Bulevares Periféricos

Sobre el blog

Teatro, Literatura, Cine, Música, Series: arte en general. Lo que alimenta, lo que vuelve. Crónicas, investigaciones, deslumbramientos. Y entrevistas (más conversaciones que entrevistas). Y chispazos, memoria, dietario, frases escuchadas al azar (o no). Y lo que vaya saliendo.

Sobre el autor

Marcos Ordóñez

Marcos Ordóñez. Escritor, periodista, profesor. Cada sábado escribe en Babelia la sección PURO TEATRO y, cada jueves, en Cultura, EL HOMBRE QUE FUE JUEVES. Intento escribir sobre lo que me da vida. Ultimos libros publicados: Turismo interior (Lumen, 2010), Telón de fondo (El Aleph, 2011), Un jardín abandonado por los pájaros (El Aleph,2013).

Foto_Tan bé que anàvem_Vicenç Forner

Ahora que lo pienso, diría que la semilla de Tan bé que anàvem (Con lo bien que íbamos), el espectáculo de Sisa y Flavià, que largan cada noche en La Seca/Espai Brossa, en Barcelona, hasta finales de abril, a caballo entre las variedades, el “show a la americana”, y el diálogo, sobre todo el diálogo de madrugada, o la “teórica”, como decía Gato, en un bar cualquiera (preferiblemente, la barra hoy fantasmal de Zeleste) o a las puertas de una casa lejana y veraniega, brota de una charla parecida que Ventura Pons rescató como bonus track de su película El Gran Gato, donde ya representaban esos roles que llevan casi cuarenta años ensayando, un poco Lemmon y Matthau o Capri y Sordi, un poco viejos de los Teleñecos, carablanca lunar y quejoso, clown terrestrísimo y gruñón, alternando embestidas líricas (Sisa) y zarpazos que juegan a ser feroces y descreídos (Flavià), y alguien, quizás ellos mismos, debió ver aquella charla y decirse “sí, podría funcionar en escena”.
En la reseña que he escrito sobre Tan bé que anàvem, dirigida con mano firme (y santísima paciencia) por Pau Mirò, comentaba que la función contiene dos enseñanzas. La primera, cómo convertir un fracaso en un éxito (y pónganle a la palabra las comillas que exige este tiempo veloz) se resume en pocas líneas. A finales del 2009, como cuentan a guisa de prólogo, Sisa y Flavià decidieron escribir una obrita llamada Com quedem? (¿Cómo quedamos?) que se publicó pero nunca llegó a representarse por confeso pánico escénico de Sisa. La escribieron, “durante cinco o seis meses, en sesiones ininterrumpidas de más de tres horas”, intentando esforzadamente acoplar sus horarios (Flavià nunca se levanta antes de las doce de la mañana, Sisa dedica sus tardes a muy prolongadas siestas), recabaron opiniones profesionales (que no fueron demasiado entusiastas) e incluso fueron al Apolo a ver a Bertín Osborne y Arévalo “para aprender de los maestros”, y cuando todo parecía estar a punto (contrato incluido) Sisa se echó atrás por el canguelo citado.
Para cumplir el compromiso, pues, decidieron salir a escena y contar por qué no hacían lo que habían anunciado que harían y, ya puestos, hacer lo que hacen mejor (aparte de dormir largamente): filosofar, contar historias, ponerse verdes, y cantar unas cuantas canciones (Sisa) para no tener que aprenderse el texto. Bueno, veo que no lo he podido resumir en pocas líneas. La segunda enseñanza ocupará bastantes más, lo digo de entrada. Varias entradas, ahora que aparece esa palabra.

La segunda enseñanza se llama reinvención (o resurrección), porque este par ha vivido unas cuantas vidas y no parecen resignarse a dejar de hacerlo, y esas varias vidas son las que quiero contar aquí. Sisa, de carrera sobradamente conocida, se ha desdoblado en un incontable número de heterónimos, entre los que cabe destacar a Ventura Mestres, Armando Llamado, Ricardo Solfa y El Viajante. Flavià ha sido cura (durante 17 años, que se dice pronto), mánager de Rubianes y la Orquesta Platería (entre otros), relaciones públicas de diversos locales nocturnos, propietario de Batikano (garito de vida tan breve como intensa), monologuista, entrevistador televisivo, y vividor en el más rutilante sentido de la palabra. Dos aves esencialmente nocturnas, quintaesencialmente barcelonesas, que deberían formar parte del catálogo de especies a proteger.

