Bulevares Periféricos

Sobre el blog

Teatro, Literatura, Cine, Música, Series: arte en general. Lo que alimenta, lo que vuelve. Crónicas, investigaciones, deslumbramientos. Y entrevistas (más conversaciones que entrevistas). Y chispazos, memoria, dietario, frases escuchadas al azar (o no). Y lo que vaya saliendo.

Sobre el autor

Marcos Ordóñez

Marcos Ordóñez. Escritor, periodista, profesor. Cada sábado escribe en Babelia la sección PURO TEATRO y, cada jueves, en Cultura, EL HOMBRE QUE FUE JUEVES. Intento escribir sobre lo que me da vida. Ultimos libros publicados: Turismo interior (Lumen, 2010), Telón de fondo (El Aleph, 2011), Un jardín abandonado por los pájaros (El Aleph,2013).

Gramola Galáctica: Dos canciones de amor

Por: | 26 de junio de 2012

Julie_london_tenderlySi me preguntan por mi canción de amor favorita a estas horas diría que es In the Wee Small Hours of the Morning (en la versión de Sinatra, por supuesto). Pero al cabo de un rato llegarían, como pájaros en bandada (mirlos, por supuesto) cinco o seis más. A vuelapluma (nunca mejor dicho) comparecen The First Time Ever I Saw Your Face, de Roberta Flack (soy injusto con los autores, pero para simplificar elijo a los intérpretes, aunque a veces coinciden, como se verá) y Absolutely Cuckoo de The Magnetic Fields (vale, de Stephin Merritt. ¿Por qué no ha estrenado nunca un musical este hombre, llamado a ser el nuevo Sondheim?), y si pienso en Sondheim me quedo, aunque parezca cantado (nunca mejor dicho) con Send in the Clowns en la versión de Glenn Close en el Carnegie Hall, y enseguida llega Wonderful Guy (aquí es impepinable reverenciar a Rodgers & Hammerstein) en la voz de Mary Martin, y cómo no seleccionar también Il cielo in una stanza en la voz de Mina (aunque sea de Gino Paoli) o Noah Chomsky, de Astrud, o La non-demande en mariage de Brassens o Un jorn de maig de Enric Barbat o I'll come running to tie your shoe de Brian Eno… vale, lo dejamos, porque a media mañana caerían diez o quince más, y de madrugada otras tantas y no acabaríamos nunca jamás.

Canción de amor de media mañana de verano sería, indudablemente, Manhattan, de Rodgers & Hart.
Y canción de madrugada, cercano ya el amanecer, Two Sleepy People, de los no menos inmensos Hoagy Carmichael (música) y Frank Loesser (letra).

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Big Time 8: Liz, Mank, Spiegel, Belmonte (y un cangrejo gigante)

Por: | 22 de junio de 2012

Habla Perico Vidal:

La isla misteriosaAhora se me juntan los veranos, porque de repente comenzaron a enlazarse los rodajes y porque tuve dos en la Costa Brava, casi en los mismas localizaciones, y en los dos, por cierto, el art director fue el gran Paco Prósper, que murió hace poco, aunque no puedes imaginarte películas más distintas. Diría que la primera fue De repente el último verano, de Mankiewicz, en agosto, creo, del 59, unas tres semanas. Y la segunda fue La isla misteriosa, de Cy Endfield, sobre la novela de Verne, el verano siguiente. Empiezo por la segunda y así nos la ventilaremos antes. Ya sé que adoras esa película porque la viste de crío, y lo entiendo porque quedó bastante entretenida y realmente los trucajes de Ray Harryhausen eran toda una novedad en aquel momento, aunque no sé si habrán aguantado el paso del tiempo. Lo que sí puedo decirte es que yo nunca había rodado nada semejante, y el set me pareció una casa de locos. Lógico: los actores tenían que hacer gestos rarísimos para hacer ver que peleaban con cangrejos o pulpos gigantes que, naturalmente, no estaban en el plano, y aquello se convertía en una pantomima latosísima de controlar. Llámame viejo, que lo soy, pero no me ha gustado nunca el cine fantástico ni los cangrejos invisibles, sobre todo si te toca colocar a los actores en sus marcas. Hacía eso y hacía mil cosas más, porque en ese tipo de películas (por no decir en todos los rodajes de entonces) tenías que estar a muchos palos y servir igual para un fregado que para un barrido. Bueno, y la verdad es que también lo hacía porque me divertía o para hacerme el chulo, que entonces lo era y mucho.
En La isla misteriosa hice incluso de especialista: ese es mi mejor recuerdo de aquel rodaje. Uno de los protagonistas tenía que lanzarse al agua desde unos acantilados y llegar a nado a otra parte de la supuesta isla. Diría que eso lo rodamos en S’Agaró o en Castell d’Aro. El caso es que ese día a alguien se le olvidó convocar al especialista y eso suponía lo que supone siempre: cambiar el plan de rodaje y perder dinero. Y me ofrecí yo, que no en vano había sido campeón de natación, como ya te conté. Tampoco te creas que fuera un acantilado descomunal, pero la roca tenía varios metros hasta el agua, claro. Salté, nadé y quedé como un héroe, porque salvé el día y de paso conseguí ligarme a una de las actrices, que en el fondo debía ser de lo que se trataba. Como no hay dicha perfecta, luego resultó que cortaron la escena, pero no me iba a quejar: estaba satisfechísimo con lo que obtuve a cambio.

Sam SpiegelDe la película de Mankiewicz, en cambio, solo tengo malos recuerdos. La decepción fue grande, porque le adoraba a él como director y guionista: Eva al desnudo es una de mis películas favoritas de todos los tiempos. Y adoraba, por supuesto, a Liz Taylor, que en esa película estaba literalmente deslumbrante. El productor de De repente el último verano era Sam Spiegel, todo un personaje con el que entonces apenas tuve dos o tres encuentros: le traté más pocos años después, en el rodaje de Lawrence de Arabia. Contaban que Spiegel hizo la película de Mankiewicz porque quería aprovechar el tirón erótico de Liz Taylor en La gata sobre el tejado de zinc. Spiegel estaba entonces en la cresta de la ola, porque acababa de ganar un dineral y muchísimos premios con El puente sobre el río Kwai, de David Lean. Por cierto que Lean, que luego sería mi maestro y uno de mis grandísimos amigos, me contó una historia estupenda de Spiegel. Una historia, decía, probablemente apócrifa, porque la contaba el propio Spiegel, al que le encantaba presentarse como un tahúr de siete suelas. Spiegel, que al principio firmaba S.P.Eagle, era un águila en el doble sentido del término: vista de águila y pájaro de cuenta. Lean lo sabía bien, porque tardó años y años en ver un dólar de los enormes beneficios de las películas que rodó con él. Los protagonistas de la historia son Spiegel y Otto Preminger, judíos austríacos los dos. Cuando el nazismo empieza a enseñar las uñas deciden salir por pies de Viena. Preminger tiene seiscientos dólares, es todo lo que tiene, pero entonces sale una ley prohibiendo sacar dinero del país. Spiegel ha conseguido un coche y dice “Vámonos ya”. Preminger dice “Vámonos, pero yo no dejo aquí mis seiscientos dólares”. Suben al coche, llegan a la frontera, y les paran. Un guardia le dice a Preminger: “Usted, para adentro”, y se lo llevan a la garita. Spiegel se asusta y le dice al otro guardia: “¿Yo puedo continuar?”. El guardia le dice: “¿No espera a su amigo?.
“¿Amigo, ese? No le conozco de nada, le he recogido en la carretera”.
Cuando está a punto de largarse sueltan a Preminger, que sube de un salto y dice “Vamos”. Dejan atrás la frontera, mete la mano en el bolsillo de Spiegel y le dice: “Déjame coger mis seiscientos dólares”.
Y todos los que les conocieron contaban cientos de historias como esa.

Rodaje de DE REPENTE EL ULTIMO VERANOYo no sé si Spiegel creía que De repente el último verano podía ser un taquillazo, porque era una película dura, rara y difícil. Imagino que pensaba que Katherine Hepburn y Montgomery Clift, que realmente estuvieron fantásticos,  podían llevarse algún Oscar, y que el público amante del morbo acudiría por el reclamo de la Taylor y de la historia, que tenía morbo a capazos. Yo creo que fue un flechazo: Spiegel había visto la obra en Londres, protagonizada por Patricia Neal, la mujer de Roald Dahl, y corrió a comprar los derechos. También me contaron que el reparto original de la película era muy distinto. El papel de Kate Hepburn tenía que hacerlo Vivien Leigh y luego Bette Davis, y el de Clift me parece que se lo ofrecieron a William Holden.
La obra, como sabes, era de Tennessee Williams, al que yo había conocido en Barcelona, en una fiesta de Katherine Duncan, bailando el fish, que era entonces uno de los bailes de moda. Lou Bennett, el organista, decía que el fish era un dry-cock, que en traducción chabacana sería “calientapollas”. Se bailaba muy apretado, muy pegado por detrás, y arrastrando los pies. Bing Crosby había hecho un tema con Armstrong que se llamaba Gone fishing, jugando con el doble sentido de la expresión. Williams era entonces un triunfador, el hombre de moda, aparentemente alegre gracias a la bebida, pero con un trasfondo melancólico y atormentado que afloraba a las primeras de cambio. Yo creo que De repente el último verano es Williams puro, la obra y la película que mejor le define, más que el Tranvía, más que cualquier otra. El personaje de ese poeta alcohólico que busca chicos por el puerto, por los barrios bajos, y acaba devorado por ellos… bueno, ese es él, me parece a mí. Ese personaje, que apenas aparece en la película pero en torno al cual gira toda la historia y del que se rodó una secuencia entera en los alrededores del castillo de Begur, lo interpretó, curiosamente, un actor español que se llamaba Julián Ugarte y al que yo había conocido porque hizo un papel en Orgullo y pasión. No lo busques en el reparto porque no le acreditaron. Por no acreditar ni acreditaron a Paco Prósper. Ni a mí, por descontado. Te acreditaban si les apetecía. Eso cambió absolutamente con David Lean, pero es que David jugaba en otra liga, y respetaba el trabajo por encima de todo. A lo que iba: rodamos en Begur, que en la película se llamó Cabeza de Lobo o algo parecido, y en la playa de Pals, y en S’Agaró, frente a la Taberna del Mar del viejo Ensesa, y diría que también en Sant Antoni de Calonge.

