Ahora que lo pienso, diría que la semilla de Tan bé que anàvem (Con lo bien que íbamos), el espectáculo de Sisa y Flavià, que largan cada noche en La Seca/Espai Brossa, en Barcelona, hasta finales de abril, a caballo entre las variedades, el “show a la americana”, y el diálogo, sobre todo el diálogo de madrugada, o la “teórica”, como decía Gato, en un bar cualquiera (preferiblemente, la barra hoy fantasmal de Zeleste) o a las puertas de una casa lejana y veraniega, brota de una charla parecida que Ventura Pons rescató como bonus track de su película El Gran Gato, donde ya representaban esos roles que llevan casi cuarenta años ensayando, un poco Lemmon y Matthau o Capri y Sordi, un poco viejos de los Teleñecos, carablanca lunar y quejoso, clown terrestrísimo y gruñón, alternando embestidas líricas (Sisa) y zarpazos que juegan a ser feroces y descreídos (Flavià), y alguien, quizás ellos mismos, debió ver aquella charla y decirse “sí, podría funcionar en escena”.
En la reseña que he escrito sobre Tan bé que anàvem, dirigida con mano firme (y santísima paciencia) por Pau Mirò, comentaba que la función contiene dos enseñanzas. La primera, cómo convertir un fracaso en un éxito (y pónganle a la palabra las comillas que exige este tiempo veloz) se resume en pocas líneas. A finales del 2009, como cuentan a guisa de prólogo, Sisa y Flavià decidieron escribir una obrita llamada Com quedem? (¿Cómo quedamos?) que se publicó pero nunca llegó a representarse por confeso pánico escénico de Sisa. La escribieron, “durante cinco o seis meses, en sesiones ininterrumpidas de más de tres horas”, intentando esforzadamente acoplar sus horarios (Flavià nunca se levanta antes de las doce de la mañana, Sisa dedica sus tardes a muy prolongadas siestas), recabaron opiniones profesionales (que no fueron demasiado entusiastas) e incluso fueron al Apolo a ver a Bertín Osborne y Arévalo “para aprender de los maestros”, y cuando todo parecía estar a punto (contrato incluido) Sisa se echó atrás por el canguelo citado.
Para cumplir el compromiso, pues, decidieron salir a escena y contar por qué no hacían lo que habían anunciado que harían y, ya puestos, hacer lo que hacen mejor (aparte de dormir largamente): filosofar, contar historias, ponerse verdes, y cantar unas cuantas canciones (Sisa) para no tener que aprenderse el texto. Bueno, veo que no lo he podido resumir en pocas líneas. La segunda enseñanza ocupará bastantes más, lo digo de entrada. Varias entradas, ahora que aparece esa palabra.
La segunda enseñanza se llama reinvención (o resurrección), porque este par ha vivido unas cuantas vidas y no parecen resignarse a dejar de hacerlo, y esas varias vidas son las que quiero contar aquí. Sisa, de carrera sobradamente conocida, se ha desdoblado en un incontable número de heterónimos, entre los que cabe destacar a Ventura Mestres, Armando Llamado, Ricardo Solfa y El Viajante. Flavià ha sido cura (durante 17 años, que se dice pronto), mánager de Rubianes y la Orquesta Platería (entre otros), relaciones públicas de diversos locales nocturnos, propietario de Batikano (garito de vida tan breve como intensa), monologuista, entrevistador televisivo, y vividor en el más rutilante sentido de la palabra. Dos aves esencialmente nocturnas, quintaesencialmente barcelonesas, que deberían formar parte del catálogo de especies a proteger.
El espectáculo que protagonizan, más ordenado de lo que aparenta, se abre con dos conversiones, que marcan, y cómo, el paso de las primeras vidas a las segundas.
Jaume Sisa Mestres, futuro cantautor galáctico, nació el 24 de septiembre de 1948 en la barriada de Poble Sec, junto al Paralelo y bajo la montaña de Montjuic. Se describe como un adolescente granujiento y ultramiope, con gafas de culo de vaso, destinado a ser viajante de comercio, como su padre, y heredar la maletita de su muestrario (“artículos de ferretería, electricidad y caucho”) o cumplir las aspiraciones que para él tenía su madre (La Caixa, con suerte, o sector Oficinas y Despachos, con menos) y “no salir del rincón/donde empezó tu existencia”, como dice el tango, y asomarse al balcón las noches de verano, con camiseta imperio, entre el palmón y la bombona de butano, con la casa de enfrente por todo horizonte.
“A los dieciséis años –contó en El viajante (1996), un maravilloso libro/CD editado por la extinta y añorada revista El Europeo– mi padre me dio un muestrario para mí solo y me mandó a conseguir pedidos por las tiendas. Yo estaba encantado. Ya era mayor. Charlaba con los clientes, les daba la mano, y sacando de la maleta una cajita de madera les preguntaba dónde había un enchufe para hacerles una demostración”. Por esas calendas (1964) le regalan una armónica (“una espléndida Hohner diatónica de tres octavas”), porque su prima Marcelina tenía un novio que tocaba en el célebre conjunto Les Akords, dos veces campeones del mundo en los años cincuenta (y portada de la revista Ondas). Al año siguiente descubre la guitarra y aprende a sacar los acordes de las canciones de Beatles, Rolling y Kinks, pero la verdadera conversión llega con Dylan: Like a Rolling Stone explota en su cabeza. “Abracé la nueva fe y me dispuse a predicar su doctrina. Cambié la guitarra española por una acústica, y a los 18 me fui de casa con unos amigos que habían montado un grupo (entonces todavía se decía “un conjunto”) a viajar por Europa en una furgoneta. Debutamos en un bar de putas, al sur de París, cerca de la base americana, cantando temas folk en un inglés macarrónico salpicado de morcillas e insultos catalanes”.
