Bulevares Periféricos

Sobre el blog

Teatro, Literatura, Cine, Música, Series: arte en general. Lo que alimenta, lo que vuelve. Crónicas, investigaciones, deslumbramientos. Y entrevistas (más conversaciones que entrevistas). Y chispazos, memoria, dietario, frases escuchadas al azar (o no). Y lo que vaya saliendo.

Sobre el autor

Marcos Ordóñez

Marcos Ordóñez. Escritor, periodista, profesor. Cada sábado escribe en Babelia la sección PURO TEATRO y, cada jueves, en Cultura, EL HOMBRE QUE FUE JUEVES. Intento escribir sobre lo que me da vida. Ultimos libros publicados: Turismo interior (Lumen, 2010), Telón de fondo (El Aleph, 2011), Un jardín abandonado por los pájaros (El Aleph,2013).

Puro teatro: "A veces llegan cartas" (29-9-12)

Por: | 29 de septiembre de 2012

Sobre Litus, de Marta Buchaca

Lina Canalejas: fuerza febril

Por: | 28 de septiembre de 2012

Alfredo Landa me contó que Lina Canalejas, que murió hará unas semanas, era una de las mujeres más libres que había conocido. “Fenomenal, inteligentísima y con un morbo de vértigo. En aquella época, a mediados de los sesenta, era pareja de Juanjo Alonso Millán, pero vivía en una caravana, en un camping de Arganda, como las mujeres que veíamos en el cine americano. Y no le faltaba el dinero. Yo le decía: “¿Pero cómo puedes vivir ahí, con el frío que casca en Arganda?”.
Lina me dijo: “Es que siempre me ha gustado estar a mi aire”.

No me sorprendió esa historia: le cuadraba perfectamente.
Había algo profundamente libre y salvaje en Lina Canalejas.
Venía de la revista y, como Queta Claver y tantas otras, resultó ser una enorme actriz dramática. Trabajó con los mejores de nuestro cine: Saura, Almodóvar, Regueiro, Borau, Fernán Gómez, pero lo mejor, para mi gusto, lo hizo con este último: El extraño viaje y El mundo sigue, dos obras maestras.
No he encontrado ninguna foto que le haga justicia. Hay que verla en movimiento, en cine.
Una foto no hace justicia a aquel erotismo arrasador, aquel desgarro. Las fotos apenas retratan un cuerpo en fiebre, las minúsculas gotas de sudor en la nuca y los labios, los pechos agitados bajo la bata de cretona, los ojos agotados pero fieros.
En las dos películas es una fuerza sometida pero desbordante. En El extraño viaje es una mercera modosa que anhela la llegada del príncipe azul que la sacará de un pueblo donde todos espían a todos. El príncipe azul es el Carlos Larrañaga, otro formidable muerto reciente, en el rol de un vocalista ambulante que sueña ser tenor de zarzuela y acaba convertido en amante secreto de la vieja más rica, más sola y más fea del lugar.
Sueños pequeños y truncados, desvíos fatales, finales amarguísimos.
En El extraño viaje, por lo menos, hay humor, poesía y ensueño.
Nada de eso les está permitido a los protagonistas de El mundo sigue.

Es un melodrama feroz y negrísimo con moral inversa, es decir, verdadera. Dos hermanas. Una, Gemma Cuervo, se convierte en una puta de lujo y todo le va de maravilla: sus padres tragan porque les llena de regalos y tiene un descapotable. La otra, Lina Canalejas, intenta salir adelante sin venderse, y cada paso la hunde más y más en el desastre.
Descomunal personaje, humillada y ofendida, empapada en odio hacia la hermana triunfadora, cargando con los hijos, limpiando escalera tras escalera, peldaños que no llevan a ninguna parte. Un marido inútil, brutal, corto de luces, obsesionado con ganar una quiniela de catorce: Fernán Gómez saliéndose, como siempre. Y todos los hombres que la acosan, y todo ese deseo que no tiene en quien saciarse, no en ese marido al que incomprensiblemente sigue queriendo, no en esos tipejos que babean a su paso, y el seguir adelante hasta el lógico, tremendo, irremediable estallido final.
Lina Canalejas dio como nadie el tormento y el empeño de esa criatura que hubiera fascinado a Duras y Rodoreda (hubiera sido la perfecta Cecilia de El carrer de les camelies) y que en otro cine (el italiano, por ejemplo) habría alcanzado el estrellato.

Hay que ver a Lina Canalejas en El mundo sigue, película maldita donde las haya. Los jerarcas del cine español de la época la consideraron demasiado negativa (“áspera”, decían) y le negaron todo apoyo. Me parece que ni llegó a estrenarse, o apenas en cuatro cines de extrarradio. Yo la vi por televisión, en los primeros ochenta, y me quedé a cuadros, como tantos otros.
Hará cuatro años, Diego Galán recuperó una copia y la emitió para su programa del Canal Plus. No se si estos días han vuelto a emitirla como merecidísimo homenaje. Tampoco sé si se ha editado en DVD: mucho lo dudo.
Alguien la ha colgado en You Tube. No entiendo de estas cosas, pero no creo que sea ilegal verla. Diría que más bien todo lo contrario.

 


 

El hombre que fue jueves: "Heroes de nuestro tiempo: Eddie Izzard" (27-9-12)

Por: | 27 de septiembre de 2012

Sobre Eddie Izzard

De mis archivos: Un paseo con Marsé (2ª parte) - 1993

Por: | 26 de septiembre de 2012

Esta mezcla de crónica y entrevista apareció en la revista Co & Co (de vida fugaz pero intensa) diría que en el otoño de 1993. En todo caso, como veo por el texto, debió de ser a poco de publicarse El embrujo de Shangai. Marsé hablaba por primera vez sobre muchos asuntos que luego desarrollaría en otras charlas. A juzgar por las muchas veces que ha sido citada y/o utilizada, creo que quedó bien, que resultó vivaz e informativa, y que la voz de Marsé sonó verídica. Por eso me he decidido a recuperarla, podando y retocando aquí y allá, pero sin variar lo sustancial ni intentar ponerla al día: han pasado casi veinte años desde entonces.

2ª parte (la primera se publicó el miércoles 19 de septiembre)

Cine Roxy

El cine Roxy

“Estaba ahí enfrente, presidiendo la plaza Lesseps, donde ahora está ese banco. Era el cine de lujo del barrio. Un cine de reestreno, de “selectos programas dobles”, como decían entonces, pero mucho más grande que el Mahón y el Rovira, con una platea enorme y escalinatas a la entrada; la cima de la Calle de los Cines. La Calle de los Cines era la Calle Salmerón, luego rebautizada como Gran de Gracia. Alguna gente del barrio, la de antes de la guerra, todavía la llama Salmerón. Desde Diagonal hasta la plaza Lesseps, en menos de un kilómetro, contaba con cuatro cines: el Miramar, el Mundial, el Proyecciones y el Selecto. Y siempre estaban llenos. En aquella época la gente iba muchísimo al cine, varias veces por semana. Yo me convertí en un adicto a finales de los cincuenta. Por esas fechas, mi padre consiguió una plaza en el Ayuntamiento, en la sección de higiene, como desratizador. Desratizaba cines y gracias a eso yo entraba gratis. Conocía a los porteros y a los acomodadores. Decía "Soc el fill d'en Marsé" y me dejaban pasar.
Mi cine es el cine de aquella época. "El cine de los sábados", como lo llama Terenci. El cine como generador de mitos, como estimulante de mi imaginación o mi capacidad de soñar. Cuando el cine se puso a explicar la vida, cuando se convirtió en una ventana abierta a la realidad, poco a poco dejó de interesarme. Al principio el neorrealismo me pareció estupendo, pero al poco tiempo me dí cuenta de que aquel cine tan sincero, tan real, estaba asestando un golpe fatídico al mito, y yo nunca había ido al Roxy o al Rovira para que me contaran cómo era la vida, sino cómo podía ser.
Entré en el mundo del cine, como profesional, a mi vuelta de París, tras el fracaso de lo de las traducciones. Gracias a Joan Petit, que dirigía el departamento en Seix Barral, conseguí algún libro. Traduje del francés El pabellón de oro, la primera novela de Mishima que apareció en España. Era un pésimo negocio: pagaban poquísimo (siempre han pagado poquísimo) y yo era de una lentitud terrible. A los dos meses tuve que ponerme a buscar trabajos complementarios como loco. Entré en una agencia de publicidad y redacté innumerables solapas para editoriales. Luego me cayó el encargo de traducir el guión de una coproducción franco-española, El conde Sandorf, sobre una novela de Julio Verne; una historia de aventuras dirigida por un viejo realizador francés, Georges Lampin, que años atrás había tenido un cierto éxito con una adaptación de El Idiota protagonizada por Gérard Philippe. El conde Sandorf se rodó en gran parte en Barcelona, el año de las inundaciones, con Louis Jourdan, Paco Rabal y Serena Vergano, quien, por cierto, durante el rodaje conoció a su futuro marido, Ricardo Bofill. Me entendí bien con Lampin, hasta el punto de que me ofreció rehacer algunos diálogos y escribir nuevas escenas, y a partir de ahí formé un tándem con Juan García Hortelano, que por entonces vivía en Barcelona.

