Bulevares Periféricos

Sobre el blog

Teatro, Literatura, Cine, Música, Series: arte en general. Lo que alimenta, lo que vuelve. Crónicas, investigaciones, deslumbramientos. Y entrevistas (más conversaciones que entrevistas). Y chispazos, memoria, dietario, frases escuchadas al azar (o no). Y lo que vaya saliendo.

Sobre el autor

Marcos Ordóñez

Marcos Ordóñez. Escritor, periodista, profesor. Cada sábado escribe en Babelia la sección PURO TEATRO y, cada jueves, en Cultura, EL HOMBRE QUE FUE JUEVES. Intento escribir sobre lo que me da vida. Ultimos libros publicados: Turismo interior (Lumen, 2010), Telón de fondo (El Aleph, 2011), Un jardín abandonado por los pájaros (El Aleph,2013).

Retorno a "American Graffiti" (I)

Por: | 30 de noviembre de 2012

American Graffiti - el cartel original
El 10 de agosto de 1974 se estrenó American Graffiti en el cine Rex de Barcelona. Yo no podía haber elegido mejor momento para verla: tenía 17 años, la edad de sus protagonistas, y, como ellos, estaba a punto de ir a la universidad, lo que equivalía, según sentencia del tiempo, a entrar en el mundo adulto. Fui a la primera sesión. No sabía nada de la película ni de su director, pero intuía, por el cartel dibujado por Mort Drucker, que iba a gustarme una barbaridad: prometía una comedia con muchas historias y muchos personajes. Lo de Graffiti no sabía yo qué cosa era, pero América era el talismán, la palabra clave. Casi una contraseña secreta, porque en aquella época (y en los círculos en los que yo me movía) no era muy conveniente manifestar tal adoración. América estaba pero que muy mal vista. América era el enemigo. América era Nixon y el imperialismo y la alienación. Sin embargo, yo veneraba (casi) todo lo que tuviera que ver con América.
Sus escritores. Su música. Sus películas. Su comida. Su bebida. Su ensueño.
José María Pou me contó una vez que, a sus diecisiete años, se tumbaba las noches de verano en la terraza de su piso de Madrid, y entrecerrando los ojos veía las lucecitas azules de los depósitos del Campo del Gas y se imaginaba que aquello era la bahía de San Francisco. Yo no tenía entonces ni terraza ni Campo del Gas, pero al escuchar eso le abracé como se abraza a un hermano de sangre.

Aquella tarde del verano del 74 pasaron unas cuantas cosas importantes, como se irá viendo.
Se apagan las luces. Gira el globo del mundo. Aparece el rótulo dorado de Universal Pictures. Una mano invisible busca una emisora en el dial. Comienza a sonar Rock Around the Clock en la versión original de Bill Haley y los Comets y de pronto se disparan todos los pies de la audiencia. Hay que señalar que poco rock había en la Barcelona de la época. Había cançó y había rock con etiquetas: rock progresivo, rock layetano. En ambos negociados brillaban perlas aisladas, y había planetas de órbita propia (Sisa, Pau Riba, Ia & Batiste), pero rock, lo que se dice rock, no había.
Aquel feliz pataleo fue una comunión instantánea, algo que yo no volví a ver hasta el 77, cuando se estrenó The Great Rock’n Roll Swindle, la película de los Sex Pistols. En un momento, por cierto, en el que los grupos punk de la península también era muy, pero que muy escasos.
Así que en American Graffiti estaba la música y estaba la luz.
El primer plano ya me cortó el hipo: las luces del Mel’s Drive In, recién encendidas, y al fondo la luz del atardecer en California. Y el brillo de los coches, aquellos coches increíbles, casi extraterrestres. Y el brillo de los rótulos luminosos.
Y la música, que parecía no parar. Y cuando todo se juntaba, cuando arrancaban los coches por la calle principal y comenzaba a sonar Runaway, de Del Shannon… Dios, qué belleza. Qué escalofrío. Yo solo había salido corriendo de un cine a comprar la banda sonora cuando vi Casino Royale, porque la alquimia de Burt Bacharach y Herb Alpert hizo estallar un enjambre de burbujas en mi cabeza. Para pillar la banda sonora de American Graffiti tuve que esperar un poco, porque el disco era doble, tenía 40 canciones, y costaba una pasta.
En 1973, si no me equivoco, se había estrenado The Last Picture Show, de Peter Bogdanovich. Muy bonita, no diré que no, pero mortalmente seria. Deliberadamente deprimente, me pareció a mi. Vale, el personaje que hacía Ben Johnson, Sam el León, era una preciosidad, pero lo que pasaba en aquel pueblo era para como para cortarse las venas. Yo le cogí manía a The Last Picture Show porque aquella película volvió locos a mis cuates. Encajaba de perlas en sus esquemas: todo lo que podía salir mal salía peor. Era, decían, una crítica del sueño americano. Y no una “fantasía cómplice”, como calificaron a American Graffiti. ¡Por supuesto que American Graffiti era una fantasía! ¡Un sueño en estado puro era! La noche de sábado que le hubiera gustado vivir a George Lucas. Y a mí. Y a todo hijo de vecino. Salvo a mis cuates, claro.
Viendo de nuevo American Graffiti pienso en el verso final de 1914, el gran poema de Philip Larkin:
No Such Innocence Again.
Pero lo que decía antes: es una inocencia falsa. Es un deseo de inocencia.
Modesto, California, donde transcurre la acción, no es el territorio de la realidad sino del deseo. Es el jardín del Edén, pero cercado.
No hacía falta ser marxista para olerse eso.
La realidad estaba afuera. La realidad de American Graffiti era la de la inminente crisis de los misiles, el momento álgido de la guerra fría, cuando el fin del mundo parecía estar a la vuelta de la esquina. Lucas tampoco era idiota. Una cosa es que no ligara los sábados por la noche y otra que se chupara el dedo. Por eso la película acaba como acaba. Ya llegaremos a eso.

