveno piso del Hotel Regency de Puerto Rico. Se salva de milagro, pero los huesos de sus brazos y piernas quedan destrozados. Lo verdaderamente milagroso es que Lavoe encontrase fuerzas para subsistir cinco años más, pero fue un lustro devorado por las drogas, la depresión, la enfermedad y sus secuelas – diabetes y un derrame cerebral – hasta que murió en el Memorial Hospital de Queens. Fue enterrado en el Saint Raymond del mismo barrio y nueve años más tarde, tal como había pedido, su compañero y amigo, el sonero Ismael Miranda, logró que sus restos fueran repatriados a Ponce.
Del gigantesco Héctor Lavoe nos queda el cimbreo sonriente de su estilo, de su voz de tenor, con un cierto deje nasal pero plenísima, rotunda, con una gran fuerza expresiva. Bailaba Lavoe con su voz, flexible y sinuosa como pocas, capaz de sonar con la misma limpieza y el mismo brillo en sus expansiones más solares y en sus más altas y nocturnas melancolías.

 

 

 

  

 

Puro teatro: "La loba" (5-5-12)

Por: | 05 de mayo de 2012

La loba (5-5-12)

Big Time 3: con Sinatra en Hollywood

Por: | 04 de mayo de 2012

Action of the tiger
Habla Perico Vidal:


A lo largo de mi vida he tenido muchos y muy buenos amigos de todas las clases sociales y en todos los ambientes que te puedas imaginar, pero solo he conocido a dos personas que se hayan desvivido absolutamente por mí. Uno fue el actor y director francés Christian Marquand, que me abrió las puertas de su casa y de su vida y del que ya te hablaré; el otro fue Sinatra.
Antes de volver a Estados Unidos, Sinatra me invitó a visitarle en Los Ángeles. “No te preocupes por el dinero”, dijo, y yo sabía que hablaba en serio. Le dije que tenía otra película en puertas, pero que en un par de meses estaría libre. La película era Action of the tiger, que aquí se llamó La frontera del terror, una serie B de aventuras que pasaba en Albania y en realidad se rodó en Málaga y Granada. El director era un inglés muy poco conocido, Terence Young, y la protagonizaban Van Johnson y Martine Carol, que ya iban un poco cuesta abajo. En el reparto estaba un joven actor escocés que apenas tenía dos secuencias: Sean Connery. Cinco años más tarde, Connery se convertiría en una superestrella rodando 007 contra el doctor No y Desde Rusia con amor, a las órdenes de Young. Volví a encontrarles a los dos en el plató de Desde Rusia con amor (por cierto, recuérdame también que te cuente el episodio de las ratas), y luego a Connery en 1965, en The Hill, de Sidney Lumet, que creo que no se estrenó en España. Durísima de ver y durísima de rodar. Estaba ambientada en una prisión militar del desierto de Libia, durante la Segunda Guerra Mundial, y casi toda transcurría a pleno sol. Sol de Almería, que no es tan ardiente como el de Libia, pero en pleno agosto tiene lo suyo.
Para mi gusto, las dos mejores películas de Connery son The Hill y El hombre que pudo reinar. The Hill la hizo en plena fiebre Bond, arriesgándose a perder a su público, y realmente tuvo muy poco éxito. Fue un acto de coraje, que le define a la perfección. Demostró que era ante todo un actor y un tipo muy centrado, que no quería encasillarse. Salzmann y Broccoli, los productores de la serie, querían atarle con un contrato exclusivo que le habría hecho millonario y se negó. Tampoco se le subió jamás la fama a la cabeza. Gran, gran tipo.

