He vuelto a ver Carretera perdida, de David Lynch. Estas son las notas del cuaderno de viaje, que daré en dos partes; hoy y, si tengo tiempo, el lunes.
Advertencia: este texto es spoiler de principio a fin (y viceversa), aunque diría que a estas alturas todo el mundo habrá visto varias veces Carretera perdida.
1. Estamos en la oscuridad. La máxima oscuridad, la que precede al amanecer. La hora del lobo, como la llamaba Bergman. La hora en la que, según la medicina, más pesadillas y más muertes se producen; muertes sin explicación, y muertes, a menudo, durante el sueño.
La hora en la que un cerebro agotado, deshecho, descree del amanecer, porque para él no comienza un nuevo día sino que todo vuelve a empezar, como una rueda igualmente agotada pero ineluctable, cargada con el peso de todos los días anteriores.
Fred Madison (Bill Pullman) está en la oscuridad. Abre la boca para respirar, pero sólo entra en su boca el humo de un cigarrillo; el último cigarrillo de la noche o el primero de la mañana. La punta rojiza del cigarrillo es la única fuente de luz. Fred inhala el humo como si fuera oxígeno puro y vemos su rostro. Es un rostro devastado, exhausto, con la mirada vidriosa, y ese cigarrillo quizás sea el último, el último cigarrillo de un condenado a muerte.
Hay quien dice que ese brevísimo instante es el único en “tiempo real” de Carretera perdida. Si eso es cierto, Fred Madison, 32 años, saxofonista en un grupo de hard bop, acaba de asesinar salvajemente a su mujer, Renée (Patricia Arquette). Una persiana se descorre a su espalda, pero Fred no la ha tocado. La mueve un pequeño motor, y es como si se levantara un telón a la hora convenida; la hora en que la función vuelve a empezar.