Desde lo alto de esa montaña de basura, Sharon Tate sonrie y agita la mano.
Hola, Sharon.
Me interesa más saber por qué Joan Didion eligió el título de El álbum blanco para hacer balance y tratar de dar carpetazo a sus experiencias de los sesenta. Quizás, pienso, porque algo parecido es ese doble disco, una suma, un muestrario, una liquidación por fin de temporada, tras la cual cada uno de los Beatles encuentra su camino y comienza a marchar por su lado: Four Way Street, como el de Crosby & Stills & Nash & Young, también habría sido un muy buen título.
¿El Doble Blanco, un resumen de las ilusiones, anhelos, falsas quimeras y paranoias de los sesenta? También podría ser. Quizás haya otros discos semejantes en esa época, pero ninguno tan conocido como ese. El libro de Didion también parece hecho de recortes, piezas aparentemente inconexas pero bañadas por la misma luz, la luz de finales de la llamada década prodigiosa, la luz de atardecer cuando baja la ola, cuando todo está muy cerca del desquiciamiento. En ese libro, Didion narra su quiebra anímica, su tratamiento psiquiátrico en el Saint John’s Hospital de Santa Mónica en el verano de 1968 (“poco antes de que Los Angeles Times me nombrara Mujer del Año”), sus encuentros con los Doors, y sus entrevistas con varios miembros del Black Panther Party y con Linda Kasabian, una de las integrantes del clan Manson, implicada en las muertes de Sharon Tate, Jay Sebring, Abigail Folder, Steven Parent, Voytek Frykvski en Cielo Drive, el 9 de agosto de 1969, y de Rosemary y Leno LaBianca en Los Feliz la noche siguiente.
“Mucha gente que conozco en Los Ángeles”, escribe Joan Didion, “cree que los sesenta se terminaron de golpe el 9 de agosto de 1969, en el momento exacto en que la noticia de los asesinatos de Cielo Drive se propagó como un incendio por toda la comunidad, y en ese sentido tienen razón: aquel día estalló por fin la tensión. La paranoia se cumplió”.
¿Hay un día o una noche en que las cosas empiezan o acaban?
No sabría decirlo. Didion no dice que ella lo crea: se hace eco de lo que mucha gente creyó entonces. Sigo leyendo. Poco más tarde dice algo mucho más interesante acerca de la noche del 9 de agosto de 1969: “Recuerdo con mucha claridad todas las informaciones erróneas de aquel día, y también recuerdo otra cosa, y ojalá no la recordara: recuerdo que nadie estaba sorprendido”.
En Quemar los días, James Salter evoca la casa de los Polanski en Cielo Drive, en Santa Mónica, que “imitaba una gran casa de labranza en Normandía”, bajo el promontorio rodeado de palmeras en la playa.
Cuando recibió la noticia de las muertes, pensó en Sharon y en la habitación de la pareja: “Era amplia, en el segundo piso, de cara al mar. El sol abrasaba el suelo. Los cajones de la cómoda empotrada tenían estrechas ventanillas de cristal para que uno pudiese ver el color de las camisas en su interior. En el hermoso cuarto de baño había dibujos de Matisse”. Dice luego: “Cuando Sharon Tate, junto con otras cuatro personas, fue asesinada absurdamente aquella noche, al horror y la repugnancia se añadió la vergüenza. América había sacrificado a una de sus inocentes. Era incomprensible, Dios no podía permitirlo”.
Recordó luego una fotografía del brillante director en un sofá con la chica alta y grácil. “Cuesta ahora imaginar a la mujer en que se habría convertido. Sigue siendo tal como era, como si entre todo el rebaño hubiese existido esta criatura excepcional, un poco torpe quizás pero sin mácula y encarnando los rasgos esenciales, el verdadero corazón del paraíso que él de algún modo había esperado”.
Sigue siendo tal como era, dice. Sí, es cierto. Cuando mataron a Sharon Tate y a sus amigos yo tenía doce años. Recibí plenamente el golpe con un año de retraso. Claro que recuerdo la noticia de las muertes, imposible no recordarla: estaba en todas las bocas, en todos los periódicos y todas las revistas de aquel verano, casi como la muerte de Kennedy pero sin amenaza nuclear. La devastación era interna: veo de nuevo el rostro de Polanski con gafas oscuras, descoyuntado por un sollozo, como si una mano invisible y brutal le estuviera estrujando la cara. Y la frase que saltaba como un zarpazo a los ojos era esta, la frase con las tres cifras: tenía veintiséis años, estaba embarazada de ocho meses y la mataron de dieciséis puñaladas.
Un año más tarde, en febrero o marzo, fui con mi abuelo al cine Atlanta a ver La mansión de los siete placeres, suculento título español para el soso original, The Wrecking Crew, la brigada de demolición. No sabíamos que era la última película que rodó Sharon Tate. Para nosotros era una película de Matt Helm, el irónico agente secreto que en nuestra galería de héroes había reemplazado a Nick Carter, cosa muy comprensible: Nick Carter era Eddie Constantine, que se movía por un mundo en neblinoso blanco y negro, entre zonas de sombra y lluvia y aisladas farolas, un mundo provincial, con mujeres opulentas pero siempre con un inconfundible deje de vulgaridad, como camareras de un club nocturno de cuarta fila, mientras que Matt Helm era Dean Martin, que llevaba jerseys de cuello alto y estaba rodeado de muebles aerodinámicos de color naranja y artefactos plateados y mujeres altísimas, estilizadas, casi extraterrestres, y entre todas ellas estaba Sharon Tate, que en aquella película interpretaba a su ayudante.