Doris Duke, Joe Castro y Big Jay McNeeleyCuando acabé Action of the tiger me esperaban en casa el billete para Los Ángeles y un telegrama de Sinatra, donde me decía que tardaríamos unos días en vernos porque tenía que filmar exteriores en Madison, Montana, de Como un torrente, la película de Minnelli, basada en un best seller de James Jones. El anterior libro de Jones, De aquí a la eternidad, le había servido a Sinatra para regresar a Hollywood por la puerta grande con el papel del soldado Maggio, por el que se llevó el Oscar del año 53. Ahora volvería a interpretar a un soldado, un veterano amargado por la guerra, que quería ser escritor. En el reparto estaban también Dean Martin, en el que me parece el mejor papel de su carrera, y Shirley McLaine, preciosa, delicadísima, que a raíz de aquella película fue “adoptada” por el Rat Pack, el grupo capitaneado por Sinatra, Martin y Sammy Davis Jr.
Le dije a Sinatra que no se preocupara porque aprovecharía aquellos primeros días para visitar a unos amigos, Joe Castro y Doris Duke, a los que había conocido en Barcelona.
Joe Castro era de Arizona, de padres mexicanos. Un gran pianista de jazz, con mucho feeling. Y ella era archimillonaria: la segunda mujer más rica del mundo después de Betty Hutton. Era hija única de Jim Buchanan, uno de los reyes del tabaco en Estados Unidos. Había estado casada con Porfirio Rubirosa, el playboy dominicano, pero cuando la conocí estaba con Joe Castro. Era una excéntrica maravillosa, con pasiones absolutas y sucesivas, que iban desde el surf a la horticultura. En aquella época solo te hablaba del jazz y de la danza. Fue quien puso el dinero para la gira europea de Katherine Dunham, y llegaron con ellos a Barcelona. Doris estaba empeñadísima en aprender a bailar y no tenía la menor gracia: era larguirucha y muy torpe. Luego quiso formar un grupo y tocar el piano, hasta el punto de que, para complacerla, durante un tiempo el bueno de Joe pasó a tocar el vibráfono. Tocaba mejor que bailaba, lo que tampoco es decir mucho. Estuvieron unos meses viviendo en París y en Suiza, hasta que Doris se cansó del piano y del grupo, y volvieron a Los Ángeles.

Falcon's LairSe instalaron en Falcon’s Lair, una mansión de estilo español que había pertenecido a Rodolfo Valentino. Estaba en Beverly Hills, en la zona de Benedict Canyon, muy cerca de la casa donde diez años más tarde asesinaron a la pobre Sharon Tate. En Falcon’s Lair grabó Joe Castro algunos discos estupendos, con Zoot Sims y Teddy Edwards, y acabó formando un cuarteto fuera de serie con Edwards, Billy Higgins y Leroy Vinegar. Doris y Joe me organizaron una fiesta de bienvenida por todo lo alto y a los tres días suena el teléfono y es la inconfundible voz de Sinatra diciendo “Hey, pal. Tengo cinco días libres”.
Mi siguiente recuerdo es que voy en un coche con Sinatra y Jimmy Van Heusen. Sinatra le pregunta a Jimmy: “¿What can we do for Pedro?” y Jimmy responde lo que Sinatra ya sabía: “Vegas”.

