Bulevares Periféricos

Sobre el blog

Teatro, Literatura, Cine, Música, Series: arte en general. Lo que alimenta, lo que vuelve. Crónicas, investigaciones, deslumbramientos. Y entrevistas (más conversaciones que entrevistas). Y chispazos, memoria, dietario, frases escuchadas al azar (o no). Y lo que vaya saliendo.

Sobre el autor

Marcos Ordóñez

Marcos Ordóñez. Escritor, periodista, profesor. Cada sábado escribe en Babelia la sección PURO TEATRO y, cada jueves, en Cultura, EL HOMBRE QUE FUE JUEVES. Intento escribir sobre lo que me da vida. Ultimos libros publicados: Turismo interior (Lumen, 2010), Telón de fondo (El Aleph, 2011), Un jardín abandonado por los pájaros (El Aleph,2013).

Puro teatro: "Dos comedias suculentas" (27/7/13)

Por: | 27 de julio de 2013

Tots fem comèdia (Joaquim Oristrell) y Maribel y la extraña familia (Mihura)
Montaldo

Ernesto Collado, tras la pista de Montaldo (Teatro CCCB, Grec, Barcelona)


Ernesto Collado siempre me da ganas de ponerme a escribir. A veces de modo inmediato, o casi simultáneo, porque en los últimos minutos de Montaldo empecé a tomar las notas de una historia que se llamará Astor y que le dedicaré, claro está. Collado es un estupendo narrador y Montaldo es un gran relato, muy bien escrito y muy bien interpretado. Collado tiene una voz clara, persuasiva, y una mirada intensa, y léase esto en triple sentido: literario, actoral y vital. Una voz dylaniana, la voz de As I went out one morning, la voz del tipo que echó a caminar por los Highlands. En De milagros y maravillas, su anterior espectáculo, contaba como una mañana se levantó y decidió que aquel día iba a hacerlo todo a la manera de John Wayne. En Montaldo yo creo que ha jugado (y Collado siempre juega en serio) a calzarse la mirada de Harry Dean Stanton cuando se perdió en el desierto de Paris, Texas.
Convendría empezar por el principio, y el principio (más o menos) es cuando Collado descubre a Ignasi Montaldo, un catalán que a finales del XIX se une al socialista Étienne Cabet (socialista de los de antes, de los utópicos, de los serios) y a su puñado de fieles para fundar una nueva Icaria en Justin, Texas.
Collado investiga. Descubre que Montaldo era joven y mudo, pero escribía muchísimo: notas, diarios, cartas. La comunidad soñada acabó como el rosario de la aurora, con enfrentamientos y muertes: nuevo mundo, nuevas enfermedades. Disentería, mayormente. De hecho eran dos catalanes los que se unieron a la expedición. Parece que el otro era un médico llamado Joan Rovira, que se suicidó a poco de llegar. Montaldo simplemente desapareció. La leyenda cuenta que se unió a una tribu india, de la que acabó convirtiéndose en jefe. Me imagino a Montaldo un poco con el aspecto de Dustin Hoffman en Pequeño gran hombre, aquel gran western de Arthur Penn. Así las cosas, Collado decide viajar a Texas tras la pista de Montaldo, pero con una cláusula autoimpuesta, a lo Von Trier: si Montaldo era mudo, él no dirá palabra durante toda su estancia. Es difícil imaginar a Collado callado, de modo que la prescripción/proscripción dura lo que un lirio del valle. Hay una escena muy graciosa en la que compra una pistola en una tienda de armas y nos lo cuenta por pantalla interpuesta, con subtítulos que refuerzan lo disparatado del encuentro.
Otra escena soberbia (facción lírico-panteísta) es la evocación de Montaldo atrapando los sonidos del desierto con una percepción paranormal, como una sinfonía de mil músicas.
No voy a contar lo que le sucedió a Collado durante los seis meses que permaneció en Estados Unidos. Digamos (y ya digo demasiado) que una segunda historia comienza a abrirse paso en Wichita Falls, cuando recibe una llamada de su novia plantándole. Lo de la segunda historia es un clásico estructural de las aventuras iniciáticas. El héroe emprende su viaje buscando una cosa y acaba encontrando otra que en el fondo no estaba tan lejos de la que fue a buscar: un pedazo de epifanía. Digamos (bis) que las estaciones de esa segunda historia son, entre otras: a) un camionero esotérico que baila la danza de la mofeta de los sioux; b) una adolescente que abraza (sin brazos) en la oscuridad de un lavabo; c) un jabalí totémico, y d) un anciano indio con virtudes chamánicas.
Montaldo también contiene un scalextric, con un cochecito que avanza en la oscuridad, con los faros muy atentos, y música de Pony Bravo, y dibujos de Dennis Tyfus, y una bolsita con algo que a primera vista se diría un par de gominolas de color de rosa. Y una enseñanza, claro. O varias. A decidir, porque, como bien decía Collado hace un tiempo, a caballo entre Macedonio Fernández y Queneau (que sí), “lo que a menudo consideramos fundamental a veces acaba siendo una funda mental”.

