Zhivago revisitado

Por: | 14 de septiembre de 2012

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Como estos días he estado trabajando en el el episodio 12 de Big Time donde Perico Vidal habla del rodaje de Doctor Zhivago me puse a ver de nuevo la película. No logré recordar cuándo la vi por primera vez, y eso me intrigó, porque suelo recordar muy bien el momento y la sala de la mayoría de las películas que he visto, y con mayor claridad cuanto más lejanas en el tiempo, porque el cine de la infancia siempre es memorable, siempre es acontecimiento, y una película como Zhivago era acontecimiento por partida doble, era una película “grande”, y en aquella época (mediados de los sesenta) las superproducciones llegaban precedidas de enormes campañas de publicidad, anunciadas por carteles grandes como pantallas que cubrían fachadas enteras, y estaban mucho tiempo en los cines y se convertían en las películas de las que todo el mundo hablaba, las películas que había que ver.
Nada, borrado. Ni cine ni momento. En el año 65, fecha de su estreno, yo tenía ocho años y Zhivago no era apta, de modo que, pensé, lo más posible es que la viera como mínimo dos o tres años después, en un circuito de reestreno.
Recordaba muy vagamente la línea argumental pero apenas sus nudos, sus quiebros, y tan solo dos o tres perfiles, Zhivago y Lara y un único secundario, el novio de Lara, el revolucionario Pasha, que interpreta Tom Courtenay. Mejor dicho: de Pasha solo recordaba su rostro crispado y sus gafas de montura redonda cayendo al suelo durante un tiroteo. No recordaba si Geraldine Chaplin era hija, novia o hermana, no sabía qué función cumplía en la historia, y nada tampoco de Rod Steiger, y de Alec Guiness, únicamente que llevaba uniforme militar, y se me había borrado (o había borrado) también y por completo el personaje de Ralph Richardson.

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Lo primero que me llamó la atención al verla de nuevo fue la brevedad de las secuencias, sobre todo en la primera parte, cosa rara porque los epics de los sesenta solían durar tres horas o más, y la primera hora siempre era expositiva, y solía fluir como un río apacible, a veces demasiado, como si la narración dispusiera de todo el tiempo del mundo, y eso era cierto: no solo la narración, también los personajes disponían (o creían disponer) de todo el tiempo del mundo: el futuro era para ellos un continente muy lejano. En los epics, que suelen seguir la pauta de las grandes novelas del diecinueve, el primer movimiento siempre acostumbra a darse en clave de adagio porque es el tiempo del idilio, como diría Kundera, el tiempo prima della revoluzione, y el paraíso suele recordarse y mostrarse como un tiempo más allá del tiempo, para luego ser arrasado, fragmentado, por el ritmo feroz del tiempo histórico, que trocea el paraíso como los cascos de una manada de caballos al galope.
Nada de esto sucede en la primera hora de Zhivago. Las secuencias son cortas y escuetas, abundan las elipsis, los fundidos, predomina la sensación de que Moscú es un damero, y los personajes son como piezas destinadas a cruzarse, separarse o encontrarse, estrellas que ignoran formar parte de una constelación, contempladas por una mirada omnisciente, a ratos impasible, a ratos conmovida o burlona; una mirada, pensé, que tenía mucho de nabokoviana, como si Nabokov estuviera reescribiendo, sintetizando, destilando y recolocando el material de Pasternak, aquel autor al que tanto odiaba, aquella novela que tanto detestó, y esa mirada sube para contemplar las calles y las masas a vista de pájaro, un pájaro imperial de grandes alas y círculos lentos, y desciende como un halcón para atrapar y revelar un detalle significativo, y en la noche ronda por las casas desde el exterior, ahora un pájaro gato que escruta, de ventana en ventana, las agitadas maniobras de Steiger tratando de ocultar el intento de suicidio de la madre de Lara, pienso en Nabokov y también en el diablo ubicuo de El maestro y Margarita porque hay puntos de vista absolutamente enloquecidos, como ese plano imposible en el que Zhivago niño contempla el entierro de su madre, el viento que agita las copas de los árboles altísimos, el féretro que se hunde en la fosa, las paletadas finales, y de repente el halcón presta al niño su mirada taladrante para atravesar los dos metros de tierra y bajar a lo hondo y revelar el cuerpo de la madre como una engalanada muñeca en su urna de cristal, como si todavía durmiera en su alcoba. ¿Y eso era una narración “convencional, apolillada, académica”, como dijeron los críticos de la época?
Pienso en Sirk y en Ophuls por esa proliferación de reflejos en ventanas y espejos empañados, y pienso en el cine mudo, en tantas escenas que se resuelven con silencios, miradas o gestos; pienso en Griffith porque lo primero que Zhivago ve de Lara, como si su mirada abriera lentamente en iris, es una mano blanca, fantasmal, que parece flotar en la oscuridad, hasta que la luz crece, encendida por Steiger, y Zhivago comprueba que ella está al otro lado, un vidrio les separa, la ve ahora de cuerpo entero, él en la sombra y ella inalcanzable como en un escaparate súbitamente iluminado, y también es puro cine mudo el chispazo en los cables del tranvía cuando Zhivago y Lara se rozan por primera vez, una idea tan simple, tan descaradamente obvia, tan infantilmente gozosa que solo la hubiera utilizado un espíritu puro como Keaton o un nieto como Lean, al que acaban de regalarle, por méritos propios, el mejor Mecano de su vida, el superjuego de trenes, ha ganado Moscú entero en el Monopoly y lo ha levantado en el desierto de Canillas, es el gran controlador, el maestro de marionetas y el niño que juega con sus construcciones.

