Tengo el viaje en autobús, y los barrios de la ladera, y la inesperada reaparición, tantos años después, de las dos zonas de Astor. Empezaría por Astor, por su génesis y sus características, pero intuyo que eso ha de ir al final, así que de momento lo aparto, y la mano se me va al lateral izquierdo del lienzo todavía desierto, blanquísimo, para trazar una pequeña línea roja que remonta Gran de Gràcia y para en Lesseps. Es una tarde de verano, abierta de par en par. Hemos acabado el trabajo y estamos hartos de pasear siempre por los mismos sitios, así que subimos a ese autobús. Poca gente. Turistas, sobre todo, y algunas mujeres vestidas con telas oscuras, pese al calor, mujeres fatigadas que vuelven de la compra abrazando sus capazos de paja, o de alguna gestión en el centro, con largas colas, y que contemplan una ciudad que les sigue siendo extraña y hostil, y yo pensaba que cada vez habría más miradas como aquellas. La mirada de los turistas era mirada de turistas, y cada parpadeo parecía sonar como el chasquido de una cámara. Esto es un cliché (fotográfico), porque todos somos así en un país extranjero, salvo quienes no tienen dinero para cámaras ni vacaciones.
Hacía bastante tiempo que no viajábamos en la línea 24 y nuestra decisión tenía algo de alegre voyage surprise por la ignorancia de su tramo final, como quedó demostrado cuando, a mitad de Travessera de Dalt, hicimos bajar apresuradamente a una pareja de dóciles muchachas argentinas (o uruguayas, no sé muy bien, no nos dio tiempo a pillarles el acento) que querían ir al Güell. En nuestra defensa diré que estábamos convencidos de que lo mejor para ellas era cruzar la hostil avenida y subir la cuesta de Larrard, y allí quedaron, mirándonos con ojos de cachorro abandonado en una autopista, y mirándolas mi mujer y yo con creciente vergüenza y culpa al observar que ninguno de los otros turistas movía el culo, porque tendrían mirada fotográfica pero eran gente informada y, a diferencia de nosotros, sabían que el autobús, tras bajar por Escorial y Camèlies y dejar atrás la casi inexistente plaza Sanllehy, remontaba la serpenteante y escarpada carretera del Carmelo y paraba justo en la parte trasera del Güell. Pero no fue allí donde bajamos nosotros ni las mujeres fatigadas, porque la línea seguía, en descenso, hasta la ladera del vecino parque del Guinardó, donde el Carmelo se junta con la zona de Can Baró en un ensanchamiento muy apropiadamente llamado Gran Vista.
El trayecto acaba en Doctor Bové-Penyal. En la ciudad están los barrios altos, ordernados, silenciosos y carísimos, y más arriba, como el despedazado anfiteatro del poeta, los barrios de montaña, con bloques atroces y construcciones bajas, desiguales, de muy distintas épocas y pelajes. Hay casas de principios del siglo pasado, que debieron ser aislados refugios estivales, con rejas de hierro forjado y balaustres y nombres como Villa Dionisia o Villa Luz, pared por pared con edificios de cemento barato, levantados a toda prisa en los días de la segunda oleada migratoria, allá por los primeros sesenta.
A medida que se avanza por las calles de Labèrnia y Mühlberg proliferan viviendas todavía más humildes, encaladas o rebozadas de arenisca, con macetas pintadas de precioso azul chillón, y a veces mosaicos de trocitos de cerámica y platos inútiles. En invierno, las paredes deben rezumar bajo la luz gris una tristeza húmeda y persistente, pero esa tarde la cal, salpicada de geranios rojos, parecía resplandecer, y el aire caliente brindaba perfumes de hinojo y pinaza del parque vecino. De los bares, con hombres en camiseta fumando y bebiendo en la puerta, salía música andaluza o, como un flamear de humo de churrería, la fanfarria de metales y teclados eléctricos que tantas veces vimos enredarse en la techumbre de los autos de choque.