Allí estaba, como una gacela, llena de encanto y de torpeza. ¿Resucitada? No, doblemente muerta, doble y dolorosamente muerta. Era una despedida. La veíamos, pienso ahora, como si nos estuvieran dando la última oportunidad de verla, como si nos estuvieran comunicando que acababa de morir. Fue muy extraño lo que sentimos al verla, y es un plural hipotético: no puedo saber lo que sintió mi abuelo, porque no hablamos después, pero en nuestro silencio mutuo había algo desolado, algo irremediable, como si también nosotros fuéramos un poco Polanski. Matizo: como dos mortales a los que nos hubiera sido concedido el breve privilegio de ver a una diosa antes de su desaparición. No era un diosa imponente, estatuaria: lo sagrado estaba en sus ojos, en su sonrisa, en la longitud de las piernas, en el encanto y la dulcísima patosía de sus movimientos. Y estaba el deseo, por supuesto. Aquella tarde de invierno, en un cine de reestreno, en la Barcelona de 1970. Una diosa abatida por la irracional brigada de demolición, alzando unos instantes, para nosotros, la bandera blanca, dorada, naranja. Y nuestros ojos: los ojos del deseo perdido en mi abuelo, en mí los ojos del deseo naciente. Buenas noches, princesa.
Hay 7 Comentarios
Redacción perfecta sobre un ángel. Un saludo.
Publicado por: Miguel Ángel Hidalgo | 22/02/2013 10:44:14
Querido Angel, adoro a Neil Young, pero ha tenido considerables momentos de cretinez. A veces la sinsorgada y la genialidad se dan la mano: el majestuoso avance de las guitarras en "Cortez, Cortez" y el "What a killer!" cargándose el efecto. Por otro lado, la incomprensible atracción que algunos sintieron por CM (me niego a escribir su nombre) no es muy distinta de la que Koltès experimentó por Roberto Zucco, otro miserable asesino. abrazo.
Publicado por: Marcos Ordóñez | 18/02/2013 23:17:13
¡Gracias, Teresa! Me alegro mucho! Un abrazo.
Publicado por: Marcos Ordóñez | 18/02/2013 23:13:35
Gracias a usted puedo recordar lo que decía de Sharon Tate Salter en "Quemar los días" Pero vengo porque ya llegó
"UN JARDÍN ABANDONADO POR LOS PÁJAROS"
y he leído sólo treinta páginas pero estoy completamente enganchada.
Preciosa escritura y con emoción y garra como esperaba. Tendrá muchos lectores, felicidades!
Publicado por: teresa | 18/02/2013 21:47:03
Poco después, en 1974 Neil Young publica 'Revolution Blues', otra incursión en el lado oscuro. Había escuchado a Charles Manson y le había parecido apreciar algo interesante, suficiente como para recomendárselo a Terry Melcher, sí, él, que tuvo el olfato de decir no.
Allí aparecen Levon Helm (lágrima) a la batería 'at half time' , el siempre creativo Rick Danko (lágrima) al bajo y la guitarra a regañadientes de David Crosby. El ejercicio de autoinculpación es notable: 'well i hear that Laurel Canyon is full of famous stars/ but i hate them worse than lepers and i kill them in their cars'
Solo 30 años después sentí algo parecido cuando Sufjan Stevens canta al asesino en serie de niños John Wayne Gacy Jr.: 'and in my best behaviour/ i am really just like him/ look beneath the flooboards/ for the secrets i have hid'
Sharon, lágrima, lágrima.
Marcos, gracias por dejar compartir lo oscuro y escondido.
Publicado por: jose angel | 16/02/2013 18:42:36
Yo veía mucha pureza y felicidad en su rostro. Y, por lo que cuentan quienes la conocieron, no hubo excesos en su vida. Los que acabaron con ella y con todos sus amigos eran locos y criminales a secas. Ha habido gentuza así en cualquier época. Un abrazo.
Publicado por: Marcos Ordóñez | 16/02/2013 0:55:58
Je me souviens de "El baile de los vampiros", aquella divertida truculencia polanskiana. En cambio, a pesar de figurar en el cast, no consigo recordarla en la serie "Los nuevos ricos", estrafalaria comedia rural que protagonizaba Buddy Ebsen (que, para mí, siempre será Doc Golighty, el dignísimo marido de Holly) y que emitió TVE en los sesenta. Creo haber visto "No hagan olas" en un cine de verano, pero tampoco estoy seguro del todo. ¡Qué mala es la edad y cómo están las cabezas, amigo Marcos!
En cualquier caso, por encima, delante o detrás - no sabría precisar - de su belleza, Sharon Tate siempre me transmitió tristeza, un tremendo aire de desamparo e inseguridad, quizás un inconsciente deseo de ser otra persona. Jamás vi alegría en su mirada, únicamente una angustia que parecía venir de algún recoveco de su alma. A veces me recordaba al personaje de cristal de Jean Seberg -otra que tal- en la estremecedora "Lilith".
Y también, por qué no decirlo, es triste constatar sin filtros embellecedores, a qué punto llevaron los excesos, tantas veces enaltecidos sin causa, del enloquecido carrusel de aquellos años.
Publicado por: carneham | 15/02/2013 21:46:36