Capaltard

Madaula es Rusiñol (al anochecer) – La Villarroel, Grec, Barcelona


En estos días de basura, corrupción, cinismo y ruido, no hay que perderse la ventana a ese café silencioso donde el gran Ramon Madaula se transforma, literalmente, en Santiago Rusiñol. No conocía yo la faceta de filósofo vagabundo de este artista tentacular: una voz lúcida, apasionada y melancólica, que hace pensar en un cruce entre Alain y Emmanuel Bove, con unas gotas del primer Dubuffet. Precioso texto, armado a partir de las Prosas autobiográficas del pintor y dramaturgo, y preciosa música en directo de Erik Satie (del que tampoco sabía que fue amigo de Rusiñol), interpretada con infinita sutileza por Marc García Rami. Cap al tard es una pequeña joya minuciosamente tallada por Sílvia Munt y bañada en luz crepuscular. Placer estético, sabiduría, magia teatral: alimento para el espíritu, últimamente tan necesitado. Cultura, que le decían antes.
Rusiñol, entre trago y trago de absenta, nos habla de la Barcelona de su infancia, de su pasión por la pintura, de su vida bohemia en París, en aquella casa miserable junto al Moulin, que compartió con Utrillo. Y de su visión del mundo, y de su adicción a la morfina (en un tono que anticipa la precisión alucinada del Opio de Cocteau), y de las mil cosas que le pasan por la cabeza. Tomé algunas notas, que ahora recompongo en traducción torpe y libérrima, como siempre.
Sobre Satie: “Se esfuerza en simplificar su arte para llevarlo a la última expresión de sencillez y parquedad, a fin de que el oyente perciba en su interior, según su estado de ánimo, el camino que le ha trazado, alfombrado de armonía y sentimiento. Esta táctica artística, por lo que parece, tiene mucho de oriental”.
Sobre la absenta: “La absenta es el único licor con el que vale la pena perder el mundo de vista, porque al perderlo verás tu auténtica patria”.
Sobre su maestro, el pintor Joaquim Vayreda. Esta es la parte que más me gusta. Entresaco algunos fragmentos.
“Contemplábamos sus cuadros y nos sentíamos suavemente reconfortados, ligeros y valientes. Por vez primera veíamos, cuando éramos jóvenes e íbamos a la sala Parés, un arte que interpretaba sin copiar servilmente la naturaleza, que no contaba las hojas pero de ellas extraía sus sensaciones íntimas. Un arte de olor a tierra, de luz vivida; un arte casi impresionista. Por primera vez presentíamos el arte de Corot y Daubigny y veíamos convertidas en obra las cosas indetallables: el rumor de la brisa, el temblor de la nieve, el aliento del sol y el rocío; por primera vez se nos abrían horizontes de cosas que deseábamos y entreveíamos, y que soñábamos resueltas”.
Escucho a Rusiñol en la voz y la cadencia de Madaula y pienso en Handke hablando de Cézanne en La doctrina del Sainte-Victoire. Como en este otro pasaje:
“Vayreda no pintaba “del natural”: lo escogía, lo acariciaba, lo grababa en su cerebro y se lo llevaba, y al llegar a su estudio vaciaba sobre la tela los rayos de luz y verdor y poesía que había ido recogiendo en sus largas oraciones por los montes. ¡Cuántas veces, ya de camino a casa, le veía detenerse, callado, y entornaba los ojos y parecía sorber los colores de la naturaleza! ¡Cuántas veces se imantaba de las claridades y las líneas y las guardaba en su interior como gérmen de concepción! De ellas vivía su arte, sencillo, impresionista y sincero, que buscábamos como consuelo y ejemplo; un arte propio, estudiado en buenas fuentes y cultivado en las llanuras de su bellísimo país”.
Y esta formidable divisa última, que dejo en catalán, porque creo que se entiende y porque cuando estaba traduciendo, sobre la marcha, me parecía que disecaba su música:
I ara a viure! A viure, Tiago, apartant totes les penes que puguis apartar, i quan passi una hora bona, si passa, agafa-t´hi, com un musclo a la roca.
I no espantar-se mai, recollons!”.