Es una Barcelona que rara vez sale en las películas, casi siempre concebidas con la mirada del turista o para la mirada del turista. Y casi es mejor que no salga, porque la gran tentación al situar una historia en un barrio como este es incurrir en el aguafuerte pasional, con mucha vociferación y muchos instintos a flor de piel. En una película, los hombres de ese bar que acabamos de dejar atrás estarían condenados a jalear y dar palmas a cualquier hora del día, como esas escenas africanas en las que llegan los exploradores al poblado y siempre están los negros enfrascados en una danza ritual, como si no tuvieran otra cosa que hacer.
Yo mismo he tenido que frenarme porque estaba a punto de utilizar la palabra vitalidad, y desde luego flota en el ambiente pero tiene una pringosa connotación paternalista. Aquí vitalidad es palabra de rico y mirada de turista, igual que auténtico. Habría que limpiar esas palabras, gastadas por el uso, hasta que volvieran a brillar como piedras de río, o buscar otro término, o un racimo de palabras contradictorias, nacidas de la observación y el tiempo. Con nuestro prójimo no valen las primeras impresiones. No vivo aquí ni conozco sus vidas, así que no seré yo quien siquiera intente esa indelicadeza, y también me estoy arrepintiendo de haber dicho que los turistas, que también son prójimo, tienen mirada turística, porque de todo habrá.
Lo difícil es escribir o filmar historias sobre gente común, como cualquiera de nosotros, gente que canta o ríe o vocifera o llora o se aburre cuando por ahí le da, gente para la que no sirven los adjetivos definitorios ni las denominaciones de origen. Y porque nadie es común cuando se la observa detenidamente.
Esta mañana, a primera hora, estaba escuchando las suites para violonchelo de Bach, y he pensado que si tuviera que filmar aquí una película echaría mano de esa música para acompañar las imágenes, a contrapie, como el Pasolini de Mamma Roma o Accatone, que no buscaba “el alegre ruido popular” ni pretendía ennoblecer a sus personajes sino simplemente observarlos y registrar su devenir. Pasolini entendía que la vitalidad no es una cualidad inmutable del ánimo, sino que hay una vitalidad luminosa y una vitalidad oscura, a cara o cruz y a menudo de canto, y que suele brotar bajo presión, por hartazgo de miseria e impulso de supervivencia.
Quizás las suites de Bach le darían a la historia una peligrosa gravedad litúrgica, pero seguro que contrapesarían las tentaciones de pintoresquismo: serían, pienso, como esos aparatos de ventilación que, programándolos en un punto determinado que no se advierte a simple vista, reducen la humedad excesiva del aire.
De esta zona no solo volvió a llamarme la atención la absoluta mezcolanza de edificios sino también la disparidad de alturas. Pasa también en Vallcarca, un barrio que conozco mejor, pero aquí, desde el barandal del despedazado anfiteatro, se advierte con superior contundencia. Hay algo onírico y un poco vertiginoso en esa disposición, como en los paisajes de algunos sueños, que parecen seguir un cierto patrón de pintura constructivista, o cubista a secas: un amasijo de planos y perspectivas, con el mar de improviso muy alto o muy bajo, donde un bloque chatungo emerge de pronto en lo alto de una cuesta como la pétrea y gigantesca caja de zapatos de una civilización perdida, y las casas brotan en la ladera igual que dados arrojados al desgaire.
Teníamos también la sensación, unida al calor creciente y adensado, de estar de pronto en otra ciudad, en otro país. Veinte minutos de viaje en autobús y ya nos parecía estar pisando, pongamos, el barrio de Silwan en Jerusalén, ciudad que desconocemos, o la costa de Caparica, y recordamos cómo entonces, tan cerca de Lisboa, habíamos creído perdernos en un Mozambique imaginario, libre y sonriente, que parecía pintado por un niño.
Y al cabo de un rato viajamos también en el tiempo, porque al dejar atrás la Plaça de la Mitja Lluna había una fuente en el recodo de una bajada, y una mujer gruesa y vieja, con un gran moño plateado y un vestido negro salpicado de innumerables y diminutos topos blancos, estaba llenando un garrafón de plástico. Tenía los tobillos horriblemente hinchados y su cuerpo vencido sobre el caño, y parecía hablar sola, pero hasta que no pasamos por su lado no percibimos el susurro que fluía como el hilo de agua, y era una canción de los años veinte que mi abuela solía cantar:
“La fadrina va a la font / a buscar un cantiret d’aigua / Si em donessis un clavell / jo t’en tornaria un altre….”