El rodaje fue malo porque Liz Taylor se comportó como una diva intratable y Mankiewicz, al que me moría de ganas de conocer, me pareció un hombre seco, continuamente malhumorado, y con el que apenas pude intercambiar cuatro palabras fuera del rodaje. Tenía, me dijeron, un motivo de peso: su mujer, la actriz Rose Stradner, se había suicidado hacía poco. En los años setenta conocí en Los Angeles a su hijo, Christopher Mankiewicz, y me habló pestes de su padre, todo eso y más, hasta el punto que tuve que decirle “Está bien, tu padre sería un manipulador y un hijo de puta, pero lo que no le puedes negar es que fue un director y un guionista como ha habido pocos”. O sea, que no tuve el menor feeling con Mankiewicz aunque para mí sigue siendo uno de los grandes, pero Liz Taylor, en cambio, me cayó absolutamente a los pies como persona. Hay algo que nunca he podido soportar: la gente que abusa del débil para marcar territorio, la grosería innecesaria. He llegado a las manos por cosas así.

Don Juan BelmonteEn Sevilla participé en La mujer y el pelele, de Julien Duvivier, aquella historia que mil años más tarde Buñuel adaptó como Ese oscuro objeto de deseo. La protagonista de La mujer y el pelele era la Bardot, tan despampanante como la Taylor o más, con la que yo ya había trabajado poco antes en Y Dios creó a la mujer, donde, por cierto, conocí a Roger Vadim, del que me hice muy amigo y que con los años sería mi padrino de boda en Las Vegas: él fue mi best man y Jane Fonda fue la testigo de mi mujer, Susan Diederich. Ya te contaré todo eso en su momento. En el rodaje de Duvivier había un cabrón que estaba tratando a uno de los figurantes, un niño gitano, como si fuera un perro, peor que a un perro, y el tipo estaba a punto de sacudirle una bofetada al crío cuando le agarré por el brazo y le dije que como le tocara un pelo le arrancaba los huevos. En el set estaba, muy cerca pero sin atreverse a intervenir, el padre del chaval, que se me acercó luego y me dijo “Gracias. Muchas gracias. Nos gustaría compensarle por eso”, y dos noches más tarde me montaron una de las fiestas gitanas más bonitas en las que he estado nunca, con música y baile y potaje hasta que se hizo de día. En aquel rodaje, por cierto, también tuve el honor de conocer al gran Belmonte, porque muchas secuencias se rodaron en su finca de Utrera.
Juan Belmonte, una auténtica leyenda viva, llevaba mil años retirado. Era chaparro y patizambo, pero cuando montaba a caballo todavía tenía una apostura impresionante y conservaba su afilado sentido del humor, muy serio y muy seco, a lo Buster Keaton, como cuando dijo lo del banderillero. ¿No sabes tú esa? Un antiguo miembro de su cuadrilla había llegado entonces a gobernador civil, y eso a todo el mundo le parecía una hazaña increíble, y alguien le preguntó a Belmonte: "Maestro ¿usted se explica como puede haber pasado una cosa así?" y Belmonte respondió: "De-de-degenerando, hijo, de-degenerando”.
Una tarde estábamos en una tienta y yo estaba a su lado, y con la inconsciencia de la juventud me puse muy latoso, venga a insistirle en que a ver si se animaba y daba una media verónica, sus famosas medias verónicas, y él, en vez de mandarme a la mierda, que era lo que merecía, se me quitó de encima diciendo “No-no-no-es-es-toy con tipo”, con aquella tartajez que tenía, y se quedó en silencio.
Y al cabo de un rato, uno de maquillaje, viendo unos sementales de siete años que había detrás de un cercado, le dijo, para romper el silencio con una broma:
“¿Y si ahora se escaparan esos toros, maestro, qué haríamos?”
“Su-su-subir a los árboles”
Los árboles eran unos chopos pelados, sin una mala rama.
“Eso es imposible, maestro”, le dijo.
Y contesta Belmonte: “Si-si-sin toros, sí”.
En el rodaje decían que la historia de La mujer y el pelele era como la suya, porque Belmonte, a sus setenta años, había perdido la cabeza, decían, por una flamenca muy joven. Y dijeron luego que por ella se suicidó, se pegó un tiro, porque ella no le hacía caso o porque él ya no podía hacérselo. Eso se contaba. O igual simplemente se hartó de todo y se quitó de en medio. Y yo… ¿qué te estaba contando? ¿A qué venía…? Belmonte, La mujer y el pelele… espera… lo del gitanillo… vale, lo de la Taylor, ahora me acuerdo. Lo del gitanillo pude arreglarlo, pero con la Taylor tuve que morderme la lengua.

Liz Taylor en Suddenly Last SummerLa Taylor era, me pareció a mí, una de esas personas que necesitan un chivo expiatorio para descargar su mala leche. Y el chivo expiatorio fue una chica preciosa, encantadora, a la que yo conocía, que estaba veraneando en S’Agaró y a la que llevé al rodaje. Fue verla Sam Spiegel y quedarse prendado de ella, porque además tenía las hechuras de la Taylor, hasta tal punto que la contrató allí mismo para que fuera su doble. Yo no sé si la Taylor se puso celosa por las atenciones de Spiegel o simplemente porque le apeteció ir a por ella. Y fue a por ella, tratándola todo lo mal que pudo. Y la chica – se llamaba Marisa – la adoraba, bebía los vientos por la Taylor. El día que te digo, el día en que la hubiera matado, estábamos haciendo unas pruebas de luz, con un sol de muerte, las tres de una tarde de agosto, y Marisa tenía que correr por una calle muy empinada, escaleras arriba, con el vestido blanco de la Taylor, y Mankiewicz pide repetir la prueba, y Marisa vuelve a subir, con el sudor que le cerraba los ojos, y luego otra vez, y otra, que ya no podía con su alma, hasta que Mankiewicz se da cuenta y va a levantar la mano para ordenar el cut, y entonces veo que la Taylor sonríe y le pone la mano en el hombro y dice, como la reina de Alicia, y tan alto que la oyeron todos:
Let this little bitch run”.
Con esto comprenderás que Liz Taylor no sea precisamente santa de mi devoción.

(Continuará)

 

 

 

Padres Fundadores: Gordon Craig (la película)

Por: | 21 de junio de 2012


Gordon_Craig¿A nadie se le ha ocurrido nunca hacer una película sobre Edward Gordon Craig? No, que yo sepa. James Fox interpretó su personaje en Isadora (1968), de Karel Reisz, pero su recuerdo es fugaz: Vanessa Redgrave ocupa todo el espacio en la memoria. David Lean hubiera sido el director ideal para esa superproducción. Tres horas como mínimo, e intermedio con cortina de gasa (en los mejores cines). No empezaría con Gordon Craig, todavía no. Comenzaría con un tren, un enorme y lujoso tren victoriano, el tren cargado de decorados y utilería con el que Henry Irving, el actor y director más importante de su época, salía de gira por Inglaterra. Irving llenaba el escenario del Lyceum con ejércitos de figurantes, contaba con una gran orquesta para subrayar los crescendos (líricos o dramáticos) y ponía en escena tres o cuatro obras por semana.  Sus espectáculos, apabullantes y operísticos, anticiparon las superproducciones de Cecil B. De Mille. Alcanzó éxitos extraordinarios: su montaje de El mercader de Venecia, en 1879, llegó a las 250 representaciones, y fue el primer actor que obtuvo el tratamiento de Sir. En esa primera parte de la historia conoceríamos también a su archirrival, Herbert Beerbohm Tree, que encargaba los decorados del Haymarket al cotizadísimo Lawrence Alma-Tadema, y en la escena de la coronación de Enrique VIII hizo que el monarca entrara a caballo en escena aclamado por quinientos londinenses: eran soldados a los que pagaba un chelín por noche. No nos olvidemos de un secundario interesante: se llama Bram Stoker, es el regidor del Lyceum y luego socio de Irving, al que considera inhumano y tiránico, por lo cual se vengará dándole sus rasgos físicos y psicológicos al personaje de Drácula, la novela que escribe a escondidas de todos.