Jimmy Van HeusenVan Heusen era un gran compositor. Había escrito cientos de canciones y acababa de ganar el Oscar, me contaron, por All the Way, que acabé aprendiéndome de memoria porque la tocaban cada vez que entraba en un club. Otra de sus canciones, High Hopes, se convirtió en algo así como el himno de la campaña de Kennedy a la presidencia, pero eso ya no lo viví. Van Heusen compuso muchísimo para Sinatra, Come Fly with Me, Only the lonely, September of my years, Nancy with her laughing face, infinitas, pero sobre todo era uno de sus amigos realmente íntimos. “Chet – porque le llamaba Chet - siempre ha estado a mi lado en los momentos bajos”, decía Sinatra, y yo sabía que se refería a su historia con Ava. Jimmy – yo siempre le llamé Jimmy – era un poco el modelo de la gente que rodeaba a Sinatra: nunca sabías muy bien dónde acababa el amigo y dónde empezaba el asociado, el consejero, el hombre para todo. Lo cierto es que entre los dos había una gran complicidad y una gran estima, eso saltaba a la vista. 
Así que vamos en ese coche y lo primero que me dice Sinatra es “Ten mucho cuidado con las menores de edad, porque aquí no lo parecen. Te puedes encontrar en la cama con una de ellas sin saberlo, y eso, en este país, es peligro mortal: vas derecho a la cárcel”. Luego le pregunté por Nueva Orleans, porque me apetecía mucho ver esa ciudad. La cuna del jazz y todo eso. Me sorprendió su respuesta: “No vayas al Sur. Allí odian a los negros, pero todavía odian más a los blancos que aman a los negros”.
Y de repente en mi memoria empieza a hacer un calor brutal, como si se hubiera incendiado el cielo. Calor de desierto. Tres minutos de sol y ya te quemaba la piel. Estamos en Las Vegas. Un grupo del que continuamente entraba o salía gente. Que yo recuerde ahora, en el avión privado de Sinatra estaban Jack Benny, Joey Bishop y Johnny Grant. No, Dean Martin no estaba: le conocí en el set de Como un torrente. Y a Sammy Davis Jr. no le vi en ningún momento.
Jack Benny era un rey de la comedia. Ya sabes, el protagonista de To be or not to be. Muy poco conocido en Europa, pero allí le trataban como a un dios del Olimpo. Tenía un programa en televisión al que Sinatra iba mucho. Lo recuerdo muy elegante, muy vieja escuela, y muy gracioso. Muy serio, pero siempre colocando ocurrencias. Joey Bishop también era gracioso, pero mucho más forzado. De esos cómicos que cuando hacen un chiste dejan un hueco para que te rías, muy al estilo de Las Vegas. Y repitiendo los chistes, que es lo peor. En dos días le escuché varias veces el mismo: “Estaba tan borracho que aparecí en el desierto con una serpiente en la mano tratando de matar un palo”. Claro, te hace gracia porque solo lo has escuchado una vez.
¿Johnny Grant? Acabó siendo alcalde honorario de Hollywood, en los ochenta. Entonces era un presentador y disc-jockey famosísimo, que durante la Segunda Guerra llevaba un programa diario para las tropas y había organizado las famosas giras de Bob Hope. Grant estaba borracho cuando me lo presentaron y seguía borracho cuando me fui. Todos llevábamos lo nuestro, pero su caso era sorprendente, porque su borrachera parecía estar siempre al mismo nivel. A todas las coristas les decía lo mismo: “Hey, tiger, where are you from?”, y Sinatra les pasaba un billete para que le contestaran “Dallas, Texas” o “Houston, Texas”. Luego decía: “Este se va a creer que ha pasado la semana en Texas y no en Las Vegas”.

The Sands (Las Vegas)Fuimos al Sands. Yo estaba deslumbrado porque no me dieron habitación sino un bungalow. Con la llave venía otra de un jeep pequeñito por si te apetecía recorrer Las Vegas, pero apenas lo utilicé: no tuve tiempo.
Sinatra me presentó a Jack Stratter, que entonces era el encargado de los espectáculos del Sands y luego fue el presidente del consorcio. Me contó su historia: había empezado como portero, en el Stork de Nueva York, y en cuestión de diez años se convirtió en copropietario del Copacabana. Estaba en el Sands desde el cincuenta y algo, y había conseguido que el Rat Pack en pleno actuase allí, de modo que para ellos era como su segunda casa. Bueno, y no solo el Rat Pack: lo mejor de lo mejor pasaba por allí, y lo llevaban Sinatra y sus amigos. Grandes solistas, grandes orquestas. El Sands era un hotel con casino adjunto, como casi todos los hoteles de Las Vegas. Yo había conocido el casino de Montecarlo, pero aquello era completamente distinto: sus principales bazas eran las chicas, las actuaciones, y que no exigieran etiqueta. En Europa no podías jugar si no llevabas smoking o, como mínimo, traje oscuro y corbata. En las cajas de cerillas del Sands se leía la frase “Venga a jugar como esté vestido”, y así podías ver a gente apostando a la ruleta o al blackjack con shorts y chancletas, que para mí era algo insólito. Otro de los grandes inventos de Las Vegas era que no tenías que cambiar fichas: las de un casino servían para todos. 
 “Pero el verdadero negocio”, me dijo Sinatra, “no está en las salas. A las salas van los jugadores habituales y desde luego muchos novatos, pero la ruleta impone, es como entrar en una iglesia. El dinero aquí se hace con las slot machines, las máquinas tragaperras, que no dan miedo a nadie, y con las copas”. El dinero volaba: aquella primera noche vi a varios ganadores dar propinas de cincuenta dólares a las chicas. Sinatra me presentó a Entratter con una frase que me emocionó y que después le escucharía muchas veces:
My pal Pedro, who saved my life in Spain”.