Mel's Drive In - atardecer

George Lucas había debutado en 1971 con una película de ciencia ficción que tenía muchas pretensiones de profundidad y no fue a ver ni su padre. El título ya era un tanto escarpado: THX 1138. Su amigo Coppola le vino a decir: “Venga, George, que tú tampoco eres tan sombrón. Hombre, a ratos sí lo eres, pero también tienes tu corazoncito. ¿Por qué no haces algo más, digamos, humano, entretenido, con su risa y su emoción y su cosa?”. Lucas recogió el guante y dijo “Vale, contaré mi adolescencia y la de los que estaban a mi alrededor”.
Y entonces hizo American Graffiti, la mejor película de su vida. La más personal, la más bonita, la más poética, la más redonda, la menos calculada.
Maravillosamente narrada, con una fluidez increíble.
Todo ocurre en una sola noche, una noche de verano, desde el atardecer al amanecer del siguiente día, y se nos cuentan un montón de historias. De esta película me gusta todo, porque todo está en su sitio.
El humor, la poesía, la emoción contenida.
Debo haberla visto al menos quince veces.
Me la sé de memoria y me sigue fascinando y emocionando cada vez.
Cuando me preguntan, casi siempre digo que las películas que más me han marcado, conmovido, influenciado, lo que ustedes quieran, son La maman et la putain, de Jean Eustache, y American Graffiti. Y veinticinco más, claro, pero esas dos están en lo alto de la lista.

En su primer borrador, la película iba a llamarse Another Quiet Night in Modesto, que suena un poco a título de Tennessee Williams, si TW hubiera crecido en California. Lucas escribió un primer tratamiento con Willard Huyck y Gloria Katz. En el festival de Cannes del 71, donde había presentado THX 1138 en la Quincena de Realizadores, el presidente de United Artists, David Picker, le dio diez mil dólares para que convirtiera el tratamiento en un guión. Lucas les encargó el trabajo a Huyck y Katz, pero andaban con otros asuntos. Contrató entonces a Richard Walter, un compañero de la escuela de cine (USC School of Cinematic Arts), y el resultado no le convenció. Volaron los diez mil dólares, de modo que no le quedó otro remedio que hacerlo él mismo, y acabó el primer borrador en tres semanas. Cada secuencia estaba centrada en un tema musical. Cuando la United Artists vio que tendría que comprar los derechos de 75 canciones se desentendió del proyecto. Huyck y Katz se unieron a la escritura de una segunda versión.
Lucas llamó entonces a las puertas de la Fox, de la Columbia, de la Metro y de la Paramount. Todos le dijeron que estaban reunidos.
Hubo una nueva gestión con AIP (American International Pictures). Se mostraron interesados, pero dijeron que faltaba sexo y violencia.
Ned Tanen, el jefe de la Universal, dio luz verde al proyecto. La luz verde garantizaba que Lucas tendría completo control artístico de la película (el ansiado final cut), pero a cambio de no pasarse ni un dólar de un presupuesto de 600.000 (THX 1138 había costado un millón doscientos), cantidad que ascendió a 775.000 cuando Francis Ford Coppola entró como coproductor: Tanen contaba con anunciar la película bajo el rótulo “Del hombre que nos dio El Padrino”. Según cuenta Peter Biskind en Moteros tranquilos, toros salvajes (“Easy Riders, Raging Bulls”), Coppola recibió 25.000 dólares y el diez por ciento del neto de Universal, y otro quince por ciento de Lucas. En ese tira y afloja para aumentar el presupuesto, Lucas cedió su final cut.
Tampoco fue fácil conseguir los derechos de las canciones, una soberbia panoplia de la música (de finales de los cincuenta y primeros sesenta) sobre la que Lucas había montado sus escenas. Universal se hizo con la mayoría de los derechos por 90.000 dólares, pero los chicos de Modesto se quedaron sin escuchar a Elvis, ídolo omnipresente en la época: RCA no aceptó el acuerdo propuesto.
No hubo interferencias de la Universal durante el rodaje, aunque ni a Tanen ni a los restantes ejecutivos de la productora les gustaba un ápice lo de American Graffiti y propusieron nada menos que otros sesenta títulos posibles, pero Lucas se mantuvo en sus trece. 