Ramon Madaula es uno de nuestros grandes actores, un perfecto equilibrio de fuerza y delicadeza. No solo se hace escuchar: te traslada al corazón de lo que está interpretando. Y exhala tal naturalidad que consigue que parezca fácil lo que es dificilísimo.
En un país normal, como Inglaterra o Francia, donde los grandes hombres son los artistas y no los que han acumulado dinero y poder, donde los artistas forman realmente parte del patrimonio popular, Cap al tard hubiera sido un éxito. En un país normal, a la salida del teatro habría una mesita con las obras de Rusiñol, sus piezas teatrales y sus meditaciones, y también Santiago Rusiñol i el seu temps, el soberbio ensayo de Pla, que corrí a releer al llegar a casa. Para eso, entre otras cosas, sirve esta función: te da hambre, hambre de leer a Rusiñol, de zambullirte en sus cuadros, de perderte por jardines paralelos. Un libro, por cierto, en el que Pla demostró, como solía ser habitual, una gran perspicacia, porque lo escribió a mediados de los cuarenta, cuando Rusiñol llevaba muchos años sepultado bajo la triple etiqueta de sainetista amable, de paisajista un tanto pasado de moda y de bohemio ocurrente. Y Pla supo detectar la melancolía, el fulgor romántico, la esencia de aquel hombre que, tras su aparente vagancia (uno de sus trajes “profesionales”: lo que el público esperaba de él) trabajó como un forzado para “escamotear el mal de la vida”. La Selecta reeditó la obra completa de Rusiñol en 1999. En 2006, L'Avenç publicó una selección de sus aforismos, Maximes i mals pensaments. En cuanto a Santiago Rusiñol i el seu temps, de Pla, Destino sacó una edición en castellano, en 1989, y Columna, en catalán, en 2002. Dudo que estos libros se encuentren en las librerías , pero es posible que se puedan rastrear y comprar por Internet.
También se puede recurrir al volumen 14 de la obra completa de Pla. Vale la pena (Pla siempre vale la pena, o casi siempre), porque ese volumen contiene también el fulgurante Vida de Manolo y su ensayo sobre Joaquim Mir.

Israel Elejalde en LA FIEBRE - foto de Barbara Sánchez Palomero

Quería escribir también sobre Israel Elejalde, que ha hecho suya La fiebre, de Wallace Shawn, en Cuarta Pared, a las órdenes de Carlos Aladro y acompañado al chelo por Alba Celma. Mucho más que un monólogo: un tour de force interpretativo brillante, divertido, emocionante, estupendamente montado. La fiebre acaba el próximo domingo, 28 de julio, o sea que aún les quedan cuatro días para verla, y vuelve a Cuarta Pared en septiembre, del 6 al 15. Escribiré entonces, en el primer Puro Teatro de la rentrée (me encanta esa palabra, tan lujosa y anacrónica), en Babelia. Buen verano.

 

Sobre "This House", de James Graham - 22/7/13

Por: | 22 de julio de 2013

El ala oeste, estilo british

Puro teatro: "Merrily We Roll Along", en el West End (20/7/13)

Por: | 20 de julio de 2013

Sobre Merrily We Roll Along, de Stephen Sondheim.
Vista frontal del escenario

Pasa lo de siempre, al principio la gente se dice “seis horas de Shakespeare y en holandés subtitulado, treinta y dos euros, no tengo ni idea de quienes son esos Toneelgroep, esperaré a ver qué onda me llega”, y luego, cuando empieza a correr la voz y los twitters echan humo, la mayoría tecleados entusiásticamente desde la misma representación, ya es tarde: Tragedias romanas (Romeinse Tragedies), o sea, Coriolano+Julio César+Antonio y Cleopatra, juntas pero no revueltas, a cargo del Toneelgroep Amsterdam que dirige Ivo van Hove (¿por qué hemos tardado tanto en escuchar ese nombre?) ha estado solo tres días, del 5 al 7 de julio, en el Lliure, dentro del festival Grec. Pocos días, desde luego, pero, te dicen, un espectáculo de esas dimensiones, catorce actores, cinco músicos, un cámara y dieciocho técnicos para levantar/controlar un decorado descomunal que ocupa y casi desborda los 330 metros cuadrados del escenario de la sala Fabià Puigserver, poco tiempo podía estar en Barcelona. Por otro lado, la venta anticipada iba mal, casi toda la venta anticipada va mal este verano, hubiera sido suicida programarlo más tiempo, y en el Grec (y en cualquier festival) las visitas extranjeras son relampagueantes. ¿Localidades caras? No, eso sí que no, ni de lejos. Seis horas a 32 euros sale a cinco euros y pico por hora, regalado me parece.