Marsé, años setenta - foto de Jordi SocíasAsí comenzó una época estupenda, una de las mejores de mi vida. Lo pasábamos muy bien juntos, el trabajo era muy sencillo y cobrábamos cada sábado. Nuestro jefe era el director Germán Lorente, que ambientaba todas sus historias en la Costa del Sol o la Costa Brava: quedaba cosmopolita, el equipo podía bañarse y tomar el sol, y era más agradable, en definitiva, que respirar la polvareda de los platós.
Casi siempre era el mismo asunto: un arquitecto o escritor en crisis que acababa redimido por amor. Nos sentábamos Juanito y yo, con una botella de whisky, y comenzábamos a parir disparates. La que tal vez quedó más apañada fue Donde tú estés (1964), quizás porque el protagonista era Maurice Ronet y el director de fotografía era un cámara buenísimo, Massimo Dallamano, que había hecho Los Tarantos, con Rovira Beleta, y que a fin de cuentas acababa siempre dirigiéndolas él. No, qué iba a dar aquello para vivir. Para beber y punto. En este país, entonces y ahora, el guionista siempre ha sido el último mono, y se le paga como tal”.

Marsé no vuelve a colaborar en un guión hasta 1973, año de Mi profesora particular, de Jaime Camino. De ahí saltamos al 76, cuando Roberto Bodegas, al que había conocido en París, rueda la no menos oscura Libertad provisional.
“Jaime Camino nos ofreció, a Gil de Biedma y a mí, construir un guión a partir de una historia autobiográfica que debían protagonizar Serrat y Analía Gadé. Jaime Gil tenía una tarde genial y llegó con un título: Tocar el piano mata. Yo le pregunté: “¿Y de qué va la historia?”. “Ah, ni idea”, dijo. “Pero ¿verdad que es un buen título?”. Para justificarlo nos inventamos un melodrama criminal completamente enloquecido : el instrumento del crimen tenía que ser, por supuesto, un piano; un piano que provocaría la electrocución del pianista cuando se pulsara determinada combinación de notas. De aquel delirio quedaron unas pocas secuencias. La película acabó llamándose Mi profesora particular, un título sosísimo, y pese al reclamo de Serrat en el cartel fue un fracaso bastante considerable.
Tenía más elementos personales míos, en cambio, la película de Roberto Bodegas, una historia un tanto "pijoapartesca" llamada Libertad provisional, del año 76, aunque fue un rodaje muy accidentado y el resultado final tampoco tuvo mucho que ver con lo que nos habíamos propuesto.
¿Las adaptaciones de mis novelas? (largo suspiro o bostezo o suspiro mezclado con bostezo). La primera fue La obscura història de la cosina Montse, de Jordi Cadena, en el 77. Horrorosa. Un error de principio a fin, que partía de un guión totalmente incomprensible para mí. Nunca entendí que se pretendía con aquello: desde trasladar la época de los primeros sesenta a la actualidad, hasta dejar de lado los temas fundamentales de la novela para reducirla a una historia de polvos. Creo que a Cadena nunca le interesó la novela, y con la película buscaba otra cosa que nunca supe muy bien qué era y me parece que él tampoco. ¿Aranda? Aranda es distinto; sabe narrar una historia. A veces. La muchacha de las bragas de oro (1980), por ejemplo, está muy bien traicionada. Si te dicen que caí (1989), en cambio, es un galimatías, con una obsesión, que tampoco entiendo, por acentuar los contenidos eróticos, las escenas con una cierta carga sexual, en detrimento de la atmósfera y la poesía del libro. En El amante bilingüe (1993) sucede tres cuartas de lo mismo. De Últimas tardes con Teresa (1984) prefiero ni hablar. Colaboré en el guión intentando salvar algo, porque la adaptación me parecía chatísima, sin ningún vigor, y los diálogos no tenían ni pies ni cabeza. Gonzalo Herralde parecía más interesado en los muebles y los vestidos que en los personajes: cuando ví la película me pareció estar contemplando un animal disecado. ¿Trabajos que me hayan satisfecho, en los últimos años? Trabajé muy a gusto con Francesc Betriu y el guionista Gustau Hernàndez; primero en la adaptación de Vida Privada (1987), la novela de Josep Maria de Sagarra (cuatro episodios de una hora, para televisión), y luego en la adaptación de Un día volveré (1993), también por episodios, que se acabó hará tres años y TVE todavía no ha emitido por motivos que se me escapan. No la he visto, ni un solo plano. Ví los estupendos decorados de Gil Parrondo, que reconstruyó en estudio la plaza Rovira de la época y otras zonas del barrio, y sé que los protagonistas son Nacho Martínez (Jan Julivert Mon), Eusebio Poncela (el juez Klein), Assumpta Serna (su mujer), Charo López como Balbina... Probablemente la vea este otoño: Fernando Lara me dijo que iban a pasar la serie completa en el Festival de Valladolid. Mi último trabajo ha sido colaborar en el guión y diálogos de El largo invierno del 39, de Camino, con él y Gutiérrez Aragón”.

Ultimas tardes con Teresa - la edición originalEl sótano negro
Estamos ahora ante el numero 518 de la calle Muntaner. “No, no mires hacia arriba. Abajo, abajo. En el sótano. Ahí vivía Jaime Gil en aquella época. Un sótano, un pequeño apartamento en los bajos de ese edificio. El sótano “más negro que mi reputación”, que decía él. Apenas un dormitorio, un baño, una cocina minúscula y una salita de estar, pero siempre llena de gente: Barral e Yvonne, Gabriel Ferrater, Jaime Salinas, Salvador Clotas, Helena Valentí, Luis Marquesán, Miguelito Barceló...
A Jaime Gil le había conocido en Seix Barral y nos vimos en el Apeadero y en otros bares, pero luego yo me fuí a París y él a Manila. Fue en esa época, la época de los guiones con Juanito Hortelano, entre el 62 y el 65, cuando la relación se estrechó, en el Sótano Negro. ¿Qué quieres que te diga de Jaime? Era una persona extraordinaria; conocerle me cambió la vida. Para un escritor, tan importante es lo que escribe como lo que lee o lo que habla con sus amigos, y en ambos sentidos Jaime Gil era una fuente inagotable. Nos veíamos casi a diario. Tomábamos copas juntos, quedábamos en el sótano, pasábamos los fines de semana en Sitges o en la casa de Carlos e Ivonne, en Calafell, y las vacaciones en su casa de Segovia, en la Nava de la Asunción...
La supervisión de Jaime Gil fue fundamental en la escritura de Ultimas tardes con Teresa. Escribí una buena parte del libro en La Nava, en el verano del 64, y puede decirse que él leyó el manuscrito casi capítulo a capítulo; sus sugerencias (sugerencias de gran lector, de gran escritor) fueron utilísimas, inestimables.
La primera imagen del libro surgió de una verbena. Una verbena de San Juan en una gran torre de La Bonanova, y un muchacho mirando desde la cancela, un muchacho al que quise ver como una mezcla de Julien Sorel y Jay Gatsby. Esas fueron las influencias mayores: El Rojo y el Negro, de Stendhal, y El Gran Gatsby, de Scott Fitzgerald. Y una novela de Henry James, La princesa Casamassima, que sólo conocía por un ensayo de Lionel Trilling.
Aunque en1965 gané el Premio Biblioteca Breve con Últimas tardes, nunca pensé que tantos años después fueran a reeditarla. No te creas que se impuso fácilmente: unos cuantos críticos “engagés” de entonces se llevaron las manos a la cabeza y me acusaron de reaccionario, de hacer el juego al Régimen, por tomarme a coña a los revolucionarios de salón. Corrales Egea, por ejemplo, escribió una crítica delirante en los “Cuadernos del Ruedo Ibérico”, donde se decía que “era muy significativo que la novela hubiera pasado censura”, insinuando una especie de contubernio con el Ministerio. Su teoría consistía en que la novela era mala porque al final el Pijoparte no tomaba conciencia. Lo que él no sabía es que para pasar censura tuve que ir a Madrid y discutir párrafos enteros con Robles Piquer, por aquel entonces Director General de Cultura Popular y Espectáculos, que al final decidió dar luz verde al libro. Era un tiempo muy curioso: si no te jodían unos, te jodían los otros”.