Sisa y Flavia en directo

El espectáculo que protagonizan, más ordenado de lo que aparenta, se abre con dos conversiones, que marcan, y cómo, el paso de las primeras vidas a las segundas.
Jaume Sisa Mestres, futuro cantautor galáctico, nació el 24 de septiembre de 1948 en la barriada de Poble Sec, junto al Paralelo y bajo la montaña de Montjuic. Se describe como un adolescente granujiento y ultramiope, con gafas de culo de vaso, destinado a ser viajante de comercio, como su padre, y heredar la maletita de su muestrario (“artículos de ferretería, electricidad y caucho”) o cumplir las aspiraciones que para él tenía su madre (La Caixa, con suerte, o sector Oficinas y Despachos, con menos) y “no salir del rincón/donde empezó tu existencia”, como dice el tango, y asomarse al balcón las noches de verano, con camiseta imperio, entre el palmón y la bombona de butano, con la casa de enfrente por todo horizonte.
“A los dieciséis años –contó en El viajante (1996), un maravilloso libro/CD editado por la extinta y añorada revista El Europeo– mi padre me dio un muestrario para mí solo y me mandó a conseguir pedidos por las tiendas. Yo estaba encantado. Ya era mayor. Charlaba con los clientes, les daba la mano, y sacando de la maleta una cajita de madera les preguntaba dónde había un enchufe para hacerles una demostración”. Por esas calendas (1964) le regalan una armónica (“una espléndida Hohner diatónica de tres octavas”), porque su prima Marcelina tenía un novio que tocaba en el célebre conjunto Les Akords, dos veces campeones del mundo en los años cincuenta (y portada de la revista Ondas). Al año siguiente descubre la guitarra y aprende a sacar los acordes de las canciones de Beatles, Rolling y Kinks, pero la verdadera conversión llega con Dylan: Like a Rolling Stone explota en su cabeza. “Abracé la nueva fe y me dispuse a predicar su doctrina. Cambié la guitarra española por una acústica, y a los 18 me fui de casa con unos amigos que habían montado un grupo (entonces todavía se decía “un conjunto”) a viajar por Europa en una furgoneta. Debutamos en un bar de putas, al sur de París, cerca de la base americana, cantando temas folk en un inglés macarrónico salpicado de morcillas e insultos catalanes”.
Según Àlex Gómez-Font, autor del imprescindible Barcelona, del rock progresivo a la música layetana, el grupo en el que Sisa veló sus armas respondía al imponente nombre de Los Descendientes de Balder, y estaba liderado por el guitarrista (y luego pianista) Enric Herrera, alma de Màquina, la gran banda catalana de los setenta, ex-aequo con OM, de Toti Soler y Jordi Sabatés. Herrera y Sisa se habían conocido en el bar Kikirikí, uno de los locales más o menos hippies de Barcelona (todo lo hippie que dejaban, vaya), en Mayor de Gracia. En Gracia y alrededores estaban los principales "bares musicales" de la ciudad. El Kikirikí era también feudo de Manel Joseph, futuro líder de la Orquestra Platería y pimienta salsera de todos los guisos que valían la pena. En el Discos Voladores se conocieron Gato Pérez y Jordi Batiste; y en la Cuca Fera, un bar de corta vida, montado por el cantante Guillem d'Efak y la actriz Carlota Soldevila en un recodo de la calle Alfonso XII, muy cerca de Via Augusta, comenzaron a planear estrategias conjuntas Toti Soler y Jordi Sabatés. Más tarde, Sisa convertiría el London de Conde del Asalto en su cuartel general. Y a mediados de los setenta llegaría Zeleste, el "bar musical" por excelencia de la década.

Pese a que el nombre sonaba a proto-heavy, Los Descendientes de Balder hacían versiones de Kinks y Creedence. Era un cuarteto con dos guitarras, bajo y batería, y milagrosamente consiguieron ese contrato para girar por Francia. Sisa se apuntó como "pipa", o sea, el encargado de preparar el material para los conciertos. El local de alterne estaba en Chateauroux. De ahí marcharon a París, actuaron en el Bus Paladium, una sala de prestigio, siguieron por Bélgica y de allí pasaron, salto cuántico, a un hotel de Túnez. Fue en Túnel donde, animado por Herrera y sus compañeros, Sisa comenzó a cantar algunas canciones propias. De vuelta a Barcelona crearon el grupo Zenk, ya con Sisa como cantante, acompañado por Enric Herrera (guitarra y teclados), Marc (bajo eléctrico), Tito (batería) y un alemán llamado Ronald (guitarra). A los Zenk les salió un contrato para actuar en Alemania, pero Sisa ya no se apuntó: le seducía más el Grup de Folk, donde conocería, entre otros, a Pau Riba y los hermanos Jordi y Albert Batiste.
En esa época se ganó la vida como camarero, encuestador y vendedor de libros. En diciembre de 1967 hizo su primer actuación en Barcelona, en la Escuela Massana, compartiendo escenario con Guillermina Motta y Xavier Ribalta, y entró en el Grup de Folk "presentado" por Pau Riba y Jordi Batiste, participando, en mayo del 68, en un festival que tuvo lugar en el Parque de la Ciudadela.

Así vio Max a Sisa y Flavià (cuando Flavià llevaba barba, claro)La conversión de Carles Flavià fue literal. Nacido en 1945, habitante de la zona centro (Caspe/Bailén), estudiante de los Maristas, frecuentó los célebres Cursillos de Cristiandad de la época y decidió hacerse sacerdote siguiendo los pasos del líder de su grupo. “Fue una especie de epidemia –cuenta– porque en cosa de un par de años diez amigos entraron en el seminario. Yo estaba colgadísimo de una tía pero pensaba: “Si lo más importante de la vida es ser cristiano ¿qué mejor que hacerte ministro del Señor?”. Estudiaba Derecho con muy poca convicción, y por las tardes trabajaba en el Ayuntamiento, en el departamento de estadística. De repente, la sensación de que Dios me llamaba se apoderó de mí. Salía del trabajo cuando miré a mi alrededor. Había llovido, el cielo estaba despejado, todo brillaba. Me sentí tan feliz que rompí a llorar. Al llegar a casa dije a mi familia: “El año que viene entro en el seminario”. Debí decirlo de un modo muy entusiasta porque mi padre no durmió en toda la noche. A la mañana siguiente estaba mirando unos zapatos en un escaparate del Paseo de Gracia y pensé: “¿Qué coño hago mirando zapatos, si Dios me ha llamado para ser cura?” Así que entré en el seminario a los veinte años y tardé diecisiete años en salir”.
Dejamos a Flavià en el seminario, muy influenciado por las prédicas de Teilhard de Chardin. Y a Sisa grabando en 1970  L’home dibuixat, su primer single, para la discográfica Als 4 Vents. Lo presentará en la Bodega Bohemia de la calle Lancaster, que se anunciaba como "el lugar donde nacen los artistas", aunque buen parte de su personal eran cantantes y artistas de variedades de avanzada edad, como El Gran Gilbert, que había triunfado (o al menos eso decía) en el Paralelo de los años veinte y que auspiciará su debut.
¿Como van a encontrarse este par, dónde, por qué?
La respuesta, la semana que viene, en el próximo episodio.
No se vayan.
(Continuará).  