Ellen Terry, hacia 1880El gran personaje femenino sería, sin duda, la primera actriz de Irving, la no menos legendaria Ellen Terry, tan popular y aclamada como Sarah Siddons en su tiempo, y cuya vida amorosa anticipó el perfil legendario de las estrellas de Hollywood. Se casó cuatro veces, algo insólito en la época victoriana, y tuvo una dilatadísima carrera, en la que cubrió toda la gama de las heroínas de Shakespeare: fue Ofelia, Beatriz, Desdémona, Viola, Lady Macbeth, Cordelia, Imogen, Volumnia y Porcia. Debutó con Charles Kean, siguió con Irving, le “traicionó” con Beerbohm Tree, fue empresaria del Imperial y se retiró a los setenta años, en 1919, interpretando a la nodriza de Romeo y Julieta.
Ese es el mundo en el que va a crecer Gordon Craig, porque, casi se me olvidaba, Ellen Terry fue su madre. Hijo ilegítimo: su padre se llamaba Edward Goodwin, arquitecto y escenógrafo del Lyceum, y uno de los bohemios más reputados de su tiempo.
Veríamos al pequeño Craig correteando por los pasillos del Lyceum, rastreando túneles y trampillas, jugando con los fastuosos trajes y contemplando, desde un palco o entre cajas, a Irving y Terry interpretando a Shylock y Porcia: contagiándose para siempre del virus teatral, en una palabra. Una infección precocísima, porque Craig debuta como actor a los seis y a los trece ya gira por América con la compañía. Estuvo ocho años con ellos y a los veintitrés, tras interpretar a Hamlet y a Romeo, y cuando todo el mundo le auguraba un inmenso porvenir, abandonó la actuación de la noche a la mañana: “Lo único que hacía”, dijo, “era copiar el estilo de Irving, un estilo que soy incapaz de superar”.

Gordon Craig en Cymbeline, de ShakespeareAdvertiríamos la huella de Ellen Terry en su pasión escénica, pero también en su intensa vida sentimental: en 1893, Craig se casa con May Gibson, con la que tiene cuatro hijos: Rosemary, Robin, Peter y Philip. Con su amante, Elena Meo, tendrá dos más, Nelly y Edward Carrick (que seguirá sus pasos: fue uno de los directores artísticos más prolíficos del cine inglés). Con Isadora Duncan, una hija, Deirdre, que muere ahogada a los siete años. De su relación con la escritora Dorothy Nevile Lees nace un hijo, David Lees, uno de los grandes fotógrafos de la revista Life.
La megalomanía y el genio de Irving, su padre espiritual, asoman pronto. En 1899, Craig debuta como director con una comentadísima producción de Dido y Eneas de Purcell. No era para menos: había ochenta intérpretes en escena y los ensayos duraron ocho meses. Se encargó de la puesta en escena, la coreografía, la escenografía y la iluminación. Diseñó un decorado revolucionario con paneles deslizantes, sustituyó las candilejas por focos cenitales y reivindicó la figura del director como unificador de todos los elementos escénicos, que para él eran seis: texto, actuación, música, luz, color y movimiento. Enorme éxito artístico, absoluta debacle económica.
Para dar a conocer su ideario, Craig funda ese mismo año la revista The Page, a la que seguirá The Mask, que sostiene, con diversos eclipses y resurrecciones (es decir, gracias a diversos mecenas) de 1908 a 1929. En 1903, la benemérita Ellen Terry le abre las puertas del Imperial y le financia dos montajes, Mucho ruido para nada, de Shakespeare, y Los vikingos, de Ibsen, que casi la llevan a la ruina.

The Art of TheatreEn 1905, Craig publica El arte del teatro, que le vale acusaciones de resentido, pirado y ególatra. Algunas de sus afirmaciones más radicales, como la de que las obras de Shakespeare se hicieron para ser leídas y no representadas, han de entenderse en su calidad de lamento desesperado y furioso ante el creciente convencionalismo de la escena inglesa de principios del XX. Así, en su libro abomina de los textos del Bardo mutilados (o momificados) por actores y directores, hecho que atribuye al miedo a no saber cómo abordarlos; defiende la “unidad, indivisibilidad e inviolabilidad” de sus obras y, pese a la aparente repulsa inicial, acaba afirmando: “Podemos representar una obra completa de Shakespeare en una tarde, como se hacía en su época, siempre que los cambios de decorado no sean tan ridículamente complicados que necesiten veinte minutos de entreacto, y que los actores no remasquen tanto las sílabas y logren acostumbrar su cerebro a pensar más aprisa. Esta manera lenta de decir los versos provoca que el público no los soporte. En sus obras abundan las escenas apasionadas y de una sorprendente vivacidad, y aquí las representamos de una forma lenta y lánguida, sin expresar nunca la urgencia de la pasión. Parece que olvidemos que la pasión es una forma de locura, y ellos la abordan con voz de juez o de matemático. ¡Habría que expulsar de los teatros a todos esos actores pausados y cansinos!”. Más claro, imposible.
El arte del teatro, estructurado en varios debates entre un director y un espectador, a la manera de Wilde, y complementado por media docena de ensayos, es una mezcla de memoria teatral y manifiesto incendiado, que a ratos provoca incomodidad por sus estallidos misóginos y su irritante altanería, pero acaba seduciendo por su franqueza y su sentido común. Si aceptamos esa casi constante desmesura que es una de las marcas de fábrica del personaje, descubriremos a un hombre que vive (y se desvive) por y para el teatro, que defiende el conocimiento artesanal del oficio, el aprendizaje peldaño a peldaño, y al mismo tiempo insta al joven aspirante a actor, escenógrafo o director a no aceptar las ideas recibidas, a luchar por un teatro nuevo. Es, en definitiva, un texto desbordante de intuiciones, análisis y propuestas, desde sus nuevas concepciones de la escenografía hasta su voluntad de recuperar los orígenes rituales del teatro: se comprende perfectamente que influyera tanto al joven Peter Brook. Y se comprende también que la carestía y novedad de sus propuestas y lo espinoso de su carácter, con el  “contra todo y contra todos” como divisa, le llevara a salir por pies de Inglaterra.
Intermedio. Cortina de gasa. Esmerado servicio de bar.

Craig design

Comienza la segunda parte de la película: el director alemán Otto Brahm le abre las puertas del Deutsches Theater de Berlín. Trabaja también con el joven Max Reinhart, con Eleonora Duse y con Isadora Duncan, que se convierte en su amante y en 1908 le presenta a Stanislavski: son años de grandes encuentros, grandes pasiones y grandes personajes, exploradores de un nuevo mundo en el que todo está por inventar. Un nuevo tren avanza ahora bajo una tormenta de nieve. Fascinado por sus teorías, Stanislavski le ha encargado un Hamlet que daría para otra película dentro de la película – o para una película entera. Quizás David Lean, tan aficionado a las metáforas ferroviarias, utilizaría aquí la imagen de dos trenes avanzando en direcciones opuestas: Craig postula la estilización abstracta mientras Stanislawski defiende la motivación psicológica, aunque ambos creen firmemente en una visión artística que unifique todos los elementos de la puesta. Craig propone un montaje en clave onírica, en el que todo lo que sucede estaría contemplado (y deformado) por la mirada de Hamlet, y diseña unos enormes paneles  que modifican el tamaño y la forma del escenario a cada nuevo cuadro para transmitir la claustrofobia de Elsinor y el creciente acorralamiento del protagonista.
Nueva colaboración estelar en el reparto: el personaje de Gertrudis corre a cargo de Olga Knipper, la última compañera de Chejov, y una de las grandes estrellas del Teatro de Arte. Entre discusiones inflamadas que podían durar semanas, enfrentamientos, reconciliaciones y retrasos debidos a las muchas dificultades del enorme proyecto, el Hamlet de Stanislawski y Gordon Craig tarda cuatro años en ver la luz: de octubre de 1908 hasta enero de 1912. Fue recibida gélidamente en Rusia, pero cimentó el prestigio europeo del Teatro de Arte, influenció a Meyerhold y Eisenstein, y todavía se estudia hoy en las escuelas de escenografía.

Boceto del Arena GoldoniDe Moscú saltamos a Florencia, donde el incansable Craig, con el patrocinio de Lord Howard de Walden, crea en 1913 la escuela de sus sueños: un centro de investigación teatral que levanta en el Arena Goldoni, un bellísimo teatro al aire libre de principios del XIX. El estallido de la guerra da al traste con el centro, que cierra sus puertas en 1915: apenas dos años ha durado su proyecto más querido. A partir de entonces su carrera entra en una fase de letargo con escasas resurrecciones públicas. En 1926 viaja a Copenhague para colaborar con Johannes y Adam Poulsen en el diseño de Los pretendientes de la corona, de Ibsen, y pone a Dios por testigo que no volverá a trabajar en un proyecto que no pueda controlar enteramente. En 1927 muere Isadora Duncan víctima de un accidente casi inverosímil: su echarpe se enreda en la rueda de su coche y le rompe el cuello.
En 1928, agobiado por las deudas, rompe su juramento y se traslada a Nueva York. George Tyler le ha llamado para hacerse cargo de la escenografía  y el vestuario de Macbeth. La “aventura americana” es un desastre. Descubre que casi nadie conoce sus trabajos anteriores (la prensa habla de él como “el hijo de Ellen Terry” o le presentan como un inglés excéntrico) y su enfrentamiento con Tyler es casi instantáneo, hasta el punto que acaba firmando con las iniciales C.P.B (“Craig Pot-Boiler”, término que alude a los trabajos meramente alimenticios). En 1929, The Mask echa el cierre definitivo. 
El resto es silencio, un vasto silencio de casi cuarenta años.
En 1931 publica una evocación de la vida y obra de su madre, Ellen Terry and Her Secret Self; en 1957 entrega sus memorias de juventud, Index to the Story of my Days: Some Memoirs of Edward Gordon Craig (1872-1907). Se ha convertido en un desaparecido, un vestigio del pasado, un ermitaño. Lo único que se sabe de él es que vive en Francia y se dedica a la investigación teatral. Un día de 1966 aparece la noticia de su muerte en Saint Paul de Vence, a los 94 años.