Según Àlex Gómez-Font, autor del imprescindible Barcelona, del rock progresivo a la música layetana, el grupo en el que Sisa veló sus armas respondía al imponente nombre de Los Descendientes de Balder, y estaba liderado por el guitarrista (y luego pianista) Enric Herrera, alma de Màquina, la gran banda catalana de los setenta, ex-aequo con OM, de Toti Soler y Jordi Sabatés. Herrera y Sisa se habían conocido en el bar Kikirikí, uno de los locales más o menos hippies de Barcelona (todo lo hippie que dejaban, vaya), en Mayor de Gracia. En Gracia y alrededores estaban los principales "bares musicales" de la ciudad. El Kikirikí era también feudo de Manel Joseph, futuro líder de la Orquestra Platería y pimienta salsera de todos los guisos que valían la pena. En el Discos Voladores se conocieron Gato Pérez y Jordi Batiste; y en la Cuca Fera, un bar de corta vida, montado por el cantante Guillem d'Efak y la actriz Carlota Soldevila en un recodo de la calle Alfonso XII, muy cerca de Via Augusta, comenzaron a planear estrategias conjuntas Toti Soler y Jordi Sabatés. Más tarde, Sisa convertiría el London de Conde del Asalto en su cuartel general. Y a mediados de los setenta llegaría Zeleste, el "bar musical" por excelencia de la década.
Pese a que el nombre sonaba a proto-heavy, Los Descendientes de Balder hacían versiones de Kinks y Creedence. Era un cuarteto con dos guitarras, bajo y batería, y milagrosamente consiguieron ese contrato para girar por Francia. Sisa se apuntó como "pipa", o sea, el encargado de preparar el material para los conciertos. El local de alterne estaba en Chateauroux. De ahí marcharon a París, actuaron en el Bus Paladium, una sala de prestigio, siguieron por Bélgica y de allí pasaron, salto cuántico, a un hotel de Túnez. Fue en Túnel donde, animado por Herrera y sus compañeros, Sisa comenzó a cantar algunas canciones propias. De vuelta a Barcelona crearon el grupo Zenk, ya con Sisa como cantante, acompañado por Enric Herrera (guitarra y teclados), Marc (bajo eléctrico), Tito (batería) y un alemán llamado Ronald (guitarra). A los Zenk les salió un contrato para actuar en Alemania, pero Sisa ya no se apuntó: le seducía más el Grup de Folk, donde conocería, entre otros, a Pau Riba y los hermanos Jordi y Albert Batiste.
En esa época se ganó la vida como camarero, encuestador y vendedor de libros. En diciembre de 1967 hizo su primer actuación en Barcelona, en la Escuela Massana, compartiendo escenario con Guillermina Motta y Xavier Ribalta, y entró en el Grup de Folk "presentado" por Pau Riba y Jordi Batiste, participando, en mayo del 68, en un festival que tuvo lugar en el Parque de la Ciudadela.
La conversión de Carles Flavià fue literal. Nacido en 1945, habitante de la zona centro (Caspe/Bailén), estudiante de los Maristas, frecuentó los célebres Cursillos de Cristiandad de la época y decidió hacerse sacerdote siguiendo los pasos del líder de su grupo. “Fue una especie de epidemia –cuenta– porque en cosa de un par de años diez amigos entraron en el seminario. Yo estaba colgadísimo de una tía pero pensaba: “Si lo más importante de la vida es ser cristiano ¿qué mejor que hacerte ministro del Señor?”. Estudiaba Derecho con muy poca convicción, y por las tardes trabajaba en el Ayuntamiento, en el departamento de estadística. De repente, la sensación de que Dios me llamaba se apoderó de mí. Salía del trabajo cuando miré a mi alrededor. Había llovido, el cielo estaba despejado, todo brillaba. Me sentí tan feliz que rompí a llorar. Al llegar a casa dije a mi familia: “El año que viene entro en el seminario”. Debí decirlo de un modo muy entusiasta porque mi padre no durmió en toda la noche. A la mañana siguiente estaba mirando unos zapatos en un escaparate del Paseo de Gracia y pensé: “¿Qué coño hago mirando zapatos, si Dios me ha llamado para ser cura?” Así que entré en el seminario a los veinte años y tardé diecisiete años en salir”.
Dejamos a Flavià en el seminario, muy influenciado por las prédicas de Teilhard de Chardin. Y a Sisa grabando en 1970 L’home dibuixat, su primer single, para la discográfica Als 4 Vents. Lo presentará en la Bodega Bohemia de la calle Lancaster, que se anunciaba como "el lugar donde nacen los artistas", aunque buen parte de su personal eran cantantes y artistas de variedades de avanzada edad, como El Gran Gilbert, que había triunfado (o al menos eso decía) en el Paralelo de los años veinte y que auspiciará su debut.
¿Como van a encontrarse este par, dónde, por qué?
La respuesta, la semana que viene, en el próximo episodio.
No se vayan.
(Continuará).