Viernes 5 de julio. Entramos en el Lliure a las seis de la tarde. Lo que ocupa el escenario podría ser una mezcla entre a) el hall de un hotel multiestelar durante un congreso igualmente multiestelar, b) la sala de espera de un megaaeropuerto y, c) el cruce entre un gran plató televisivo y la redacción de un periódico del futuro (en un universo paralelo en el que aún existan periódicos). Sillones, sofás, mesitas bajas, mesas con ordenadores. Una pantalla central de considerables dimensiones, de cara al público, y pantallas, pantallas, pantallas por todas partes. Monitores que emiten (al fondo, a volumen bajo), programas de incontables cadenas, y pantallas que van a mostrar imágenes grabadas y editadas al momento por Tal Yarden, aunque también conviene aplaudir a Thorsten Alofs, un operador hercúleo (pese a su delgadez) que filma cámara en mano, siguiendo a los actores, y hercúleo ha de ser para sostener esa cámara y no perder comba durante seis horas, y pantallas con los subtítulos, y pantallas en las que pueden leerse los twits de los espectadores,y longitudinales pantallas de leds con información al minuto (“Avanzan las tropas de Coriolano”) y con información digamos irónico-brechtiana (“Quedan 119 minutos para la muerte de Coriolano”).
Ah, y que no se me olvide: hay ocho cámaras más, repartidas por el escenario.
Y dos realizadores en directo, montando en la parte trasera de la sala.

La muerte de Coriolano

Podemos, nos dicen, subir al escenario cada vez que queramos para ver las escenas desde distintos puntos de vista, y sentarnos al lado mismo de los actores, verlos por delante y por detrás (para eso sirven las múltiples pantallas), y ver como se maquillan (lateral izquierdo, al fondo) justo antes de salir a escena, es decir, asistir al momento de la transustanciación. No hay intermedios sino pausas más o menos largas, de cinco o diez minutos, para cambiar decorados, y una pausa de unos veinte, antes de Antonio y Cleopatra, pero en cualquier momento se puede subir para comer y beber en las dos barras que hay a ambos lados del escenario. ¿Y los camareros no hacen un ruidazo de muerte, cual es su costumbre? No, estos son silenciosos como monjes tibetanos. Otro detalle: las puertas de la sala están abiertas de par en par (mi sueño dorado) a fin de a) salir a estirar las piernas, b) fumar, c) otras necesidades fisiológicas. (También hay pantallas, por cierto, en los pasillos del teatro).
Yo tardo un buen rato en subir al escenario. Me dicen: “¿Aún no has subido? ¡Es increíble, tantos puntos de vista!”. Llamadme clásico pero la verdad es que se ve mucho mejor desde abajo, a la italiana de toda la vida, aunque tener a los actores a medio metro también tiene su punto, no te digo que no. (Subo a cenar a eso de las nueve. Buena comida, por cierto. Y a precios decentes). Nunca me han vuelto loco las pantallas, pero aquí tienen un sentido: además de multiplicar los puntos de vista (que sí, que vale) crean una atmósfera de urgencia, de guerra en marcha, que funciona muy bien durante las dos primeras obras. Muchas escenas están reconvertidas en debates de cuartel general, conferencias de prensa, declaraciones obligadas. En Antonio y Cleopatra, en cambio (y muy sensatamente), las “informaciones de última hora” de la contienda romano-egipcia van cediendo paso a los primerísimos planos que escrutan la alegría y el dolor de los rostros.
Me interesa más la extraordinaria microfonía, que capta hasta el más pequeño leve de los actores. Por ejemplo, el encuentro entre Coriolano (Gijs Scholten van Aschat, que recuerda a un joven Bódalo: buey con ojos de niño y corazón desnudo, como ha de ser el personaje) y Aufidio (Bart Slegers), sentados, cabizbajos, hablando a media voz, sin que te pierdas un quiebro ni un matiz. Nada es enfático ni grandilocuente: tonos naturales, casi cinematográficos. Hay griterío, claro, porque en no pocas escenas la cosa se crispa, pero no le hace falta decir una palabra más alta que otra a la superlativa y temible Frieda Pittoors (Volumnia), que parece un cruce entre Joan Plowright y Pilar Primo de Rivera. Y que es, naturalmente, holandesa, pero se diría la madre más vasca de todas las madres. “Navarra, más bien”, matiza alguien.

