
Pasa lo de siempre, al principio la gente se dice “seis horas de Shakespeare y en holandés subtitulado, treinta y dos euros, no tengo ni idea de quienes son esos Toneelgroep, esperaré a ver qué onda me llega”, y luego, cuando empieza a correr la voz y los twitters echan humo, la mayoría tecleados entusiásticamente desde la misma representación, ya es tarde:
Tragedias romanas (Romeinse Tragedies), o sea,
Coriolano+
Julio César+
Antonio y Cleopatra, juntas pero no revueltas, a cargo del Toneelgroep Amsterdam que dirige Ivo van Hove (¿por qué hemos tardado tanto en escuchar ese nombre?) ha estado solo tres días, del 5 al 7 de julio, en el Lliure, dentro del festival Grec. Pocos días, desde luego, pero, te dicen, un espectáculo de esas dimensiones, catorce actores, cinco músicos, un cámara y dieciocho técnicos para levantar/controlar un decorado descomunal que ocupa y casi desborda los 330 metros cuadrados del escenario de la sala Fabià Puigserver, poco tiempo podía estar en Barcelona. Por otro lado, la venta anticipada iba mal, casi toda la venta anticipada va mal este verano, hubiera sido suicida programarlo más tiempo, y en el Grec (y en cualquier festival) las visitas extranjeras son relampagueantes. ¿Localidades caras? No, eso sí que no, ni de lejos. Seis horas a 32 euros sale a cinco euros y pico por hora, regalado me parece.
Viernes 5 de julio. Entramos en el Lliure a las seis de la tarde. Lo que ocupa el escenario podría ser una mezcla entre a) el hall de un hotel multiestelar durante un congreso igualmente multiestelar, b) la sala de espera de un megaaeropuerto y, c) el cruce entre un gran plató televisivo y la redacción de un periódico del futuro (en un universo paralelo en el que aún existan periódicos). Sillones, sofás, mesitas bajas, mesas con ordenadores. Una pantalla central de considerables dimensiones, de cara al público, y pantallas, pantallas, pantallas por todas partes. Monitores que emiten (al fondo, a volumen bajo), programas de incontables cadenas, y pantallas que van a mostrar imágenes grabadas y editadas al momento por Tal Yarden, aunque también conviene aplaudir a Thorsten Alofs, un operador hercúleo (pese a su delgadez) que filma cámara en mano, siguiendo a los actores, y hercúleo ha de ser para sostener esa cámara y no perder comba durante seis horas, y pantallas con los subtítulos, y pantallas en las que pueden leerse los twits de los espectadores,y longitudinales pantallas de
leds con información al minuto (“Avanzan las tropas de Coriolano”) y con información digamos irónico-brechtiana (“Quedan 119 minutos para la muerte de Coriolano”).
Ah, y que no se me olvide: hay ocho cámaras más, repartidas por el escenario.
Y dos realizadores en directo, montando en la parte trasera de la sala.

Podemos, nos dicen, subir al escenario cada vez que queramos para ver las escenas desde distintos puntos de vista, y sentarnos al lado mismo de los actores, verlos por delante y por detrás (para eso sirven las múltiples pantallas), y ver como se maquillan (lateral izquierdo, al fondo) justo antes de salir a escena, es decir, asistir al momento de la transustanciación. No hay intermedios sino pausas más o menos largas, de cinco o diez minutos, para cambiar decorados, y una pausa de unos veinte, antes de
Antonio y Cleopatra, pero en cualquier momento se puede subir para comer y beber en las dos barras que hay a ambos lados del escenario. ¿Y los camareros no hacen un ruidazo de muerte, cual es su costumbre? No, estos son silenciosos como monjes tibetanos. Otro detalle: las puertas de la sala están abiertas de par en par (mi sueño dorado) a fin de a) salir a estirar las piernas, b) fumar, c) otras necesidades fisiológicas. (También hay pantallas, por cierto, en los pasillos del teatro).
