He vuelto a ver Carretera perdida, de David Lynch. Estas son las notas del cuaderno de viaje, que daré en dos partes; hoy y, si tengo tiempo, el lunes.
Advertencia: este texto es spoiler de principio a fin (y viceversa), aunque diría que a estas alturas todo el mundo habrá visto varias veces Carretera perdida.
1. Estamos en la oscuridad. La máxima oscuridad, la que precede al amanecer. La hora del lobo, como la llamaba Bergman. La hora en la que, según la medicina, más pesadillas y más muertes se producen; muertes sin explicación, y muertes, a menudo, durante el sueño.
La hora en la que un cerebro agotado, deshecho, descree del amanecer, porque para él no comienza un nuevo día sino que todo vuelve a empezar, como una rueda igualmente agotada pero ineluctable, cargada con el peso de todos los días anteriores.
Fred Madison (Bill Pullman) está en la oscuridad. Abre la boca para respirar, pero sólo entra en su boca el humo de un cigarrillo; el último cigarrillo de la noche o el primero de la mañana. La punta rojiza del cigarrillo es la única fuente de luz. Fred inhala el humo como si fuera oxígeno puro y vemos su rostro. Es un rostro devastado, exhausto, con la mirada vidriosa, y ese cigarrillo quizás sea el último, el último cigarrillo de un condenado a muerte.
Hay quien dice que ese brevísimo instante es el único en “tiempo real” de Carretera perdida. Si eso es cierto, Fred Madison, 32 años, saxofonista en un grupo de hard bop, acaba de asesinar salvajemente a su mujer, Renée (Patricia Arquette). Una persiana se descorre a su espalda, pero Fred no la ha tocado. La mueve un pequeño motor, y es como si se levantara un telón a la hora convenida; la hora en que la función vuelve a empezar.
Suena entonces una voz en el interfono de la casa; una voz que pronuncia una frase sin sentido aparente: Dick Laurent ha muerto. Es un comienzo perfecto – y un título perfecto - para una ficción criminal. Fred cruza el escenario y se acerca a la ventana, pero no hay nadie en la calle. En el cuento Un médico rural, Franz Kafka escribe: “Basta acudir a una falsa llamada de la campanilla nocturna para que lo irreparable comience”.
2. Que la historia “comience” ahí es la primera de las muchas teorías interpretativas sobre Carretera perdida. No hay en el relato ninguna certidumbre que sitúe temporalmente lo que vamos a ver a continuación, después de ese prólogo, porque en ninguna parte está estipulado que todas las fugas deban ser fugas hacia delante. Yo me inclinaría a creer, más bien, que la primera hora de la película es una fuga hacia atrás, un intento de la mente de Fred Madison de recontarse, a su manera, lo que ya ha sucedido; de construir, como un topo buscando la salida en un laberinto de túneles, la explicación o la justificación del asesinato que acaba de cometer, y que su mente se niega a asumir.
Otra posibilidad apunta a una visión del infierno. Fred y Renée han muerto y se encuentran en el infierno, donde todo recomienza eternamente: la casa sería el infierno y esa sería su condena. Solo se me ocurre otra película equiparable a Carretera perdida a la hora de viajar al vacío, al blanco absoluto, y levantar acta del infierno de una mente rota, que acaba cometiendo lo que más teme: la grandiosa y terrible De la vida de las marionetas, de Bergman.
Steve Shapiro define la primera hora de Carretera perdida como a study in exhaustion. Es muy probable que todo sea así en el infierno. Frases que brotan con extremo esfuerzo, como el sonido de una vieja polea intentando bombear unas gotas de agua de un pozo seco. Gestos que comienzan y se interrumpen, agotados. Movimientos sin éxito, como los del sudoroso cuerpo de Fred sobre la carne cada vez más indiferente y lejana de su esposa. Teléfonos que suenan una y otra vez sin que nadie conteste. Habitaciones incongruentemente grandes pero de techo bajo, por las que Fred y Renée se cruzan como sonámbulos o, peor, como fantasmas. Las distancias entre los objetos también son incongruentes: la consola de video está a un lado de la sala, y el monitor, varios metros más allá, en el extremo opuesto. Hay ventanas largas y estrechas, que apenas dejan entrar la luz del exterior, como si el exterior no existiera, o no importase. Y hay un largo pasillo que se pierde en la oscuridad, mientras en la banda sonora escuchamos un sonido constante, una vibración opaca pero de intensidad creciente. Así debe sonar la sangre al agolparse en una arteria cerebral a punto de estallar; así deben sonar también las primeras señales subterráneas, profundísimas, que indican el epicentro de un terremoto en gestación.