Julio César

De repente son las 19.40 y ya ha terminado Coriolano. Versión recortada, claro, pero muy bien recortada. Y muy bien subtitulada: estupenda traducción al catalán. Me gustaría saber quién la firma, deberían mencionarlo en el programa. Sin pausa, empieza Julio César. Casca y Casio están interpretados por dos actrices, Marieke Heebink y Janni Goslinga. Es una gran idea juntar en el mismo espacio y simultanear, en microescenas (“arriba” se ven en pantalla partida), los diálogos de César (Hugo Koolschijn) y Calpurnia (Janni Goslinga, que también interpreta a Casio: singularísimo doblete), y de Bruto (Roeland Fernhout) con Porcia (Karina Smulders). Nunca las había visto montadas de ese modo y funcionan, y adquieren otra resonancia: parece una secuencia del No matarás de Kieslowski, porque sufres por la mujer del asesino y la de su víctima. ¡Con qué rapidez, con qué concisión dibuja Shakespeare a esos grandes personajes femeninos! Pero lo que jamás de los jamases había visto es el elogio fúnebre de Marco Antonio a César tal como lo hace Hans Kesting, un gigante en todos los sentidos, algo así como (en espíritu) la versión holandesa de Gandolfini. Rotunda mixtura de intenciones: ¿cómo saber dónde acaba el sentimiento de Marco Antonio y dónde empieza, de cara a los romanos, la representación del sentimiento, modulado para obtener lo que busca? Yo no lo supe. Solo sé que en aquel momento fui romano, o sea, me creí absolutamente todo.
Marco Antonio toma el micrófono y se sienta al pie del atril de los discursos, como si estuviera agotado, como si hubiera pasado toda la noche en vela, llorando por César, bebiendo vaso tras vaso, y sí, muy posiblemente así fuera. Comienza a hablar como si le hubieran arrastrado allí, como si no tuviera otro remedio. Y luego se pone en pie lentamente, y alza la voz, y baja al patio de butacas para mostrar el testamento de César, y vuelve, y señala ante la cámara, como un forense (CSI Forum), los agujeros en la capa y en el cuerpo, uno tras otro, y cuando llama a la destrucción no te cabe la menor duda de que ganará la guerra y todas las guerras. Ovación unánime y enfervorizada, la primera de la noche.

Hans Kesting (Marco Antonio) con el cadáver de César (Hugo Koolschijn)

Otra gran idea, que fácilmente hubiera podido despeñarse: la locura de Bruto, preguntándose y respondiéndose, como un ventrílocuo enloquecido, primero poseído por la voz de Lucio, luego por la de César. (El fantasma de César es una imagen muda, un reflejo fugitivo en una mampara transparente). El gran escollo de Julio César: las batallas. El procedimiento es muy similar al utilizado en Coriolano: solo cuentan lo imprescindible, lo culminante. Y para simular los enfrentamientos recurren al estruendo de las percusiones (en directo, a ambos lados del escenario) y a las luces estroboscópicas: hay un cierto abuso de eso.
Antonio y Cleopatra cuenta con la versión más completa, en una puesta de ritmo adensado, que ocupa las dos últimas horas. Cleopatra es la impresionante Chris Nietvelt, que antes ha tenido un brevísimo papel como locutora de un informativo, pero aquí va a lucirse a modo. Y Marco Antonio, por supuesto, sigue siendo Hans Kesting. No han pasado ni diez minutos desde el final de Julio César pero parece que Marco Antonio sea ya un general maduro, cuesta abajo en su rodada. Grandes momentos: Dolabela (Alwin Pulinckx) cuenta en un bar nocturno, whisky en mano, luces tamizadas, la historia del flechazo entre Antonio y Cleopatra. Pienso: parece una escena de Husbands, de Cassavetes. Y viendo luego la gran escena de la pelea y reconciliación entre los amantes pienso de nuevo en Cassavetes y, sobre todo, en Gena Rowlands. En casa, repasando el dossier, veo que Van Hove ha montado Husbands y Opening Night. Ah, ah, ah (boca babeante). ¿Y no habría forma de ver eso?
Otro momentazo: la locura de Enobarbo (Bart Slegers), que sale, literalmente, a la calle, seguido por la cámara, borrachísimo y desesperado por su traición a Marco Antonio, y para el tráfico, y pasma a los paseantes, y por poco no acaba detenido por la guardia urbana, y cuando vuelve al teatro recibe la segunda ovación de la noche. ¿Hace falta señalar que aquí no hay secundarios, que todos, en manos de Van Hove, tienen vida propia, vida anterior, y son protagonistas a la que entran en escena.
Inolvidables actrices en el gineceo egipcio: Diomedes (que aquí es mujer, y la interpreta Janni Goslinga), Carmion (Marieke Heebink) e Iras (Frieda Pittoors). Una complicidad extrema con Cleopatra. Ritmo lento, ceremonial. Pensé en el Bergman de Gritos y susurros (que aquí sería Ritos y susurros), en los interiores asfixiados donde reían y sufrían Veronika Voss y Petra von Kant (¿alguien se acuerda de Fassbinder?). Fulgores: la lenta borrachera de Cleopatra, antes del suicidio. Sus aullidos ante el cadáver de Antonio, compitiendo con un crescendo de truenos, como la versión femenina de El rey Lear. Y el desenlace, como la versión adulta de Romeo y Julieta.