Yo tardo un buen rato en subir al escenario. Me dicen: “¿Aún no has subido? ¡Es increíble, tantos puntos de vista!”. Llamadme clásico pero la verdad es que se ve mucho mejor desde abajo, a la italiana de toda la vida, aunque tener a los actores a medio metro también tiene su punto, no te digo que no. (Subo a cenar a eso de las nueve. Buena comida, por cierto. Y a precios decentes). Nunca me han vuelto loco las pantallas, pero aquí tienen un sentido: además de multiplicar los puntos de vista (que sí, que vale) crean una atmósfera de urgencia, de guerra en marcha, que funciona muy bien durante las dos primeras obras. Muchas escenas están reconvertidas en debates de cuartel general, conferencias de prensa, declaraciones obligadas. En
Antonio y Cleopatra, en cambio (y muy sensatamente), las “informaciones de última hora” de la contienda romano-egipcia van cediendo paso a los primerísimos planos que escrutan la alegría y el dolor de los rostros.
Me interesa más la extraordinaria microfonía, que capta hasta el más pequeño leve de los actores. Por ejemplo, el encuentro entre Coriolano (Gijs Scholten van Aschat, que recuerda a un joven Bódalo: buey con ojos de niño y corazón desnudo, como ha de ser el personaje) y Aufidio (Bart Slegers), sentados, cabizbajos, hablando a media voz, sin que te pierdas un quiebro ni un matiz. Nada es enfático ni grandilocuente: tonos naturales, casi cinematográficos. Hay griterío, claro, porque en no pocas escenas la cosa se crispa, pero no le hace falta decir una palabra más alta que otra a la superlativa y temible Frieda Pittoors (Volumnia), que parece un cruce entre Joan Plowright y Pilar Primo de Rivera. Y que es, naturalmente, holandesa, pero se diría la madre más vasca de todas las madres. “Navarra, más bien”, matiza alguien.

De repente son las 19.40 y ya ha terminado
Coriolano. Versión recortada, claro, pero muy bien recortada. Y muy bien subtitulada: estupenda traducción al catalán. Me gustaría saber quién la firma, deberían mencionarlo en el programa. Sin pausa, empieza
Julio César. Casca y Casio están interpretados por dos actrices, Marieke Heebink y Janni Goslinga. Es una gran idea juntar en el mismo espacio y simultanear, en microescenas (“arriba” se ven en pantalla partida), los diálogos de César (Hugo Koolschijn) y Calpurnia (Janni Goslinga, que también interpreta a Casio: singularísimo doblete), y de Bruto (Roeland Fernhout) con Porcia (Karina Smulders). Nunca las había visto montadas de ese modo y funcionan, y adquieren otra resonancia: parece una secuencia del
No matarás de Kieslowski, porque sufres por la mujer del asesino y la de su víctima. ¡Con qué rapidez, con qué concisión dibuja Shakespeare a esos grandes personajes femeninos! Pero lo que jamás de los jamases había visto es el elogio fúnebre de Marco Antonio a César tal como lo hace Hans Kesting, un gigante en todos los sentidos, algo así como (en espíritu) la versión holandesa de Gandolfini. Rotunda mixtura de intenciones: ¿cómo saber dónde acaba el sentimiento de Marco Antonio y dónde empieza, de cara a los romanos, la representación del sentimiento, modulado para obtener lo que busca? Yo no lo supe. Solo sé que en aquel momento fui romano, o sea, me creí absolutamente todo.
Marco Antonio toma el micrófono y se sienta al pie del atril de los discursos, como si estuviera agotado, como si hubiera pasado toda la noche en vela, llorando por César, bebiendo vaso tras vaso, y sí, muy posiblemente así fuera. Comienza a hablar como si le hubieran arrastrado allí, como si no tuviera otro remedio. Y luego se pone en pie lentamente, y alza la voz, y baja al patio de butacas para mostrar el testamento de César, y vuelve, y señala ante la cámara, como un forense (
CSI Forum), los agujeros en la capa y en el cuerpo, uno tras otro, y cuando llama a la destrucción no te cabe la menor duda de que ganará la guerra y todas las guerras. Ovación unánime y enfervorizada, la primera de la noche.

Otra gran idea, que fácilmente hubiera podido despeñarse: la locura de Bruto, preguntándose y respondiéndose, como un ventrílocuo enloquecido, primero poseído por la voz de Lucio, luego por la de César. (El fantasma de César es una imagen muda, un reflejo fugitivo en una mampara transparente). El gran escollo de
Julio César: las batallas. El procedimiento es muy similar al utilizado en
Coriolano: solo cuentan lo imprescindible, lo culminante. Y para simular los enfrentamientos recurren al estruendo de las percusiones (en directo, a ambos lados del escenario) y a las luces estroboscópicas: hay un cierto abuso de eso.