3. Es difícil situar ese espacio. El edificio parece ultramoderno, pero el escaso mobiliario, las lámparas de luz atenuada y la gama de colores apagados evocan un interior de los años cincuenta, como si en la casa confluyeran dos tiempos distintos. Y no sólo el mobiliario y los colores: el aspecto físico de Renée (la melena negra, el peinado, el maquillaje) remite a la imagen de Betty Page, uno de los iconos del sexo subterráneo en la América de los cincuenta: perfecta simbiosis, en el imaginario masculino, de la puta con rostro de ángel.
Nuestra primera impresión al entrar en la casa es la de que ya habíamos estado antes en un lugar así, en un posible espacio entre dos tiempos o dos universos: la Logia Negra, en la que penetraba el agente Dale Cooper buscando descifrar los misterios más profundos de Twin Peaks. La Logia Negra se le abría en sueños, y al final en mitad de un bosque, tras un círculo de sicomoros, como un teatro abandonado, de cortinas rojas flotando al viento, las mismas cortinas que veremos en la casa de Fred y Renée. El agente Cooper atravesaba las cortinas de terciopelo rojo y se perdía en un infinito espacio de suelo ajedrezado, en blanco y negro. Allí, en un sofá muy similar al de la casa de los Madison, junto a una lámpara de pie y la estatua de una Venus, Cooper encontraba a Laura Palmer, una muerta que seguía viviendo en esa extraña dimensión, y a un enano sin nombre, bautizado en el guión como Hombre de Otra Parte, y a un súcubo llamado Bob, que resultaba ser el mal en estado puro, el mal como un virus o un parásito siempre dispuesto a saltar sobre un humano e inocularle su veneno.
Al final de la serie, el agente Cooper se perdía en el laberinto de pasillos de la Logia Negra para verse, frente a frente, con su doble oscuro, y allí quedaba atrapado, mientras el otro emergía, indistinguible.
En el extraordinario episodio final de Twin Peaks estaba, creo yo, el germen de lo que, siete años más tarde, sería Carretera perdida, cuyo personaje más inquietante, el ubicuo duende de rostro empolvado y ojos como tizones que interpreta Robert Blake, y que en el guión aparece nombrado como, simplemente, Hombre Misterioso, sintetiza las características de los habitantes de la Logia Negra: es un súcubo que se mueve entre dos dimensiones, la encarnación del lado oscuro de Fred Madison, que “acude”, cada vez que es llamado, para posibilitar los deseos más ocultos, cuyo cumplimiento nunca provocará saciedad sino culpa, y mucha más sed. Los psicoanalistas bautizaron a ese demonio con un nombre corto y rutilante, que hace pensar en un personaje con grandes poderes: Super Yo.
4. Estamos, pues, posiblemente, en el infierno, pero no es un infierno que se alza y se abre, como una entidad autónoma, en mitad de un sueño o en mitad de un bosque, como la Logia Negra, sino que parece concebido por Lynch y Barry Gifford, su coguionista, como una construcción metafórica del interior de la mente paranoica de Fred Madison: una casa con pasillos oscuros que se muerden la cola, cercada por un perro negro, sin nombre ni dueño, y con un techo de cristal en su centro.
El mal como un virus procedente del espacio exterior: esa sería la idea motriz del delirio de fuga de Fred Madison. Al no poder aceptar que los celos que le devoraron anidaban en su propio cerebro, su reelaboración paranoica del proceso que acaba con el asesinato de Renée se convierte, ante nosotros, en la crónica de una intrusión progresiva, porque todo paranoico necesita creer que no es culpable de su “situación”, sino que ésta se debe al designio de un hado adverso, a los manejos de una potencia irracional e inexplicable, que aquí se encarna en una figura de ficción tan simple como poderosa: las misteriosas cintas de vídeo que el matrimonio comienza a recibir, sin remitente, en sobres idénticos, y que no son sino la plasmación en imágenes de esa intrusión progresiva.
La primera cinta, que Renée toma por una propaganda inmobiliaria, contiene una filmación de la entrada exterior de la casa. La segunda, que les hace llamar a la policía, muestra bien a las claras que el portador de la cámara de vídeo ha entrado en la vivienda: desconcertados y cada vez más asustados, Fred y Renée contemplan unas imágenes borrosas, en blanco y negro, del pasillo central, pero lo más inquietante no es esa mirada intrusa que penetra y avanza como un cuchillo en su intimidad sino la altura misma de la cámara, que Lynch coloca casi rozando el techo, para darnos, por su irrealidad, la primera pista de que esa mirada no procede el mundo físico.
