Aquí comienza la oscuridad, el fulminante invierno.
La escritura de Sanatorio bajo la clepsidra no fue fácil.
En 1935 murió Izydor, su hermano mayor, y Bruno tuvo que hacerse cargo de toda la familia: su madre, Henrietta, su tía Hannia, las dos hijas de esta, la esposa e hijos de Izydor y una vieja prima. Sus únicas fuentes de ingresos eran las clases, que tuvo que multiplicar, y las reseñas literarias. Para ganar algo más de dinero traduce al polaco El proceso de Kafka con la ayuda de su novia, Jozefina Szelinska. Fue, por cierto, una relación breve: la muchacha se convirtió al catolicismo y su familia se opuso frontalmente a que se casara con un judío.
En 1937, Bruno Schulz viaja a París en un insensato intento de exponer sus dibujos, saldado con un fracaso absoluto: se planta allí sin apenas contactos y en pleno verano, con las principales galerías cerradas. En otoño, sin embargo, la Academia polaca le concede el Laurel de oro, un premio muy prestigioso pero sin dotación económica.
Entre clases y reseñas solo encuentra tiempo para trabajar en un nuevo relato, Cometa, casi una “nouvelle” (que en los años noventa publicó en castellano, si no recuerdo mal, la revista "Quimera") y para preparar una novela larga, El Mesías, interrumpida (y desaparecida) a causa de la guerra.
El 1 de septiembre de 1939 Alemania invade Polonia.
El 11, el ejército nazi entra en Drohobycz.
El 17 lo hace el ejército ruso.
El 24, los alemanes se retiran dejando el territorio en manos de los soviéticos, que mantienen a Schulz en su puesto docente pero le obligan a dibujar carteles de propaganda.
La ocupación soviética durará apenas dos años: desde el 17 de septiembre de 1939 hasta el 22 de junio de 1941, cuando Alemania invade Rusia.
El 1 de julio, los nazis ocupan Drohobycz por segunda vez. Cierran las escuelas y Schulz pierde su trabajo. Poco más tarde recluyen a todos los judíos en el gueto.
Schulz y su familia son trasladados a una casa en ruinas, en el número 18 de la calle Stolarska. Le encomiendan un nuevo quehacer: catalogar las bibliotecas polacas confiscadas primero por los rusos y luego por los alemanes. A finales de ese año, Bruno Schulz se convierte en perro.
Felix Landau, Hauptscharführer (entre suboficial y jefe de pelotón) de las SS había llegado a Drohobycz al mando de un destacamento encargado de confinar y exterminar a los judíos de la zona. En su terrorífico diario, que envía en cartas sucesivas a su novia, habla de sus cotidianos “ejercicios de tiro” y de que “tiene un nuevo perro, que dibuja muy bien”.
Un “perro” era un “judío útil”, un esclavo al servicio absoluto de un nazi.
El primer (y último) trabajo que Landau encomienda a Schulz es la pintura de un mural en la habitación de su hijo pequeño, con escenas de los cuentos de los hermanos Grimm, por el que recibirá “varias raciones extras de comida”.
Y entonces pasa que en uno de sus “ejercicios de tiro”, Landau asesina al “dentista personal” de un jefe de la Gestapo llamado Karl Günther, y las ruedas de la atroz maquinaria se aceleran.
El 19 de noviembre de 1942, Schulz estaba planeando escapar del ghetto. Había conseguido documentación falsa y algo de dinero gracias a unos amigos, a los que encomendó la custodia de sus dibujos y manuscritos.
Aquella mañana había terminado el mural infantil y cruzaba el “barrio ario” rumbo a su casa de la calle Stolarska, con unas barras de pan bajo el brazo como pago por su labor. Su amigo Izydor Friedman fue testigo de su muerte, que tuvo lugar en la esquina de las calles Czacki y Mickiewicz.
Todo fue muy rápido. Karl Günther se acercó a Schulz, desenfundó su pistola y le disparó un tiro en la nuca. Luego, al parecer, se presentó ante Landau y le dijo: “Mataste a mi perro y yo he matado al tuyo”.
En 1946, uno de los supervivientes del ghetto de Drohobycz reconoció a Felix Landau en Linz. Fue detenido por soldados del ejército americano y conducido al campo de prisioneros de Glasenbach, del que logró escapar en agosto de 1947. Diez años más tarde le localizaron de nuevo: bajo el nombre de Rudolf Jashcke dirigía una tienda de decoración de interiores en Bavaria. Acusado de incontables asesinatos, un tribunal de Sttutgart le condenó a cadena perpetua.
