Bulevares Periféricos

Sobre el blog

Teatro, Literatura, Cine, Música, Series: arte en general. Lo que alimenta, lo que vuelve. Crónicas, investigaciones, deslumbramientos. Y entrevistas (más conversaciones que entrevistas). Y chispazos, memoria, dietario, frases escuchadas al azar (o no). Y lo que vaya saliendo.

Sobre el autor

Marcos Ordóñez

Marcos Ordóñez. Escritor, periodista, profesor. Cada sábado escribe en Babelia la sección PURO TEATRO y, cada jueves, en Cultura, EL HOMBRE QUE FUE JUEVES. Intento escribir sobre lo que me da vida. Ultimos libros publicados: Turismo interior (Lumen, 2010), Telón de fondo (El Aleph, 2011), Un jardín abandonado por los pájaros (El Aleph,2013).

Bruno Schulz: nadando en un Chagall sumergido (II)

Por: | 31 de octubre de 2012

Otro autorretrato de Schulz

Aquí comienza la oscuridad, el fulminante invierno.

La escritura de Sanatorio bajo la clepsidra no fue fácil.
En 1935 murió Izydor, su hermano mayor, y Bruno tuvo que hacerse cargo de toda la familia: su madre, Henrietta, su tía Hannia, las dos hijas de esta, la esposa e hijos de Izydor y una vieja prima. Sus únicas fuentes de ingresos eran las clases, que tuvo que multiplicar, y las reseñas literarias. Para ganar algo más de dinero traduce al polaco El proceso de Kafka con la ayuda de su novia, Jozefina Szelinska. Fue, por cierto, una relación breve: la muchacha se convirtió al catolicismo y su familia se opuso frontalmente a que se casara con un judío.
En 1937, Bruno Schulz viaja a París en un insensato intento de exponer sus dibujos, saldado con un fracaso absoluto: se planta allí sin apenas contactos y en pleno verano, con las principales galerías cerradas. En otoño, sin embargo, la Academia polaca le concede el Laurel de oro, un premio muy prestigioso pero sin dotación económica.

Entre clases y reseñas solo encuentra tiempo para trabajar en un nuevo relato, Cometa, casi una “nouvelle” (que en los años noventa publicó en castellano, si no recuerdo mal, la revista "Quimera") y para preparar una novela larga, El Mesías, interrumpida (y desaparecida) a causa de la guerra.

El 1 de septiembre de 1939 Alemania invade Polonia.
El 11, el ejército nazi entra en Drohobycz.
El 17 lo hace el ejército ruso.
El 24, los alemanes se retiran dejando el territorio en manos de los soviéticos, que mantienen a Schulz en su puesto docente pero le obligan a dibujar carteles de propaganda.
La ocupación soviética durará apenas dos años: desde el 17 de septiembre de 1939 hasta el 22 de junio de 1941, cuando Alemania invade Rusia.
El 1 de julio, los nazis ocupan Drohobycz por segunda vez. Cierran las escuelas y Schulz pierde su trabajo. Poco más tarde recluyen a todos los judíos en el gueto.
Schulz y su familia son trasladados a una casa en ruinas, en el número 18 de la calle Stolarska. Le encomiendan un nuevo quehacer: catalogar las bibliotecas polacas confiscadas primero por los rusos y luego por los alemanes. A finales de ese año, Bruno Schulz se convierte en perro.

Felix Landau, Hauptscharführer (entre suboficial y jefe de pelotón) de las SS había llegado a Drohobycz al mando de un destacamento encargado de confinar y exterminar a los judíos de la zona. En su terrorífico diario, que envía en cartas sucesivas a su novia, habla de sus cotidianos “ejercicios de tiro” y de que “tiene un nuevo perro, que dibuja muy bien”.
Un “perro” era un “judío útil”, un esclavo al servicio absoluto de un nazi.
El primer (y último) trabajo que Landau encomienda a Schulz es la pintura de un mural en la habitación de su hijo pequeño, con escenas de los cuentos de los hermanos Grimm, por el que recibirá “varias raciones extras de comida”.
Y entonces pasa que en uno de sus “ejercicios de tiro”, Landau asesina al “dentista personal” de un jefe de la Gestapo llamado Karl Günther, y las ruedas de la atroz maquinaria se aceleran.