Gordon Craig, ultimos añosEn Más allá del espacio vacío, Peter Brook narra un encuentro con él, en 1956. Describe una habitación diminuta, atestada de libros, paquetes de cartas (“A Duse”, “A Stanislawski”, “a Isadora Duncan”), y la pared cubierta de recortes de periódicos con observaciones escritas en lápiz rojo: “¡Estupideces!”, “¡Disparates!” o, muy de vez en cuando, “¡Por fin!”. Describe a un anciano malicioso “con piel de bebé, largo pelo blanco suelto, la cabeza levemente erguida a un lado como los muy sordos y un elegante corbatín. Cuando evoca su juventud, su mirada se enciende y con total excitación se pone en pie de un salto para mostrar, con vívida pantomima, como se ataba las botas Irving en The Bells o las alegres patadas al aire que daba al ver a su enemigo dirigiéndose hacia la guillotina en The Lyon Mail”.
¿Qué hace Craig en esa habitación casi beckettiana? “Estudia, escribe, dibuja, devora catálogos de libros, colecciona ignotas farsas victorianas, encuadernándolas con extrañas y hermosas tapas que él mismo diseña. Está escribiendo una obra, Drama for Fools: 365 escenas para marionetas, para la cual ha diseñado también la escenografía y el vestuario, iluminados con bellos colores. Unos dibujos, igualmente inmaculados, muestran como construir los escenarios, cómo desplazar las cuerdas de las marionetas a través de las puertas, en cada entrada y salida de escena. Continuamente revisa lo escrito, cambia una palabra aquí, un punto y coma allá. Quizás nunca nadie lo lea, quizá nunca nadie lo ponga en escena, pero quiere que su trabajo sea perfecto. Un instante después ya está soñando con una nueva puesta en escena de La tempestad o de Macbeth, y empieza a esbozar algunas notas. Se suele decir que el sacerdote que guarda la llama oculta es aquel gracias a quien sigue viva la religión. El teatro tiene muy pocos sabios, y son muy escasos aquellos que defienden celosamente sus ideales. Honor y gloria a Gordon Craig”.

El final de la película es su principio. Verano. Un hombre increíblemente viejo, vestido con un traje blanco de lino y cubierto con un Panamá de alas caídas, camina lentamente por una empinada cuesta, entre ciclistas, muchachas en bikini, bullicio veraniego. El joven Peter Brook se le acerca.
¿Mr. Craig, I presume?
Y Gordon Craig, sentado bajo el emparrado de una taberna, comienza a contarle la historia de su vida.

Nota: En 2009, La Casa Encendida presentó una estupenda exposición sobre Gordon Craig bajo el título de El espacio como espectáculo.
El departamento de publicaciones de la Asociación de Directores de Teatro de España, que dirige Juan Antonio Hormigón, ha editado dos espléndidos volumenes con su obra teórica, en un gran trabajo de Manuel F. Vieites. El primero, Escritos sobre teatro I, comprende El arte del teatro y Hacia un nuevo teatro. El segundo, Escritos sobre teatro II, recientemente aparecido, contiene los textos Un teatro vivo y El teatro en marcha (recopilaciones de artículos y ensayos publicados en The Mask), y  un etsto más breve, Escena, que condensa su ideario en torno al “nuevo teatro” por el que tanto luchó.

Gramola Galactica: “Redemption Song” (Bob Marley)

Por: | 12 de junio de 2012

RedemptionsongRecuerdo las gafas, de vidrio grueso y montura negra, que reducían sus ojos, ya de por sí pequeños, a dos chispas de agua en la madrugada. Parecía un tipo corriente. Era moreno, llevaba camisas blancas, fumaba Camel corto sin cesar y trabajaba como administrativo en una fábrica de las afueras. Un conocido de barra de bar, primero motejado el Acqua Velva por aparecer siempre flotando en una nube de loción para el afeitado, y después reconocido, ya desde la entrada, por su risa como un galope de felicidad. Contaba chistes como nadie, y era sorprendente el modo en que, riéndose el primero, conseguía anticipar la hilaridad de todos. Al principio era solo eso. No sabía si estaba casado, aunque a juzgar por su horario (yo salía del turno de noche, embotado y sin ganas de preguntas, y a poco llegaba él) le suponía soltero o separado. Una noche, al preguntarle la hora, vi la banderita española en la correa de su reloj. Ahora no recuerdo de quién oí por primera vez lo del show de madrugada. “Nunca sabes cuando será”, me dijeron. “Siempre es cuando a él le apetece, cuando está inspirado. Y suele inspirarse tarde”.

El club estaba en la playa y las olas parecían llegar hasta el pequeño escenario. Había dos billares americanos en una sala estrecha, que él cruzó como si fuera el dueño. El dueño era un tipo gordo, que solo bebía tónicas. Se abrazaron. Había una larga barra de madera de barco, velones en las mesas y una escasa parroquia que hacía innecesario al trío tocando al fondo, en la penumbra del escenario; apenas un rumor, como las olas. Tocaron un buen rato, temas entrelazados de los que justo atrapabas retazos de melodía. Durante ese tiempo, él mantuvo una aburridísima conversación acerca de seguros o algo por el estilo. Yo estaba por irme, convencido de que todo aquello era un disparate de borrachos. De golpe se levantó sin palabras y se perdió tras una cortina. Alguien dijo “ahora” en voz baja, y los clientes tomaron sus sillas, se arracimaron frente al haz de luz y nosotros les seguimos.
Apareció alzando los brazos, despechugado y con un repentino colgante dorado alrededor del cuello. Empezaba yo un bufido cuando comenzó a cantar. Nunca he sido muy bueno para describir la música, pero uno de los presentes dijo luego que cantaba como si detrás tuviera una orquesta y delante a mil personas, así que le robaré la definición, aun sabiendo que solo es un primer peldaño. Más tarde me contaron también que en su casa tenía más de mil discos y todos de música negra, como negro era siempre su repertorio, Marvin Gaye, Lou Rawls, Sam Cooke, Marley: nunca lo hubiera dicho. Pero lo importante no era el repertorio sino la combinación de las piezas, hasta tal punto unidas y contrapesadas que el recital se convertía en una sola canción, una cinta dorada y serpenteante. Los cubos de hielo no se movían un milímetro en sus vasos, los cigarrillos se convertían en columnas de ceniza. Muchas camisas se quemaron aquellas noches.
Al final de la primera hizo un gesto con la mano baja y el trío paró. Se frotó la cara enrojecida, bebió agua y, sin acompañamiento, arrancó a cantar Redemption song, de Bob Marley, con los ojos entrecerrados y el cuerpo repentinamente tenso, como el de un animal al acecho.Yo ya llevaba muchas copas y atrapé los flecos brumosos de una extrañeza nueva: ¿qué hacía en su boca aquel lamento que hablaba de esclavos, de vidas miserables, de dolor y esperanza?

Comencé a dejarme caer por el club todas las noches. Jugaba al mentiroso, hablaba mucho o callaba durante horas. Esperaba. Retrasaba mi vuelta porque no quería volver a ver los folios en blanco junto a la máquina, y si volvía tarde tenía una excusa para dormir hasta el mediodía. No me salía nada y estaba harto de repetir, corregir una y otra vez, contar siempre las mismas historias.
Cuando le escuché cantar de nuevo Redemption song empecé a intuir algo. Y cuando la escuché por tercera vez comprendí algo más. El repertorio era lo de menos. Variaban las canciones, la cinta seguía ondulando, pero Redemption song nunca faltaba, siempre al final, como si todo lo anterior hubiera sido una preparación para llegar a la única canción que realmente le importaba. Porque hasta un oído lerdo como el mío podía darse cuenta de que nunca la cantaba del mismo modo, que cada vez era mejor. A partir de entonces comencé a imaginarme a un hermano igualmente obsesionado, repitiendo la canción frente al espejo quizás en el mismo instante en que yo repetía y recolocaba frases en el papel.

Un estúpido viaje me sacó de la ciudad la noche de su victoria. No encontraban palabras para describirme lo que fue aquello. El público y los músicos aplaudieron, en pie, durante un tiempo incalculable, el tiempo al que abrió la puerta con su canción. Alguno lloró, y después lo atribuyó a las muchas copas. Él no volvió a aparecer por el club. No le vimos más. Quizás el arte sea justamente eso.