Sobre House of Cards

Puro teatro: "Dos comedias y una venganza" (23-2-13)

Por: | 23 de febrero de 2013

Sobre Hermanas, Somni y Adreça desconeguda

El hombre que fue jueves: "El eslabón más débil" (21-2-13)

Por: | 21 de febrero de 2013

Cada vez más actores en paro

Delphine de Vigan, un triunfo del tono

Por: | 20 de febrero de 2013


Nada se opone a la nocheEn literatura hay dos cosas de las que estoy seguro: solo llega al corazón lo que sale del corazón y todo depende del tono. Por supuesto que es importante la historia, pero si no aciertas con el tono malbaratas el asunto. El tono es una cuestión moral, como decía Godard hablando del travelling: hay que tener muy claro desde dónde se cuenta, cómo se cuenta, hasta dónde se cuenta. Y, desde luego, si no hay corazón, si no hay alma, si no hay una mirada a la altura de los ojos, ni por encima ni por debajo, igualmente se va al garete la historia porque deja de importarnos, se queda en un mero ejercicio.
Nada se opone a la noche, de Delphine de Vigan, ha sido un éxito de público y de crítica porque tiene corazón y tiene tono, mirada.
He tardado en leer esta novela. Eso que llaman “seguir la actualidad” es tan imposible como innecesario: tarde o temprano se acaba viendo o leyendo todo lo que vale la pena. Las películas son (más o menos) localizables, pero con los libros es más problemático, porque desaparecen de las librerías con extrema rapidez, y están esfumándose también las librerías de segunda mano, de modo que si no les echas el guante en su momento puedes quedarte sin ellos, pero Nada se opone a la noche está durando: va por la tercera o cuarta edición. En Francia lo publicó Lattès; aquí lo han editado Anagrama, en castellano, y Edicions 62, en catalán.
También tardé en leerla porque temía un melodrama confesional, una galería de atrocidades. Pero me lo recomendó la Espert, que tiene un gusto infalible, y acabó de atraparme la portada, una portada que promete otra cosa: esa fascinante criatura fotografiada en blanco y negro parece un personaje de Françoise Sagan, con el lema Bonjour tristesse tatuado en el omóplato derecho, o bailar, noche tras noche, en Modiano’s, ese club que se abre, fosforescente, a ciertas horas, en una alejada bocacalle de Neuilly.
La muchacha de la portada es Lucile, la madre de Delphine de Vigan, y su esplendor es un relámpago a las puertas del abismo, como el color y el bullicio feliz de esa película en super ocho que retrata, antes de que arda el fotograma, la vida aparentemente edénica de su familia. Sin embargo, necesitamos esa portada, emblema de la fugacidad y la pérdida, para contemplar a la joven Lucile cada tantas páginas y contrastar su imagen antigua con lo que se nos está contando, y tampoco viene mal la foto de Delphine de Vigan en la solapa: su sonrisa y el brillo de sus ojos nos dicen que ha sobrevivido, se ha reconquistado, es hija de su madre y de sí misma. 
Nada se opone a la noche narra la inimaginable zambullida de Lucile en la locura, su dilatada permanencia, sus breves resurrecciones y sus atroces recaídas, y el suicidio final, que abre la novela, y la anorexia salvaje, anestesiante, de la hija. Y, como una constelación adversa, la terrible hilera de suicidios de parientes y amigos, y la sospecha de que el sonriente y vitalista abuelo Georges abusó sexualmente de Lucile y de sus amigas cuando eran niñas.
Un material, en suma, que se prestaba a todas las truculencias y todos los exhibicionismos, o para calzarle coturnos a la desgracia y jugar a O’Neill en versión francesa. Todo lo contrario. Nada se opone a la noche es un título inadecuado porque la mirada de Delphine de Vigan, que no deja nada sin escrutar pero sabe ser siempre cálida y afectuosa, abre senderos de luz en la oscuridad y convierte una historia durísima en un relato al que apetece volver cada día, porque sabe, como pedía Italo Calvino, “detectar todo lo que no es infierno y darle espacio”.
Leyéndola me hizo pensar en Jacques Audiard, el Audiard de Un prophète y De rouille et d’os.
El equilibrio de este libro es portentoso. Y el talento narrativo de su autora, y su honestidad: un verdadero triunfo del tono. Debería enseñarse en los talleres de escritura. Serviría de modelo e inspiración para quienes intentan abordar dolorosas historias familiares sin autocompasión, sin delectación mórbida, y convertirlas en relato, en gran relato.