La esquina donde fue asesinado (foto tomada en 2004)

El 19 de noviembre de 1942, Schulz estaba planeando escapar del ghetto. Había conseguido documentación falsa y algo de dinero gracias a unos amigos, a los que encomendó la custodia de sus dibujos y manuscritos.
Aquella mañana había terminado el mural infantil y cruzaba el “barrio ario” rumbo a su casa de la calle Stolarska, con unas barras de pan bajo el brazo como pago por su labor. Su amigo Izydor Friedman fue testigo de su muerte, que tuvo lugar en la esquina de las calles Czacki y Mickiewicz.
Todo fue muy rápido. Karl Günther se acercó a Schulz, desenfundó su pistola y le disparó un tiro en la nuca. Luego, al parecer, se presentó ante Landau y le dijo: “Mataste a mi perro y yo he matado al tuyo”.

En 1946, uno de los supervivientes del ghetto de Drohobycz reconoció a Felix Landau en Linz. Fue detenido por soldados del ejército americano y conducido al campo de prisioneros de Glasenbach, del que logró escapar en agosto de 1947. Diez años más tarde le localizaron de nuevo: bajo el nombre de Rudolf Jashcke dirigía una tienda de decoración de interiores en Bavaria. Acusado de incontables asesinatos, un tribunal de Sttutgart le condenó a cadena perpetua.

Bruno Schulz murió dos veces: asesinado por los nazis y sepultado por los comunistas, que le consideraron una reliquia del pasado, un típico ejemplo de la podredumbre burguesa.
A finales de los cincuenta, sus amigos y compatriotas Jerzy Ficowski y Artur Sandauer localizaron algunas cajas con sus dibujos y manuscritos. Aunque se habían perdido muchísimas cartas y El Mesías jamás apareció, había suficiente material como para comenzar a reivindicar su obra y darla a conocer mundialmente, tarea a la que dedicaron sus vidas.
La portentosa escritura de Bruno Schulz ha sido fuente de inspiración para Philip Roth, Cynthia Ozick, Nicole Krauss, Ugo Riccarelli, David Grossman y muchos otros.
El teatro de Tadeusz Kantor (especialmente La clase muerta, inspirada en su relato "El jubilado") no puede entenderse sin la influencia de Schulz. No olvidaremos nunca La clase muerta y tampoco olvidaremos la adaptación que Simon McBurney y sus huestes del Théâtre de Complicité hicieron de sus cuentos en The Street of Crocodiles que vimos, con los ojos ardiendo, en el 93, con el enorme César Sarachu como Josef, el alter-ego de Schulz. 
Joaquín Armada, en un comentario a la anterior entrega de este texto, me hace saber un hecho singular: Jonathan Safran Foer tiene un texto llamado Tree of Codes que es, deduzco por lo que cuenta, una apropiación/poda/reeescritura de La calle de los cocodrilos, su cuento favorito de Schulz. Creo que lo entiendo. No me gusta, claro, pero lo entiendo. ¿Altanería posmoderna? Sí, desde luego, es muy probable. Pero también un raro, oblicuo acto de amor. Hay algo excesivo, desmesurado, en los textos de Schulz, y a más de uno se le despierta el editor que lleva dentro; quiere frenarle, hacerle más asumible, podar un poco esas ramas que crecen como una metástasis. Y también hacerlo suyo, mimetizarse con él. ¿Cómo no voy a entenderlo, si lo primero que yo escribí, de chaval, fue una "apropiación" de El fantasma de Canterville? Me gustaba tanto, tantísimo, el cuento de Wilde, que me puse a "escribirlo" a mi manera, con absoluta torpeza y absoluto amor, para, imagino, que formase parte de mí, para que entrara, por así decirlo, en mi torrente sanguíneo.
A finales de los ochenta, Montesinos publicó, si no recuerdo mal, Sanatorio bajo la clepsidra, con un prólogo de Updike. A principios de los noventa, Debate reeditó Las tiendas de color canela, con prólogo de Ernesto Ayala-Dip. Y Siruela, unos años más tarde, antologizó sus cuentos en un volumen titulado Madurar hacia la infancia. Y la heroica editorial gallega Maldoror publicó luego su obra completa, en soberbias traducciones de Violetta Beck y Jorge Segovia.