 

Sol y sombra de Ray Bradbury (Pulp Faction)

Por: | 11 de junio de 2012


Hitchcock Magazine En aquella extraña época (últimos sesenta, primeros setenta) la literatura fantástica y policial florecía, no me pregunten por qué, en los kioskos españoles. Por quince o veinte pesetas podías encontrar revistas con goloso formato de libro, como Alfred Hitchcock Magazine (aún puedo recitar, como una letanía, los nombres que encabezaban su dream team: Henry Slesar, C.B Gilford, Jack Ritchie, Bruno Fisher, Miriam Allen De Ford) o su hermana de sangre, Ellery Queen’s Mystery Magazine, donde Chesterton, O’Henry y John Dickson Carr cerraban filas junto a Donald Westlake y Patricia Highsmith. Cuando las revistas se acababan siempre podíamos recurrir a las selecciones de Acervo, que publicaba las novelas y relatos de Cornell Woolrich, y las fantasías belgas de Jean Ray (desde Maupertuis a las aventuras de Harry Dickson) y también tenía un vasto catálogo de ciencia-ficción, o a las recopilaciones del omnívoro Forrest J Ackerman en Bruguera, donde no tardaría en aparecer la fastuosa e inesperada Antología de la literatura fantástica española que compiló el tentacular José Luis Guarner, y que iba desde El brujo postergado, del Infante Don Juan Manuel, hasta Calders y Gimferrer (¡sorpresa!), pasando por aquel extraordinario relato de Fernández Flórez llamado Tinieblas.
Todo eso devorábamos mis cuates y yo, y corríamos a los cines de reestreno para ver las películas de episodios, a cual más sanguinario, del sello Amicus, competencia directa de la Hammer desde Doctor Terror, con títulos tan promisorios como La mansión de los crímenes, Refugio macabro (ambos a partir de cuentos de Robert Bloch) o Condenados de ultratumba, o nos abalanzábamos sobre los tebeos de Selecciones Vértice (con Max Audaz y Zarpa de Acero en lo alto del pedestal ) o la galería de espantos de Dossier Negro.

Ellery Queen's Mystery MagazineMuy cerca del Instituto Menéndez y Pelayo (exactamente en la esquina de Vía Augusta con Alfonso XII) había abierto sus puertas una resplandeciente librería llamada Ianua, que no en vano quería decir puerta o portal en latín (eso fue casi todo lo que aprendimos del latín), y que importaba los libros de la mexicana editorial Novaro y de la argentina Edhasa/Minotauro.
Fue allí donde, juntando nuestros magros caudales, compramos los truculentos relatos de Bloch, del que hasta entonces solo sabíamos que era el guionista de Psicosis, y los de Stanley Ellin, y de Fredric Brown, que tenía aquel cuento insólito (No mire hacia atrás) que pretendía matar a sus lectores, como luego La asesina ilustrada, de Vila-Matas, y descubrimos también al enorme Richard Matheson, y las Historias de fantasmas recogidas por Kurt Singer, pero por encima de todos ellos, arriba, muy arriba, como un patriarca benévolo o un marciano omnisapiente que hubiera vivido más de mil vidas, reinaba Ray Bradbury, al que habíamos descubierto gracias a Narciso Ibáñez Serrador. Es posible, pienso ahora, que el éxito televisivo de los programas de Ibáñez Serrador hubiera contribuido en cierta forma a aquella floración de revistas de misterio, terror y ciencia-ficción, una de las cuales, justamente, llevaba el nombre de su serie más famosa, Historias para no dormir: era mensual, contenía cuentos y artículos y guiones de sus episodios (no siempre los más populares), y unos extraños anuncios de productos farmacéuticos que contribuían notablemente a la sensación de artefacto malsano.

El vino del estíoNo sé si fue antes el huevo o la gallina, no sé si a Bradbury lo detectamos a partir de una de aquellas adaptaciones de Chicho (quizás El cohete, quizás La espera, y tal vez no fue en Historias para no dormir sino en una de sus series precedentes, Tras la puerta cerrada o Mañana puede ser verdad, con lo cual el recuerdo se vuelve casi evanescente, porque éramos unos críos entonces) o más bien en uno de los estupendos artículos divulgativos que en la revista firmaba Juan Tébar, otro de sus grandes apóstoles, en una tríada completada por José Luis Garci, que en los primeros setenta publicó en la editorial Helios su apasionado ensayo Ray Bradbury, humanista del futuro.
Todas aquellas puertas se abrían a otras puertas, como a Bradbury le hubiera gustado. El anuncio interior de un número de Mystery Magazine (de eso me acuerdo con absoluta claridad: entre un cuento de Margery Allingham y otro de Santiago Lorén) me reveló a Gonzalo Suárez, que publicitaba Trece veces trece con estas suculentas palabras: “Mi libro es terrible. Contiene cadáveres descuartizados, perros rabiosos, epidemias, monstruos, aberraciones de toda índole y un humor que no tiene maldita gracia” (como dice la canción, who could ask for anything more?), y leyendo las historias de Richard Matheson averiguamos la existencia de una serie llamada The Twilight Zone, porque aquellas antologías de Novaro se titulaban Historias de la Zona Crepuscular: solo había que tirar del hilo de Ariadna, y Ariadna, claro está, nos lleva de nuevo a Minotauro.
Los libros de Bradbury en Minotauro tenían crujientes páginas de color pardo, puro pulp, y las portadas de colores (verde, azul, naranja, violeta) que aquí reproduzco. Su territorio era y es inabarcable, pero muy pronto saltó a la vista que había un lado de luz y uno de sombra. Si tuviera que quedarme con un máximo representante de cada negociado, elegiría El vino del estío y El país de octubre.
La puerta de El vino del estío me llevó a La comedia humana, de Saroyan, porque Douglas Spaulding era un primo hermano de Homero McCaulay, y los grillos de aquel verano inacabable de los años treinta cantaron también en Matar a un ruiseñor, de Harper Lee, y Una muerte en la familia, de James Agee: en todos esos libros reconocía la misma claridad lunar, el mismo paisaje (daba igual que fuera Norte o Sur), la misma mirada extasiada, que más tarde impregnaría memorables relatos de iniciación como El cuerpo, de Stephen King.

El país de octubreEl país de octubre era lo que había al otro lado del verano. Transcribo el texto de su contraportada: “El país de octubre, donde siempre está haciéndose tarde. El país donde las colinas son niebla y los ríos neblina; donde el mediodía pasa rápidamente, donde se demoran la oscuridad y el crepúsculo y la medianoche no se mueve. Un país de sótanos, subsótanos, carboneras, armarios, altillos y despensas alejadas del sol. El país que habitan gentes de otoño, que solo tienen pensamientos otoñales; gentes que pasan por las aceras desiertas con un sonido de lluvia”. Relatos maravillosamente aterradores, como El siguiente en la fila, que me hizo jurar que nunca jamás en la vida visitaría la cueva de las momias en Guanajuato, o La guadaña, en el que un granjero descubre que su nueva tarea es una esclavitud inacabable, o La caja de las sorpresas, donde se nos confirma que ser Dios tampoco es un plato de gusto. O aquella historia llamada El emisario, de la que tan solo recuerdo el aura enfermiza, la casa aislada, el niño que solo puede comunicarse con el exterior a través de su perro y de una vecina, el desolador final y la sensación de que Ana María Matute hubiera podido firmarlo.
Bradbury era terriblemente contagioso, y en aquella época escribí un centón de cuentos a su manera. Pero no solo eso. Haciendo honor a su nombre y a sus poderes, enviaba rayos, guiaba, contaminaba en el mejor sentido imaginable. ¿No os ha pasado que después de ver la exposición de un gran pintor o un gran fotógrafo salís a la calle y lo contempláis todo con sus ojos?
Bajo su órbita seguían formándose constelaciones inesperadas, voracidades retroactivas (¿o es que todos nosotros no habíamos sido como él, rastreando historias fantásticas y tebeos y puertas ocultas o repentinas?) y también puentes impensables y transoceánicos. Durante un periodo de sequía, el sumo sacerdote me condujo hacia Dino Buzzati, su hermano italiano. Ya había leído El hombre ilustrado, y Fantasmas de lo nuevo, y Las doradas manzanas del sol, y Remedio para melancólicos¸y, por supuesto, Fahrenheit 451. Agotadas por el momento las fuentes minotáuricas (aunque diría que Fahrenheit no salió en Minotauro) se me fueron los ojos hacia la portada de Historias del atardecer, de Buzzati, en la colección Reno: la imagen rojiza de un alunizaje me hizo pensar que aquello bien podía estar a caballo entre las Crónicas marcianas y las Historias de la zona crepuscular.

