Habla Perico Vidal:
Ahora se me juntan los veranos, porque de repente comenzaron a enlazarse los rodajes y porque tuve dos en la Costa Brava, casi en los mismas localizaciones, y en los dos, por cierto, el art director fue el gran Paco Prósper, que murió hace poco, aunque no puedes imaginarte películas más distintas. Diría que la primera fue De repente el último verano, de Mankiewicz, en agosto, creo, del 59, unas tres semanas. Y la segunda fue La isla misteriosa, de Cy Endfield, sobre la novela de Verne, el verano siguiente. Empiezo por la segunda y así nos la ventilaremos antes. Ya sé que adoras esa película porque la viste de crío, y lo entiendo porque quedó bastante entretenida y realmente los trucajes de Ray Harryhausen eran toda una novedad en aquel momento, aunque no sé si habrán aguantado el paso del tiempo. Lo que sí puedo decirte es que yo nunca había rodado nada semejante, y el set me pareció una casa de locos. Lógico: los actores tenían que hacer gestos rarísimos para hacer ver que peleaban con cangrejos o pulpos gigantes que, naturalmente, no estaban en el plano, y aquello se convertía en una pantomima latosísima de controlar. Llámame viejo, que lo soy, pero no me ha gustado nunca el cine fantástico ni los cangrejos invisibles, sobre todo si te toca colocar a los actores en sus marcas. Hacía eso y hacía mil cosas más, porque en ese tipo de películas (por no decir en todos los rodajes de entonces) tenías que estar a muchos palos y servir igual para un fregado que para un barrido. Bueno, y la verdad es que también lo hacía porque me divertía o para hacerme el chulo, que entonces lo era y mucho.
En La isla misteriosa hice incluso de especialista: ese es mi mejor recuerdo de aquel rodaje. Uno de los protagonistas tenía que lanzarse al agua desde unos acantilados y llegar a nado a otra parte de la supuesta isla. Diría que eso lo rodamos en S’Agaró o en Castell d’Aro. El caso es que ese día a alguien se le olvidó convocar al especialista y eso suponía lo que supone siempre: cambiar el plan de rodaje y perder dinero. Y me ofrecí yo, que no en vano había sido campeón de natación, como ya te conté. Tampoco te creas que fuera un acantilado descomunal, pero la roca tenía varios metros hasta el agua, claro. Salté, nadé y quedé como un héroe, porque salvé el día y de paso conseguí ligarme a una de las actrices, que en el fondo debía ser de lo que se trataba. Como no hay dicha perfecta, luego resultó que cortaron la escena, pero no me iba a quejar: estaba satisfechísimo con lo que obtuve a cambio.
De la película de Mankiewicz, en cambio, solo tengo malos recuerdos. La decepción fue grande, porque le adoraba a él como director y guionista: Eva al desnudo es una de mis películas favoritas de todos los tiempos. Y adoraba, por supuesto, a Liz Taylor, que en esa película estaba literalmente deslumbrante. El productor de De repente el último verano era Sam Spiegel, todo un personaje con el que entonces apenas tuve dos o tres encuentros: le traté más pocos años después, en el rodaje de Lawrence de Arabia. Contaban que Spiegel hizo la película de Mankiewicz porque quería aprovechar el tirón erótico de Liz Taylor en La gata sobre el tejado de zinc. Spiegel estaba entonces en la cresta de la ola, porque acababa de ganar un dineral y muchísimos premios con El puente sobre el río Kwai, de David Lean. Por cierto que Lean, que luego sería mi maestro y uno de mis grandísimos amigos, me contó una historia estupenda de Spiegel. Una historia, decía, probablemente apócrifa, porque la contaba el propio Spiegel, al que le encantaba presentarse como un tahúr de siete suelas. Spiegel, que al principio firmaba S.P.Eagle, era un águila en el doble sentido del término: vista de águila y pájaro de cuenta. Lean lo sabía bien, porque tardó años y años en ver un dólar de los enormes beneficios de las películas que rodó con él. Los protagonistas de la historia son Spiegel y Otto Preminger, judíos austríacos los dos. Cuando el nazismo empieza a enseñar las uñas deciden salir por pies de Viena. Preminger tiene seiscientos dólares, es todo lo que tiene, pero entonces sale una ley prohibiendo sacar dinero del país. Spiegel ha conseguido un coche y dice “Vámonos ya”. Preminger dice “Vámonos, pero yo no dejo aquí mis seiscientos dólares”. Suben al coche, llegan a la frontera, y les paran. Un guardia le dice a Preminger: “Usted, para adentro”, y se lo llevan a la garita. Spiegel se asusta y le dice al otro guardia: “¿Yo puedo continuar?”. El guardia le dice: “¿No espera a su amigo?.
“¿Amigo, ese? No le conozco de nada, le he recogido en la carretera”.
Cuando está a punto de largarse sueltan a Preminger, que sube de un salto y dice “Vamos”. Dejan atrás la frontera, mete la mano en el bolsillo de Spiegel y le dice: “Déjame coger mis seiscientos dólares”.