La habitación donde se encontró el mural

Hay una última historia. En 2001, el documentalista alemán Benjamin Geissler localiza el mural pintado por Schulz. Las imágenes de los cuentos de Grimm aparecieron, bajo una capa de pintura rosa, en la despensa de una casa que había pertenecido a un jerarca comunista.
Los técnicos del Museo Adam Mickiewicz de Varsovia, que cuenta con una colección de trescientas obras de Schulz, comenzaron las obras de restauración del mural.
En mayo de 2002, una delegación del Yav Vashem israelí, el museo y centro de estudios dedicados a la memoria del Holocausto, se presentó en el lugar para examinar el mural y, según los restauradores de Drohobycz, arrancaron cinco fragmentos y se los llevaron a Jerusalén.

A partir de entonces comienza el cruce de acusaciones entre unos y otros: los unos aseguran que pagaron a la municipalidad para llevarse los fragmentos; los otros afirman que fue un robo descarado.
Sea como fuere, en 2008 llegaron a un acuerdo.
Israel reconoció que las pinturas formaban parte del “legado cultural ucraniano”, pero que no las iba a devolver porque Schulz era judío, y que su lugar era el Yav Vashem, de modo que la municipalidad de Drohobycz firmó con ellos un “alquiler a largo plazo”.

En 2009, el museo Yad Vashem exhibió públicamente los fragmentos del mural de Bruno Schulz.

  Un fragmento del mural

Puro teatro: "Incandescencias" (3-11-12)

Por: | 30 de octubre de 2012

Sobre Un trozo invisible de este mundo y Oleanna

El hombre que fue jueves: "El gran García Pelayo" (1-11-12)

Por: | 30 de octubre de 2012

Sobre el cine de Gonzalo García Pelayo

Puro teatro: "Talentos, corazones negros y mejores ocasiones" (27-10-12)

Por: | 27 de octubre de 2012

Sobre Los Talentos, Las mejores ocasiones y Corazón de tinieblas

El hombre que fue jueves: "El azul del logro" (25-10-12)

Por: | 25 de octubre de 2012

El azul del logro

Bruno Schulz: nadando en un Chagall sumergido (I)

Por: | 24 de octubre de 2012

Portada de la edición de Barral de Las tiendas de color canela1972. Tenía quince años cuando descubrí a Bruno Schulz. Era la época en que me acercaba a libros y discos por sus portadas o sus títulos. El de la edición de Barral no podía ser más perfumado: Las tiendas de color canela. ¿Habéis visto esas películas – Merlín el Encantador es la primera que me viene a la cabeza – en las que un mago le entrega un libro a un niño, y el niño lo abre y del libro brota una luz intensa y dorada, una luz que parece venir de un tiempo sin tiempo?
Schulz era el mago y el libro era su libro, y yo había dejado de ser niño pero volví a ver mi rostro de entonces, de nuevo iluminado por la luz de verano eterno de sus páginas. O reflejado, porque al otro lado de aquel espejo había otro niño de ojos entrecerrados y sonrisa triste, un niño llamado Bruno que no había querido crecer, y vivía, viviría siempre, en un país tan lejano, rutilante y desaparecido como el de los veranos de mi infancia.
Así comenzaba “Agosto”, el primer relato del libro: “En el mes de julio mi padre se iba a tomar las aguas y nos dejaba, a mi madre, a mi hermano mayor y a mí, abandonados a las jornadas del verano, resplandecientes y embriagadoras. Hojeábamos, aturdidos por la luz, el gran libro de las vacaciones, cuyas páginas centelleaban de sol y conservaban en su fondo la pulpa de las peras doradas, azucaradas hasta el éxtasis”.