Delphine de Vigan
    

Puro teatro: "Una locomotora llamada deseo" (16-2-13)

Por: | 16 de febrero de 2013

Sobre Deseo, de Miguel del Arco

Me acuerdo de Sharon Tate

Por: | 15 de febrero de 2013

Sharon Tate y Polanski  en el espejoMe ha vuelto Sharon Tate (unida a un destello del color californiano de aquellos años: el naranja) mientras leía El álbum blanco, de Joan Didion. Una parte de El álbum blanco, la que está antologizada en Los que sueñan el sueño dorado, la selección de Mondadori. Sharon Tate con tres colores como los de una bandera: dorado, naranja, blanco. A menudo brotan cadenas de cosas, constelaciones, migas de pan que llevan al tesoro o a la casa de la bruja. En el Doble Blanco de los Beatles (que en inglés se llama The White Album, a secas) está Helter Skelter que, según se dice, fue la canción detonadora de los horribles crímenes de Cielo Drive. No creo en eso, como tampoco creo que El guardián en el centeno despertase voluntades homicidas. Cualquier cosa puede hacerlo, la luna llena, una palabra más alta que otra, una cefalea, el grosor de la guía de teléfonos, y al maníaco siempre le resulta muy conveniente esa voz presuntamente exterior, esa figura que creen ajena y que impulsa, obliga, dicta. Podía haber sido Helter Skelter y podría haber sido Piggies, donde Harrison canta “what they need is a damn good whacking” (y pigs fue la palabra que apareció en los muros de Cielo Drive), y podría haber sido… Da igual: el viento de la locura sopla donde quiere. O no sopla sobre lo que podrían ser campos abonados para la semilla maléfica. Pensemos en los Stones, por ejemplo. Que si Let It Bleed, que si Their Majesties Satanic Request, que si Sympathy fo the Devil, y ningún asesino les tomó (y a Dios gracias) como suministradores de mensajes cifrados y fatales. Vale, pasó lo de Altamont, pero eso era otra cosa: a los Hells Angels no les hacían falta mensajes. El Doble Blanco, en cambio, generó incontables teorías delirantes, todavía más que Sergeant Peppers: la felicidad es una pistola caliente, la revolución está a la vuelta de la esquina, lo que esos cerdos necesitan es una jodida paliza, ponlo del revés (¿cómo se hacía eso?) y una voz te informará de que McCartney ha muerto y alguien lo ha sustituido.
Desde lo alto de esa montaña de basura, Sharon Tate sonrie y agita la mano.
Hola, Sharon.
 
Me interesa más saber por qué Joan Didion eligió el título de El álbum blanco para hacer balance y tratar de dar carpetazo a sus experiencias de los sesenta. Quizás, pienso, porque algo parecido es ese doble disco, una suma, un muestrario, una liquidación por fin de temporada, tras la cual cada uno de los Beatles encuentra su camino y comienza a marchar por su lado: Four Way Street, como el de Crosby & Stills & Nash & Young, también habría sido un muy buen título.
¿El Doble Blanco, un resumen de las ilusiones, anhelos, falsas quimeras y paranoias de los sesenta? También podría ser. Quizás haya otros discos semejantes en esa época, pero ninguno tan conocido como ese. El libro de Didion también parece hecho de recortes, piezas aparentemente inconexas pero bañadas por la misma luz, la luz de finales de la llamada década prodigiosa, la luz de atardecer cuando baja la ola, cuando todo está muy cerca del desquiciamiento. En ese libro, Didion narra su quiebra anímica, su tratamiento psiquiátrico en el Saint John’s Hospital de Santa Mónica en el verano de 1968 (“poco antes de que Los Angeles Times me nombrara Mujer del Año”), sus encuentros con los Doors, y sus entrevistas con varios miembros del Black Panther Party y con Linda Kasabian, una de las integrantes del clan Manson, implicada en las muertes de Sharon Tate, Jay Sebring, Abigail Folder, Steven Parent, Voytek Frykvski en Cielo Drive, el 9 de agosto de 1969, y de Rosemary y Leno LaBianca en Los Feliz la noche siguiente.
“Mucha gente que conozco en Los Ángeles”, escribe Joan Didion, “cree que los sesenta se terminaron de golpe el 9 de agosto de 1969, en el momento exacto en que la noticia de los asesinatos de Cielo Drive se propagó como un incendio por toda la comunidad, y en ese sentido tienen razón: aquel día estalló por fin la tensión. La paranoia se cumplió”.
¿Hay un día o una noche en que las cosas empiezan o acaban?
No sabría decirlo. Didion no dice que ella lo crea: se hace eco de lo que mucha gente creyó entonces. Sigo leyendo. Poco más tarde dice algo mucho más interesante acerca de la noche del 9 de agosto de 1969: “Recuerdo con mucha claridad todas las informaciones erróneas de aquel día, y también recuerdo otra cosa, y ojalá no la recordara: recuerdo que nadie estaba sorprendido”.