Historias del atardecer - dino buzzatiEl libro era la versión española de Il Colombre, que acababa de aparecer en Italia. ¡Tiempos aquellos, en los que un libro italiano se traducía a poco de su salida y se publicaba en una colección popular! Buzzati me pareció, como digo, cercanísimo a Bradbury: la misma timidez febril de niño solitario, la misma imaginación desbordante, la misma mirada hacia lo alto, hacia el mito y la leyenda (El secreto del bosque viejo, Los siete mensajeros), pero también atenta a desvelar las alarmas de lo cotidiano (Cinco pisos, que Azcona adaptó al cine en Italia con el título de Il fischio al naso) o abocada hacia la purulenta red de sótanos y subsótanos, como en aquel otro cuento magistral, En el jardín, donde bajo la calma de una silenciosa noche de verano laten salvajes guerras de insectos, tripas rajadas, élitros machacados, y los supervivientes caen en las fauces abiertas de un gato hambriento. Hablo de Buzzati para hablar de Bradbury, y es que a menudo el genio funciona por ósmosis y comparte aguas freáticas, del mismo modo que Cortazar advirtió aquel tumultuoso río subterráneo que enlazaba los cerebros de Edgar Allan Poe y Baudelaire.
En esa misma línea (de tranvía fantasma) sigo pensando que Bradbury nunca está donde lo esperas. Se han hecho muchísimas adaptaciones de sus historias, pero para mi gusto las mejores son aquellas en las que no aparece su firma pero sí su esencia. Dejando aparte a Charles Laughton con La noche del cazador, el director más cercano a Bradbury fue Robert Mulligan: su lado de sol (con bosques nocturnos) está en la adaptación de Matar a un ruiseñor, y su lado de sombra, con afilados tridentes escondidos en pajares, fue aquella joya siniestra llamada El otro, sobre la novela de Tom Tryon. Y pienso que el más perfecto destilado de La feria de las tinieblas no fue la película de Jack Clayton (que tampoco estaba nada mal) sino la rotunda, terrorífica e injustamente abortada Carnivale, perla negra de HBO. Para despedir la evocación vuelve a mi memoria un miscasting parcial: Truffaut estaba fantástico en Encuentros en la Tercera Fase, pero el papel del científico humanista que sabe conectar con los extraterrestres era un rol cantado para el tío Ray. Y digo parcial porque no olvidemos que Truffaut fue quien llevó al cine Fahrenheit 451. O sea que, para decirlo a la navarra, Bradbury no estaba, “pero como si estaría”.
 

Big Time 7: Ava (Madrid, años 50)

Por: | 08 de junio de 2012

Ava Gardner en Madrid

Habla Perico Vidal:

¿Te he contado la primera vez que vi a Ava?
Me la presentó Welles, en Madrid, diría que en 1954. Welles se había instalado en el Castellana Hilton, con su nueva amante, Paola Mori, condesa de Girfalco, muy joven, muy guapa, muy silenciosa. Paola iba a ser la protagonista de Mister Arkadin junto a Robert Arden, antiguo colega de Welles en sus aventuras teatrales. Para promocionar su hotel, Conrad Hilton invitaba a muchísimas estrellas del cine americano y les daba suites a precios de chiste y, se rumoreaba, incluso gratis. Y en aquellos días Ava Gardner era la reina absoluta del Castellana Hilton.
“Te va a encantar”, me dijo Welles. Y tenía razón.
Así que mi primer recuerdo de Ava fue una fiesta flamenca, en su suite. Un follón tremendo, maravilloso, con los flamencos cantando y bailando, flamencos del Villa Rosa o del Corral o de Manolo Manzanilla, que eran sus principales fuentes de abastecimiento para las juergas. Allí estábamos, pasada la medianoche, cuando empieza a protestar un ejecutivo americano que estaba en la misma planta. Llamó varias veces a recepción y por lo visto el conserje acabó diciéndole: “No voy a ser yo quien cambie las costumbres de miss Gardner". Aquel conserje era muy sabio y la conocía bien. Y sabía que tenía bula, claro. Sigue la fiesta a todo trapo y llaman a la puerta, con golpes insistentes, como si enviaran un mensaje en morse: tres golpes, pausa, tres golpes. Ava se encoge de hombros. Pero siguen los golpes y Ava se mosquea y va hacia la puerta con cara de Bette Davis. Cara de “abróchense los cinturones, que va a haber tormenta”, ya me entiendes. La seguimos cinco o seis para ver el espectáculo. Ava abre. Es el ejecutivo, claro, con pijama y bata. Bata de muy buena calidad, por cierto. Y en vez de echarle la caballería, ella se le queda mirando y le dice:
¿What’s up, honey?
El americano empieza a tartamudear, porque cuando Ava se ponía seductora…
“Verá, miss Gardner”, le dice, “es que yo he de levantarme pronto y con este ruido…”
Ava, dulcísima, le contesta:
“Cuánto lo siento, honey, pero yo no puedo parar la fiesta: vea lo bien que se lo están pasando todos. Créame, lo mejor que puede hacer esta noche es unirse a nosotros. Ya que no va a dormir, por lo menos se divertirá”.
¡Fantástica! ¡Aaaaah, como adoré a aquella mujer!
¡Y el hombre se echó a reír y se quedó hasta que se hizo de día!. Ava le puso una copa en la mano y al poco rato ya llevaba cuatro o cinco, porque bailaba como un derviche, y era un espectáculo verle dando vueltas con su pijama y su bata. Luego debió de ir a cambiarse, porque, avanzada la noche, volví a verle, todavía más trompa si cabe, y ya llevaba traje.

Postal del Castellana Hilton

Unos días más tarde me encontré a Ava y a Lana Turner, juntas, en El Duende, el tablao más postinero de Madrid, cerca de la calle Mayor. Sus dueños eran Pastora Imperio y Gitanillo de Triana, que había toreado en la famosa corrida de Linares en la que murió Manolete. Entro en El Duende y allí estaban las dos, riendo como diosas, Ava con su pelo negrísimo y peinado a la española, y Lana con su melena casi blanca de tan rubia. He de decir que, siendo Ava un bellezón indiscutible, la que a mí me volvía loco era Lana Turner, y desde pequeñito, así que me acerqué a Ava pero con la proa puesta en Lana. La proa y punto, porque, lógicamente, estaban rodeadas de moscones y apenas crucé cuatro palabras con las dos.
Fin del flashback.
Ahora estoy llamando al timbre de La Bruja, su casa en la Moraleja, y llevo, claro está, el regalo de Sinatra, el tocadiscos último modelo. Que, por cierto, pesaba lo suyo. Me abre Ava, que ya me esperaba, y al cabo de un rato comienza una de las borracheras más grandes de mi vida.
Lo primero que tomamos fue un cóctel de su invención al que llamaba Matador’s Mule y que era realmente espantoso. Cogía una copa balón , grande, casi un tarro, y lo llenaba de Courvoisier. Y cuando digo que lo llenaba es que lo llenaba: apenas dejaba un dedo por arriba. Luego acercaba una cerilla, quemaba lo que ella llamaba the lake y lo apagaba con champán.
Eso era el Matador’s Mule. No me preguntes qué tienen que ver una mula, un torero y un lago, porque no te lo sabría decir, y creo que ella tampoco.
Lo fundamental era que colocaba una barbaridad, mayormente porque era beberse medio litro de coñac, o al menos esa impresión tenías. Otra de sus invenciones se llamaba Dog’s Face y había que beberlo de un trago. Composición: una dosis de peppermint, una de Chinchón o de cazalla y una de coñac. Sin agitar: bastante se agitaba aquello en el estómago, para no hablar de la cabeza.
Siempre se empeñaba en preparárselo a Lola Flores, porque estaba convencida de que le encantaba, y a la que Ava se daba la vuelta, Lola lo echaba en el primer florero que pillaba, como estaba mandado.
Eran pruebas iniciáticas, desde luego: si aguantabas aquello, aguantabas lo que fuera.

El legendario bar del HiltonMientras bebíamos el tremendo Matador’s Mule hablamos de Sinatra, por supuesto. Hablamos al principio, hablamos más tarde y hablamos a las tantas. Ava era listísima y no preguntó todo de golpe, porque habría delatado su interés, que seguía siendo muy elevado, como comprobé yo en Los Ángeles con todas aquellas llamadas. Yo le contaba lo que le podía contar: lo de las muchísimas cosas que hacía Sinatra en una jornada y lo poquísimo que dormía. Sin pormenorizar las muchísimas cosas, claro.
Ah, that’s my old Francis”, repetía ella.
Luego quiso saber más, y preguntaba, ya te digo, con mucha habilidad, muy a trasmano, cuando menos lo esperabas. Y yo tenía que andar con ojo para no meter la pata, porque ya sabemos que el alcohol propicia mucho la confidencia y el desliz. Me sometió a un interrogatorio en toda regla, del que me fui zafando como pude. Lo pillaba todo, no se le escapaba una. Y sabía escuchar, escuchaba muy  bien.
Para saber si estás ante un gran actor, tú fíjate en cómo escucha. Todos los grandes que he conocido eran antenas puras: O’Toole, Mitchum, Ava. Pueden llevar quinientas copas encima, pueden tener un ego como el Himalaya, que la antena no descansa. Ava se dio perfecta cuenta de que yo le toreaba con la izquierda, y al final le hizo gracia y preguntaba para ver cómo me zafaba.
Lo que no está escrito nos bebimos aquella tarde y aquella noche. Después del Matador’s Mule cayeron varios Martinis en el bar del Hilton. Luego fuimos a un restaurante mejicano, uno de los primeros, si no el primero, que había abierto en Madrid, y bebimos tequila con el primer plato, con el segundo y con el postre. ¿De qué más hablamos? En mi recuerdo, de cosas del momento. De lo que pasaba en Madrid, ni siquiera de lo que pasaba en Hollywood. Ava no contaba historias de su vida, porque eso le aburría a morir. No estaba interesada en sí misma, por así decirlo.
Hablamos de toros. Habló de Dominguín, porque era la época en la que estaba colada por Dominguín. Habló de Welles. Y de Hemingway. Habló de la gente a la que quería y admiraba. Y habló de Sinatra, desde luego. Ningún chisme: recuerdos, momentos, pero como si hubieran pasado anteayer.
Le volvía loca España, le entusiasmaba. Y no paraba quieta. De un bar a otro, y luego a un tablao, y luego tirarse tout ce qui bouge. Mi amigo Teddy Villalba decía que no era follar por follar, que lo que le pasaba era que no quería estar sola, le aterraba quedarse sola por las noches. Puede que Teddy estuviera en lo cierto.