El rodaje comenzó el 26 de junio de 1972 y duró veintiocho días, lo que era realmente un tiempo récord. Según Coppola, citado por Biskind, “a George le dieron el reparto ya formado y tuvo que filmar tan rápido que no tuvo tiempo de dirigir a los actores. Los ponía y filmaba, y tenían tanto talento que… fue pura suerte”. En esos veintiocho días Lucas filmó como un poseído. El primer montaje duraba tres horas y media, de las que se vio obligado a cortar casi cien minutos. Siempre me he preguntado qué habría en esos cien minutos: son muchos. En diciembre del 72, Lucas y la montadora Verna Fields dejaron el copión en un metraje final de 112.
El 28 de enero del 73, el estudio organizó un preestreno en el North-Point Theater de San Francisco, que acabó con el público aplaudiendo puesto en pie. Es entonces cuando, incomprensiblemente, Tanen suelta una frase que merecería figurar en el Museo Universal (nunca mejor dicho) de la Infamia:
“Esta película no puede estrenarse. La venderemos a televisión”.
La determinación de Coppola salvó American Graffiti. Furioso, abordó a Tanen, sacó un talonario y le ofreció comprarle la película: “Si no te gusta, la colocaremos en cualquier otro estudio y recuperarás tu dinero”.
Según Wikipedia, la historia comenzó a circular, y Fox y Paramount ofrecieron comprarla, lo que obligó a Tanen a dar marcha atrás.
Tras una reunión con los altos ejecutivos de la Universal, decidió echar sobre el tapete 500.000 dólares más en copias y publicidad. American Graffiti se convirtió en un éxito inesperado y en un gran negocio: con un presupuesto de millón y medio (incluidos los gastos promocionales), recaudó 55 millones. Al correr del tiempo, incluyendo las ventas en vídeo, llegaría a la impresionante cifra de 200 millones de dólares.

No se vayan. La historia continúa el próximo viernes.

El hombre que fue jueves: "Borau el irresumible" (29-11-12)

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Borau el irresumible

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Sobre "Un dia de trabajo", de Truman Capote

Gramola galáctica: 10 cosas que no sabía sobre Leonard Cohen

Por: | 20 de noviembre de 2012

Portada de Soy tu hombre
Soy un fan veterano de Leonard Cohen. Veterano quiere decir que escuché su primer disco a poco de publicarse (una tarde de invierno: se fundía insólita y majestuosamente con la penumbra y la lluvia), que corrí a comprar El juego favorito y Los hermosos vencidos cuando aparecieron traducidas en Fundamentos, que estuve en su primer concierto en España (aquel escalofrío cuando dijo “Mi guitarra ha vuelto a casa”) y que le sigo con fervor desde entonces, pero leyendo Soy tu hombre, la biografía escrita por Sylvie Simmons y publicada en Lumen, he descubierto que, por supuesto, había unas cuantas cosas (pongamos 550 cosas) que no sabía de su vida ni de su obra.
Recomiendo el libro. Falta índice, lástima. De Sylvie Simmons había leído la biografía de Gainsbourg, que publicó Reservoir Books hace cinco años, y me pareció un libro corto y apresurado, como si hubiera tenido que entregarlo a la carrera. Soy tu hombre es todo lo contrario. 800 páginas, multitud de entrevistas, y un estilo mucho más maduro. Más fluido, y sin voluntad de lucirse, de ponerse por delante del biografiado, que suele ser el pecado habitual. Y con algunos capítulos logradísimos, como el 20, "Desde esta rota colina", centrado en la búsqueda espiritual de LC.


Selecciono algunas de las cosas que he descubierto en este libro.
(por orden de aparición).

1) No sabía nada (o poco) acerca de la larga relación de LC con los excesos. Pensaba que bueno, que vale, que porros en su lejana juventud y alguna copa de oporto ante la chimenea a partir de los cuarenta. Nanay. Enumero sin la menor intención moralista. Alcohol (desde la adolescencia): vino, whisky, mayormente bourbon, y, ya en la madurez, Ng Ka Pay, un licor dulce coreano con un setenta por ciento de alcohol, la bebida favorita de Roshi, su amigo y maestro budista. Ácido: ingestas crecientes desde 1964 hasta más o menos 1970. Hash y marihuana: lo mismo, mayormente durante su estancia en Hydra (Grecia). Pastillas: Maxiton (o dexanfetamina, el clásico speed, vulgo anfeta) combinado con Mandrax (sedante hipnótico). Durante un buen tiempo se vendían (en Europa) sin receta, y LC le dió fuerte al cóctel (o en alternancia) hasta finales de los 70. A partir de entonces entra en escena  la amplia gama de antidepresivos pre-Prozac: Demerol. Desipramina. Inhibidores de la MAO. Zoloft. Wellbutrin. (A juzgar por su trayectoria musical y vital, se diría que la factura presentada por todo lo anterior ha sido sorprendentemente reducida ).