Antonio y Cleopatra cuenta con la versión más completa, en una puesta de ritmo adensado, que ocupa las dos últimas horas. Cleopatra es la impresionante Chris Nietvelt, que antes ha tenido un brevísimo papel como locutora de un informativo, pero aquí va a lucirse a modo. Y Marco Antonio, por supuesto, sigue siendo Hans Kesting. No han pasado ni diez minutos desde el final de
Julio César pero parece que Marco Antonio sea ya un general maduro, cuesta abajo en su rodada. Grandes momentos: Dolabela (Alwin Pulinckx) cuenta en un bar nocturno, whisky en mano, luces tamizadas, la historia del flechazo entre Antonio y Cleopatra. Pienso: parece una escena de
Husbands, de Cassavetes. Y viendo luego la gran escena de la pelea y reconciliación entre los amantes pienso de nuevo en Cassavetes y, sobre todo, en Gena Rowlands. En casa, repasando el dossier, veo que Van Hove ha montado
Husbands y
Opening Night. Ah, ah, ah (boca babeante). ¿Y no habría forma de ver eso?
Otro momentazo: la locura de Enobarbo (Bart Slegers), que sale, literalmente, a la calle, seguido por la cámara, borrachísimo y desesperado por su traición a Marco Antonio, y para el tráfico, y pasma a los paseantes, y por poco no acaba detenido por la guardia urbana, y cuando vuelve al teatro recibe la segunda ovación de la noche. ¿Hace falta señalar que aquí no hay secundarios, que todos, en manos de Van Hove, tienen vida propia, vida anterior, y son protagonistas a la que entran en escena.
Inolvidables actrices en el gineceo egipcio: Diomedes (que aquí es mujer, y la interpreta Janni Goslinga), Carmion (Marieke Heebink) e Iras (Frieda Pittoors). Una complicidad extrema con Cleopatra. Ritmo lento, ceremonial. Pensé en el Bergman de
Gritos y susurros (que aquí sería
Ritos y susurros), en los interiores asfixiados donde reían y sufrían Veronika Voss y Petra von Kant (¿alguien se acuerda de Fassbinder?). Fulgores: la lenta borrachera de Cleopatra, antes del suicidio. Sus aullidos ante el cadáver de Antonio, compitiendo con un crescendo de truenos, como la versión femenina de
El rey Lear. Y el desenlace, como la versión adulta de
Romeo y Julieta.

Aplausos, aplausos, aplausos. Bravos en cascada. Han pasado seis horas, y es increíble cómo han logrado mantener alta la energía durante tanto tiempo, y modular la cadencia ritual de la última parte. Me dicen: "Han ensayado las
Tragedias Romanas durante dos años. En esos dos años han hecho repertorio, en Amsterdam, y han girado, pero han seguido ensayando". Sensaciones colectivas: hemos viajado muy lejos gracias a estos artistazos. Y hemos visto uno de los grandes espectáculos de la temporada, de muchas temporadas. Potente frase de mi compañero José Carlos Sorribas, de
El Periódico: “El espectador sale del teatro como si acabase de asimilar, de una tacada, el vértigo de una temporada completa de
Homeland con el aliento único de la épica de Shakespeare”.
Una coda. Últimamente se habla mucho de la “marca España”. Y de la “marca Cataluña”. ¿Saben cómo se consigue eso, culturalmente hablando? Por ejemplo, apoyando al teatro de un modo continuado, con un plan, con un programa a largo plazo. Espectáculos como
Tragedias romanas no salen de la nada. El gobierno holandés decidió apostar por Toneelgroep desde su creación, en 1987. Gerardjan Rijnders fundó la compañía y la llevó al Stadsschouwburg, el espacio central de Amsterdam. Hoy, Toneelgroep gira por medio mundo. Según Jet Bussemaker, ministra de Cultura, Educación y Ciencia de Holanda, “el 25% de las actuaciones de Toneelgroep se hace en países extranjeros, lo que la convierte en una compañía líder a nivel internacional, que contribuye a difundir la imagen pública de Holanda”. Y según Joe Melillo, responsable de la BAM (Brooklyn Academy of Music), de Nueva York, “no existe mejor embajador artístico de Holanda – de Amsterdam, concretamente – que este excepcional grupo de artistas que representan a su país y a su ciudad”.