Aquel otoño creí descubrir un nuevo libro de Schulz en la librería Ianua de la Vía Augusta barcelonesa, una posible segunda parte de Las tiendas de color canela. Se llamaba La calle de los cocodrilos y pensé, no sin cierta lógica (a menudo el deseo necesita de la lógica) que bien podría ser una extensión del cuento central de Las tiendas, quizás una novela corta. El libro tenía membrete argentino (Centro Editor de America Latina, colección Narradores de hoy). En aquella época llegaban aquí con gran puntualidad las ediciones sudamericanas. Me abalancé sobre el índice. Decepción. Era Las tiendas retitulado. Y mutilado, porque faltaban tres relatos, “La borrasca”, “La noche de julio” y “La estación muerta”, así que volví a acariciar el volumen de Barral (con su sobrecubierta de plástico, algo insólito entonces y no digamos hoy) como si fuera un álbum de cromos sin un solo hueco. Sin embargo, al cabo de un tiempo lo compré. Era una tontería, pero quería tenerlo. Yo diría que no era por completismo. No, no exactamente. A lo mejor pensé que, muy a la manera de Schulz, podría mutar por la noche y convertirse en el libro que yo deseaba. No es mala idea para un cuento. Sí, la mutación solo se produciría por la noche. A la mañana siguiente, el libro volvería a ser el que era. Noche tras noche, el libro va cobrando vida, tiembla, se agita, desprende luz, calor. En uno de los finales posibles, el libro asesina a un enemigo del chaval lector. Un nazi, por ejemplo, que viene a llevárselo a los campos. Madrugada. El libro echa a volar. Entra por la ventana de la habitación del oficial nazi que a la mañana siguiente ha de llevarse a la familia a un campo de concentración. Las hojas del libro le seccionan la carótida. El libro vuelve a la mesilla de noche, como un pájaro fatigado. El tajo en el cuello desaparece, diagnostican muerte natural. Ni el niño ni su familia, por supuesto, sabrán nunca que el libro les ha salvado.Título posible: La venganza de Bruno).

Las tiendas de color canela trepó sin el menor esfuerzo a lo alto de un podio donde refulgían El país de octubre, de Bradbury, e Historias del atardecer, de Buzzati, lecturas capitales de aquel año. No sabía hasta qué punto iba a convertirse en una influencia perdurable. Lo comprobé este verano, mientras acababa de escribir Un jardín abandonado por los pájaros. La parte del verano, por supuesto. Algunas imágenes, algunos éxtasis. ¿O sí lo sabía, lo supe desde que atravesé su espejo y de la mano del pequeño Bruno nadé entre las criaturas de su mundo como quien nada en el interior de un Chagall sumergido?

Autorretrato de Bruno Schulz

Nadar en un Chagall sumergido. Es curioso. Anteayer hablo con Jorge Carrión. Le digo que estoy escribiendo un papel sobre Bruno Schulz y me dice, con su incendiada seriedad habitual, dos cosas.
La primera: “Haces bien. Schulz no está lo bastante presente en nuestro imaginario. Hay que insistir”.
La segunda: “Tienes que leer Véase: amor de David Grossman”.
Me cuenta que el protagonista de la novela de Grossman es un novelista llamado Momik, superviviente del Holocausto, que quiere escribir sobre Bruno Schulz y, si lo entendí bien, en un universo paralelo logra salvar a Schulz de su muerte convirtiéndole en salmón y lanzándole al mar.

Nademos un rato juntos por la Galitzia sumergida.