2) Cumbre negra de su época más colocada: el concierto de Hamburgo. Primera gira europea. 4 de mayo de 1970, día de la matanza de la universidad de Kent, Estados Unidos. Neil Young dedicó al hecho la canción Ohio (“Tin soldiers and Nixon coming/four dead in Ohio”), que cantaron los CSN & Y,  instantáneamente prohibida en todas las emisoras americanas. LC, furioso y puesto hasta las cejas, ideó otra forma de respuesta: salir al escenario entrechocando los talones y haciendo el saludo nazi. Recordemos: en Hamburgo, Alemania. Acto seguido, y para acabarlo de arreglar, se puso a bailar sobre una pierna, al estilo judío, cantando una canción en yiddish. Los de seguridad atraparon a un tipo que blandía una pistola cuando estaba a punto de llegar al escenario, pero el resto de la audiencia parecía dispuesta a acciones semejantes, a juzgar por la mezcla de gritos e insultos.
LC salió vivo de milagro, y varios músicos de la banda le amenazaron con abandonarle si persistía en sus improvisados actos de agit-prop.

3) Cumbre blanca: tampoco sabía que durante esa gira hizo (para desesperación de su manager) otra gira paralela en manicomios de Inglaterra, Estados Unidos, y Montreal. Sesiones impresionantes, según Ron Cornelius, su director musical, que habla de un LC mesmérico, cantando y hablando durante horas con los internos. ¿No hay nada  grabado o filmado de todo ese material?

New Skin for the Old Ceremony - 1974
4) Ignoraba también que New Skin for the Old Ceremony (1974), para mí el equivalente del Segundo Advenimiento, fue un clamoroso fracaso comercial en Estados Unidos. Como la mayoría de sus discos hasta The Future (1992), por otro lado.

5) Para no hablar de su "disco perdido": Songs for Rebecca, grabado entre 1974 y 1975. En este caso, la culpa se la pueden repartir LC y Marty Machat, su representante de entonces.
Por esas fechas, LC y John Lissauer, productor y arreglista de New Skin, decidieron hacer un nuevo álbum. Lissauer se encargó esta vez de componer algunos de los temas. Temas memorables: algunos de ellos (I Came So Far For Beauty, The Traitor, The Smokey Life) irían a parar a Recent Songs; los otros, a Death of a Ladie's Man. En primeras versiones, por supuesto. Grabaron las maquetas, se estrecharon las manos, se sintieron felicísimos. Y entonces, cuenta Lissauer, “Leonard desapareció. Ni él ni Marty contestaron a mis llamadas. El disco se desvaneció, sin palabra de nadie”. También desaparecieron los masters. Al parecer, Marty Machat se llevó las cintas. Lissauer tardó años en averiguar lo que había sucedido.
Que venía a ser lo siguiente: MM era también el representante de Phil Spector. Cobraron ambos un anticipo enorme de la Warner (dos millones de dólares), pero Spector no grabó nada. Los de la Warner le dijeron a MM: “O Spector se presenta con un álbum o recuperamos nuestro dinero”. Según Lissauer, MM dijo: “A la mierda con Songs for Rebecca: pondré a Phil y Leonard a trabajar juntos”.
Y así es como nació Death of a Ladie’s Man (1977). Gigantesco disco, por otra parte, del que también LC salió vivo de milagro: Spector tenía una afición desmedida a las declaraciones de amor fraternal a punta de pistola. Tan desmedida que en 2009 fue acusado de la muerte de la actriz Lana Clarkson y condenado a cadena perpetua. Para más amplia información sobre la tormentosa grabación del álbum, véase el capítulo 15 ("Leonard, te quiero").

6) Pasan diez años. En 1984, LC vuelve a llamar a Lissauer como si nada hubiera pasado, se reconcilian y graban Various Positions. Y aquí viene otra cosa que yo ignoraba y de las que más me han pasmado: la CBS dice que no. Repito, por si no ha quedado claro: Que no. Que se lo confite. Que no lo quiere ni para hacer peinetas. La respuesta de Walter Yentnikoff, el jefe del departamento de música de CBS, merece ser citada textualmente: “Leonard, sabemos que es usted grande, pero no sabemos si es bueno”. Señalemos, para quien no haya escuchado Various Positions, que en el álbum había canciones tan enormes como Hallelujah, If It Be Your Will (su canción favorita) o Dance Me To the End of Love. Y se lo rechazan. Yentnikoff le dice luego que el mercado de LC era tan pequeño “que no justificaba la maquinaria de distribución que habría que emplear”, así que el disco se puso a la venta en todo el mundo menos en Estados Unidos. Se publicó finalmente en enero del 86, en un pequeño sello llamado Passport.

Jennifer_warnes-famous_blue_raincoat._the_songs_of_leonard_cohe7) Y entonces tuvo lugar uno de esos golpes de suerte (o de justicia divina, como prefieran) que han menudeado en la carrera de LC. Jennifer Warnes, corista de su banda (y segunda voz en diversos cortes de Various Positions), se emperró en sacar un álbum de canciones de LC. Capital simbólico: el éxito de sus dúos con Joe Cocker (Up Where We Belong) y Bill Medley (The Time of My Life). Clive Davis, su jefe en Arista Records, le dijo lo mismo que Yentnikoff a LC: que ni de verano.
Pero Jennifer Warnes y su marido, Roscoe Beck, músico en la banda de LC durante la gira del 79, se liaron la manta a la cabeza y grabaron el álbum con Cypress Records, un sello independiente (en España lo distribuyó RCA) y un elenco de lujo: más de cuarenta músicos, entre ellos David Lindley, Sharon Robinson, Stevie Ray Vaughan, Bobby King y Van Dyke Parks. Famous Blue Raincoat: The Songs of Leonard Cohen salió en 1987 y, en una enésima prueba del gran olfato de las jerarquías del mundo discográfico, vendió tres cuartos de millón de copias solo en Estados Unidos. Ahí es donde realmente arranca el renacimiento de LC y su popularidad en Norteamérica.
(Y un recordatorio para mr. Yentnikoff: desde su aparición, Hallelujah ha sido versioneada por más de trescientos intérpretes). 