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En Quemar los días, James Salter evoca la casa de los Polanski en Cielo Drive, en Santa Mónica, que “imitaba una gran casa de labranza en Normandía”, bajo el promontorio rodeado de palmeras en la playa.
Cuando recibió la noticia de las muertes, pensó en Sharon y en la habitación de la pareja: “Era amplia, en el segundo piso, de cara al mar. El sol abrasaba el suelo. Los cajones de la cómoda empotrada tenían estrechas ventanillas de cristal para que uno pudiese ver el color de las camisas en su interior. En el hermoso cuarto de baño había dibujos de Matisse”. Dice luego: “Cuando Sharon Tate, junto con otras cuatro personas, fue asesinada absurdamente aquella noche, al horror y la repugnancia se añadió la vergüenza. América había sacrificado a una de sus inocentes. Era incomprensible, Dios no podía permitirlo”.
Recordó luego una fotografía del brillante director en un sofá con la chica alta y grácil. “Cuesta ahora imaginar a la mujer en que se habría convertido. Sigue siendo tal como era, como si entre todo el rebaño hubiese existido esta criatura excepcional, un poco torpe quizás pero sin mácula y encarnando los rasgos esenciales, el verdadero corazón del paraíso que él de algún modo había esperado”.

Sigue siendo tal como era, dice. Sí, es cierto. Cuando mataron a Sharon Tate y a sus amigos yo tenía doce años. Recibí plenamente el golpe con un año de retraso. Claro que recuerdo la noticia de las muertes, imposible no recordarla: estaba en todas las bocas, en todos los periódicos y todas las revistas de aquel verano, casi como la muerte de Kennedy pero sin amenaza nuclear. La devastación era interna: veo de nuevo el rostro de Polanski con gafas oscuras, descoyuntado por un sollozo, como si una mano invisible y brutal le estuviera estrujando la cara. Y la frase que saltaba como un zarpazo a los ojos era esta, la frase con las tres cifras: tenía veintiséis años, estaba embarazada de ocho meses y la mataron de dieciséis puñaladas.
Un año más tarde, en febrero o marzo, fui con mi abuelo al cine Atlanta a ver La mansión de los siete placeres, suculento título español para el soso original, The Wrecking Crew, la brigada de demolición. No sabíamos que era la última película que rodó Sharon Tate. Para nosotros era una película de Matt Helm, el irónico agente secreto que en nuestra galería de héroes había reemplazado a Nick Carter, cosa muy comprensible: Nick Carter era Eddie Constantine, que se movía por un mundo en neblinoso blanco y negro, entre zonas de sombra y lluvia y aisladas farolas, un mundo provincial, con mujeres opulentas pero siempre con un inconfundible deje de vulgaridad, como camareras de un club nocturno de cuarta fila, mientras que Matt Helm era Dean Martin, que llevaba jerseys de cuello alto y estaba rodeado de muebles aerodinámicos de color naranja y artefactos plateados y mujeres altísimas, estilizadas, casi extraterrestres, y entre todas ellas estaba Sharon Tate, que en aquella película interpretaba a su ayudante.
Allí estaba, como una gacela, llena de encanto y de torpeza. ¿Resucitada? No, doblemente muerta, doble y dolorosamente muerta. Era una despedida. La veíamos, pienso ahora, como si nos estuvieran dando la última oportunidad de verla, como si nos estuvieran comunicando que acababa de morir. Fue muy extraño lo que sentimos al verla, y es un plural hipotético: no puedo saber lo que sintió mi abuelo, porque no hablamos después, pero en nuestro silencio mutuo había algo desolado, algo irremediable, como si también nosotros fuéramos un poco Polanski. Matizo: como dos mortales a los que nos hubiera sido concedido el breve privilegio de ver a una diosa antes de su desaparición. No era un diosa imponente, estatuaria: lo sagrado estaba en sus ojos, en su sonrisa, en la longitud de las piernas, en el encanto y la dulcísima patosía de sus movimientos. Y estaba el deseo, por supuesto. Aquella tarde de invierno, en un cine de reestreno, en la Barcelona de 1970. Una diosa abatida por la irracional brigada de demolición, alzando unos instantes, para nosotros, la bandera blanca, dorada, naranja. Y nuestros ojos: los ojos del deseo perdido en mi abuelo, en mí los ojos del deseo naciente. Buenas noches, princesa.

Sharon Tate

El hombre que fue jueves: "La gran Machi" (14-2-2013)

Por: | 14 de febrero de 2013

Sobre Carmen Machi

El hombre que fue jueves: "Otero gana la liga bifurcante" (7-2-13)

Por: | 06 de febrero de 2013

Sobre La máquina del tiempo, de Miqui Otero

Un nomeolvides para Dorothy Parker (De mis archivos)

Por: | 06 de febrero de 2013

La joven Dorothy ParkerRescato del baúl de los recuerdos  - y acorto y corrijo - esta crónica sobre Dorothy Parker, que había olvidado por completo. Se publicó, como Un paseo con Juan Marsé, que ya exhumé aquí, en la añorada revista Co & Co, hace casi veinte años: en mayo de 1993, si la mancheta no miente. El motivo fue la aparición en la no menos añorada Editorial Versal, poco tiempo antes (1989-1990), de dos antologías de miss Parker, La soledad de las parejas y Una dama neoyorquina (integradas por relatos de Laments for the Living y After Such Pleasures). Para la composición de la crónica eché mano de dos biografías: You Might As Well Live: The Life and Times of Dorothy Parker, que Versal publicó también, en 1990, bajo el título de Dorothy Parker: la importancia de vivir, de John Keats (sí, como el poeta), y Dorothy Parker: What Fresh Hell is This?, de Marion Meade, editada en 1987 por Random House. Por cierto, estaría bien que alguien se decidiera a editar su poesía completa (si no lo han hecho ya y a mí se me ha pasado). Es divertida, triste y profunda: véase, como botón de muestra, la cita que encabeza la crónica.