Perico Vidal me contó lo de Moscú en Madrid y el Moncayo reconvertido en los Urales, y los trenes soviéticos surcando los campos de Soria, y esa fue una segunda percepción, era difícil ver Zhivago y no pensar en todo eso, no ver rostros de obreros españoles cantando al fin la Internacional, no ver que tras el Kremlin comenzaba Hortaleza, no ver la cera derretida fingiendo ser nieve en la mansión congelada donde Zhivago y Lara se refugian, y difícil también ver esa cera derretida y no pensar que procedía de los enormes candelabros de miss Havisham en Grandes Esperanzas, no trazar ese vínculo dickensiano.
Luego estaban las falsas percepciones (o no), como la historia del espejo.
Contaba Perico que Lean paró la filmación de la secuencia de Lara y Steiger (le llamo Steiger para clarificar: ¿quién se acuerda de que el personaje se llamaba Komarowski?) en el reservado del meublé, y dijo “Que venga Simoni”, que era el decorador, y le pidió que con un punzón de diamante dibujaran en el espejo un corazón atravesado con una flecha, y Perico se atrevió a preguntarle “¿Y el espectador verá eso?”, y Lean le contestó “No lo verá pero lo registrará, Pedro: un Rolls Royce tiene siete capas de pintura y casi nadie lo sabe”.
Pepita estaba absolutamente convencida de que aquella noche alquilamos la película y buscamos la secuencia y paramos la imagen y vimos el corazón en lo alto del espejo, pero la otra noche hicimos lo mismo y no vimos corazón alguno.
La pregunta es: ¿lo habíamos registrado?

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Yo no recordaba los colores, la gradación de los colores dominantes, que volvieron a abrirse ante mis ojos como esas flores japonesas que crecen con el agua. Rojo al principio, Rojo Solferino escribió alguien hablando del color del imperio austrohúngaro, no sé si Joseph Roth en La marcha Radetzky, y ahí estaba el restaurante donde Steiger seducía a Lara, las paredes tapizadas de seda escarlata, tan gineceicas como en Vértigo, y el rojo vampírico en la gota de vino que él atrapaba de sus labios, y luego el vestido rojo furcia en el reservado, y el rojo de las banderas, y el rojo de la sangre. Amarillo más tarde, siempre asociado a Lara en la memoria de Zhivago, el estallido primaveral de girasoles y narcisos, y luego el blanco espectral, el blanco alucinante de la nieve borrando las huellas y las dimensiones, y al final el gris metálico de la nueva era, y el arcoiris desplegándose como una bandera nueva, fugaz, inatrapable, sobre el estruendo del agua en la presa.

Ahora percibes también lo que de pequeño pasaste por alto, llevado por el flujo de la narración: las incoherencias, los agujeros del guión, los personajes esquemáticos, lo artificioso de muchos encuentros, las redundancias de la banda sonora.  La imagen de la mansión helada es preciosa pero ¿de qué se alimentan allí, en una casa cerrada durante tanto tiempo? ¿Y por qué no encienden fuego? ¿Y dónde anda la niña, la hija de Lara, que está con ellos pero desaparece una y otra vez de la acción, y ni siquiera la vemos cuando Steiger irrumpe de nuevo en sus vidas en mitad de la noche, a grandes gritos? Ahora compruebas que Lean, como Hitchcock, otro gran obsesivo, otro supremo maestro de marionetas, prescinde de la lógica y de los personajes que le estorban cuando le deslumbra la fuerza de una imagen, de una situación.
Y al fondo, muy al fondo, están las imágenes secretas, las que creías haber olvidado, las que jurarías no haber visto nunca pero que cuando reaparecen descubres que se clavaron como anzuelos.