Cuando llega la policía, su actitud es de una desconfianza absoluta hacia Fred. Incluso llegan a preguntarle si tiene una cámara de vídeo. “Detesto esas cámaras”, responde; “me gusta recordar las cosas a mi manera, no necesariamente como sucedieron”. Es una de esas frases aparentemente neutras pero cargadas de reverberaciones oscuras, que Lynch suele “dejar caer” en los diálogos de sus películas, y que indican, para quien quiera seguirla, una dirección posible, una apertura del sentido hacia otra dimensión. La visita de los policías, que debería tranquilizarles, acaba para Fred con otra imagen de amenaza, metafóricamente premonitoria: uno de los detectives, que está verificando las posibles entradas, asoma desde lo alto, de pie sobre la cristalera del techo, como una sombra escrutando el interior de la casa.
La noche que precede a la llegada de la primera cinta vemos a Fred saliendo de la casa, pero cabe pensar que es pura apariencia. Físicamente se encuentra en un club, el Luna Lounge, interpretando un solo de saxo furioso y dislocado, una expresión musical de su propio malestar. A sus pies se agita, rendido, un público de mujeres jóvenes que parecen poseídas por su música, en lo que se diría un ensueño de omnipotencia masculina, pero, a juzgar por la mirada de Fred, su mente sigue encerrada en la casa. Es, quizás, la primera vez que tenemos la intuición de que su mente es la casa: una casa vacía y oscura en la que suena y suena un teléfono que Renée no contesta. Sin embargo, cuando Fred regresa, Renée le dice que no ha salido, que se ha quedado leyendo. ¿A quién creemos? Todo se nos está contando, no lo olvidemos, según el “punto de vista” de Fred.
5. Más tarde, esa misma noche, Fred intenta follar con ella. Renée no se niega, pero tampoco responde a sus fatigados avances. En esa escena, rodada en planos muy cortos, casi quirúrgicos, Lynch retrata la distancia de una pareja (Antonioni hubiera dicho “la alienación”) con una intensidad terrorífica, dolorosa, rara vez alcanzada en el cine, y para mí de un modo muy superior al de la aclamadísima Eyes Wide Shut, de Stanley Kubrick, que transita por caminos parecidos y sobrevuela el mismo tema de fondo, que no es simplemente el tormento de los celos sino una pulsión masculina mucho más profunda, más atávica: el miedo a la mujer.
Los celos, en ambas películas, son el detonante, la espoleta de la maquinaria fatal, pero su motor es el terror masculino a la impotencia, a la inferioridad ante la mujer, a su inaprensibilidad. A ojos de Fred, Renée es una encarnación del eterno mito de Lilith en una lectura masculina, misógina por temerosa: la mujer mitad bruja mitad puta, la mujer como esfinge impenetrable que conduce al hombre a la perdición. Eso es lo que ve o eso es lo que necesita ver, y Lynch subraya esa sugestión en la banda sonora, haciendo que sobre el rostro de Renée en la cama de sábanas negras suene, como si fuera “su” tema musical, la canción Song To the Siren, de Tim Buckley, en la onírica versión de This Mortal Coil: la mujer como sirena fascinante pero destructiva.
Poco más tarde, no sabemos si en el transcurso de un sueño o de un viaje mental, Fred camina por la casa, mezcladas en su rostro la inquietud y la violencia contenida, y contempla una de esas imágenes sin explicación racional pero de rotunda fuerza expresiva que no son texto descifrable sino textura, que articulan una sensación indefinible, una atmósfera, y que Lynch coloca a modo de señales de peligro: imágenes, aquí, de un leño ardiendo en la chimenea, incongruente en una casa de Los Angeles, y, más incongruente todavía, una pequeña nube de humo que se forma de la nada en ese instante pero en el extremo opuesto, como si viniera de la alcoba. Desconocemos la naturaleza del peligro, pero nuestros sentidos, más que nuestra mente consciente, perciben la evidencia de su señal.
De nuevo en la cama, de donde no parece haberse movido, Fred mira a su esposa y el rostro de Renée se oscurece, como tocado por la sombra, emergiendo en su lugar una cara desconocida, blanca como el espanto, de labios fruncidos y mirada terrorífica. Es la cara del Hombre Misterioso que poco más tarde encontrará en una fiesta, y es también una imagen que nos remite a otra odisea paranoica de Kubrick, El Resplandor: la escena en la que Jack Torrance, creyendo abrazar a una hermosa mujer, descubre entre sus brazos el cuerpo de una vieja arpía, una gorgona cubierta de pústulas.