                                                                    *    *    *

«Oh, life is a glorious cycle of song
A medley of extemporanea
And love is a thing that can never go wrong
And I am Marie of Roumania».

      Dorothy Parker, Comment

«Hace mucho tiempo —escribió John Keats en su biografía— el mundo era nuevo y brillante, y Dorothy Parker era una de las personas más nuevas y brillantes que en él habitaban. Tuvo dos maridos, varios amantes, una mansión en Beverly Hills, una finca en Pensilvania y una serie de apartamentos en Nueva York. Fue una figura principal de la famosa Tabla Redonda del Hotel Algonguin; sus libros de poemas y cuentos eran instantáneos éxitos de ventas; la citaban los mejores articulistas de los mejores periódicos y prácticamente le fueron atribuidos todos los comentarios brillantes de su época».

Fue una pobre niña rica convertida de repente en una pobre niña pobre. Al morir su padre, un magnate menor de la industria textil neoyorquina, la familia Rothschild quedó en la ruina. Apenas cumplidos los 18 años («Prometedme que nunca envejeceré», la oyeron decir sus amigas de entonces), Dorothy cortó amarras. Abandonó la casa familiar de Nueva Jersey, se fue a vivir a una pensión de Broadway y encontró trabajo en Vogue, donde redactaba pies de foto y escribía comentarios sobre moda y ocasionales poemas en la estela de Edna St. Vincent Millay, cobrando una miseria. De Vogue pasó a Vanity Fair, y Vanity Fair cambió su vida. Allí conoció al escritor Robert Benchley y a un joven crítico de cine que quería ser dramaturgo llamado Robert Sherwood.
Pocos años después, Benchley se convertiría en uno de los mayores humoristas norteamericanos, Sherwood ganaría dos Pulitzer consecutivos con Idiot’s Delight y El bosque petrificado, y Dorothy Parker sería consagrada como la reina del ingenio neoyorquino, pero en esa primavera de 1919 todavía les veían como tres excéntricos tocados por la mágica varita de la suerte. Benchley, que había debutado en Vanity Fair con un artículo titulado «La vida social del tritón» (en el que un ardiente tritón miope trataba de seducir a una goma de borrar) y era la desorganización personificada, fue nombrado jefe de redacción y nombró a su vez a Sherwood encargado de la sección de teatro, vacante desde que el novelista (y no menos glorioso letrista) P.G. Wodehouse volvió a Inglaterra. A Sherwood le gustaba escribir teatro pero no hablar de él, así que no tardó en encomendarle a la señorita Rothschild su tarea.

La mesa redonda del Algonquin
El trío estableció su cuartel general en el Algonquin, un hotel sin pretensiones al que iban a comer los actores, situado en la calle 44 Oeste, muy cerca de la redacción de Vanity Fair, donde llamaron la atención de otros tres personajes no menos pintorescos. Se llamaban Franklin Pierce Adams, Alexander Woollcott y Harold Ross y, como ellos, solo pensaban en divertirse por todos los medios a su alcance tras haber pasado la guerra al frente de Stars and Stripes, el periódico del ejército americano editado en Francia. Con una importante diferencia de estatus: eran los columnistas más cotizados de Nueva York. Harold Ross, director de Stars and Stripes, no tardaría en fundar The New Yorker; Franklin Pierce Adams, más conocido por F.P.A., firmaba la sección «The Conning Tower» en el Herald Tribune, el periódico más leído de la ciudad, y las reseñas teatrales de Alexander Woollcott, del New York Times, hacían temblar a todo Broadway.
Lo que empezó como una serie de encuentros informales para jugar al póquer y charlar sobre temas de actualidad acabó institucionalizándose como el Club Literario y de Placer Tanatopsis (también llamado Club de Póquer Interiormente Honesto Tanatopsis), la tertulia más sofisticada de Manhattan, en la que solo se franqueaba la entrada a aquellos que demostraban un ingenio fuera de lo común o una especial habilidad para el sarcasmo fulminante. En pocas semanas, la mesa redonda del Algonquin tuvo como contertulios más o menos fijos a los comediógrafos Moss Hart y George Kauffman, a Heywood Broun (que escribía su popularísima columna «It seems To me», en el Word), a los guionistas Herman J. Mankiewicz y Donald Odgen Stewart, al joven escritor satírico Charlie McArthur, a Arnold Gingrich, editor de Esquire, y a los actores Harpo Marx y Douglas Fairbanks.