Carmen BrotoLa calle Legalidad
Volvemos al barrio, ante mi pesada insistencia en ver el solar de la calle Legalidad donde una noche de enero de 1949 mataron y enterraron a Carmen Broto, posiblemente el crimen más sonado de la posguerra barcelonesa, y cuya cabellera rubio platino flamea por entre las páginas de Si te dicen que caí. “Bueno, aquí lo tienes. Ya te dije que no había nada que ver: un bloque de edificios de la Caja de Ahorros. Durante muchos años, los años de mi infancia, estuvo ese solar abierto. Ahí la llevaron sus asesinos. Eran tres; un padre y un hijo y un amigo de ambos. Fue un crimen horroroso, torpísimo, muy español. Los tres la conocían del bar Alaska, en el Paseo de San Juan, y decidieron emborracharla para robarle las joyas. Ella comenzó a gritar y acabaron matándola a golpes. La enterraron como pudieron y al poner de nuevo el coche en marcha, un Ford Balilla, el petardeo del tubo de escape alertó al vigilante de la zona. Nerviosos, no se les ocurrió otra cosa que abandonar el coche y salir por pies. Estaban sentenciados y lo sabían, así que optaron por quitarse de enmedio. Dos suicidios y los dos con cianuro, curiosamente: el padre se mató a la puerta de su taller de cerrajero, y el amigo, Viñas, en una pensión del Raval, dejando una nota que decía "No se culpe a nadie de mi muerte. La vida es sueño". El hijo pasó veinte años en la cárcel; él me contó la historia.
Cuando comencé a escribir el libro, del solar sólo quedaban las cuatro palmeras que lo rodeaban, pero el hueco seguía abierto en mi memoria. Ese hueco, y, frente a él, un grupo de niños al anochecer, jugando a detectives, inventándose el relato que sus padres no habían querido contarles y que rondaba, hecho jirones, por las esquinas y las tabernas del barrio.
Era en 1970. Yo había publicado, sin excesivo éxito, mi cuarta novela, La oscura historia de la prima Montse. Seguía escribiendo, por las mañanas, y por las tardes me ganaba la vida como redactor jefe de la revista Bocaccio. Era una mala época. La euforia de la "gauche divine" se había ido al diantre con los procesos de Burgos; decretaban estado de excepción cada dos días y Franco parecía que iba a ser eterno. Aunque eso daba un poco igual: yo estaba convencido de que Franco moriría, por ley de vida, pero que su régimen y su censura iban a continuar.
Si te dicen que caí es un ajuste de cuentas con el franquismo, con lo que hicieron con mi infancia. Llevaba unos pocos capítulos cuando me dí cuenta de que aquello no se publicaría nunca, pero me lié la manta a la cabeza y decidí escribirla de todos modos. Fue como comenzar a tirar de un hilo. Vi el solar de la calle Legalidad, y el jardín y los cimientos de la iglesia, entonces aún sin construir, junto a la Capilla Expiatoria de las Animas del Purgatorio, en la calle Escorial (la has visto antes: hoy es la parroquia de San Miguel de los Santos), y los primeros escarceos eróticos con las huerfanitas de la Casa de Familia de la calle Verdi, y la fiesta mayor, y las calles adornadas con techos de papelitos y guirnaldas de colores, y el Taylor y sus pistoleros, y la trapería...
El mapa salió solo; no había más que seguir a aquellos niños, escuchar sus voces cantando una canción que, como en el verso de Machado, llevaba “confusa la historia y clara la pena”. Es mi libro más personal, el más febril y el más alucinado. Me daba igual si se publicaba o no; lo importante era escribirlo”.

Pero se publicó. En Méjico. Le recuerdo aquel libro enorme, con la portada del grabado de Goya, Saturno-Franco devorando a sus hijos. Aquel libro tan difícil de encontrar entonces, en el 73: había pocos ejemplares y nos los pasábamos como si fueran octavillas subversivas, y desde luego lo eran.
“Alguien me habló, mediada la novela, de la convocatoria del Primer Premio Internacional de novela México. Me presenté, gané, y allí se imprimió el libro, en la Editorial Novaro. Fue todo tan rápido que no tuve tiempo ni de corregir galeradas, y apareció con una montaña de erratas. Quince años más tarde, en el 88, volví sobre la novela, con motivo de su reedición. Corregí y corté bastante; cuando releo siempre suelo cortar, muy raramente añado cosas. Corté y, sobre todo, redistribuí. Dos capítulos de la edición mexicana desaparecieron y repartí ese material por el libro. Esa es la edición definitiva de Si te dicen que caí, aunque sé muy bien que no hay ediciones definitivas”.

Marsé, en el barrioDe vuelta a casa
Comienza a ser tarde y Marsé está cansado: hora de retirarse. Un dedo de whisky “con mucha agua” en el Comulada de la Plaza Rovira, a punto de cerrar. “Desde el infarto llevo una vida muy tranquila. Nada de tabaco - eso fue lo más duro: estuve varios meses sin poder escribir ni una línea -, poquísimo alcohol, dieta controlada... En Barcelona veo a muy poca gente. Escribo, leo, paseo... Alguna tarde voy al cine, con Joan de Sagarra (lo último que vimos fue Sin Perdón, de Clint Eastwood: extraordinaria) y a la que puedo nos escapamos con Joaquina a la casa de Calafell. Hace poco, cuando estaba terminando El embrujo de Shangai, Carmen Balcells me organizó una fiesta de cumpleaños, una fiesta sorpresa. Llegué a su despacho a toda prisa porque me dijo que teníamos que tratar un asunto muy urgente; abro la puerta y me encuentro a más de cien personas cantando “Cumpleaños Feliz”. Fue muy cariñoso y muy amable por su parte, pero tardé varios días en recuperarme: demasiada gente, demasiado follón”.

Tras la publicación de Si te dicen que caí, Marsé se convierte en un clásico indiscutible, uno de los monstruos sagrados de la literatura en castellano. Naturalmente, se lo toma a broma.
“Lo cierto es que fue el comienzo de una racha bastante buena. Después de Si te dicen que caí vino la época del Por Favor, una época divertidísima - Lara me publicó Confidencias de un chorizo, mi sección en la revista, en el 77, en una colección en la que aparecieron textos de Manolo Vázquez, de Perich, de casi todos los que escribíamos allí - y luego el Premio Planeta, en el 78, por La muchacha de las bragas de oro, que me resolvió muchos apuros económicos y me permitió, sobre todo, comprar tiempo y tranquilidad para escribir Un día volveré”.
Vamos bajando hacia su casa, en la calle Sicilia. A partir de La muchacha (cuyo origen, cuenta, fue “un libro de memorias, Descargo de conciencia, de Laín Entralgo, y una frase del De Profundis de Wilde: "Arrepentirse de algo es modificar el pasado”, sus libros van apareciendo con una cadencia tan regular como sosegada. Emplea cuatro años en la escritura de Un día volveré, publicado en 1982 y para mi gusto muy superior a Si te dicen que caí, y otros dos para componer Ronda del Guinardó (1984), una novela corta magistral de poco más de cien páginas, con la que demuestra que para un escritor mayor no hay formatos menores. Tras el arrechucho cardíaco vuelve a colaborar en prensa, de marzo a diciembre del 87: ochenta y cuatro extraordinarios retratos que aparecen semanalmente en El País y que Tusquets recogerá, en el 88, en la colección "Cuadernos Ínfimos", bajo el título de Señoras y Señores.
Un año antes, da a Seix Barral cuatro relatos (Historia de Detectives, El Fantasma del cine Roxy, Noches de Bocaccio y Teniente Bravo), que verán la luz bajo el título de este último, una tragicómica obra maestra, la patética y grandiosa ordalía de un joven oficial librando una guerra personal contra un potro de gimnasia que se resiste a ser domado.
“Es cierto que he escrito pocos cuentos. Después de los de la revista Ínsula y el que ganó el Sésamo, hay un bache de casi veinte años hasta Parabellum, que publiqué en 1977 en Bazaar, una de las incontables revistas que aparecieron durante la transición, y que era una especie de guión de lo que luego se convertiría en La muchacha de las bragas de oro. Hará cosa de un par de años escribí un relato erótico, Una liga roja en un muslo moreno, que me pidieron los de Planeta para una antología llamada El fin del milenio. Y poco más”.

Marsé entra en la década de los noventa a lomos de un nuevo premio, el Ateneo de Sevilla por El amante bilingüe. “Lo calificaron de divertimento, y tenían razón: me divertí mucho escribiéndolo. Una psicóloga amiga me contó la historia: uno de sus pacientes, catalán acrisolado, comenzó a presentarse en círculos ultranacionalistas hablando en castellano charnego, con patillas, pantalón estrecho y zapatos de tacón cubano, y su familia corrió a pedirle tratamiento. A partir de ese caso - y del tema eterno de la necesidad de ser otro - surgió la historia".
Tres años más tarde (es decir, hará escasos meses) inaugura la colección Ave Fénix de Plaza con El embrujo de Shangai, una nueva mirada sobre el mismo paisaje, y una nueva obra maestra: “A los críticos les encantan las certidumbres y poder decir que esta novela cierra un ciclo o supone un retorno a los orígenes, cuando la verdad es que todo es mucho más sencillo. Casi hasta el final no me dí cuenta de que había vuelto a la vieja casa de la Calle del Laurel, aunque ahora estuviera situada en mitad de la calle Camelias; a aquella galería acristalada en la que flotaban vahos de eucaliptus; al recuerdo del hombre que enviaba postales desde Japón inventándose el paraíso. Casi hasta el final no me dí cuenta de lo que ya sabía, de lo que siempre he sabido: se escribe una y otra vez el mismo libro". Un libro concentradísimo (200 páginas) hasta la destilación, que se despliega como un acordeón en la memoria, cuya rota melodía persiste, se niega a desaparecer, nos acompaña como un gato por las esquinas del barrio. Nos despedimos en el portal. Marsé entra en su casa.