Ava Gardner en Las VentasSalimos varias veces y creo que la conocí un poco. La vi a solas y con otra gente. Siempre había mucha gente a su alrededor. Flamencos, aristocracia, el mundo del toro. No era exactamente la misma en las distancias cortas, nadie lo es. Tuve la impresión de que quería evadirse de su vida a todas horas, sacarse de encima el mito y las obligaciones del mito. Creo que ya empezaba a estar muy harta del cine. Hablaba de dejarlo, de no hacer ninguna película más, pero, naturalmente, necesitaba el dinero.
Aquella primera vez fue maravillosa, resplandeciente. Tenía una simpatía salvaje. Luego las borracheras empezaron a hacerse más peligrosas. Era una alcohólica, y ya sabes que no digo esto en sentido peyorativo. Era una alcohólica y lo más probable es que aún no lo supiera. Necesitaba el alcohol como los coches necesitan gasolina. Bebía como si el mundo fuera a acabarse. Con el alcohol desaparecían sus miedos y sus inseguridades. Suele pasar.
Bebía lo que le pusieran delante, como yo, pero tenía “su” bebida. Bebía whisky straight, en vasito pequeño. Y como chaser, para acompañar, whisky con agua, que triplica el efecto. Aguantaba mucho, todavía estaba en la fase del aguante. Tenía una resistencia animal. Una vitalidad de paleta del sur.
Yo le decía: “Pero qué bestia eres, hija mía, pero qué paleta…”
Se reía. Le gustaba la gente que hablaba sin rodeos.
La última vez que salimos ya vivía en Doctor Arce. Recuerdo el final de aquella noche. Habíamos ido a un par de clubes y de allí tomamos un taxi hasta la venta de Manolo Manzanilla, que era uno de sus lugares favoritos, porque cerraban tardísimo, si es que cerraban. Era un poco el equivalente de La Macarena en Barcelona, solo que estaba en las afueras. Flamenco puro y duro. Manzanilla recogía a los últimos noctámbulos, a todos los flamencos que venían de Zambra, de El Duende, del Corral de la Morería. Íban allí y los señoritos pagaban la juerga. Señoritos, flamencos, gente de la farándula y putas, eso era lo que había allí. Paco Rabal estaba entonces todas las noches, y cuando digo todas quiero decir todas. Y Fernán-Gómez, y Lola, y los flamencos de Lola: la Fernanda, la Bernarda, la Calleta, Dolores de Córdoba. Y la Repompa, una cantaora malagueña que murió de golpe, a los 18 años.
Todo esto que te cuento pasó más tarde, en los primeros sesenta. En la época de 55 días en Pekín. No, yo no estuve en ese rodaje. Manolo Manzanilla era un listo de la noche, agitanado, con algún buen contacto que le permitía cerrar tan tarde. Se llevaba muy bien con todo el mundo que tuviera dinero. Olía el dinero a kilómetros. Hacíamos cosas que hoy arruinarían a un millonario, como dejar un taxi a la puerta, esperándonos, hasta que amanecía, mientras el contador iba sumando.

Ava y LolaEn Manzanilla, Ava se soltaba el pelo por completo. Como si estuviera en un tugurio mejicano, al otro lado de la frontera. Allí podía subirse a una mesa, levantarse las faldas y ponerse a mear como si tal cosa. No exagero: yo le vi hacer eso varias veces. La primera vez me hizo más gracia. Pero, fíjate, lo más curioso es que no resultaba grosera. Hasta meando sobre una mesa tenía clase.
Ya era de día cuando volvimos a Doctor Arce.
Me dijo:
“¿Sabes lo que podríamos hacer ahora, Pedro?”
“¿Qué, Ava?”
“Jugar al tenis. Vamos a jugar al tenis un rato”.
No bromeaba: había una cancha de tenis en el edificio, junto a la piscina.
“Ava”, le dije, “no es que no pueda ver la bola: es que no veré ni la raqueta”.
Se puso a gritar. Gritaba cuando la contrariaban.
“Lo que pasa es que eres un cabrón. Y un mierda”.
Dominaba muy bien los insultos en español. Fue lo que aprendió primero. Le salían redondos, con mucha naturalidad.
“Hijoputa. Cabrón. Vete de aquí. Vete, que no te vea más”.
“Buenas noches, Ava”
Sonaba ridículo, con aquel sol dándole en la cara. Me reí, porque estaba realmente furiosa. Y muy guapa, con el pelo tapándole los ojos, pataleando como una niña. Como una gitanilla. Dio media vuelta para no verme reír y se fue, se fue a buscar al portero para que jugara con ella.
Ese es mi último recuerdo de Ava.

(Continuará)



Puro teatro: "Verás el cielo abierto" (9/6/12)

Por: | 07 de junio de 2012

"Celobert", de David Hare, en el Goya (9/6/12)

El hombre que fue jueves: "Literatura por cable" (6/6/12)

Por: | 07 de junio de 2012

Literatura por cable (6/6/12)

Big Time 6: Nueva York, 1958

Por: | 01 de junio de 2012

Habla Perico Vidal:

Birdland New York.jpg.thumb_200_widthUna mañana estaba con Sinatra en su casa, junto a la piscina, cuando le pasaron el teléfono. “Miss Gardner”. Llamaba desde Madrid. Sinatra la escuchaba en silencio o apenas respondía alguna palabra. Me miraba, elevaba los ojos al cielo y sacudía el auricular, como si estuviera chorreando babas.
“¿Qué te ha dicho?”
“Lo de siempre. Que me echa muuuucho de menos”.
Estos siguen igual, pensé.
No era la primera vez que llamaba. A veces era Sinatra quien la telefoneaba. Podían estar horas hablando. Otras veces, él contestaba muy seco, como si se hubieran equivocado de número, o se echaba a reír con sus arrebatos y le colgaba el teléfono. Pocos días después de aquella llamada estaba yo a punto de marchar a Nueva York y de allí a España cuando Sinatra me enseñó dos paquetes grandes, idénticos, envueltos en papel de embalar.
“Te quiero pedir un favor. Me gustaría que le llevaras esto a Ava. Es un tocadiscos portátil que acaba de salir. Muy bueno, con cambio automático para ocho discos. El otro es para ti, por las molestias”. 
También me dijo:
“Yo tengo un apartamento en Nueva York, pero es very dull, quiero cambiarlo”. Quería decir que era muy gris, muy tristón. “Déjame que te organice. Te buscaré un buen sitio. Bob y Jimmy se ocuparán de ti”.
En la escalerilla del avión me esperaba Bob, su chófer. Negro y tan loco por el jazz como yo. El coche era una limo. Me senté delante, a su lado. Era un guía formidable. Me iba enseñando todo. “Eso es el cementerio judío”, decía, “y este es el puente de Brooklyn, y esto es Park Avenue, y esto es el Waldorf Astoria”. Le conté a Bob que el Waldorf era un lugar de ensueño para mí desde que ví una película llamada Weekend at the Waldorf ("Fin de semana"), con Lana Turner y Van Johnson. Casi no me acordaba de ellos, aunque Lana Turner estaba imponente. Lo que no se me borró fue el hotel.
Bob sonrió. “Pues aquí es donde vamos”.
Me habían reservado una suite. No me lo podía creer. Y seguían los regalos: en la cama me esperaba una cámara Polaroid. La primera que salió, un cacharrazo enorme. En Madrid la gente se quedaba pasmada al ver aparecer las fotos en papel, tan pasmada como me quedé yo al ver aquello por primera vez. En la habitación estaba Ben Barton, que también sonrió al verme tan contento y tan maravillado.
“Frank es así, ya sabes. Siempre lo ha sido. Cuando ganaba veinticinco dólares a la semana ya les daba un dólar de propina a los taxistas. Y para sus amigos, siempre lo mejor de lo mejor”.
Tenía que ir con muchísimo cuidado en el Waldorf porque todo estaba pagado. Quería comprar recuerdos en la tienda: pagado. Copas, pagadas. Todo pagado por mister Sinatra.
Jimmy Van Heusen nos esperaba en Dempsey’s, uno de los joints favoritos de Sinatra. El otro era el restaurante de Toots Shor. Dempsey’s estaba en Broadway, entre la 49 y la 50, muy cerca de Times Square. Van Heusen me dijo: “La comida es muy buena, pero ya verás cuando pruebes el cheesecake. En realidad, Frank siempre viene por el cheesecake. Es lo que más le gusta del mundo”.
Bueno, pensé, esta es mi oportunidad.
“¿Podríamos enviarle un cheesecake por avión?”
“Claro que sí”, dijo Ben Barton.
“Esa es una buena idea, Pedro”, dijo Van Heusen, como si le sorprendiera que no se le hubiese ocurrido antes a él.
Hicimos que se lo enviaran a la mañana siguiente. Tardó un día en llegar, claro, pero no veas lo contento que se puso Francis: como si le hubiera regalado la torre Eiffel.