Hijo de un comerciante judío que regentaba una tienda de tejidos en Drohobycz, una pequeña ciudad al suroeste de la Galitzia austrohúngara (luego Polonia, hoy Ucrania), Bruno Schulz se dio a conocer como grabador y dibujante antes de convertirse, con solo dos libros de cuentos, en un mito literario, el “tercer mosquetero”, junto a Witkiewicz y Gombrowicz, de la vanguardia polaca. Había estudiado arte en una academia de Viena y arquitectura en la universidad de Lwow, la capital de Galitzia bajo el imperio austrohúngaro, y comenzó a escribir para aliviar el aburrimiento provinciano: la colección de cartas enviada a su amiga, la novelista Debora Vogel, en las que narraba episodios de su infancia, fue descubierta por otra escritora, Zofia Nalkowska, que quedó fascinada por la originalidad y la fuerza poética de aquellos textos, y le propuso a Schulz su publicación. Pero eso todavía estaba lejos.
En 1922 da clases de dibujo en el instituto de Drohobycz y empieza a exponer sus obras. Ese año edita un volumen singular, El libro idólatra, que parece inspirado a medias por las pinturas negras de Goya y La Venus de las pieles, de su compatriota Sacher-Masoch: aquel “gnomo misantrópico, de apenas metro y medio de estatura, enorme cabeza y ojos febriles”, como le describió su amigo Artur Sandauer, se retrata encogido, humillado, postrado a los pies de mujeres altivas y descomunales que no parecen reparar en su adoración.

Portada de la edicion original de Las tiendas de color canelaEn 1933, para sorpresa de todos, publica Las tiendas de color canela, crónica de aquel estío arcádico “que se derramaba como miel” sobre una Drohobycz elevada a la categoría de “República de los Sueños”, cercada por los voraces comerciantes de la nueva era (a un lado, el mundo de las tiendas humildes y anacrónicas; al otro, la temible calle de los Cocodrilos) y presidida por el viejo Jakub Schulz, el padre inabarcable, contradictorio, dulcísimo y tiránico, por quien el pequeño Bruno profesaba una admiración sin límites y en el que quiso ver la encarnación de la imaginación creadora: un soñador al que la enfermedad permitió abandonar el negocio de telas y que en el libro aparece como un demiurgo enloquecido y dichoso, entregándose a experiencias mesméricas, criando pájaros exóticos en el desván, regalando toda su bodega de vino de frambuesas al cuerpo de bomberos de la ciudad, construyendo complicadas máquinas y tratando de insuflar vida a un ejército de maniquíes, mientras los comerciantes enriquecidos por la guerra y el petróleo de la vecina localidad de Boryslaw intentan hacerle vender su tienda, y la temible Adela, la criada que quintaesencia el orden racional, desbarata una y otra vez, a golpes de escoba, sus fantásticos proyectos.
Su universo literario y vital, escribió Kapuscinski, “era un triángulo formado por las calles Florianska, Zielona y la plazoleta de la panadería”.

No habría salido de ese triángulo, contemplado desde la ventana de su habitación, de no ser por el éxito de Las tiendas de color canela. La excelente acogida crítica le lleva a colaborar en varias revistas literarias y a conocer a sus pares. Fue el primero en escribir una reseña entusiasta de Ferdydurke, y Gombrowicz detectó en su mundo otra reivindicación pareja de la inmadurez como fuerza creadora. Y gracias a Witkiewicz, que alabó sin reservas las propuestas estéticas condensadas en "Tratado de los maniquíes", tan cercanas a su teoría de la Forma Pura, fue quien le animó a escribir Sanatorio bajo la clepsidra, su segundo y último libro de cuentos, que publicará en 1937.
El lirismo sensual y veraniego de Las tiendas de color canela vira aquí hacia la fantasmagoría invernal, desolada. El padre ha muerto, pero Josef, el mismo protagonista del libro anterior, el alterego de Bruno, lo encuentra de nuevo en el misterioso sanatorio del título. Un médico, que bien podría llamarse Valdemar, le dice: “La muerte que alcanzó a su padre en su país aquí no ha llegado todavía”. El sanatorio parece alzarse en la misma zona imaginaria en la que Bioy situó El perjurio de la nieve, y quizás no sea muy distinto del sheol judío, una suerte de purgatorio donde los muertos siguen existiendo pero viven una especie de vida congelada, la sombra de una vida: no experimentan nada ni tienen conciencia de nada, ni siquiera de Dios. Así lo vio Wojciech Has, el genial adaptador del Manuscrito encontrado en Zaragoza, cuando llevó al cine Sanatorio bajo la clepsidra en 1973.

La semana que viene sigo. No se vayan.