Juan Marsé - foto Charlie Mahoney

El espejo del ascensor

 “Aquí está de nuevo, siempre pertrechado para irse al infierno en cualquier momento. El rostro magullado y recalentado acusa las rápidas y sucesivas estupefacciones sufridas a lo largo del día, y algo en él se está desplomando con estrépito de himnos idiotas y banderas depravadas. Las facciones se traban, compulsivas, antes de desmoronarse. Se trata de un sujeto sospechoso de inapetencias diversas y como deslomado, desriñonado y despaldado. Ceñudo, maldiciente, tiene la pupila desarmada y descreída, escépticos los hombros, la nariz garbancera y un relámpago negro en el corazón y en la memoria. No ha tenido mucho gusto en haberse conocido. Habría preferido pasar de largo de sí mismo, pero acepta resignado el saludo hipócrita del espejo y la broma pesada de la vida: al nacer se equivocó de país, de continente, de época, de oficio y probablemente de sexo. Hay en los ojos harapientos, arrimados a la nariz tumultuosa, una incurable nostalgia del payaso de circo que siempre quiso ser. Enmascararse, disfrazarse, camuflarse, ser otro. El Coyote de Las Animas. El Jorobado del Cine Delicias. El Vampiro del Cine Rovira. El Monstruo del Cine Verdi. El Fantasma del Cine Roxy. Nostalgia de no haber sido alguno de ellos. Es fláccida la encarnadura facial, quizás porque la larga ensoñación detrás de las máscaras imposibles, el aburrimiento y el alcohol y la luctuosa telaraña franquista de casi cuarenta años abofetearon y abotargaron las mejillas y las ilusiones. El tipo es bajo, desmañado, poco hablador, taciturno y burlón. No se considera un intelectual, y soporta mal que le traten como si lo fuera. Ama las tabernas y las papelerías de barrio, y los flancos luminosos de los quioscos que exhiben tebeos y novelas baratas de aventuras. Las banderas le producen auténtico terror. Come ensaladas y escribe a mano. Pero no hay nada que le aburra tanto como hablar de sí mismo, así que basta”.
(Autorretrato, Señoras y Señores, 1988)

Puro teatro: "Esa pareja feroz" (22-9-12)

Por: | 22 de septiembre de 2012

Sobre ¿Quién teme a Virginia Woolf?

El hombre que fue jueves: "Asuntos primordiales: Jean Eustache" (20-9-12)

Por: | 20 de septiembre de 2012

Sobre Jean Eustache

De mis archivos: Un paseo con Marsé (1ª parte) - 1993

Por: | 19 de septiembre de 2012

Marsé - foto de Jesus G.PastorEsta mezcla de crónica y entrevista apareció en la revista Co & Co (de vida fugaz pero intensa) diría que en el otoño de 1993. En todo caso, como veo por el texto, debió de ser a poco de publicarse El embrujo de Shangai. Marsé hablaba por primera vez sobre muchos asuntos que luego desarrollaría en otras charlas. A juzgar por las muchas veces que ha sido citada y/o utilizada, creo que quedó bien, que resultó vivaz e informativa, y que la voz de Marsé sonó verídica. Por eso me he decidido a recuperarla, podando y retocando aquí y allá, pero sin variar lo sustancial ni intentar ponerla al día: han pasado casi veinte años desde entonces.
 
Calle Martí, 104.
El paseo comienza en el número 104 de la calle Martí esquina Escorial, junto a la Clínica del Remedio, en la parte alta del barrio de Gracia. Aquí estamos los dos, al anochecer, parados ante la casa donde pasó su infancia. Marsé nació en Barcelona, el 8 de Enero de 1933 (“un Capricornio como la copa de un pino”) pero no en esa casa.
“Esa era la casa de mis padres adoptivos. Yo nací en Sarrià, en la calle Mañé y Flaquer. Mi padre natural era taxista. Estamos en el año 33, en plena República. No conocí a mi madre: murió a los quince días de mi nacimiento. Una tarde, una pareja sube al taxi de mi padre. La mujer rompe a llorar. El marido le cuenta que han perdido a su primer hijo y los médicos le han dicho que no podrá tener más. El taxista contesta: “Pues lo que es la vida, señora: yo acabo de perder a mi esposa y me he quedado solo, con dos criaturas por alimentar”. La otra criatura era mi hermana, que tenía cinco años. La mujer quiso ver al niño y el taxista les llevó hasta el piso de Sarriá: esa misma tarde me adoptaron. El taxista colocó también a mi hermana, a los pocos días, en la casa de un pariente de mi madre, y desapareció. Sólo le ví un par de veces en mi vida, el día de mi primera comunión y cuando se casó mi hermana. Comprendo que es un tema muy literario (o que a algunos les puede parecer muy literario) pero nunca lo he abordado como tal, directamente, aunque mis libros están llenos de chavales que se inventan a sus padres, o que, como el Pijoaparte, deciden ser hijos de sí mismos.
Salvo opinión contraria de algún psicoanalista, no creo que el hecho de ser hijo adoptivo me traumatizara. Mis padres adoptivos siempre fueron para mí mis padres a secas, y fui muy feliz con ellos. Eran los dos del campo de Tarragona; mi madre de L'Arboç, mi padre de Sant Jaume dels Domenys. En el año 31, cuando se proclamó la República, vinieron a vivir a Barcelona, en esa casa. Sí, eran de izquierdas. Mi padre adoptivo era agente de la Generalitat, y rabiosamente separatista. Militaba en aquel grupo llamado Nosaltres Sols, inspirado en el Sinn Fein de los independentistas irlandeses. Su héroe era Eamon De Valera, el líder del Sinn Fein, al que conoció en una de sus visitas a Cataluña, antes de la guerra. Después fue de Estat Catalá y en el 36 ingresó en el PSUC. Mi madre trabajaba en la sede central del partido, de telefonista, y era amiga de Comorera y de Vidiella. Cuando cayó Barcelona mi padre no quiso marcharse. Su hermano vivía en el sur de Francia y le llamó varias veces, pero no hubo forma. Naturalmente, fue a parar a la cárcel. Estuvo entrando y saliendo de la cárcel hasta finales de los 50, porque siempre que se preparaba algún acto importante, una visita de Franco o de sus mandamases, encerraban a los que tenían fichados por levantiscos. A través de mi tío, el francés, comencé a conocer a los resistentes: llegaban de noche a casa, con misteriosas maletas que contenían propaganda clandestina pero que yo imaginaba llenas de bombas y pistolas...”
 
La Calle del Laurel
 A cuatro pasos de la calle Martí está la corta calle del Laurel: es casi un pasaje, con cuatro casas y cuatro acacias, que enlaza Escorial y Sors. “¿Ves ese restaurante chino, El Caballo de Oro? Ahí estuvo mi colegio, el Colegio del Divino Maestro. Llamarle colegio es mucho. Era una torre, una torre convertida en escuela por un personaje casi dickensiano (a la española, por supuesto: un Fagin ultrafranquista y ultracatólico), un hombre soltero que murió completamente loco. Se llamaba Ricardo Espinosa de los Monteros y era el director y único profesor del centro. Ahí estuve, cautivo, del 42 al 46. Fue un cambio enorme para mí. Recién acabada la guerra mis padres me enviaron al campo, a casa de los abuelos. Eran campesinos y siempre había algo del huerto para comer. Y sobre todo, un ambiente de libertad totalmente distinto al que se respiraba en Barcelona. En la escuela de la calle del Laurel éramos pocos alumnos, y no creo que ninguno de nosotros aprendiera nada útil ni interesante. Con Espinosa pasábamos el rosario cada día; le escuchábamos leer en voz alta las lecciones y procurábamos esquivar sus golpes, que era lo más difícil. Una de las mayores alegrías de mi infancia llegó el día en que pude escaparme del Divino Maestro para entrar de aprendiz en un taller de joyería de la calle San Salvador, a los trece años: de nuevo la libertad, el cielo abierto. Desde los 13 hasta los 15 fue una época maravillosa, porque mi trabajo me permitía estar todo el día en la calle, patearme Barcelona. Descubrí entonces la parte sur de la ciudad, donde casi todos los “clavadors”, que son los que engastan las piedras, y los “gravadors”, los que graban iniciales, tenían sus talleres, entre el Gótico y el Chino. Luego acabó la etapa de aprendizaje y comenzó el trabajo artesanal, mucho más aburrido – siete horas sin levantar cabeza - pero no demasiado complicado si uno se fija y pone interés, como casi todo".