8) Una gran idea. Por esas mismas fechas, Iggy Pop está en su casa y le llama LC. “Hola, Iggy. Tengo aquí el anuncio de contactos de una chica que pide un amante que combine la dura energía de Iggy Pop con el elegante ingenio de LC. ¿Qué te parece si formamos un equipo?”. Dicho y hecho, se retratan juntos en la cocina de LC y envían la polaroid a la chica. Según ambos, no pasó nada. Que levante la mano quien lo crea.

9) Un milagro (o casi). En 1993, el hijo de LC, Adam, sufre un accidente de coche y entra en coma. Los médicos dicen que podría ser irreversible. LC viaja a Toronto y pasa cuatro meses a su lado, en el hospital, velándole. No hacía otra cosa: se sentaba a su lado y leía la biblia para él, día tras día. Una noche, cuando se dispone a salir, escucha de repente, a su espalda, la voz de Adam: “Papá ¿me puedes leer un poco más?”.

Leonard Cohen, un hombre feliz10) Un gran retorno (y una gran frase). O de cómo Jehovah escribe recto con renglones torcidos.
Esta es una historia sobradamente conocida (con algunos elementos nuevos), de modo que la resumiré. Tras la tormentosa gira de The Future y su separación de Rebecca de Mornay, LC decide abandonar el mundo de la música y se retira durante cuatro años al monasterio budista de Mount Baldy, en California. En 1996 es ordenado monje con el nombre de Jikan. En enero del 99 sufre una violenta crisis de ansiedad con ataques de pánico. Deja el monasterio y viaja a la India en busca de un nuevo maestro. Se llama Ramesh S. Balsekar y tiene 81 años. Fue presidente de un importante banco de la India, hasta que en 1970 lo dejó todo y se hizo maestro de la escuela advaita de filosofía hindú. LC se instala en Bombay y se convierte en su discípulo. Su primera estancia dura un año, tras el que vuelve a Estados Unidos. Luego, cinco meses más, en 1999. A su retorno constata que ha desaparecido la depresión que le acompañó desde su adolescencia. Rebrota la pasión por componer, cantar y grabar, y se suceden – cosa insólita en él – dos discos: Ten New Songs (2001) y Dear Heather (2004).
Y en estas, tiene lugar un repentino twist of fate, que diría Dylan.
En octubre del 2004 descubre que Kelly Lynch, su representante (y ex-amante) le ha tangado a lo grande: es lo que tiene otorgar plenos poderes notariales sobre tus fondos. Miss Lynch no solo había vendido a Sony los derechos de 127 canciones de LC, sino que desde 1996 se había embolsado la bonita suma de doce millones de dólares. Así, poco a poco, como quien no quiere la cosa.
Ese es, no hace falta subrayarlo, el renglón torcido.
El renglón derecho es que la tangancia obliga a LC, a sus 75 años, a volver a esa carretera que se había jurado no pisar de nuevo.
Y entonces pasa que la gira (que de hecho serán tres, una por año) le permite constatar que le adoran en todas partes. Adorar es poco: le veneran. O sea que va a recuperar el dinero perdido y el afecto de varias generaciones, las “de antes” y las nuevas. Y la calma que parecía a punto de esfumarse. No hay más que verle en escena: esa sonrisa que brota de sus ojos e ilumina toda la cara, esa mano que lleva el sombrero al corazón en señal de gratitud. Un hombre feliz, al fin reconciliado consigo mismo.
¿Y la gran frase? Casi se me olvidaba.
En uno de sus conciertos, dos muchachas suben al escenario para ofrecerle unas flores. LC las contempla y dice: “Ah, quién tuviera dos años menos”.

BONUS TRACKS




 

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Habla Perico Vidal:

Cartel de The Rat PatrolEn 1966 trabajé en una serie de televisión americana llamada The Rat Patrol. Producía la ABC, en coproducción con United Artists TV y la productora inglesa Mirisch. Se rodó en Cabo de Gata y Campo de Níjar. El director era el americano Tom Gries, que volvió dos años después para rodar allí 100 rifles, un western con Rachel Welch. The Rat Patrol era un tebeo, un "Hazañas bélicas" entretenido, con mucha acción, y presupuesto tirando a alto. Y más sutil de lo que prometía: ni los malos eran malísimos ni los buenos buenísimos, cosa curiosa porque contaba la historia de una patrulla de aliados, americanos e ingleses, luchando contra los nazis en el norte de África. Yo diría que trabajé en cuatro o cinco episodios. Kuki López Rodero hizo unos diez, y Gil Parrondo decoró una temporada entera. Manuel Berenguer llevó la cámara en unos cuantos. Era un trabajo sencillo, porque los episodios eran cortos, de media hora.
A los americanos les dio por ambientar algunas series de televisión en España por la misma razón que habían hecho películas: porque era barato y porque nuestros equipos trabajaban muy bien y a cien por hora. Casi por esa misma época, Teddy Villalba trabajó en aquella serie llamada Yo soy espía ("I Spy"), protagonizada por Robert Culp y Bill Cosby. La premisa era tontísima: dos espías que recorrían el mundo camuflados de tenistas. Alguien decidió que los lugares exóticos que visitaban podían localizarse en la Casa de Campo, y así fue durante aquella temporada. Teddy y los suyos se pusieron manos a la obra y resultó que acabaron antes del tiempo previsto. O sea, que los americanos se dieron cuenta de que sobraba pasta. Y entonces Teddy, que siempre le echó muchos redaños a todo, quiso sacarse una espina. Cuando Nick Ray tuvo que dejar el rodaje de 55 días en Pekín, Bronston decidió volar los decorados a medida que iba rodando en ellos Andrew Marton, su sustituto. A Teddy se le saltaban las lágrimas y pidió audiencia con Bronston para pedirle que esperase unas semanas y contratase a Welles, que andaba por Madrid. “Orson puede inventarse una historia que pase en China", le dijo a Bronston, "y rodar ahí una película por muy poco dinero”. La idea era estupenda, pero Bronston no tragó, porque quería ir levantando ya los decorados de La caída del Imperio Romano. El caso es que cuando los productores de Yo soy espía dijeron que sobraban días y dinero quiso repetir la jugada, pero haciéndolo él y su equipo. Y en una semana, para coronar la machada. Los americanos dijeron que sí, porque no perdían nada. Teddy llamó entonces a un amigo, Fernando Ariza, y en ese plazo o poco más escribieron y filmaron una serie B (tirando a Z) que se llamaba, tiene guasa, Espía NDO. No, qué iba a ser buena. Era un pestiño, pero lo bonito es que lo hicieron por chulería, para divertirse y demostrar que podían hacerlo. Así era Teddy y así éramos los que trabajábamos en el cine de entonces: adorábamos nuestro trabajo y estábamos como cabras.

Susan Diederich en Madrid


Volviendo a The Rat Patrol, lo realmente importante (y por eso te lo cuento) fue lo que pasó en el episodio número cuatro. Me acuerdo del número y me acuerdo de la fecha: octubre del 66. Me acuerdo tan requetebién porque en ese episodio había una actriz que hacía un papel pequeñísimo. Daba igual: fue verla y caerme de la silla. Interpretaba a una guerrillera árabe pero no era árabe. Morena, eso sí. Una morenaza de impacto. Diecisiete añitos. Resultó que era americana. Neoyorquina, de buenísima familia. Y tan loca como Teddy y como yo. Se llamaba Susan Diederich. La invité a cenar. No, no era actriz. Estaba de vacaciones en París, me contó, con una amiga. Una amiga que sí era actriz y que te sonará: Brooke Adams, que también era una belleza. Conocieron en París a alguien del equipo de The Rat Patrol y ese alguien, bendito sea, le ofreció a Susan hacer un papelito, y ella aceptó para divertirse y sacarse un poco de dinero.
Fue un flechazo absoluto, demoledor. Nos enamoramos salvajemente.
No creo exagerar si te digo que aquel fue el año más feliz de mi vida. Empezó a lo grande y acabó a lo grande. De otoño a otoño. De octubre del 66 a noviembre del 67.
Tampoco te extrañará que recuerde pocas cosas.
Hice una coproducción francesa, Le canard en fer blanc, aquí titulada “Mercenarios del aire”, con Roger Hanin y mi amiga Corinne Marchand. Otra de hazañas bélicas. Divertida, diría yo, incluso con un aire paródico, porque el guión era de un tipo muy brillante, Jean-Loup Dabadie. Novelista, letrista, autor de teatro… Dos o tres años después escribió las mejores películas de Claude Sautet. Me encantaban aquellas películas: Les choses de la vie; César et Rosalie; Vincent, François, Paul et les autres

Ahora estamos en noviembre del 67. Llego a mi casa. Abro el buzón.
Lo que te voy a enseñar lo ha visto muy poca gente. Durante mucho tiempo lo llevé siempre encima, como un talismán. Es una carta de David Lean. Disculpa que solo te enseñe la última página, porque en las anteriores habla de asuntos privados. Y porque lo realmente importante estaba ahí. Y en el sobre que adjuntaba. Cuando escribas sobre todo esto, transcríbela, si es posible, en inglés, para que así quede reflejado el estilo de Lean y su incomparable elegancia. Yo creo que se entenderá bien.

the good news is that Zhivago is going even better than they thought it would and has now come into profit - which means I come in on it.