6. El encuentro con el Hombre Misterioso es otro de los grandes momentos de esta primera parte. El Hombre Misterioso puede ser súcubo, Super Yo o lo que las antiguas leyendas llamaban “la Sombra”, y el encuentro entre ambos lo que Nietzsche definió como “el instante en que el abismo nos mira”. El diálogo, como en las obras de Pinter, es seco, aparentemente neutro, pero la amenaza crece en la esquina de cada frase, hasta que Lynch hace estallar en nuestras narices las leyes de la física.
“Nos conocimos en su casa”, dice el Hombre Misterioso, taladrándole con sus ojos redondos y negrísimos: ojos de abismo. Y, con una sonrisa inquietante, añade: “De hecho, estoy allí ahora”. Para probárselo, alarga a Fred un teléfono móvil y le dice: “Llámeme”. Fred marca el número de su casa y le responde la voz del hombre con el que está hablando. “¿Cómo entró en mi casa?”, pregunta Fred. Y responde el otro: “Usted me invitó. No suelo presentarme donde no me han llamado”.
Una vez corporeizada la sombra que atormenta a Fred, intuimos que el desenlace está peligrosamente cerca, y así es. En la fiesta se encuentra Andy, un hortera de lujo, de quien Fred sospecha que pueda ser el amante de su mujer. Fred le pregunta por la identidad del ubicuo Hombre Misterioso, y Andy le responde: “No conozco su nombre; sólo se que es un amigo de Dick Laurent”.
“Pero Dick Laurent está muerto”, murmura Fred.
7. Esa misma noche Fred interroga a Renée, muy borracha, acerca de Andy y sus amigos. Renée, en la primera – y última – confidencia que le oiremos, recuerda, vagamente, que “hace mucho tiempo... en un lugar llamado Moke’s... él me ofreció un trabajo”. Llegan a la casa, y Fred cree ver unas sombras que se agitan tras las ventanas, como un incendio de sábanas negras. Al cabo de un rato entra Renée. La penumbra en claroscuro de las primeras escenas se ha convertido ahora en una oscuridad cercana a la negritud, como si el voltaje eléctrico estuviera bajando por momentos. La psiquiatría nos dice que esa sensación de oscuridad progresiva, casi palpable, de avance de la sombra, es una de las señales físicas inequívocas que preceden a un derrumbe nervioso, a una zambullida en la locura: Esa visible oscuridad (“Darkness Visible: A Memoir of Madness") era el título que puso William Styron a la crónica de su más devastadora depresión.
Como en el último episodio de Twin Peaks, la casa se convierte en un laberinto donde los dobles se cruzan y se llaman sin encontrarse: en un plano que a menudo requiere una segunda visión para ser detectado, podemos percibir la incomprensible doble sombra que Fred, al cruzar la estancia, proyecta en la pared del fondo.
No sabremos nada más de lo que sucede en la casa esa noche, pero la aceleración de su final es fulminante.
Después de atravesar la cortina de terciopelo rojo y esfumarse en el pasillo, como si la oscuridad le hubiera devorado, Fred aparece en el salón, con una nueva cinta de video en las manos, la última. A diferencia de las anteriores, ésta parece haber llegado en plena noche. Fred acerca el sobre anónimo a la débil luz de una lámpara; extrae la cinta y se dispone a verla. El sonido de terremoto inminente está ahora en su más siniestro apogeo, y la casa parece poblada por las voces, los rugidos, el ulular de presencias ominosas, como furias desatándose. Sentado al borde del sofá, tembloroso, Fred se balancea obsesivamente hacia delante y hacia atrás, como si su equilibrio estuviera a punto de saltar en pedazos. El reflejo de la extraña luz de las imágenes en la pantalla pinta su rostro de blanco, casi tan blanco ahora como la cara del Hombre Misterioso. Mira hacia arriba, hacia un lugar que no vemos pero que conocemos perfectamente: el techo de cristal. En la pantalla, la imagen, en borroso blanco y negro, muestra el pasillo, y luego la alcoba, y, en el suelo de la alcoba, el cadáver despedazado de Renée.
Ante esa imagen, Fred rompe a gritar, llamando a su esposa, pero su esposa no acude. El blanco y negro da paso a una imagen en color que parece explotar en su mente, una imagen brevísima porque es insoportablemente real, inasumible: Fred junto al cuerpo de Renée, con las manos bañadas en sangre y el rostro aterrado y lloroso. Esa es la única imagen que veremos de un asesinato en torno al cual gira toda la película.