Al lado del restaurante chino hay una vieja casa que no ha sufrido aún, extrañamente, los rigores de la piqueta. Es la casa de Encerrados con un solo juguete y, “recolocada” en la calle Camelias, la casa donde también transcurre buena parte de la acción de El embrujo de Shangai. La casa de Tina, la casa de Susana Franch.
“Tina, la protagonista de Encerrados, se llamaba María. Tenía tres años más que yo y dos hermanos, compañeros de clase en el Colegio del Maldito Espinosa. Uno de ellos, el mayor, estaba tísico, y tomaba el sol en la galería acristalada de la casa, envuelto en mantas y vahos de eucaliptus, como Susana en El embrujo. Yo mantenía con María una vaga relación sentimental, muy marcada por la diferencia de edad: en la adolescencia, tres años separan mucho. La familia de María - su madre, ella y los hermanos - vivía holgadamente, cosa bastante atípica en aquella época, porque su padre, un ingeniero textil de Sabadell, les enviaba dinero desde Japón. Trabajaba para una firma de Manchester y durante años vivió en Hong Kong, hasta que en 1949 llegó la revolución: desmantelaron las industrias extranjeras y los ingleses le trasladaron a Shangai. Para todos era un personaje mítico, por supuesto. Enviaba unas fotos deslumbrantes, en las que le veíamos en unas casas enormes, con piscina. María y los suyos se pasaron aquella época esperando que les llamara algún día a su lado, pero nunca llamó. Todo lo contrario. De repente dejó de enviar dinero, y cuando se presentó en Barcelona estaba arruinado, alcoholizado, hecho un desastre. Sus últimos años fueron patéticos. Pasaba los días en las tabernas del barrio, envuelto en uno de aquellos espléndidos kimonos, bebiendo vino barato y contándoles a todos sus hazañas en Oriente. Antes de su regreso pasé muchas horas en esa casa: la puerta estaba siempre abierta. Salía del taller y me iba allí, porque en mi casa no había nadie. Mi padre enlazaba un trabajo con otro o estaba en la cárcel, y mi madre también se pasaba el día fuera: trabajaba de enfermera, en casas particulares”.

Marsé en el taller de joyería

Una foto
La primera vez que visité a Marsé vi una foto suya de esa época, en la biblioteca. Marsé adolescente en el taller de joyería: flaco, el cabello negro, espeso y revuelto, con camiseta Imperio, parece un joven judío de Queens, a lo John Garfield.
“En esa época era un golfo, engreído y probablemente bastante insoportable. ¿Qué hacía? Vida de barrio. Trabajar, y a la salida tomar vinos con los amigos. Muchos bares de entonces se mantienen aún en pie: el Viader, en Torrente de las Flores. El Bar Juventud, en la calle Tres Señoras. El Comulada de la plaza Rovira. Bares-bodega, donde se tomaba vino o cerveza o Picón de barrica. Los fines de semana íbamos a bailar a la Cooperativa de la Lealtad, en Gracia, donde ahora está el Teatre Lliure, o al Salón Venus, el Metro, el Cibeles, que esos sí que no existen. Íbamos a bailar y a intentar ligar, por supuesto. A apretarnos, porque no solía pasar de ahí. Hablando de apretar, uno de los mayores problemas era “que no se nos notase”. Un problema serio, porque con los calzoncillos y los pantalones de entonces, tan holgados, “se notaba”. Se notaba muchísimo, y la proa siempre quedaba a la altura de los ojos de las madres y abuelas y tías que se sentaban alrededor de la pista para controlar a sus niñas. Un amigo muy ocurrente me ofreció una solución: enlazar los extremos de la camiseta por la entrepierna con ayuda de un imperdible. Mi amigo se anticipó al body pero el invento tenía sus riesgos. Un domingo, la excesiva tirantez desbarató aquella especie de pañal gigante y el imperdible se me clavó en la cara interna del muslo en el momento más apasionado. Peor podía haber sido: cuestión de centímetros".
 
La Plaza Rovira
Ya no existe el cine Rovira, ni el gimnasio donde se entrenaban los jóvenes púgiles del barrio, ni la librería de compra-venta y alquiler de novelas. “Leía muchísimo, todo lo que pillaba. Mis vías de escape eran el cine y los libros. Alquilaba una novela por la tarde, a la salida del taller, me la leía por la noche y la cambiaba a la mañana siguiente. Leía de todo y en total desorden, si es que hay que tener un orden en las lecturas, que yo creo que no: Balzac y El Coyote, Stendhal y Salgari, Steventson y Edgar Wallace, en traducciones horribles, impresas en un papel que se deshacía entre los dedos. Y las novelas policiacas de la Biblioteca Oro y la "literatura seria" que publicaba José Janés, lo poco que dejaban: sus máximos exponentes eran Somerset Maugham y Lajos Zilahy, que no estaban nada mal (los cuentos de Maugham siguen siendo espléndidos), mezclados con Cecil Roberts y Maxence Van der Meersch. Y los descubrimientos: Santuario, de Faulkner, en la edición de Austral, por ejemplo. Me entusiasmó. Me gustó tanto que en la mili, como un idiota, se la pasé a un capitán que me pidió algo para leer y de poco no me arresta. “¡Le he pedido una novela! ¿No sabe usted lo que es una novela? ¡Una del oeste, coño!". Leía mucho, pero ni se me había pasado por la cabeza ponerme a escribir".

La plaza Rovira, 1962

El virus comenzó precisamente en la mili, en Ceuta, el año 54. “Yo tenía 22 años y servía en la Comandancia General de Ceuta, en la Agrupación de Transmisiones. Lo de servía es un decir, porque no pegué golpe: tuve la suerte de conseguir lo que se llamaba "un plantón", un puesto de vigilancia, que resultó ser la finca de un Teniente Coronel. Una maravilla: rebajado de guardias y de todo; no tenía ni mosquetón. Me instalaba en el jardín a primera hora de la mañana y me pasaba el día leyendo. Y escribiendo. Al principio eran tonterías para el periódico del cuartel, como reseñas de películas que había visto (Muerte de un ciclista, por ejemplo). Le cogí el gusto y me encontré escribiéndole a María unas cartas larguísimas, páginas y páginas, en las que evocaba nuestra infancia en el barrio. Aquellas cartas se convertirían en la base de Encerrados con un solo juguete.

Marsé escribe su primera novela entre el 54 y el 58. “A mi regreso le pedí a María las cartas porque intuí que podrían convertirse en una novela, pero el primer borrador, muy deficiente, durmió casi tres años en un cajón. Tampoco tenía demasiado tiempo: trabajaba de ocho a tres en el taller y por las tardes me sacaba unos duros en una revista de cine, de vida efímera, que se llamaba Artcinema. Hacía de todo: redactar pies de foto, notas de cine y teatro, la sección de Cartas al Director, algunas entrevistas (dos, exactamente: una a Lola Flores y otra a Mario Cabré cuando su affaire con Ava Gardner), llevar el material a Censura... Trabajaba todo el día, y sin embargo lo que más recuerdo de esa época, entre el 57 y el 59, son sus noches, lo que entonces me parecía la “vida bohemia”: acostarse tarde porque te has tirado hasta la madrugada en un café, de tertulia, bebiendo ginebra en vez de vino o cerveza, con la cabeza llena de grandes conversaciones, grandes descubrimientos. El teatro de Arthur Miller y Tennessee Williams, que entonces acababa de llegar a Barcelona, tan distinto a lo que ofrecían las carteleras:  recuerdo los estrenos de Panorama desde el puente, La rosa tatuada, La gata sobre el tejado de zinc, en el Comedia. Juliette Gréco y Trenet en el Emporium... ¿Los miembros de aquellas tertulias? Gente muy diversa, y muy apasionada por la literatura. Mi compañero de muchas noches era Joaquim Roca, que tenía un estanco en la calle Pelayo y era un entusiasta furioso de Oscar Wilde. O el crítico de teatro Celestí Martí Farreras, al que había conocido en Destino. O el escultor Xavier Corberó...
Sin embargo, mi mayor influencia de entonces vino de lejos. De Sevilla. Allí vivía la escritora Paulina Cruzat, a la que conocí gracias a mi madre, que cuidaba a la suya en una residencia de Barcelona. Paulina, muy amiga de Riba y de Foix, hacía crítica en la revista Ínsula, que dirigía José Luis Cano, y a ella le envié mis primeros cuentos. Aparecieron en la revista (Plataforma posterior, en el 57; La calle del dragón dormido, en el 59) y aunque no cobré un duro su publicación fue un importante estímulo para mí. Así comenzó una correspondencia llena de orientaciones (me descubrió a Tolstoi y los novelistas rusos, por ejemplo), de sugerencias muy útiles para un joven escritor. Me animó mucho a seguir escribiendo. A instancias suyas envié otro cuento, Nada para morir, al premio Sésamo, y lo gané. Me pagaron mil pesetas y apareció en Destino: fue el acicate definitivo para terminar Encerrados con un solo juguete”.