La primera es la del tonel, y fascinaría a Zizeck.
Primera Guerra Mundial. Los soldados que deciden desertar en mitad de la nada, desertar en el desierto, y en mitad del desierto hay una vieja cabaña, un abrevadero, un tonel, y al tonel se sube un joven teniente para arengar a la tropa, los alemanes están a diez kilómetros, hemos de hacerles frente o quemarán nuestros pueblos y violarán a nuestras mujeres, y su voz es firme y sincera y vemos los rostros de los soldados escuchándole atentos, y cuando parece que está a punto de convencerles, la tapa del tonel oscila por el peso, el teniente cae y se hunde en el agua, los soldados rompen a reír y justo en ese instante suena un disparo, el agua se tiñe de sangre y se desborda, el teniente muere.
Lo asombroso es que todo eso ha sucedido en un mismo movimiento y tiene algo de construcción shakesperiana en su agolpada alternancia de tonos, la proclama enardecida, la trampa que se abre grotescamente, la caída, las risas, el disparo, la sangre, y, sí, tantas veces es así la vida, todo eso se da junto en cuestión de segundos, y viendo la escena el anzuelo se clava y tira, y comprendes que es muy posible que en ese encadenado de imágenes esté el motor de un sueño demasiadas veces repetido: la tierra se abre bajo mis pies, se separan esas láminas de hierro que cubren los hoyos en las obras, me hundo y las compuertas se cierran de nuevo aprisionando mi cuello, y la gente que pasa por la calle ríe ante mi rostro grotescamente deformado por el dolor, ante mis desesperados intentos de pedir socorro, porque me estoy asfixiando y no sale la voz, veo la escena y veo esos sueños y pienso también en El asfalto, el viejo Ibáñez Menta atrapado en el alquitrán caliente, hundiéndose ante la indiferencia de todos, y es imposible no pensar en que los miedos y ansiedades de los niños de los sesenta probablemente cristalizaran en imágenes como esas.

En otro hoyo profundo está mi abuelo. Mi abuelo está detrás (o debajo) del Zhivago último. Y esto es realmente singular, porque si en la película alguien se parece a mi abuelo es Ralph Richardson, que encarna a Gromiko, el padre adoptivo de Zhivago: la misma mirada, el mismo tipo físico, el sombrero, el chaleco, el abrigo, el bastón. Yo había olvidado también, como olvidé la escena del tonel, el perfil de Ralph Richardson y el maravilloso personaje de Gromiko, un ser plenamente chejoviano al que le roban de golpe su mundo y su época y su jardín de cerezos, y quizás lo olvidé porque Gromiko/Richardson desaparece antes de embocar el tercio final de la película, nos dicen que le han deportado, que quizás se ha ido a vivir a París con Geraldine Chaplin, su hija, la esposa de Zhivago, pero huele a excusa, a cuento para niños, si los niños vienen de París y los abuelos no mueren, van a París también, puedes llegar a pensar eso si no ves su cadáver en el ataúd como yo no vi el cuerpo muerto de mi abuelo.

Al conjuro del último color llega la imagen más oculta.
Se acabó el rojo Solferino en las aterciopeladas paredes de los restaurantes, y el rojo pasional de las banderas y la sangre; se acabó el tiempo amarillo de los campos recién florecidos. Ahora impera el gris, el gris metálico del futuro, Zhivago tomado por el gris en ese tranvía que no le lleva a ninguna parte, Zhivago muriendo de una muerte antiheroica, se rompe en mitad del nuevo mundo su pobre corazón humilde y fatigado, y Lara sigue caminando, ajena, recortada contra esa larga pared gris en la que domina una enorme imagen de Stalin color sangre seca, y el resto es vacío y ella camina hasta fundirse en ese vacío, en ese plano que es casi Antonioni, hasta no ser más que una sombra en el muro y desaparecer tan fuera de campo como Joel McCrea en Duelo en la alta sierra.