Y todos los que les conocieron contaban cientos de historias como esa.
Yo no sé si Spiegel creía que De repente el último verano podía ser un taquillazo, porque era una película dura, rara y difícil. Imagino que pensaba que Katherine Hepburn y Montgomery Clift, que realmente estuvieron fantásticos, podían llevarse algún Oscar, y que el público amante del morbo acudiría por el reclamo de la Taylor y de la historia, que tenía morbo a capazos. Yo creo que fue un flechazo: Spiegel había visto la obra en Londres, protagonizada por Patricia Neal, la mujer de Roald Dahl, y corrió a comprar los derechos. También me contaron que el reparto original de la película era muy distinto. El papel de Kate Hepburn tenía que hacerlo Vivien Leigh y luego Bette Davis, y el de Clift me parece que se lo ofrecieron a William Holden.
La obra, como sabes, era de Tennessee Williams, al que yo había conocido en Barcelona, en una fiesta de Katherine Duncan, bailando el fish, que era entonces uno de los bailes de moda. Lou Bennett, el organista, decía que el fish era un dry-cock, que en traducción chabacana sería “calientapollas”. Se bailaba muy apretado, muy pegado por detrás, y arrastrando los pies. Bing Crosby había hecho un tema con Armstrong que se llamaba Gone fishing, jugando con el doble sentido de la expresión. Williams era entonces un triunfador, el hombre de moda, aparentemente alegre gracias a la bebida, pero con un trasfondo melancólico y atormentado que afloraba a las primeras de cambio. Yo creo que De repente el último verano es Williams puro, la obra y la película que mejor le define, más que el Tranvía, más que cualquier otra. El personaje de ese poeta alcohólico que busca chicos por el puerto, por los barrios bajos, y acaba devorado por ellos… bueno, ese es él, me parece a mí. Ese personaje, que apenas aparece en la película pero en torno al cual gira toda la historia y del que se rodó una secuencia entera en los alrededores del castillo de Begur, lo interpretó, curiosamente, un actor español que se llamaba Julián Ugarte y al que yo había conocido porque hizo un papel en Orgullo y pasión. No lo busques en el reparto porque no le acreditaron. Por no acreditar ni acreditaron a Paco Prósper. Ni a mí, por descontado. Te acreditaban si les apetecía. Eso cambió absolutamente con David Lean, pero es que David jugaba en otra liga, y respetaba el trabajo por encima de todo. A lo que iba: rodamos en Begur, que en la película se llamó Cabeza de Lobo o algo parecido, y en la playa de Pals, y en S’Agaró, frente a la Taberna del Mar del viejo Ensesa, y diría que también en Sant Antoni de Calonge.
El rodaje fue malo porque Liz Taylor se comportó como una diva intratable y Mankiewicz, al que me moría de ganas de conocer, me pareció un hombre seco, continuamente malhumorado, y con el que apenas pude intercambiar cuatro palabras fuera del rodaje. Tenía, me dijeron, un motivo de peso: su mujer, la actriz Rose Stradner, se había suicidado hacía poco. En los años setenta conocí en Los Angeles a su hijo, Christopher Mankiewicz, y me habló pestes de su padre, todo eso y más, hasta el punto que tuve que decirle “Está bien, tu padre sería un manipulador y un hijo de puta, pero lo que no le puedes negar es que fue un director y un guionista como ha habido pocos”. O sea, que no tuve el menor feeling con Mankiewicz aunque para mí sigue siendo uno de los grandes, pero Liz Taylor, en cambio, me cayó absolutamente a los pies como persona. Hay algo que nunca he podido soportar: la gente que abusa del débil para marcar territorio, la grosería innecesaria. He llegado a las manos por cosas así.
En Sevilla participé en La mujer y el pelele, de Julien Duvivier, aquella historia que mil años más tarde Buñuel adaptó como Ese oscuro objeto de deseo. La protagonista de La mujer y el pelele era la Bardot, tan despampanante como la Taylor o más, con la que yo ya había trabajado poco antes en Y Dios creó a la mujer, donde, por cierto, conocí a Roger Vadim, del que me hice muy amigo y que con los años sería mi padrino de boda en Las Vegas: él fue mi best man y Jane Fonda fue la testigo de mi mujer, Susan Diederich. Ya te contaré todo eso en su momento. En el rodaje de Duvivier había un cabrón que estaba tratando a uno de los figurantes, un niño gitano, como si fuera un perro, peor que a un perro, y el tipo estaba a punto de sacudirle una bofetada al crío cuando le agarré por el brazo y le dije que como le tocara un pelo le arrancaba los huevos. En el set estaba, muy cerca pero sin atreverse a intervenir, el padre del chaval, que se me acercó luego y me dijo “Gracias. Muchas gracias. Nos gustaría compensarle por eso”, y dos noches más tarde me montaron una de las fiestas gitanas más bonitas en las que he estado nunca, con música y baile y potaje hasta que se hizo de día. En aquel rodaje, por cierto, también tuve el honor de conocer al gran Belmonte, porque muchas secuencias se rodaron en su finca de Utrera.