Marsé con Barral y Gil de BiedmaBar Apeadero
Por imperativos cronológicos dejamos atrás el barrio. En la calle Balmes esquina Provenza (o Provenza esquina Balmes, según se mire y según se entre, pues tiene dos puertas) está el Bar Apeadero, frente a la estación de Ferrocarriles Catalanes. Ahora es una cafetería impersonal, con barra metálica y mesas de plástico, como hay tantas, “pero en los primeros sesenta era uno de los pocos bares de esta zona, y allí nos reuníamos con Carlos Barral, Jaime Gil de Biedma, Gabriel Ferrater y Jaime Salinas para tomar el aperitivo”. La editorial Seix Barral (conocida entonces como "La Casa Oscura") estaba a cuatro pasos. Una tarde de otoño del 59, Marsé se presenta en la Casa Oscura con el manuscrito de Encerrados bajo el brazo, para presentarlo al Premio Biblioteca Breve: está a punto de nacer el breve mito del Escritor Obrero, del que todavía se ríe.
“No conocía a nadie, estaba totalmente desvinculado del mundo literario barcelonés, pero aquel me parecía un premio distinto, una editorial distinta. Luis Goytisolo había ganado la primera edición con Las afueras, y la segunda, la del 59, había revelado a Juan García Hortelano con Nuevas amistades. Entregué el manuscrito a una recepcionista, firmé el acuse de recibo y me fuí. Unos días después mi madre me dijo: “Ha llamado un tal Carlos Barral, que quiere verte”. Me recibió Joan Petit y me llevó al despacho de Barral, que estaba con Josep Maria Castellet. Les había llamado mucho la atención la novela porque, dijeron, no tenía nada que ver con lo que les enviaban.  Era la época del realismo social a todo trapo, y Encerrados les pareció una novela extraña, introspectiva, decadente... Cuando Castellet se enteró de que trabajaba en un taller se le caía la baba. ¡Al fin el espécimen más buscado en el panorama literario español! ¡Un escritor obrero, uno de verdad! Su alegría duró poco, porque no tardaron en descubrir que lo que yo quería era ser un escritor burgués y cobrar el máximo posible por los libros para escapar de las siete horas diarias en el taller. La verdad es que se portaron muy bien conmigo, y con Carlos Barral comenzó entonces una amistad que duró hasta su muerte. Ese mismo día vinimos a tomar unas copas aquí, al Apeadero, que pronto se convertiría en el centro habitual de reunión”.
Sin embargo, y contra todo pronóstico, Marsé no ganó el premio. “Votaron a favor Barral, Castellet, Juan Petit y creo que Luis Goytisolo, pero no hubo quorum y aquel año se declaró desierto: sí, chico, una putada. El finalista fue Daniel Sueiro, con La criba. Como magro consuelo, Encerrados se publicó con un membrete que decía “con honores de premio” pero, claro, no era lo mismo. Se hizo una fiesta de presentación y allí conocí a García Hortelano, a Ana María Matute.... a los escritores del momento”.  

Postal de París
 “Tras la publicación del libro me escapé a París. Castellet estaba vinculado a un organismo internacional que se llamaba algo así como Congreso por la Cultura, presidido por un poeta católico, Pierre Emmanuel. Me consiguieron una "bolsa de viaje" (que me duró apenas un par de meses) y un trabajo de “garçon de laboratoire” en el Institut Pasteur, en el Departamento de Bioquímica Celular que dirigía Jacques Monod, un personaje fascinante, que luego fue Premio Nobel. En Seix Barral apareció uno de sus libros fundamentales, El azar y la necesidad. Murió hará pocos años.
Ganaba lo justo para tabaco, libros y algunos cines. Hice de todo: di clases de español a la hija del pianista Robert Casadesús y tuve muchos trabajos, cortos y mal pagados. Vivía junto al Pont Neuf y frente a Les Halles, en un hotel cuyo nombre, Grand Duc de Bourgogne, poco tenía que ver con su interior. Frecuenté mucho a la gente del PC. Semprún, entonces el mítico Federico Sánchez, nos daba clases de teoría marxista. Acabé muy mal con el grupo. Eran muy puritanos y casi me hicieron un juicio político porque se enteraron de que había tenido un asunto con una chica del partido: resultó que estaba casada y su marido destinado en Argelia.
No tenía las cosas nada claras en esa época. Había publicado una novela pero no me sentía un escritor. Me obsesionaba con la idea de tener que volver al taller de joyería y quería ganar dinero cuanto antes, así que se me ocurrieron varias ideas absurdas. La primera fue escribir otra novela durante el verano. La segunda, todavía más disparatada, ganarme la vida como traductor en Seix Barral. De ese modo, en apenas tres meses cometí Esta cara de la luna, el único de mis libros que no he dejado reeditar. Descubrí una verdad fundamental: en literatura no hay nada peor que la prisa. La novela se publicó, pero no hizo sino aumentar mis dudas y mi depresión. Recuerdo la vergüenza que sentí cuando vi los primeros ejemplares en el escaparate de una librería de Granada, el mismo día en que estalló en Cuba la crisis de los misiles: agosto del 62. El editor de Ruedo Ibérico me había encargado un libro sobre Andalucía, que tenía que hacer a medias con un amigo de París, Antonio Pérez, del grupo El Paso, y el fotógrafo Albert Vidal. En Barcelona terminé el encargo e hice un último viaje a París para entregar el material. No llegó a publicarse, nunca supe porqué. Hará unos años intenté recuperar el manuscrito para contrastarlo con un nuevo viaje a Andalucía, por los mismos lugares, pero fue imposible: no logré dar con él.
No fui consciente de mi vocación hasta 1963, cuando comencé a escribir Ultimas tardes con Teresa”.

(Continuará)
 

Recuerdo de "Co & Co"

Por: | 17 de septiembre de 2012


Portada CO & COEste verano, ordenando armarios desbordados de papeles, encontré varios números de Co & Co que creía perdidos. Ahora que tanto se habla, felizmente, del boom de la No Ficción y de las revistas (la mayoría en la red) que albergan reportajes extensos, me apetece recordar y reivindicar aquel experimento formidable, en una época, los primeros noventa, en la que plantearse algo así era tarea de locos. Y nadie tan loco como Héctor Orlando Chimirri, un porteño desmesurado, sorprendentemente parecido a Ford Coppola (le habían confundido más de una vez, y explotaba coqueta y vanidosamente la semejanza), que aterrizó por Barcelona, como tantos otros compatriotas suyos, a mediados de los setenta.
Había sido subdirector del diario El Pueblo, de Tucumán. Amenazado de muerte, fue secuestrado y torturado, pero pudo escapar milagrosamente. De su fuga yo escuché diversas versiones a cual más aventurera, pero ninguna de su boca. No hablaba de ello. De aquellos días terribles le quedó la punta de la lengua trunca por las sacudidas de la picana (lo que no le impedía hablar como una locomotora a toda máquina: ahí era más Scorsese que Coppola) y unas cuantas logiquísimas obsesiones, como la de no dar nunca la espalda a la puerta en lugares públicos. En cuanto a la voracidad, la velocidad, la megalomanía y el insomnio, diría que ya le venían de fábrica. Murió de un infarto fulminante en 2002, una mañana de domingo, como si la guadañera solo pudiera haberle atrapado en un momento de descanso.

Cuando le conocí, Chimirri gozaba del beneplácito de Antonio Asensio, el dueño del Grupo Zeta, porque había sido uno de los fundadores de Interviú y consiguió buenas ventas con un semanario infame, a caballo entre el humor y el chismorreo puro y duro, que se llamó Sal y pimienta, y a partir de cuyo éxito, si no recuerdo mal, entró a formar parte del equipo editor de Zeta. Se sentía muy satisfecho, y con razón, de haber creado y dirigido “Cosecha Roja”, una estupenda colección de novela negra, pero tenía una espina clavada: quería hacer una revista de la que se sintiera orgulloso. Asensio le dio absoluta carta blanca y así, en marzo de 1993, nació Co & Co, una auténtica revista “de editor”, pues no tenía otro planteamiento que el de albergar todo lo que a Chimirri le gustaba: cine, música, literatura, comics, fotografía, y grandes reportajes. La editora era Blanca Rosa Roca, para Ediciones B. El redactor jefe era Laureano Domínguez. Y Chimirri, naturalmente, era el capitán del alegre navío.
En Co & Co coincidimos, y cito tan solo a los primeros que me vienen a la cabeza, Jordi Costa, Quim Casas, Juan Madrid, Arturo San Agustín, Moncho Alpuente, Juan Sasturain, Joan Riambau, Pablo Di Masso, Manu Leguineche y Francisco Casavella, que hizo una maravillosa y loquísima serie de retratos de cantantes caribeños, rescatada tras su muerte en la antología "Elevación, Elegancia, Entusiasmo", de Galaxia Gutenberg/Círculo de Lectores. Las reuniones de redacción propiamente dichas eran muy rápidas. Nos veíamos con Chimirri y Laureano Domínguez una vez al mes, se proponían y repartían los temas, y ventilada la cuestión en cosa de una hora, nos íbamos a comer y a hablar de lo que habíamos escuchado, visto y leído, con lo cual, naturalmente, surgían nuevas propuestas y había que remodelar el sumario.