De repente, en el contraplano, el puño de uno de los policías golpea como un martillo el rostro de Fred mientras vocifera “¡Cállate, asesino!”.
“¡Yo no la maté! ¡Díganme que yo no la maté!”, suplica Fred.
(Continuará)
Hay 5 Comentarios
Vaya, para no ser un experto en el tema, no ha estado mal. Aunque ya dudo de que haya algo que no domines. Obviamente me refería al superyó de Freud, pues es él quien acuñó el término allá por 1923 (Diccionario de psicoanálisis de Laplanche y Pontalis, p. 419), año en el que no se conoce del francés actividad distinta del estudio de la psiquiatría. Francamente me resulta muy difícil seguir a Lacan, además de por sus construcciones gramaticales porque parece contradecirse en ocasiones incluso llegando a menospreciar al mismo psicoanálisis en sus últimas intervenciones ( llegó a decir que no era más que "bavarderies", queriendo decir palabrerías, charlatanería; aunque curiosamente exista una acepción familiar en el francés que significa revelar un secreto, cotillear ) Lo cierto es que las teorías de Freud me han bastado para leer los textos cuando me he puesto a ello, siguiendo su ejemplo magnífico del Moisés de Miguel Ángel en "Psicoanálisis y arte" y aunque haya que reconocerle a Lacan la introducción del término forclusión, en mi opinión no es más que una ampliación, una derivación, de la catexis que ya introdujo Freud. Supongo que me desencantó de Jacques oírle decir que no existe el acto sexual. No lo entiendo bien. Por cierto y para concretar la idea de superyó que debemos tener en cuenta, es esa melancolía de la que hablas la que es producto de la intervención de dicha instancia psíquica, pero por todo lo contrario a lo que apuntas, por reprimir lo que anhelamos, por no dejarnos gozar. Un policía nunca nos animaría a gozar, creo. Aunque los recortes igual cambian al cuerpo. Dos abrazos (con forclusión si quieres).
Publicado por: ALEXCRIVI | 23/07/2012 7:22:48
Gracias por tus palabras y tu aportación, Alexcrivi. Pero según una perspectiva lacaniana (y no me extiendo porque no soy, ni mucho menos, un experto en el tema):
Repasando las citaciones lacanianas al superyó, encontramos:
Es un trozo de ley sin sentido, de carácter insensato y feroz (Seminario I).
Un imperativo que no tiene contenido, sólo: -"¡Tú debes…!.
Imperativo no comprendido por el propio sujeto, sin dialéctica. (Seminario III).
Mandato a gozar, sin condiciones. (Seminarios XVI y XX).
Malestar de la cultura que revela la gula del gozar. (Televisión, pág. 113).
Boquete abierto en lo imaginario por todo rechazo (forclusión) de los mandamientos de la palabra. Una ley insensata, es ley y su destrucción. (9)
Pero, lo que queda de todo ello es su crueldad: la crueldad del superyó derivada del narcisismo parental. Por ello el síntoma melancólico tiene como característica el hecho de ser una resistencia del Superyó, un Superyó que exige goce: El síntoma es metáfora, el sinthome es goce.
Un abrazo!
Publicado por: Marcos Ordóñez | 22/07/2012 14:22:09
Impondría un mandato de no goce, en cualquier caso. Una represión moral en toda regla, un superpolicía. Pero me ha sorprendido esta nueva capacidad de análisis de alguien al que solo he estado leyendo por los estrenos teatrales. Felicidades, Marcos, creo que es muy brillante esa aportación referida al infierno y al sujeto Mistery Man. Y sobre todo la equiparación de Renée con Lilith. Desde luego que son las líneas que uno quiere leer siempre en las críticas cinematográficas, inexistentes desde la muerte de A.F. Santos y que solo se pueden ver ya en "Trama y Fondo" y en la extinta aunque muy actual visto lo visto "Contracampo". Mientras llega tu segunda entrega, me pongo a revisar la peli por ver si puedo aportar algo para aclarar el misterio.
Publicado por: ALEXCRIVI | 22/07/2012 14:09:09
Desde luego que encaja con el Ello en cuanto a amo de las pulsiones, pero yo lo veo más como un Super Yo tiránico, que impone un mandato de goce.
Publicado por: Marcos Ordóñez | 20/07/2012 12:46:23
¿El super yo? ¿No debería ser el Id?
Publicado por: Wil E. Coyote | 20/07/2012 12:28:49