En aquel círculo eminentemente masculino, la pequeña Dorothy fue recibida como la encarnación de la mujer nueva. Acababa de casarse con un agente de bolsa de Wall Street, Edwin Pond Parker II («para cambiarme el apellido», según ella), pero tenía un trabajo propio y, como de inmediato observó F.P. Adams, pese a su aspecto tímido y frágil «necesitaba tanta protección como un avispero». Todos estaban fascinados por aquella insólita dama que llamaba Onán a su canario «porque esparcía sus semillas por el suelo», que se entretenía componiendo epitafios para su tumba como «Disculpad mi polvo», o «Si logras leer esto es que estás encima de mí», y que se había ganado el respeto del temible Woollcott despedazando en Vanity Fair una interpretación de Katharine Hepburn con la frase «Recorrió toda la gama de emociones, de la A a la B».
Franklin Pierce Adams y Alexander Woollcott fueron los responsables del mito Dorothy Parker. Su nombre, invariablemente unido a una frase ocurrente o a un comentario demoledor, comenzó a aparecer en las columnas de la prensa neoyorquina, y se convirtió en una de las más asiduas estrellas invitadas de «The Conning Tower», ganándose, antes de cumplir los 25 años, la reputación de ser la mujer más ingeniosa de la capital del mundo. Para conseguir atraer a la gente en una fiesta bastaba preguntar «¿Te has enterado de lo que dijo ayer Dorothy Parker?» y todo el mundo sonreía con expectación. La frase «Como dijo Dorothy Parker...» se convirtió en la muletilla del mundo sofisticado de Manhattan hasta el punto de que Cole Porter encabezó con ella, por aquellos días, una de sus más populares canciones, Just One of Those Things. Para los maravillados lectores de las columnas de Franklin Pierce Adams y Heywood Brown, Dorothy Parker se pasaba la vida de fiesta en fiesta con una boa emplumada al cuello, una copa de champán en la mano y una frase ingeniosa siempre al borde de los labios. La realidad, sin embargo, era muy distinta.

Otra caricatura de HirschfeldA principios de 1920, y pese a su inmensa popularidad, Dorothy había sido despedida de Vanity Fair: los productores de Broadway, encabezados por el iracundo Florenz Ziegfeld (amigo íntimo de Condé Nast, editor de la revista) estaban hartos de lo que consideraban «sarcasmos continuados y arbitrarios», y no cejaron hasta hacerla saltar de su tribuna. Su matrimonio se había ido a pique: Edwin Parker no soportaba Nueva York, mientras que para ella el paraíso limitaba al norte por Central Park y al sur por Greenwich Village, con el epicentro al oeste de la Quinta Avenida, entre las calles Cuarenta y Sesenta, justo el lugar donde alquiló un pequeño apartamento («con espacio suficiente para un sombrero y unos cuantos amigos«) mientras su esposo volvía a su Hartford natal.
No tenía trabajo. Aunque escribió poemas y cuentos durante 1920 y 1921, apenas pudo publicar algunos en Smart Set y el Saturday Evening Post. En 1922, un breve romance con Charlie McArthur se saldó con un aborto y un intento de suicidio A finales de 1924 escribió una obra teatral junto con Elmer Rice, Close Harmony, que solo duró unas semanas en cartel.
Su imagen de musa de la vida irónica parecía desvanecerse por momentos. Sus poemas eran cada vez más sombríos, sus relatos cada vez más amargos: algunos miembros de la mesa redonda del Algonquin arrugaron la nariz cuando publicó «El señor Durant» en el American Mercury, cuyo protagonista deja embarazada a su secretaria y, tras entregarle 25 dólares para pagar el aborto, se olvida alegremente de ella. Un nuevo intento de suicidio, esta vez con somníferos, les persuadió de que el túnel de Dorothy acaso fuera más largo y más profundo de lo que en un principio habían imaginado. En 1925 desapareció del mapa y escribió la mayor parte de los poemas que editaría Boni and Liveright bajo el elocuente título de Enough Rope, "cuerda suficiente". (Y no precisamente para atar paquetes).

De Santuario

De pronto, cuando muchos la daban por acabada, el túnel pareció llenarse de luz. En una fiesta conoció a Seward Collins, el hijo de un rey del tabaco, que sufragaba y dirigía The Bookman, una de las mejores revistas literarias del momento. Collins le proclamó su amor, costeó sus deudas y se la llevó a la Costa Azul, donde Dorothy conoció a Scott Fitzgerald, a Hemingway y a Dos Passos. Al regresar de Francia, en el otoño de 1926, se encontró con que Enough Rope iba por la octava edición, algo absolutamente inusual en la historia de la poesía americana.
El éxito de Enough Rope y el amor de Seward Collins le permitieron reorganizar su vida. Dejó de beber, debutó como cronista literaria en The New Yorker con la columna «Constant Reader», y en 1928 dio a la imprenta su segunda colección de poemas, Sunset Gun, mientras proclamaba que su verdadero objetivo era convertirse en una narradora «tan buena como Hemingway o Scott Fitzgerald». Este mismo año, The Bookman publicó Una rubia imponente («Big Blonde»), la crónica de la breve ascensión y patética caída de una flapper de clase baja, que le valió el Premio O. Henry al mejor relato de 1929.
Acicateada por el galardón y las excelentes críticas, viajó con Seward a Cap d’Antibes con el encargo de escribir una novela para Viking Press, que iba a llamarse Sonnets in Suicide of the Life of John Knox, pero lo suyo eran las distancias cortas y no pasó de unas cuantas páginas. Para devolver el anticipo, ofreció a la editorial una recopilación de sus relatos (con «Big Blonde» como cuento estelar) que se puso a la venta en 1930 bajo el título de Laments for the Living. Su tercer y último libro de poesía, Death and Taxes, se publicó al año siguiente, casi al mismo tiempo que Viking Press la obligaba a rebuscar en sus cajones para componer un segundo libro de relatos, After Such Pleasures, una antología desigual, integrada por cuentos antiguos (como «Qué lástima», escrito en 1923) y joyas recién talladas como «La yegua» o «Calma antes de la tempestad»).