La verdad es que Co & Co sorprendió a lectores y colegas, y en la actualidad sus doce números publicados son carne de coleccionista.
Era un magazine de lujo, de gran tamaño, con impresión de calidad fotográfica, diseño cuidadísimo y apenas publicidad: un par de páginas por número. Todo el mundo decía que era un pésimo momento para aquella aventura: El Europeo y Sur Exprés, para citar tan solo dos de las diversas y formidables revistas que le precedieron en el mercado, habían tenido que echar el cierre.
Sorprendió también la longitud de los textos y, desde luego, lo espléndidamente pagados que estaban. Ambas cosas me pasman retroactivamente. Por una agenda de aquel año, veo que la media de las crónicas y perfiles que escribí oscilaba entre veinte y veinticinco páginas, al bonito precio de seis mil pesetas el folio, que entonces era una buena cantidad y podía dedicar el mes entero a su escritura. ¡Tiempos aquellos!
Así, durante aquellos doce felices meses escribí algunas piezas más o menos vinculadas a la actualidad (sobre Dennis Hopper, Juan Marsé y Paul Auster) pero también otras en torno a Truman Capote, Norman Mailer, Dorothy Parker, la Escuela de Nueva York, John Cassavetes y la etapa de guionista de Coppola. Hay rarezas que había olvidado, como la crónica de una falsa novela de Boris Vian que titulé It’s So Hard To Be Bop, y un par de trabajos que escribí y cobré pero no llegaron a ver la luz porque la revista echó antes el cierre: un reportaje sobre el Saturday Night Live y un perfil de Peckinpah con motivo de la publicación en Estados Unidos de la biografía Bloody Sam. No es mal balance.
De todo este material perdido en la distancia quiero recuperar para el blog (bajo la rúbrica “De mis archivos”) Un paseo con Juan Marsé y Capotiana, que reescribiré y colgaré tan pronto como pueda. ¡Permanezcan atentos a esta ventana!

Puro teatro: "Rentrée: proximas salidas" (15-9-12)

Por: | 15 de septiembre de 2012

La rentrée teatral

Zhivago revisitado

Por: | 14 de septiembre de 2012

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Como estos días he estado trabajando en el el episodio 12 de Big Time donde Perico Vidal habla del rodaje de Doctor Zhivago me puse a ver de nuevo la película. No logré recordar cuándo la vi por primera vez, y eso me intrigó, porque suelo recordar muy bien el momento y la sala de la mayoría de las películas que he visto, y con mayor claridad cuanto más lejanas en el tiempo, porque el cine de la infancia siempre es memorable, siempre es acontecimiento, y una película como Zhivago era acontecimiento por partida doble, era una película “grande”, y en aquella época (mediados de los sesenta) las superproducciones llegaban precedidas de enormes campañas de publicidad, anunciadas por carteles grandes como pantallas que cubrían fachadas enteras, y estaban mucho tiempo en los cines y se convertían en las películas de las que todo el mundo hablaba, las películas que había que ver.
Nada, borrado. Ni cine ni momento. En el año 65, fecha de su estreno, yo tenía ocho años y Zhivago no era apta, de modo que, pensé, lo más posible es que la viera como mínimo dos o tres años después, en un circuito de reestreno.
Recordaba muy vagamente la línea argumental pero apenas sus nudos, sus quiebros, y tan solo dos o tres perfiles, Zhivago y Lara y un único secundario, el novio de Lara, el revolucionario Pasha, que interpreta Tom Courtenay. Mejor dicho: de Pasha solo recordaba su rostro crispado y sus gafas de montura redonda cayendo al suelo durante un tiroteo. No recordaba si Geraldine Chaplin era hija, novia o hermana, no sabía qué función cumplía en la historia, y nada tampoco de Rod Steiger, y de Alec Guiness, únicamente que llevaba uniforme militar, y se me había borrado (o había borrado) también y por completo el personaje de Ralph Richardson.

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Lo primero que me llamó la atención al verla de nuevo fue la brevedad de las secuencias, sobre todo en la primera parte, cosa rara porque los epics de los sesenta solían durar tres horas o más, y la primera hora siempre era expositiva, y solía fluir como un río apacible, a veces demasiado, como si la narración dispusiera de todo el tiempo del mundo, y eso era cierto: no solo la narración, también los personajes disponían (o creían disponer) de todo el tiempo del mundo: el futuro era para ellos un continente muy lejano. En los epics, que suelen seguir la pauta de las grandes novelas del diecinueve, el primer movimiento siempre acostumbra a darse en clave de adagio porque es el tiempo del idilio, como diría Kundera, el tiempo prima della revoluzione, y el paraíso suele recordarse y mostrarse como un tiempo más allá del tiempo, para luego ser arrasado, fragmentado, por el ritmo feroz del tiempo histórico, que trocea el paraíso como los cascos de una manada de caballos al galope.
Nada de esto sucede en la primera hora de Zhivago. Las secuencias son cortas y escuetas, abundan las elipsis, los fundidos, predomina la sensación de que Moscú es un damero, y los personajes son como piezas destinadas a cruzarse, separarse o encontrarse, estrellas que ignoran formar parte de una constelación, contempladas por una mirada omnisciente, a ratos impasible, a ratos conmovida o burlona; una mirada, pensé, que tenía mucho de nabokoviana, como si Nabokov estuviera reescribiendo, sintetizando, destilando y recolocando el material de Pasternak, aquel autor al que tanto odiaba, aquella novela que tanto detestó, y esa mirada sube para contemplar las calles y las masas a vista de pájaro, un pájaro imperial de grandes alas y círculos lentos, y desciende como un halcón para atrapar y revelar un detalle significativo, y en la noche ronda por las casas desde el exterior, ahora un pájaro gato que escruta, de ventana en ventana, las agitadas maniobras de Steiger tratando de ocultar el intento de suicidio de la madre de Lara, pienso en Nabokov y también en el diablo ubicuo de El maestro y Margarita porque hay puntos de vista absolutamente enloquecidos, como ese plano imposible en el que Zhivago niño contempla el entierro de su madre, el viento que agita las copas de los árboles altísimos, el féretro que se hunde en la fosa, las paletadas finales, y de repente el halcón presta al niño su mirada taladrante para atravesar los dos metros de tierra y bajar a lo hondo y revelar el cuerpo de la madre como una engalanada muñeca en su urna de cristal, como si todavía durmiera en su alcoba. ¿Y eso era una narración “convencional, apolillada, académica”, como dijeron los críticos de la época?
Pienso en Sirk y en Ophuls por esa proliferación de reflejos en ventanas y espejos empañados, y pienso en el cine mudo, en tantas escenas que se resuelven con silencios, miradas o gestos; pienso en Griffith porque lo primero que Zhivago ve de Lara, como si su mirada abriera lentamente en iris, es una mano blanca, fantasmal, que parece flotar en la oscuridad, hasta que la luz crece, encendida por Steiger, y Zhivago comprueba que ella está al otro lado, un vidrio les separa, la ve ahora de cuerpo entero, él en la sombra y ella inalcanzable como en un escaparate súbitamente iluminado, y también es puro cine mudo el chispazo en los cables del tranvía cuando Zhivago y Lara se rozan por primera vez, una idea tan simple, tan descaradamente obvia, tan infantilmente gozosa que solo la hubiera utilizado un espíritu puro como Keaton o un nieto como Lean, al que acaban de regalarle, por méritos propios, el mejor Mecano de su vida, el superjuego de trenes, ha ganado Moscú entero en el Monopoly y lo ha levantado en el desierto de Canillas, es el gran controlador, el maestro de marionetas y el niño que juega con sus construcciones.