Now Pedro. Will you please, please, please keep your mouth shut? Let me explain and don't suddenly come over all proud and Spanish. I am going to give some of my share to some of the people who helped me get this money. You are the first and I enclose a cheque with my grateful thanks, good wishes and all the great affection I have for you. I ask you both not to say a bloody word because I don't want those who don't get it to be offended and I don't want to make enemies or hurt people who are not in that little circle of ours. I'm not, for instance, going to give anything to the real big money earners and I naturally don't want them to feel I don't value their contribution. It isn't that - it's that I want those to have it to whom it will really be something special. If you need a letter (for tax purposes) saying this is a payment for no work but a gift - which it is - I'll be glad to do it. there should be no claim for income tax in Spain as I've found out there is none in England if it's a gift and not payment for work or promised in a contract.

Please don't go and bother yourself with a great big letter of thanks. They're miserable things to write and I want you to enjooooy this! No strings either. You do exactly what you like. Blow every penny of it tomorrow or keep it for a rainy day. Over to you with love to you both from us both.

Para los que no entiendan inglés: me enviaba un cheque para compartir los beneficios de Zhivago. No tenía por qué hacerlo, pero lo hacía. Por los servicios prestados. “Una pequeña ayuda para los días de lluvia”, venía a decir, “o para que te lo gastes mañana mismo, lo que prefieras. O las dos cosas. Y no hace falta que me des las gracias: ese tipo de cartas son pesadísimas de escribir y de leer: simplemente disfrútalo”.
Abrí el sobre adjunto. Leí la cantidad que estaba escrita en el cheque. Volví a leerla, en letras y en números, por si no lo había entendido bien.
Sí, lo había entendido bien.
Cincuenta mil dólares.
Cincuenta mil dólares del año 67, que eran como ochocientos mil de hoy en día. Me levanté y me bebí media botella de ginebra de un golpe, que ni la sentí de toda la adrenalina que me recorría el cuerpo.

Carta-Lean


Luego ingresé el dinero y me fui a Roma, al hotel donde estaba Lean, para darle las gracias en persona. Sabía que no le iba a gustar, porque era extremadamente pudoroso, pero quería hacerlo.
Se quedó de piedra al verme, y comprendió en el acto a lo que iba.
Oh, Pedro, please, forget…”
Estuvimos una semana juntos. Me contó que Robert Bolt le había pasado un nuevo guión. Se llamaba La hija de Ryan y, me dijo, era una adaptación muy libre de Madame Bovary, que Bolt había escrito para que lo protagonizara su mujer, Sarah Miles. Estaban trabajando en él con la idea de ambientarlo en Irlanda, en los días de la Gran Guerra y las revueltas independentistas. Me preguntó si podía contar conmigo.
“Desde luego”.
Nos despedimos. Cuando fui a pagar la cuenta del hotel me dijeron:
“Mister Lean ha pagado todo”.
Ya no hay gente así. O por lo menos yo no he vuelto a encontrarla.

Susan y yo nos liamos la manta a la cabeza y nos fuimos a Río para celebrarlo. Días incomensurablemente felices. Llegamos cuando arrasaba la bossa nova. La "nueva" bossa nova, la segunda ola. Nada más llegar fuimos a escuchar (y conocimos) a Gal Costa, que acababa de sacar su primer disco, Domingo. Por todas partes sonaba su versión de Coraçao vagabundo, que había escrito Caetano Veloso, otro gran descubrimiento, aunque nuestra canción favorita de aquella escapada fue un clásico: O barquinho, de Joao Gilberto.
A la vuelta volvió a llamarme Lean: había luz verde de la Metro. Cosa que ya me imaginaba, tras el exitazo y el dineral de Zhivago. El productor inglés iba a ser Anthony Havelock-Allen, amigo de juventud de Lean: había producido Cadenas rotas y Breve encuentro, nada menos.
Sí, se rodaría en Irlanda. Un riesgo, como luego se comprobó, porque el tiempo allí solía ser tradicionalmente lluvioso y de luz muy cambiante.
Hablamos del equipo. Yo iba a ser el único español.

Entre tanto me cayeron dos encargos que abordé, francamente, con muy pocas ganas, porque contaba los días que faltaban para el comienzo del rodaje de La hija de Ryan. El primero era un western de poca monta, The Desperados (aquí, “La marca de Caín”), con Jack Palance, dirigido por Henry Levin. Se rodó en Almería, en Jaén y en Colmenar Viejo. Almería, Colmenar Viejo y Esplugas, donde se levantaban los barceloneses estudios Balcázar, se habían convertido en los territorios por excelencia de las películas del oeste, que volvían a estar de moda. Sergio Leone hacía furor, y La marca de Caín no escapó a esa influencia. Henry Levin había hecho a finales de los cincuenta un western que no estaba nada mal, Un hombre solitario (“The Lonely Man”, 1957), con Jack Palance en el papel de tipo violento enfrentado a su hijo, que era Tony Perkins. La marca de Caín volvía a contar un poco la misma historia, pero Palance estaba sobreactuadísimo, y Levin, que poco antes había rodado aquellas tontísimas películas de aventuras con Dean Martin interpretando al agente Matt Helm, parecía haber perdido su toque.