Cleopatra, con Carmion e Ires

Aplausos, aplausos, aplausos. Bravos en cascada. Han pasado seis horas, y es increíble cómo han logrado mantener alta la energía durante tanto tiempo, y modular la cadencia ritual de la última parte. Me dicen: "Han ensayado las Tragedias Romanas durante dos años. En esos dos años han hecho repertorio, en Amsterdam, y han girado, pero han seguido ensayando". Sensaciones colectivas: hemos viajado muy lejos gracias a estos artistazos. Y hemos visto uno de los grandes espectáculos de la temporada, de muchas temporadas. Potente frase de mi compañero José Carlos Sorribas, de El Periódico: “El espectador sale del teatro como si acabase de asimilar, de una tacada, el vértigo de una temporada completa de Homeland con el aliento único de la épica de Shakespeare”. 

Una coda. Últimamente se habla mucho de la “marca España”. Y de la “marca Cataluña”. ¿Saben cómo se consigue eso, culturalmente hablando? Por ejemplo, apoyando al teatro de un modo continuado, con un plan, con un programa a largo plazo. Espectáculos como Tragedias romanas no salen de la nada. El gobierno holandés decidió apostar por Toneelgroep desde su creación, en 1987. Gerardjan Rijnders fundó la compañía y la llevó al Stadsschouwburg, el espacio central de Amsterdam. Hoy, Toneelgroep gira por medio mundo. Según Jet Bussemaker, ministra de Cultura, Educación y Ciencia de Holanda, “el 25% de las actuaciones de Toneelgroep se hace en países extranjeros, lo que la convierte en una compañía líder a nivel internacional, que contribuye a difundir la imagen pública de Holanda”. Y según Joe Melillo, responsable de la BAM (Brooklyn Academy of Music), de Nueva York, “no existe mejor embajador artístico de Holanda – de Amsterdam, concretamente – que este excepcional grupo de artistas que representan a su país y a su ciudad”.

 
 

Peter Brook en el planeta Shakespeare (17/7/13)

Por: | 17 de julio de 2013

Sobre The Quality of Mercy, de Peter Brrok.

Puro teatro: "28 y medio: Juegos Reunidos Broggi" (13/7/13)

Por: | 13 de julio de 2013

Sobre 28 i mig, de Oriol Broggi
Actores y Geminoide F - foto Justamante

Julio, Grec. En la puerta del Mercat hay un letrerito que dice: “Por favor, apaguen todos los móviles y utensilios electrónicos porque las ondas Wifi pueden interferir en los mecanismos de los robots y volverles locos”. Parece una broma, pero nos indican que no, que va en serio. Mucha gente sonríe torvamente al leerlo. No es difícil adivinar que pensamos lo mismo. Planazo: ¿Vale que a una señal convenida conectamos todos los móviles (y utensilios electrónicos) y los robots enloquecen en plan Terminator, y atacan a los actores (nada, un sustillo) y luego comienzan a obedecer nuestras órdenes y conquistamos el mundo? ¿Lo hacemos, simplemente para ver qué pasa? No. Somos gente sensata (o sosa), de modo que acatamos la petición del letrerito. La cosa va en serio, decía, porque estamos en el Mercat para ver Las tres hermanas versión androide, escrita y dirigida por el japonés Oriza Horata, donde se mezclan actores y androides creados (estos últimos, aunque todo se andará) por el doctor Hiroshi Ishiguro. Horata, me dicen, es un director puntero, lo último de la modernidad teatral japonesa. Ishiguro (no, nada que ver con el novelista) es mundialmente célebre, porque comanda el laboratorio de Robótica Inteligente de la universidad de Osaka.
También me hacen saber (con sonrisa displicente) que lo de “androide” es un calificativo muy genérico, porque en la función hay un geminoide, esto es, un robot “casi humano” (no sé lo que entenderan por el "casi", pero estamos a punto de entrar y no pregunto más) y un Robovie, que atiende por R3 y, sí, tiene todo el aire de ser un saladísimo cruce entre R2D2 y una aspiradora. En cambio, como veremos, “la” geminoide (Geminoid F, para ser más precisos: F de female, intuyo) es harina de muy distinto costal.