Y esto es lo que sube prendido en el anzuelo del color.
Invierno de 1969. Ahora la memoria puede fijar la fecha porque acaba de inaugurarse el tramo San Ramón-Diagonal de la línea 5 del metro de Barcelona. Mi abuelo y yo volvemos del cine Liceo de Sants. ¿Vimos Doctor Zhivago entonces? Bien pudiera ser. Estamos en un vagón de la nueva línea y habría que buscar otra palabra, porque “vagón” llega envuelto en humo espeso, carbonilla, chirridos de hierro, y aquí todo reluce, las puertas se cierran sin ruido, las ruedas se deslizan como flechas de mercurio sobre las vías. Un vehículo ultramoderno, en ruta hacia el futuro, y de repente la noción de que mi abuelo no estará en ese futuro, de que en ese futuro no hay sitio para él, como Hulot en el mundo de Playtime, eso pienso (décimas de segundo) al verle recostado contra el metal pulido, con su viejo abrigo y su viejo sombrero y su vieja bufanda, apoyado en su bastón, el cabello gris, la cara gris, los ojos entrecerrados por el resplandor de las blanquísimas barras fluorescentes, los excesivos brillos del acero y el plástico, y también pienso (décimas de segundo) en el terrible anuncio de Polil, el hombre que mira hacia su pecho y descubre un agujero a través del que se ve lo que hay a su espalda, descubre que comienza a desintegrarse, devorado por las polillas, que comienza a no estar allí.

Hombres y mujeres batidos y abatidos por la historia, hijos de la guerra, marcados por la guerra, como mis padres y mis abuelos, como todos los padres y abuelos de mi generación. Ese es el final de los protagonistas de Doctor Zhivago. Queda un acorde, una herencia. Un acorde de balalaika, una muchacha capaz de hacer música, de seguir haciendo música. Un don.

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Hay 8 Comentarios

Vi Doctor Zhivago en la cinemateca de Bilbao, en un ciclo que dedicaron a la obra de David Lean, uno de mis directores favoritos. La mayoría de sus películas las tenía vistas, esta no. Devoré cada uno de los largos minutos de la película. Destaco algo que me hipnotizó, la conocida banda sonora, y la escena final de la guapísima Julie Christie cruza una calle con el gran retrato del asesino de Stalin. Me ha gustado mucho tu artículo. Gracias

¡Gracias a todos!
(Por cierto, una pregunta menor: ¿a qué obedece esta moda de firmar todo el mundo con seudónimos? Aquí estais en vuestra casa y entre amigos...)

La crítica progre de la época puso a parir la película porque traicionaba en su relato las verdaderas claves de la revolución rusa, potenciando en cambio un romanticismo trasnochado a favor de ese individualismo que se iría a hacer puñetas "cuando vengan los nuestros". Vi la película, no entendía el porqué de esas críticas y de lo que me quedé convencido es de que Lean hizo libremente su interpretación, sin que le importara un pimiento la política y sus oficiantes. Me tranquiliza que el tiempo me haya dado la razón. Primero, después de leer el libro de Tom´s Fernández-Valentí sobre David Lean, y ahora leyendo este hermoso texto de Marcos Ordóñez. "Doctor Zhivago" sigue siendo una hermosa película (era lo que Lean quería), mientras que el cine político de aquellos años 60-70, bendecido por los sanedrines supuestamente izquierdistas, son hoy un puñado de películas aburridas, incomprensibles, demagógicas y anacrónicas. Justicia poética.

Recuerdo que, hace mucho tiempo, cuando yo elogiaba "Doctor Zhivago", mis amigos comunistas respondían como comisarios del Ejército Rojo. Parecían como Pasha, cuando decía; "Poemillas pequeñoburgueses. La vida privada ha muerto en Rusia". Ay, el ciego sectarismo.

Gracias por un texto tan emocionante y tan brillante. Lástima que avid Lean no pueda leerlo, se sentiría feliz. Seguro.

Para mi Zhivago está rodeado de anécrotas.ALgunas banales, ocm que a mi hermana la echaron el colegio, tenía 15 años, por ir a verla. Y la mas sombría, que la secuencia en que la mujer pierde a su bebe intentando subir al vagón es real. O sea, era una extra que lo hizo con su hijo y lo perdió allí mismo. Lean suspendió el rodaje ese día y todo el mundo suponía que no iba a montar el plano y ahí está...

Doctor Zhivago un film excelente desde todos los puntos de vista.

Gracias, Ingeniero.

Menos mal. Esas malas pasadas de la memoria, tan conocidas por mí, te hacen más humano. Y tienen, como se comprueba en este texto -superior- sus compensaciones: Permiten revisitaciones tan buenas como ésta...

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Sobre el blog

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Marcos Ordóñez

Marcos Ordóñez. Escritor, periodista, profesor. Cada sábado escribe en Babelia la sección PURO TEATRO y, cada jueves, en Cultura, EL HOMBRE QUE FUE JUEVES. Intento escribir sobre lo que me da vida. Ultimos libros publicados: Turismo interior (Lumen, 2010), Telón de fondo (El Aleph, 2011), Un jardín abandonado por los pájaros (El Aleph,2013).

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