De aquellos días, que sobre todo fueron noches, noches inacabables, recuerdo a Louis Armstrong en el Sands (que dijo acordarse de mí en los conciertos del Windsor, aunque me parece que fue por mera cortesía) en alternancia con la orquesta de Rex Stewart, y a Louis Prima y Kelly Smith, que acababan de tener un éxito enorme con I ain’t got nobody, diría que en el Sahara, y recuerdo sobre todo una fiesta que comenzó a las seis de la tarde y acabó a las seis de la tarde siguiente. Jack Benny se retiró pronto, pero Bishop, Van Heusen y Grant siguieron hasta el final. Y Sinatra y yo, por descontado.
El Dunes anunciaba las primeras coristas en topless de Las Vegas, y para contraatacar se le ocurrió a Jack Entratter que todas las chicas del Sands salieran con abrigos de visón, visones en blanco y negro y todas las gamas que tiene esa piel, y pese al aire acondicionado las pobres se asaban vivas con el calor de los focos. Sinatra había ligado con una chica que iba camino de Reno para divorciarse, y durante la cena con Armstrong, después del show, yo conocí a Polly, una corista del Sands que me estaba “destinada”, como supe luego. Yo ya tenía muchas horas de vuelo en esa época, y fíjate que me costó ver claro lo que hasta un niño habría adivinado. Podemos achacárselo al alcohol. El alcohol, por cierto, fue lo que me echó para atrás cuando volvió Polly después de su pase. Allí estaba ella, morena, ojos azules, un monumento. Y allí estaba yo, reventado de copas y, además, quemado por aquel sol salvaje de Nevada. Cuando llevas varios días bebiendo, follar es como ir al torno de la fábrica: te duelen los codos, te duelen las rodillas, tienes la boca seca. No es placer, es trabajo.
Llega Polly, pues, y yo no sabía como quitármela de encima. Sinatra se esfuma y Polly y yo nos quedamos frente a frente. Nunca me había sentido tan cuitado con una chica. Luego apareció de nuevo Jimmy Van Heusen y pensé “bueno, por lo menos no estaremos solos y ya se me ocurrirá algo”, porque era completamente incongruente decirle que no me apetecía, era insultarla. Entonces sucedió otra cosa que tendría consecuencias más tarde. Voy al lavabo y allí me encuentro con un tipo que me pregunta si soy el guardaespaldas mexicano de Sinatra. Le digo con malos modos que no, que ni guardaespaldas ni mexicano, y el tipo se larga. Vuelvo a la mesa decidido a decirle a Polly la verdad y nada más que la verdad y me contesta lo que debía haberme olido: “Mira, Francis me ha dicho que sea amable contigo, y lo voy a ser quieras o no…”.
“O.K, a tus órdenes”, le digo, y nos vamos a la cama. A las seis de la tarde siguiente suena el teléfono. Polly ya no estaba allí.
Una voz me dice:
“¿Quiere usted ganar algo de dinero?”
“¿A quién hay que matar?”
“Verá… nos conocimos ayer…”
Yo apenas podía recordar que existía un día llamado “ayer”.
“… en los lavabos del Sands…”
Comenzó a encenderse en mi cabeza la señal de peligro.
“… y ganaría un buen dinero si me contara unas cuantas cosas de Frank”.
“Me parece que usted se ha equivocado conmigo. ¿Sabe qué voy a hacer? Voy a colgarle el teléfono y después voy a contarle a Sinatra que…”
Colgó antes que yo, a la carrera. Me vestí y fui al bungalow de Sinatra, que estaba reunido con todo su entourage. También estaba Jack Entratter.
Llevé aparte a Sinatra y le conté lo que había sucedido. ¡Dios, la que se armó! En mi vida he visto una movida así. Comenzaron a sonar los teléfonos, empezó a entrar y salir gente y en menos de dos horas habían localizado al tipo, un periodista que escribía para una de las revistas de chismorreo de Hollywood.
A los pocos días Sinatra me dijo:
“Quiero presentarte a mi familia”.

Come-fly-with-me


(Continuará)

Un garbanzo gigante en una mobylette (3-5-12)

El País

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