La función es una versión libérrima de la obra de Chejov: Horata la toma como punto de partida y se va en seguida por otros jardines. Las hermanas Fukazawa malviven (he elegido con sumo cuidado este verbo) en un pueblo japonés de provincias. Hace un año que murió su padre, un genio de la robótica. Risako es la mayor; Marie, la mediana, e Ikumi, la pequeña. Hay un hermano, Akira, del que todo el mundo esperaba mucho, como del Andrei original, y que parece que se ha salido un tanto del riel. Akira tiene una novia rarita, la profesora Sikamoto, que es la versión desquiciada de Natasha pero sin su malignidad.
Risako solo habla de comida y de lo que va a hacer en las próximas dos horas: ahí se acaba su autonomía de vuelo. Marie está medio histérica, cosa que se comprende porque se ha casado con un botarate de concurso, un poco modelado sobre Kuliguin.
De Ikumi hablaremos luego.
Hay tres visitantes, todos relacionados con la universidad. Nakano, un joven profesor, discípulo del padre, y una pareja, el talludito Maruyama, también docente, liado con una chica muy joven y muy guapa. Estos dos parecen venir de la hacienda de Tio Vania. No pongo quién interpreta a quién porque en el Grec tienen la mala costumbre, muy generalizada, de dar una lista actoral a pelo en el programa, y no conozco tanto a los cómicos japoneses como para relacionar a cada uno con su personaje.
La trama, decía, se pasa bastante por el forro el texto de Chejov. Los vínculos son más bien tonales, atmosféricos. Vidas frustradas, ambiente provincial. Risako y Marie sueñan con la lejana Tokyo y la todavía más lejana América. La fábrica de robots del pueblo hace tiempo que se hundió, no aclaran por qué: los resultados eran buenos. Las hermanas (y el hermano) recuerdan un pasado feliz, en el que “todavía había supermercados” y la casa estaba llena de gente. El tono de pesadumbre está salpicado de estallidos humorísticos, que van de lo grotesco a lo glacial. Muy a lo ruso y, a juzgar por las películas que he visto, muy a lo japonés. Conversaciones banales, que rozan lo soporífero, pero a las que hay que estar atentos porque de repente brota una revelación. Si los actores fueran argentinos (más vitales, más encendidos) podría ser una de las reinterpretaciones chejovianas de Veronese. Claro que para eso también haría falta que estuviera dirigida por Veronese.
R3 (o Robovie) es una mezcla de mayordomo y cocinero. Muy simpático, con ojos redondos, que le dan un aire picarón. Hace las compras y cocina los arenques. Cuando le gastan bromas se aturulla un poco, cosa normal: “Es complicado para un robot responder a los chistes”.