Bruno Schulz murió dos veces: asesinado por los nazis y sepultado por los comunistas, que le consideraron una reliquia del pasado, un típico ejemplo de la podredumbre burguesa.
A finales de los cincuenta, sus amigos y compatriotas Jerzy Ficowski y Artur Sandauer localizaron algunas cajas con sus dibujos y manuscritos. Aunque se habían perdido muchísimas cartas y El Mesías jamás apareció, había suficiente material como para comenzar a reivindicar su obra y darla a conocer mundialmente, tarea a la que dedicaron sus vidas.
La portentosa escritura de Bruno Schulz ha sido fuente de inspiración para Philip Roth, Cynthia Ozick, Nicole Krauss, Ugo Riccarelli, David Grossman y muchos otros.
El teatro de Tadeusz Kantor (especialmente La clase muerta, inspirada en su relato "El jubilado") no puede entenderse sin la influencia de Schulz. No olvidaremos nunca La clase muerta y tampoco olvidaremos la adaptación que Simon McBurney y sus huestes del Théâtre de Complicité hicieron de sus cuentos en The Street of Crocodiles que vimos, con los ojos ardiendo, en el 93, con el enorme César Sarachu como Josef, el alter-ego de Schulz.
Joaquín Armada, en un comentario a la anterior entrega de este texto, me hace saber un hecho singular: Jonathan Safran Foer tiene un texto llamado Tree of Codes que es, deduzco por lo que cuenta, una apropiación/poda/reeescritura de La calle de los cocodrilos, su cuento favorito de Schulz. Creo que lo entiendo. No me gusta, claro, pero lo entiendo. ¿Altanería posmoderna? Sí, desde luego, es muy probable. Pero también un raro, oblicuo acto de amor. Hay algo excesivo, desmesurado, en los textos de Schulz, y a más de uno se le despierta el editor que lleva dentro; quiere frenarle, hacerle más asumible, podar un poco esas ramas que crecen como una metástasis. Y también hacerlo suyo, mimetizarse con él. ¿Cómo no voy a entenderlo, si lo primero que yo escribí, de chaval, fue una "apropiación" de El fantasma de Canterville? Me gustaba tanto, tantísimo, el cuento de Wilde, que me puse a "escribirlo" a mi manera, con absoluta torpeza y absoluto amor, para, imagino, que formase parte de mí, para que entrara, por así decirlo, en mi torrente sanguíneo.
A finales de los ochenta, Montesinos publicó, si no recuerdo mal, Sanatorio bajo la clepsidra, con un prólogo de Updike. A principios de los noventa, Debate reeditó Las tiendas de color canela, con prólogo de Ernesto Ayala-Dip. Y Siruela, unos años más tarde, antologizó sus cuentos en un volumen titulado Madurar hacia la infancia. Y la heroica editorial gallega Maldoror publicó luego su obra completa, en soberbias traducciones de Violetta Beck y Jorge Segovia.
Hay una última historia. En 2001, el documentalista alemán Benjamin Geissler localiza el mural pintado por Schulz. Las imágenes de los cuentos de Grimm aparecieron, bajo una capa de pintura rosa, en la despensa de una casa que había pertenecido a un jerarca comunista.
Los técnicos del Museo Adam Mickiewicz de Varsovia, que cuenta con una colección de trescientas obras de Schulz, comenzaron las obras de restauración del mural.
En mayo de 2002, una delegación del Yav Vashem israelí, el museo y centro de estudios dedicados a la memoria del Holocausto, se presentó en el lugar para examinar el mural y, según los restauradores de Drohobycz, arrancaron cinco fragmentos y se los llevaron a Jerusalén.
A partir de entonces comienza el cruce de acusaciones entre unos y otros: los unos aseguran que pagaron a la municipalidad para llevarse los fragmentos; los otros afirman que fue un robo descarado.
Sea como fuere, en 2008 llegaron a un acuerdo.
Israel reconoció que las pinturas formaban parte del “legado cultural ucraniano”, pero que no las iba a devolver porque Schulz era judío, y que su lugar era el Yav Vashem, de modo que la municipalidad de Drohobycz firmó con ellos un “alquiler a largo plazo”.
En 2009, el museo Yad Vashem exhibió públicamente los fragmentos del mural de Bruno Schulz.