Dorothy Parker - grandes frases II

Quizás deberíamos acabar aquí, porque Dorothy Parker dio lo mejor de sí misma durante los primeros años treinta. Podríamos detener la biografía en 1933, su mejor año, su año más feliz. After Such Pleasures va por la segunda edición; la crítica, que hasta entonces la había encasillado como la reina del ingenio sofisticado y la poesía cínica, ha descubierto en ella a una maestra de la narración desencantada. Edmund Wilson ha escrito que tiene el oído para el diálogo de Hemingway y la elegancia triste de Scott Fitzgerald. A la fría luz de la Gran Depresión, su galería de mujeres perdidas, ricos ociosos y estúpidos, desalmados inconscientes y parejas sin esperanza ya no resultaba «insoportablemente sórdida», como dijeron al principio, al leer sus cuentos en Smart Set o en The New Yorker, sino «un vívido retrato de una sociedad sin rumbo». Hay otra escritora que podría comparársele, pero vive al otro lado del Atlántico y sólo cree en ella Ford Madox Ford: Se llama Jean Rhys y acaba de publicar After Leaving Mr. Mackenzie.
A ese lado del paraíso, Dorothy Parker está en su apogeo. Los universitarios de todo el país la consideran una guía espiritual, una mujer que sabe «exactamente» lo que es la vida. Su amigo George Oppenheimer acaba de convertirla en personaje de ficción: La Mary Hilliard de Here Today, que triunfa en Broadway interpretada por Ruth Gordon. La Metro Goldwyn Mayer acaba de enviarle un contrato millonario para persuadirla a que abandone su querido Nueva York y se instale en Hollywood a escribir guiones y supervisar diálogos; se dice que Viking Press le ha ofrecido un cheque de 32.000 dólares a cambio de los derechos de edición de su poesía completa, que aparecerá tres años más tarde con el título Not so Deep as a Well. Se dice también que Dorothy ha abrazado la causa del comunismo («¿Te imaginas? Vive en una mansión de Beverly Hills con mayordomo y cocinera y lleva sombreros de John Frederics pero dice que adora a los Roosevelt. Y va a presidir esa Liga Antinazi con Oscar Hammerstein II») y que, culpable por ganar tanto dinero, lo está repartiendo entre la Asociación Nacional para el progreso de la Gente de Color, la Liga de Mujeres Votantes, el Partido Demócrata y los Amigos de la Brigada Lincoln.
1933 es el año de su boda con Alan Campbell, el año de su marcha a Hollywood. Ahí termina su egunda (o tercera) vida.
Quedan unas cuantas más, cada vez más duras, más solitarias.

Cuando estalló la Guerra Civil española recaudó fondos para la República junto a Lillian Hellman, viajó a Madrid y escribió artículos inflamados para The New Masses, y también uno de sus mejores cuentos, Soldados de la República, ambientado en Valencia. En 1939, ante el Congreso de Escritores Estadounidenses de Izquierda, leyó una ponencia que llevaba el significativo título de «Al diablo con el verso sofisticado». Dejaron de considerarla brillante: los editores querían ácidas humoradas, no relatos sobre la desigualdad de clases. En 1940 apareció Here Lies, que reunía sus obras de ficción publicadas hasta entonces. En 1944 apareció El permiso maravilloso, su último gran cuento.

Dorothy Parker - grandes frasesEn la década de los cincuenta volvió a abrirse el túnel. Benchley había muerto, Woollcott había muerto. Volvió al alcohol, y a los intentos de suicidio. Las peleas con Alan Campbell, las separaciones violentas y las reconciliaciones llorosas eran cada vez más frecuentes. Intentó regresar al teatro con una pieza dramática, The Coast of Illyria, que no funcionó. Probó suerte de nuevo con The Ladies of the Corridor, de la que solo se dieron 45 representaciones. Volvió a Hollywood con Alan Campbell, desafiando las listas negras de McCarthy, que no le perdonaba su militancia comunista. Charles Brackett, viejo amigo de los días del Algonquin, le propuso escribir un guión para Marilyn, The Good Soup, que nunca llegó a rodarse. Durante esa época vivió Campbell en Norma Place, en las afueras de Beverly Hills. Dorothy escribía reseñas literarias para Esquire, a 750 dólares la pieza. Cuando murió Alan Campbell, en 1963, regresó a Nueva York, al hotel Volney. Algunos periodistas jóvenes acudían a visitar a la vieja dama para que les hablara de los dorados años veinte, de la mesa redonda y los alegres muchachos del Algonguin. «Solo era una niñita judía tratando de ser lista», le dijo a John Keats. Cuando Dorothy Parker murió, el 7 de junio de 1967, en su testamento apareció un cheque por veinte mil dólares, que legaba a Martin Luther King.

Las primeras y últimas fotos solo difieren en las arrugas, el caparazón estragado por los años y el alcohol: Se mantiene el flequillo de niña eterna, la sonrisa burlona, los grandes ojos negros, la mirada dolorida, y la inquietante mezcla de dureza e inocencia, el «cóctel de Lady Macbeth y la pequeña Nell» que definió Alexander Woollcott y que constituye la esencia de sus inigualables, modernísimos relatos.

Brindemos con y por ella:

Un brindis de DP


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