Para Jorge Carrión.

Para ir ganando tiempo (telegrama)

Por: | 22 de octubre de 2012

Cuatro funciones en Madrid que no hay que perderse:
(o sea, que vayan reservando entradas ya)

a) Noche de Reyes (Shakespeare) en la Abadía. El reparto es un tanto desigual, pero la dirección de Eduardo Vasco es imaginativa y elegante. A destacar los espléndidos trabajos de Arturo Querejeta (Feste), Daniel Albaladejo (Orsino) y Hector Carballo (Malvolio)

b) La verdad, de Florian Zeller, en el Cofidis/Alcázar. Un vodevil con ecos de Pirandello y Guitry (y  una última escena de antología), muy bien dirigido por un Flotats que podría pasarse veinte pueblos, pero felizmente no sigue la desmesurada línea de Pierre Arditi en París y está admirablemente sobrio, matidazídismo. Muy buenas interpretaciones también de María Adánez y Aitor Mazo.

c) Los hijos se han dormido, de Chejov/Veronese, en Naves del Matadero. La gaviota en estado de incandescencia. Reparto sensacional al completo. Repito: al completo. O sea, por orden de aparición: Malena Alterio, Diego Martín, Miguel Rellán, Pablo Rivero, Marina Salas, Malena Gutiérrez, Aníbal Soto, Alfonso Lara, Susi Sánchez, Ginés García Millán. Si aún creen que Chejov es aburrido, no encontrarán mejor ocasión para convencerse de lo contrario.

c) Un trozo invisible de este mundo, de Juan Diego Botto, con formidable dirección de Peris-Mencheta. También en el Matadero. Una de las mejores piezas de teatro político/social (o como quieran llamarlo: o gran teatro, a secas). Brillantes  textos de Botto, que está descomunal, impresionante, apabullante. De todos los monólogos, Turquito te parte el corazón y está a la altura del mejor Eduardo Pavlovski.

Y en Barcelona, tres parejas que se salen:

Ramon Madaula y Carlota Olcina en Oleana, de Mamet (dir. David Selvas, Romea)
Anna Alarcón y Xavier Sàez en Sé de un lugar (texto y dir. Iván Morales, Romea - hall)
Ramon Vila y Jordi Rico (sin olvidarnos de Norbert Martínez), en Las mejores intenciones ("Les millors intencions), de Jordi Casanovas, dir. Ferran Utzet (Flyhard)

Los próximos sábados me explayo.

Puro teatro: "El capitán y yo" (20-10-12)

Por: | 20 de octubre de 2012

Sobre Sonrisas y lágrimas

Big Time 12: "Doctor Zhivago"- Rusia en Madrid y Soria

Por: | 19 de octubre de 2012

Habla Perico Vidal:

David Lean rodando en la Rusia de Canillas

Teddy Villalba siempre me había hablado maravillas del set que los equipos de Gil Parrondo y Paco Prósper levantaron en Las Matas para rodar 55 días en Pekín (el Palacio Imperial, las legaciones, el tren, la muralla de la Ciudad Prohibida), pero cuando veía el trabajo de John Box y Terence Marsh en Zhivago reconocía que no se quedaban atrás. Bueno, el trabajo de Box y de Marsh y de Fowlie, aunque Eddie se ocupaba más bien de los efectos especiales pero también participó mucho en el diseño de decorados, y de Gil Parrondo, al que no acreditaron pero que aportó, como siempre, ideas y resoluciones formidables, y de Agustín Pastor, que estaba al frente de la producción, y de Miguel Sancho, que era el jefe de eléctricos… El equipo era tan grande y con tantos tipos estupendos que esto se convertiría en el listín telefónico. Ah, y Dario Simoni, del que no nos podemos olvidar es del gran Simoni, que ya había estado en Lawrence y con Reed había hecho El tercer hombre y luego hizo El tormento y el éxtasis, y después La mujer indomable con Zeffirelli. Enorme profesional.

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El hombre que fue jueves: Que TVE salve a la reina (18-10-12)

Por: | 18 de octubre de 2012

Sobre la serie Isabel

El País

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