Juan Belmonte, una auténtica leyenda viva, llevaba mil años retirado. Era chaparro y patizambo, pero cuando montaba a caballo todavía tenía una apostura impresionante y conservaba su afilado sentido del humor, muy serio y muy seco, a lo Buster Keaton, como cuando dijo lo del banderillero. ¿No sabes tú esa? Un antiguo miembro de su cuadrilla había llegado entonces a gobernador civil, y eso a todo el mundo le parecía una hazaña increíble, y alguien le preguntó a Belmonte: "Maestro ¿usted se explica como puede haber pasado una cosa así?" y Belmonte respondió: "De-de-degenerando, hijo, de-degenerando”.
Una tarde estábamos en una tienta y yo estaba a su lado, y con la inconsciencia de la juventud me puse muy latoso, venga a insistirle en que a ver si se animaba y daba una media verónica, sus famosas medias verónicas, y él, en vez de mandarme a la mierda, que era lo que merecía, se me quitó de encima diciendo “No-no-no-es-es-toy con tipo”, con aquella tartajez que tenía, y se quedó en silencio.
Y al cabo de un rato, uno de maquillaje, viendo unos sementales de siete años que había detrás de un cercado, le dijo, para romper el silencio con una broma:
“¿Y si ahora se escaparan esos toros, maestro, qué haríamos?”
“Su-su-subir a los árboles”
Los árboles eran unos chopos pelados, sin una mala rama.
“Eso es imposible, maestro”, le dijo.
Y contesta Belmonte: “Si-si-sin toros, sí”.
En el rodaje decían que la historia de La mujer y el pelele era como la suya, porque Belmonte, a sus setenta años, había perdido la cabeza, decían, por una flamenca muy joven. Y dijeron luego que por ella se suicidó, se pegó un tiro, porque ella no le hacía caso o porque él ya no podía hacérselo. Eso se contaba. O igual simplemente se hartó de todo y se quitó de en medio. Y yo… ¿qué te estaba contando? ¿A qué venía…? Belmonte, La mujer y el pelele… espera… lo del gitanillo… vale, lo de la Taylor, ahora me acuerdo. Lo del gitanillo pude arreglarlo, pero con la Taylor tuve que morderme la lengua.
La Taylor era, me pareció a mí, una de esas personas que necesitan un chivo expiatorio para descargar su mala leche. Y el chivo expiatorio fue una chica preciosa, encantadora, a la que yo conocía, que estaba veraneando en S’Agaró y a la que llevé al rodaje. Fue verla Sam Spiegel y quedarse prendado de ella, porque además tenía las hechuras de la Taylor, hasta tal punto que la contrató allí mismo para que fuera su doble. Yo no sé si la Taylor se puso celosa por las atenciones de Spiegel o simplemente porque le apeteció ir a por ella. Y fue a por ella, tratándola todo lo mal que pudo. Y la chica – se llamaba Marisa – la adoraba, bebía los vientos por la Taylor. El día que te digo, el día en que la hubiera matado, estábamos haciendo unas pruebas de luz, con un sol de muerte, las tres de una tarde de agosto, y Marisa tenía que correr por una calle muy empinada, escaleras arriba, con el vestido blanco de la Taylor, y Mankiewicz pide repetir la prueba, y Marisa vuelve a subir, con el sudor que le cerraba los ojos, y luego otra vez, y otra, que ya no podía con su alma, hasta que Mankiewicz se da cuenta y va a levantar la mano para ordenar el cut, y entonces veo que la Taylor sonríe y le pone la mano en el hombro y dice, como la reina de Alicia, y tan alto que la oyeron todos:
“Let this little bitch run”.
Con esto comprenderás que Liz Taylor no sea precisamente santa de mi devoción.
(Continuará)
Hay 4 Comentarios
Sabía que era muy diva, pero no que fuera tan hija de puta la Taylor. Bueno, era amiga de Michael Jackson, otra joyita.
Publicado por: Xabier | 07/05/2013 9:48:47
Gracias, Arbogast. El próximo viernes, Big Time 9. Perico Vidal habla de Nicholas Ray, Sumner Williams y Anthony Asquith (entre otros).
Publicado por: Marcos Ordóñez | 09/07/2012 9:29:35
Excelentes historias. Entro cada día con la esperanza de encontrar otra pequeña dosis de recuerdos de este hombre tan interesante. ¡Qué suerte que le conocieras! Gracias por compartirlo.
Publicado por: Arbogast | 09/07/2012 0:56:32
Excelentes historias. Entro cada día con la esperanza de encontrar otra pequeña dosis de recuerdos de este hombre tan interesante. ¡Qué suerte que le conocieras! Gracias por compartirlo.
Publicado por: Arbogast | 09/07/2012 0:56:29