Cartel de The Valley of Gwangi

El segundo encargo me daba una pereza increíble, porque ya había trabajado con Ray Harryhausen en La isla misteriosa, y aunque me parecía un profesional extraordinario, las películas con monstruos gigantes eran pesadísimas de rodar. The valley of Gwangi iba a ser, eso decían, la cumbre de las películas de monstruos, pero esta vez no serían cangrejos o pulpos, como en La isla misteriosa, sino dinosaurios.
Las películas de monstruos comenzaban a estar de capa caída, pero los dinosaurios parecían ser un buen reclamo para la taquilla, sobre todo si iban acompañados por Raquel Welch en bikini. Esa había sido, cuatro años antes, la fórmula de la Hammer en Hace un millón de años, un disparate que rodó Don Chaffey en Canarias, con trucajes de Harryhausen, y que tuvo un éxito sorprendente en todas partes. Bueno, no tan sorprendente, porque el bikini de la Welch era un bombazo equivalente al de Ursula Andress en 007 contra el doctor No. En España había colas de gente expectante, y me acuerdo que, para redondear la bobería, en los cines regalaban un folleto con un presunto “Diccionario cavernícola”, porque los prehistóricos de la película hablaban a base de gruñidos.
En la Hammer repitieron la fórmula un par de veces, hasta que no dio más de sí. Ray Harryhausen quiso aprovechar el filón, pero yendo a por el público infantil y adolescente, que tan buenos resultados le había dado a la Disney con aquellas historias de Julio Verne, así que recurrió de nuevo al productor Charles Schneer, con el que había hecho Jasón y los argonautas (y haría muchas más), y consiguieron la distribución de Warner/Seven Arts.
El guión de The valley of Gwangi también era una locura , pero tenía su gracia. James Franciscus era un cowboy que atrapaba animales para un circo de principios de siglo y quería pillar a un dinosaurio llamado Gwangi y llevarlo a México. Lógicamente, al animalito no le hacía ninguna gracia convertirse en atracción de feria, y en una escena en que le exhibían en una plaza de toros mejicana, escapaba de la jaula y se cargaba media Cuenca, porque allí se rodó toda esa parte. La dueña del circo era Gila Golan, una modelo israelí guapísima que no hizo demasiadas películas. El valle perdido donde vivía el bueno de Gwangi (y otros bichos de la época) se localizó en el desierto de Tabernas, en Almería, y en la Ciudad Encantada de Cuenca.
Fue un rodaje largo porque los trucajes eran más complicados que de costumbre. El director era Jim O’Connolly, que venía de rodar episodios de El Santo y mil veces debió maldecir haber abandonado la tranquilidad de los platós ingleses. Gil Parrondo se ocupó de la dirección artística y como assistant manager estaba Miguel Gil, que luego hizo muchas películas americanas en España. Yo entré como assistant director. El pintor Antonio Saura, detalle curioso, se ocupó de los títulos de crédito.
The valley of Gwangi no llegó a estrenarse en España, que yo recuerde. Buena, lo que se dice buena, no era, pero en aquella época se estrenaban películas infinitamente peores.

Gwangi arrasando Cuenca

Entre Caín y Gwangi, David Lean me envió a Los Ángeles con una misión complicada: convencer a Marlon Brando para que interpretase el papel de Randolph Doryan, el oficial inglés de La hija de Ryan. Susan vino conmigo, porque no nos dejábamos ni a sol ni a sombra, y porque quería conocer a Brando. 
Yo sabía que en su casa estaban pasando unos días mis viejos amigos, los Marquand, con los que él acababa de rodar en París La noche del siguiente día, de Hubert Cornfield, así que el momento era ideal. Nos recibió vestido con un kimono y con el pelo recogido en una cola de caballo. Por la sala correteaba un mapache que tenía acojonado a un enorme San Bernardo. Brando hablaba muy lento, con muchos puntos suspensivos, rascándose la cabeza. Parecía una parodia de un actor del Método.
Le vimos varias veces, porque cada día estaba a punto de decirme que sí, que haría la película, y en el último momento sonreía enigmáticamente y decía “Mañana acabamos de hablar ”, y al día siguiente siempre aparecía un problema nuevo. El primer día el problema parecía ser Queimada, la película de Pontecorvo, que estaba rodando o a punto de rodar, no recuerdo, y que le llevaba a mal traer. Otro día era el perfil del personaje de Randolph Doryan: ¿y si fuera así en vez de asá? ¿Moreno en vez de rubio, manco en vez de cojo? Horas y horas hablando sobre Doryan. El tercer o cuarto día, ya no recuerdo, fueron sus ex mujeres, que, según él, le estaban volviendo loco. Y sus hijos, que le necesitaban, que no estaba bastante con ellos, y que tanto tiempo en Irlanda… En eso último llevaba razón, pero yo pensé que el problema era otro. Tiempo después, en Irlanda, con unas copas, se lo dije a Lean: “Brando no ha hecho la película porque me enviaste a mí. Yo creo que él quería que se lo pidieras personalmente, que le convencieras. Si hubieras ido tú hubiera sido distinto”.

Boda en el Caesar's Palace

En enero de 1969 nos casamos en el Caesar’s Palace. Nuestros padrinos fueron Roger Vadim y Jane Fonda.
En marzo Susan me dijo que estaba embarazada: enorme, gigantesca alegría. Y nos fuimos juntos a Irlanda porque comenzaba el rodaje de La hija de Ryan. No queríamos estar separados ni una noche.

(Continuará)


 

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