El inquietante Geminoide de Hiroshi IshiguroEl geminoide es Ikumi, la hermana pequeña, la versión nipona de Irina. Va en silla de ruedas y está conectada por un cable a no se sabe dónde. Cara de exvoto, como Edith Scob en Ojos sin rostro. Parpadeos. Movimientos lentos. Una melancolía infinita.
De mucha gente piensas: “¿Será un androide?”. Miras a Ikumi (o sea, a Geminoid F) y piensas: “¿Será una actriz?”. Desconfiamos siempre de la tecnología. Es algo atávico, generacional: en nuestra infancia creímos firmamente que lo de la llegada a la luna fue un cuento y que en cada fotomatón había un enano.
Somos así: no nos tragamos nada y al mismo tiempo anhelamos poder controlar a los robots con un móvil. En fin.
Luego nos dicen que Ikumi murió hace diez años, y que el padre, cuando ella estaba agonizando, la convirtió en máquina. Lo más inquietante, además de su rostro tristísimo, es que tiene recuerdos, como el muerto revivido gracias a Internet de Be Right Back, aquel glorioso y terrible episodio de Black Mirror. Recuerda todo porque, nos dicen, los humanos olvidan pero los androides no pueden olvidar, tienen un disco duro potentísimo. Esa es una de las claves de la obra. La principal, ahora que lo pienso.
Ikumi guarda un enigma que no cuento. Da un poco igual, porque ha estado solo tres días en el Grec/Mercat y no parece probable que vuelva, pero a lo mejor cae el año próximo por otro festival.
Ella no lo haría, porque también tiene la peligrosa costumbre de decir todo lo que piensa: los geminoides no saben mentir, de modo que Ikumi acaba revelando en el tercio final un asunto gordo, un secreto familiar, lo que lleva a pensar que quizás no sea buen negocio tener un geminoide en casa.
Ikumi, no hace falta subrayarlo, es el centro absoluto del espectáculo: competencia desleal se llama esa figura, y el sindicato de actores japoneses haría bien en tomar cartas en el asunto. No puedes dejar de mirarla. Ni de escucharla, porque habla con una voz dulce y oscura; voz, indiscutiblemente, de la otra orilla.
Gracias a una crítica de Libération he averiguado que esa voz pertenece a la actriz Minako Inoue, que está en el reparto, y con eso les estoy dando una pista importante. Cuando acaba la función y salen a saludar emerge el síndrome del enano en el fotomatón y piensas “Ahora se quitará la máscara de cera y ya verás tú”. No solo lo piensas por desconfianza tecnológica sino porque hay un gag algo siniestro: la geminoide, gentil, inclina la cabeza desde su silla de ruedas. Personaje inolvidable, por la novedad y por su perfil.
Nunca pensé que diría esto de un robot (o Geminoide), pero así fue el partido. La señorita Inoue deja alto el pabellón humano, pero Geminoid F gana por goleada. Vaya futuro nos espera.

Luego ví El loco y la camisa (título espantoso), del argentino Nelson Valente, a cargo de la Banfield Teatro Ensemble. Bien está, de entrada, ver algo de los grupos bonaerenses periféricos, porque no todo acaba en Abasto o San Telmo, aunque la función saltó a la fama en El Camarín de las Musas. Banfield, por otro lado, es caro a mi corazón: allí creció mi familia (lado paterno), en la década de los veinte.
La función pasó fugaz, pero con duraderos efectos, por la Nau Ivanov y ha recalado cuatro días en la Villarroel: se agradece mucho el detalle. Curiosamente, su protagonista, el loco titular, comparte con Ikumi la vocación por la verdad y acaba haciendo saltar por los aires, a la hamletiana usanza, las hipocresías y renuncias de su familia. Es un sainete breve, feroz, bien tramado. Quizás no tenga (comparación odiosa pero inevitable) la hondura y el retrogusto de La omisión de la familia Coleman, pero su ritmo es tremendo, con escenas redondas e interpretaciones de muchísimos quilates. Del estupendo quinteto actoral me quedo con el muy energético Julián Paz Figuiera en el rol del hijo justiciero y sobre todo con la delicadísima Lide Uranga, la Madre, algo así como la respuesta argentina a Dianne Wiest.
Si El loco y la camisa girase por España creo que tendría un gran éxito.

También he visto, palabras mayores, las apabullantes Tragedias romanas, de Ivo Van Hove y el Toneelgroep Amsterdam, uno de los grandes zambombazos de la temporada. Es un remix de tres Shakespeares (Coriolano, Julio César y Antonio y Cleopatra) a lo largo de seis horas seis, en el Lliure, en la programación del Grec. Un verdadero regalo, un festín. Sin una gota de retórica, con la verdad y la tensión constante de una película de Cassavetes. Todos están que se salen, pero Hans Kerting (Antonio), Chris Nietvelt (Cleopatra) y Frieda Pittoors (Volunia/Ires) me robaron el corazón. Como puede verse, aquí si han puesto lo de actor/personaje, aunque para averiguarlo haya que descargarse el dossier. El despliegue tecnológico es tan descomunal como el maratón, pero nunca se pierde de vista la verdad actoral, la sencillez y claridad de las resoluciones escénicas. Y las seis horas pasan en un pispás.
Ya les iré contando, aquí y en el Puro Teatro de los sábados. Muchos, muchos estrenos.
(Aquí les dejo un trailer de Tragedias romanas).

 

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