¡Qué prodigio aquel salmo tan fresco remontando el tiempo como un pez río arriba, aquella voz tan joven en un cuerpo tan viejo!
Al final de la calle se abría el parque del Guinardó, y lo hacía en sentido literal y súbito, porque no había vallas sino un caminito blanco que avanzaba paralelo al bosque y se perdía en él, como en las antiguas ciudades, cuando las afueras comenzaban abruptamente con un descampado sin farolas o un infranqueable anillo de zarzales.
No entramos: comenzaba a bajar la luz y nos dio un poco de miedo.
¿Se había acabado el paseo, solo quedaba girar grupas y volver a la parada de autobús? Eso pensábamos hacer.
Y entonces sucedió, para mí, lo más portentoso de aquella excursión, porque es ciertamente extraordinario desear algo y obtenerlo casi al instante, y eso fue la puerta abierta al recuerdo de Astor, y pasó de un modo tan sencillo que solo así puede contarse. Subíamos, ya de retirada, y yo pensé en un paseo de Horta, un paseo que hacía muchísimo tiempo que no visitaba, y sentí unas ganas enormes de estar allí, de caminar de nuevo por Font d’en Fargas a aquella hora, en aquella tarde de domingo que ya comenzaba a ser noche.
Por llevar toda mi vida aquí tiendo a creer que conozco Barcelona, pero más allá del Ensanche me armo unos líos tremendos, y mi orientación es la de un niño de siete años. Tengo un mapa mental establecido en la infancia que poco se corresponde con la realidad, y sigo pensando en los barrios como reinos lejanos e independientes, a la manera de los que aparecen en los créditos de Juego de tronos, como si varias leguas a caballo separasen el condado del Carmelo de las tierras altas de Horta, y por eso me quedé atónito cuando, en vez de doblar hacia la izquierda, que era donde nos esperaba la parada de autobús, comienzo y final de línea, Pepita propuso girar hacia la derecha, hacia el Este, porque la calle que allí se abría le parecía más atrayente, y al final de aquella calle, como en un acto de magia, aparecimos en la cúspide del mismísimo paseo de Font d’en Fargas que, ahora puedo decirlo, enlaza las tierras altas con el condado.
Aquello me pareció tan sorprendente y tan inesperado, y por un momento sentí una alegría tan intensa, que estuve al borde del pánico.
El conato de pánico, fresco como una rosa recién ofrecida, nacía del deseo repentinamente cumplido, aunque fuera o pareciera mínimo, porque eso es infrecuente y porque todo el mundo sabe que tras un deseo realizado se abre una barranca de vacío. Pero había algo más.
Era, pienso ahora, como si nuestra excursión siguiera la mecánica de los sueños. Había comenzado con la yuxtaposición de planos, con el cubismo repentino de la ladera del Carmelo, y luego vino la voz de aquella mujer cantando desde un tiempo inmemorial, como una guardiana de la puerta, y la puerta se había abierto con otro procedimiento onírico: el corte abrupto, hijo del deseo, que te instala sin pasajes intermedios en un nuevo territorio. Casi otro mundo, porque el contraste con el barrio anterior era notable. Y su poderosa sensación de irrealidad, como esos anocheceres que se confunden con la llegada del día.
(Continuará)
Hay 2 Comentarios
Muchas gracias, Antonio. La semana que viene, más.
Publicado por: Marcos Ordóñez | 12/09/2013 22:34:16
He empezado a leer espigando las referencias (guiño) y he acabado encontrándome (¿perdiéndome?). Como cuando te duermes viendo una película y apareces en sus escenarios. Gracias por tomarse en serio este blog y no convertirlo en un contendedor de reciclaje, que suele ser lo habitual.
Publicado por: Antonio R. | 11/09/2013 11:40:46