Perico Vidal me contó lo de Moscú en Madrid y el Moncayo reconvertido en los Urales, y los trenes soviéticos surcando los campos de Soria, y esa fue una segunda percepción, era difícil ver Zhivago y no pensar en todo eso, no ver rostros de obreros españoles cantando al fin la Internacional, no ver que tras el Kremlin comenzaba Hortaleza, no ver la cera derretida fingiendo ser nieve en la mansión congelada donde Zhivago y Lara se refugian, y difícil también ver esa cera derretida y no pensar que procedía de los enormes candelabros de miss Havisham en Grandes Esperanzas, no trazar ese vínculo dickensiano.
Luego estaban las falsas percepciones (o no), como la historia del espejo.
Contaba Perico que Lean paró la filmación de la secuencia de Lara y Steiger (le llamo Steiger para clarificar: ¿quién se acuerda de que el personaje se llamaba Komarowski?) en el reservado del meublé, y dijo “Que venga Simoni”, que era el decorador, y le pidió que con un punzón de diamante dibujaran en el espejo un corazón atravesado con una flecha, y Perico se atrevió a preguntarle “¿Y el espectador verá eso?”, y Lean le contestó “No lo verá pero lo registrará, Pedro: un Rolls Royce tiene siete capas de pintura y casi nadie lo sabe”.
Pepita estaba absolutamente convencida de que aquella noche alquilamos la película y buscamos la secuencia y paramos la imagen y vimos el corazón en lo alto del espejo, pero la otra noche hicimos lo mismo y no vimos corazón alguno.
La pregunta es: ¿lo habíamos registrado?

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Yo no recordaba los colores, la gradación de los colores dominantes, que volvieron a abrirse ante mis ojos como esas flores japonesas que crecen con el agua. Rojo al principio, Rojo Solferino escribió alguien hablando del color del imperio austrohúngaro, no sé si Joseph Roth en La marcha Radetzky, y ahí estaba el restaurante donde Steiger seducía a Lara, las paredes tapizadas de seda escarlata, tan gineceicas como en Vértigo, y el rojo vampírico en la gota de vino que él atrapaba de sus labios, y luego el vestido rojo furcia en el reservado, y el rojo de las banderas, y el rojo de la sangre. Amarillo más tarde, siempre asociado a Lara en la memoria de Zhivago, el estallido primaveral de girasoles y narcisos, y luego el blanco espectral, el blanco alucinante de la nieve borrando las huellas y las dimensiones, y al final el gris metálico de la nueva era, y el arcoiris desplegándose como una bandera nueva, fugaz, inatrapable, sobre el estruendo del agua en la presa.

Ahora percibes también lo que de pequeño pasaste por alto, llevado por el flujo de la narración: las incoherencias, los agujeros del guión, los personajes esquemáticos, lo artificioso de muchos encuentros, las redundancias de la banda sonora.  La imagen de la mansión helada es preciosa pero ¿de qué se alimentan allí, en una casa cerrada durante tanto tiempo? ¿Y por qué no encienden fuego? ¿Y dónde anda la niña, la hija de Lara, que está con ellos pero desaparece una y otra vez de la acción, y ni siquiera la vemos cuando Steiger irrumpe de nuevo en sus vidas en mitad de la noche, a grandes gritos? Ahora compruebas que Lean, como Hitchcock, otro gran obsesivo, otro supremo maestro de marionetas, prescinde de la lógica y de los personajes que le estorban cuando le deslumbra la fuerza de una imagen, de una situación.
Y al fondo, muy al fondo, están las imágenes secretas, las que creías haber olvidado, las que jurarías no haber visto nunca pero que cuando reaparecen descubres que se clavaron como anzuelos.

La primera es la del tonel, y fascinaría a Zizeck.
Primera Guerra Mundial. Los soldados que deciden desertar en mitad de la nada, desertar en el desierto, y en mitad del desierto hay una vieja cabaña, un abrevadero, un tonel, y al tonel se sube un joven teniente para arengar a la tropa, los alemanes están a diez kilómetros, hemos de hacerles frente o quemarán nuestros pueblos y violarán a nuestras mujeres, y su voz es firme y sincera y vemos los rostros de los soldados escuchándole atentos, y cuando parece que está a punto de convencerles, la tapa del tonel oscila por el peso, el teniente cae y se hunde en el agua, los soldados rompen a reír y justo en ese instante suena un disparo, el agua se tiñe de sangre y se desborda, el teniente muere.
Lo asombroso es que todo eso ha sucedido en un mismo movimiento y tiene algo de construcción shakesperiana en su agolpada alternancia de tonos, la proclama enardecida, la trampa que se abre grotescamente, la caída, las risas, el disparo, la sangre, y, sí, tantas veces es así la vida, todo eso se da junto en cuestión de segundos, y viendo la escena el anzuelo se clava y tira, y comprendes que es muy posible que en ese encadenado de imágenes esté el motor de un sueño demasiadas veces repetido: la tierra se abre bajo mis pies, se separan esas láminas de hierro que cubren los hoyos en las obras, me hundo y las compuertas se cierran de nuevo aprisionando mi cuello, y la gente que pasa por la calle ríe ante mi rostro grotescamente deformado por el dolor, ante mis desesperados intentos de pedir socorro, porque me estoy asfixiando y no sale la voz, veo la escena y veo esos sueños y pienso también en El asfalto, el viejo Ibáñez Menta atrapado en el alquitrán caliente, hundiéndose ante la indiferencia de todos, y es imposible no pensar en que los miedos y ansiedades de los niños de los sesenta probablemente cristalizaran en imágenes como esas.

En otro hoyo profundo está mi abuelo. Mi abuelo está detrás (o debajo) del Zhivago último. Y esto es realmente singular, porque si en la película alguien se parece a mi abuelo es Ralph Richardson, que encarna a Gromiko, el padre adoptivo de Zhivago: la misma mirada, el mismo tipo físico, el sombrero, el chaleco, el abrigo, el bastón. Yo había olvidado también, como olvidé la escena del tonel, el perfil de Ralph Richardson y el maravilloso personaje de Gromiko, un ser plenamente chejoviano al que le roban de golpe su mundo y su época y su jardín de cerezos, y quizás lo olvidé porque Gromiko/Richardson desaparece antes de embocar el tercio final de la película, nos dicen que le han deportado, que quizás se ha ido a vivir a París con Geraldine Chaplin, su hija, la esposa de Zhivago, pero huele a excusa, a cuento para niños, si los niños vienen de París y los abuelos no mueren, van a París también, puedes llegar a pensar eso si no ves su cadáver en el ataúd como yo no vi el cuerpo muerto de mi abuelo.

Al conjuro del último color llega la imagen más oculta.
Se acabó el rojo Solferino en las aterciopeladas paredes de los restaurantes, y el rojo pasional de las banderas y la sangre; se acabó el tiempo amarillo de los campos recién florecidos. Ahora impera el gris, el gris metálico del futuro, Zhivago tomado por el gris en ese tranvía que no le lleva a ninguna parte, Zhivago muriendo de una muerte antiheroica, se rompe en mitad del nuevo mundo su pobre corazón humilde y fatigado, y Lara sigue caminando, ajena, recortada contra esa larga pared gris en la que domina una enorme imagen de Stalin color sangre seca, y el resto es vacío y ella camina hasta fundirse en ese vacío, en ese plano que es casi Antonioni, hasta no ser más que una sombra en el muro y desaparecer tan fuera de campo como Joel McCrea en Duelo en la alta sierra.

Y esto es lo que sube prendido en el anzuelo del color.
Invierno de 1969. Ahora la memoria puede fijar la fecha porque acaba de inaugurarse el tramo San Ramón-Diagonal de la línea 5 del metro de Barcelona. Mi abuelo y yo volvemos del cine Liceo de Sants. ¿Vimos Doctor Zhivago entonces? Bien pudiera ser. Estamos en un vagón de la nueva línea y habría que buscar otra palabra, porque “vagón” llega envuelto en humo espeso, carbonilla, chirridos de hierro, y aquí todo reluce, las puertas se cierran sin ruido, las ruedas se deslizan como flechas de mercurio sobre las vías. Un vehículo ultramoderno, en ruta hacia el futuro, y de repente la noción de que mi abuelo no estará en ese futuro, de que en ese futuro no hay sitio para él, como Hulot en el mundo de Playtime, eso pienso (décimas de segundo) al verle recostado contra el metal pulido, con su viejo abrigo y su viejo sombrero y su vieja bufanda, apoyado en su bastón, el cabello gris, la cara gris, los ojos entrecerrados por el resplandor de las blanquísimas barras fluorescentes, los excesivos brillos del acero y el plástico, y también pienso (décimas de segundo) en el terrible anuncio de Polil, el hombre que mira hacia su pecho y descubre un agujero a través del que se ve lo que hay a su espalda, descubre que comienza a desintegrarse, devorado por las polillas, que comienza a no estar allí.

Hombres y mujeres batidos y abatidos por la historia, hijos de la guerra, marcados por la guerra, como mis padres y mis abuelos, como todos los padres y abuelos de mi generación. Ese es el final de los protagonistas de Doctor Zhivago. Queda un acorde, una herencia. Un acorde de balalaika, una muchacha capaz de hacer música, de seguir haciendo música. Un don.

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El País

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