Count Basie en el Birdland con Pee Wee MarquetteLa primera cita obligada era el Birdland, el templo del jazz en Nueva York. Estaba muy cerca de Dempsey’s. Aquella noche tocaban nada menos que la banda de Basie y el trío de Bud Powell. El emcée del Birdland era un enano, tal como suena, medía un metro y poco más. Se llamaba Pee Wee Marquette. Tenía la voz chillona, como una niña, y una mala leche acojonante. Exigía propinas a los músicos, y si no se las daban les hacía la vida imposible o les cambiaba los nombres a la hora de presentarles. Y los músicos tragaban, incluso los más grandes. Era algo increíble. Hasta el propio Basie bajó la voz cuando me dijo luego:
“¿Sabes qué mote le sacó Lester Young? Half Motherfucker”.
Tocó el trío de Bud Powell y tocaron Basie y los suyos. Yo estaba en el cielo, por supuesto. Y a mitad del último pase aparecieron Sarah Vaughan y Billy Eckstine y comenzó una jam. A mí no me volvía loco la forma de cantar de Billy Eckstine, pero allí lo tenía , a cuatro pasos, y no sé si era porque estaba con Sarah Vaughan y con Basie, pero aquella noche cantó como nunca. Y Sarah Vaughan… qué te voy a decir. Yo nunca he oído cantar mal a Sarah Vaughan. Y por “cantar mal” quiero decir cantar floja o desganada, porque siempre tuvo un registro de voz extraordinario.
Al acabar, Basie se sentó a nuestra mesa. Era hombre de pocas palabras. Vino para decirnos que, si nos apetecía, podíamos pasarnos por su club, en Harlem. “Eddie Lockjaw Davis", que había sido su saxo solista, "está ahora con una chiquita sensacional que toca el órgano. Se llama Shirley Scott”. Para mí era una mezcla un poco rara un órgano y un saxo tenor, pero lo que dijera Basie iba a misa. Van Heusen me contó que Davis y Shirley Scott habían tenido un éxito grande aquel año, un número muy bailable que se llamaba In the kitchen. Hicieron varios discos juntos, muy buenos, con mucha gracia y mucha fuerza, y luego Shirley tocó con Stanley Turrentine, con el que se casó, pero Turrentine no tenía la empenta de Eddie Davis.
“¿Vamos, no?”, dije.
No. Que no venían, que estaban muy cansados. Van Heusen no parecía el mismo que había conocido en Las Vegas. Claro, pensé, allí tenía a Sinatra al lado, no podía decirle que se bajaba en marcha.
“¿Harlem, a estas horas?”, dijo Barton. “¿Por qué no esperas a mañana?”
“Es que está pasando ahora”.
Quisieron llamar a Bob para que me llevase. Dije que ni hablar y salí pitando, porque eran muy capaces de despertarle.

Harlem, 1958 (III)Paré un taxi un Times Square.
“Count Basie Café, uptown”.
El taxista me dice: “Nop”.
“¿Cómo que no?”
“Que a Harlem a esta hora no le llevo”.
Pensé: buscaré un taxista negro. El taxista negro, que tampoco. Al final localicé un taxi pirata y me llevó. El café de Count Basie era un sitio bastante pequeño. Tuve que pasar dos veces por delante para localizarlo. No sonaba música: estaban en la pausa entre pases. Cuando entré las conversaciones se pararon de golpe. Nunca había tenido aquella sensación, ni siquiera en París: ser el único blanco en un club de negros. Me llevaba de fábula con todos los gitanos de Barcelona, porque era muy amigo de Alberto Puig Palau, el “tío Alberto”, que apadrinó a Gades y a la Chunga y al que todos los calós  respetaban como si fuera un rey, y años más tarde viví en las favelas de Río, en un barrio en el que la policía no se atrevía a entrar, pero aquella noche sentí un átomo de miedo, una pizca. Un momento de inquietud, la sensación de que podían venir mal dadas.
Pensé: “Tranquilo. Es normal. Me están observando para ver si soy straight. A estas horas debo parecerles un poli o un loco”. En aquella época, el error de todos los blancos al tratar con otras razas (con razas marginadas, oprimidas) estaba en la mirada. No podían evitar mirarles como si estuvieran en el zoológico, así que pedí una copa y me concentré en la música, que realmente era muy buena. Al cabo de lo que me pareció un siglo, el que estaba a mi lado me preguntó:
¿You’re not american, aren’t you?
“No”.
¿Were are you from?
Spain, Europe
Ah, sunny Spain! Have a drink with me
Y el rumor de las conversaciones volvió a subir.

Harlem, 1958 (II)A la mañana siguiente volví a Harlem. Y me enamoré del barrio. El Village estaba muy bien, muy animado, pero me pareció un barrio de moda, para hipsters, lo que ahora llaman un parque temático.
En Harlem había una vitalidad como no la había en todo Nueva York. 
Desde luego que era un barrio duro. Había mucha pobreza pero también dignidad. Y alegría: música por todas partes. En las baptist churches hacían música con lo que tuvieran, una guitarra, una batería, y el preacher cantaba los salmos. Me quedaba horas escuchando aquella música, tanto que poco me vieron por el Waldorf. Tenía muchas notas de llamadas de Barton y Van Heusen: lógicamente, pensaban que me habían secuestrado o algo peor. Les tranquilicé. Compartimos algunas cenas y un concierto, extraordinario, de Lionel Hampton en el Carnegie Hall. Entendieron que me apetecía ir a mi aire, y yo creo que agradecieron también que les liberara de cargar conmigo.
Aquellos días todo fue perfecto, maravilloso. La noche de Basie y Powell y Eckstine y Sarah Vaughan fue impresionante, y volver a encontrarme con Hampton fue estupendo, pero lo más importante de todo fue descubrir Harlem y la noche en que Roy Eldridge tocó para mí.
En Barcelona, en casa de Pere Casadevall, había descubierto un disco de Roy Eldrige y Oscar Peterson con un tema que me atravesó de parte a parte: Echoes of Harlem. Tenía un solo de trompeta que fue escucharlo y ¡clack! las lágrimas en el suelo. Aquello solo me había pasado con Bessie Smith. En Nueva York yo rastreaba todos los días el Times y las revistas de jazz para ver quién actuaba, pero aquella actuación de Eldridge se me había pasado. Corrí al club. Y la buena fortuna quiso que en aquel momento Eldridge estuviera en la barra. Naturalmente, yo no le conocía de nada, pero me acerqué y le dije: “Me ha pasado esto contigo: escuché Echoes of Harlem y rompí a llorar”. Eldridge no dijo nada. Me miró. Un buen rato, o lo que a mí me pareció un buen rato. Pensé que no me había entendido, o que creía que le estaba tomando el pelo, qué se yo, pero al cabo de ese rato asintió con la cabeza, como diciendo “Okey, recibido”. Era todavía más tímido que Basie. Se levantó y desapareció por una puerta del fondo. Anunciaron el segundo pase. Y entonces sale con los músicos, me mira, y comienzan a tocar Echoes of Harlem. Y vuelve a hacer ese solo y yo rompo a llorar otra vez como un crío. Lo recordaré siempre.

Roy EldridgeEn el aeropuerto pasé dos horas facturando: entre mis maletas, los dos paquetes de Sinatra, la cámara Polaroid y los montones de discos que había comprado parecía que me mudaba de casa.
Aquellos días estupendos se habían acabado. Sabía que a la vuelta tenía que entregarle a Ava su regalo y sabía que me esperaba un rodaje en la Costa Brava: Manckiewicz iba a filmar una historia de Tennessee Williams que se llamaba Suddenly Last Summer, con Liz Taylor. No parecía mal plan. Idolatraba a Liz Taylor, como casi todo el mundo, y reverenciaba a Manckiewicz: Eva al desnudo era una de mis películas favoritas. Más allá de eso no sabía nada; en aquella época vivíamos de película en película. Sin embargo hice un plan, por primera vez en la vida. Ya en el avión me dije: “A la que junte algo de dinero, me vuelvo. Y me instalo en Harlem una temporada”. Y lo hice, a finales de los sesenta. Me fui a vivir a Harlem con Alma López, una chica mulata, guapísima, cuyo hermano era el secretario del gran Paul Robeson, el actor y cantante americano que fue un activista de los Derechos Civiles y abrazó la causa soviética, y fue perseguido por McCarthy y el FBI. En Harlem volví a ser muy feliz, pero esa es otra historia que algún día te contaré.

(Continuará)

 

Nota: el amigo FB me ha descubierto una minientrevista filmada con Perico Vidal, que adjunto aquí. (Muchas gracias!)

 

 

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