Astor (II) - fragmentos de un libro en curso

Por: | 18 de septiembre de 2013


Escape into life - de Arnau Alemany

El paseo de Font d’en Fargas es una calle arbolada, sin apenas tiendas. Podría hacer pensar en la calle de un barrio residencial en las afueras de París. Neuilly es el primero que me viene a la cabeza. Pere Fargas i Sacristá y su esposa, Montserrat de Casanovas Fernández de Landa, poseían tierras en la zona, y a principios del siglo pasado decidieron que el paseo sería el eje de una utópica ciudad jardín, siguiendo los preceptos de sir Ebenezer Howard. Según su libro Ciudades Jardín del mañana, aparecido en 1902, “una ciudad jardín es un centro urbano diseñado para una existencia saludable y de trabajo: tendrá un tamaño que haga posible una vida social plena, pero su crecimiento será controlado y habrá un límite de población. Estará rodeada por un cinturón vegetal y el suelo será de propiedad pública o deberá ser poseído en forma asociada por la comunidad, con el fin de evitar la especulación con terrenos”. Así se acordó en 1912 con el ayuntamiento barcelonés, pero la bella utopía no llegó a los treinta años, y después de la guerra los propietarios abandonaron muchas de aquellas mansiones, en las que se adivinan umbríos jardines interiores, como los cármenes andaluces, flanqueadas por edificios lujosos de nueva planta, probablemente construidos en los ochenta, porque en mi época no estaban, con piscinas solo intuidas por un chapoteo tras los setos de boj.
Caminábamos en un silencio casi absoluto, solo atravesado por el canto de los pájaros del anochecer (mirlos, me pareció), pero el acompasamiento era perfecto, como si la alternancia de silencio y pájaros siguiera una partitura. Entonces se condensó aquel recuerdo tan breve, tan intenso y tan lejano. Yo había caminado por esa calle treinta años atrás. Treinta y seis años atrás, calculé. Una tarde de finales de septiembre de 1977. En una vida anterior, por así decirlo.
Dos o tres días antes de aquella tarde lejanísima encontré un perro en la calle, frente a mi casa de entonces, en el paseo de Maragall. Un perro lobo negro, muy grande, que estuvo poco tiempo en casa. No sé si apareció su dueño o si se lo dimos a alguien, muy a mi pesar. No es piso para un perro como este, dijo mi novia de entonces, y tenía razón.

Foto Pepita Galbany - 1

La tarde de mi recuerdo salí a pasear con él y descubrí la zona alta del barrio. Llevábamos allí varios meses y nunca había puesto los pies en aquel lugar. El perro, sin correa, caminaba delante. Ahora jamás llevaría un perro sin correa. Cruzamos Maragall y entramos, al azar, en Font d’en Fargas. Había farolas de globo blanco, que ya no están. Y un viejo casino, que le daba a aquella esquina de la calle un aire de pueblo de playa en otoño. Y la Princess Margaret School, el colegio inglés más antiguo de la ciudad, con su aura de prestigio y su jardín vallado.
Estaría bien, le dije a Pepita, que me encontrara ahora a alguien de aquella época, alguien a quien yo pudiera reconocer, pero en seguida caí en la cuenta de que eso era difícil porque durante aquellos años apenas me relacioné con nadie del barrio. Así era yo de cabestro y de asocial. Del trabajo a casa y de casa al trabajo. Y en los desvíos había mucho silencio o mucho grito, ambos intolerables, y mucho mal vino. No lograba recordar vecinos, ni un quiosquero, ni una panadera. Recordaba la voz de una mujer, no sé si de un piso inferior o superior, y solo su voz en el patio de luces porque nunca llegué a verle la cara, que por las tardes le gritaba a su hijo: “¡Te voy a cortar las manos!”. 
Por lo mucho que yo había cambiado, pensé luego que sería todavía más improbable que alguien me parase de pronto para decirme: “Me acuerdo de usted. Hace muchos años solía pasear con un perro negro, al anochecer, por esta calle”.
Habría sido un círculo perfecto, porque me vino a la cabeza, como un fogonazo, que lo que yo más deseaba aquella tarde, casi noche ya, de finales de septiembre del 77 era, justamente, ser el hombre futuro que paseaba con un perro lobo al anochecer, de vuelta a casa. ¿Buscaba el lujo de las viejas mansiones, inalcanzables desde mis apreturas de entonces, cuando apenas podía llegar a fin de mes, cuando para llamar por teléfono tenía que bajar a una cabina con las monedas justas?

Foto M.O. - 1

No diría que no, pero creo que lo que más me atraía de la calle era aquel silencio protector y aquella calma, hermosos jirones del sueño utópico de la ciudad jardín. Por supuesto que nada sabía yo de la colonia perdida, ni falta que hacía. Me bastaban las farolas envueltas por el follaje, y aquel viento que por un momento hizo bailar la sombra de las ramas en una fachada. Era el aire de un cuadro que me gustaba muchísimo: El imperio de las luces, de Magritte. Era el anhelo (breve, el tiempo de un paseo al anochecer) de otra vida posible, porque la que había empezado, en la parte baja de aquel barrio feo y lejano, no estaba saliendo como había deseado. No, no tenía nada que ver con lo que tanto había deseado, ni para mí ni para la gente a la que, con gran torpeza, quería o intentaba querer.
No conseguía verme con claridad en aquella calle, quizás por los muchos años transcurridos, quizás por la oscuridad de la hora o por la débil luz de sus farolas redondas. Sin embargo, recordaba con nitidez la filigrana sutilísima de la sombra danzando en la pared de aquella casa.
Es un fantasma el que cruza. Veo al perro ante mí o a mi lado, abriendo la marcha. Veo las puntas de unos zapatos de cuero marrón, marrón claro, que un amigo me había enviado desde Canarias, donde hacía el servicio militar, en un paquete insólito, generosísimo, puros y más puros, y cartones de tabaco rubio, y en el centro aquellos indestructibles zapatos de cuero, capaces de vadear todos los charcos de la existencia. Como el paquete que se le enviaría a un preso, como una promesa de exuberante vida futura .
Tras una ventana alta, recién encendida, alguien tocaba el piano con notas espaciadas, como si buscara la melodía. Tocaba algo que parecía Mompou  o Satie. Ahí acaba el recuerdo. Treinta y seis años son muchos años.
Pero entonces, a punto de volver, aquel recuerdo tiró de otro.
Y recordé lo de Astor.

Foto M.O. - 2

La primera vez que escuché a Gato Pérez fue por la radio, diría que en la primavera del 78. Cantaba La rumba de Barcelona, esa canción que en su centro tiene una enumeración de sus barrios, como una alegre letanía. Y en el centro del centro estaba, a mis oídos, un barrio ignorado: “Valle Hebrón, Astor, Sagrera”. Eso escuché, eso dí por bueno. Circunstancias eximentes: su voz era oscura, la radio era un pequeño transistor. Di por bueno que había un barrio en Barcelona llamado Astor, un barrio que yo ignoraba por completo. Bueno, había muchos barrios que jamás había pisado, y de nombres igualmente extraños.
Años después, cuando nos conocimos, le dije a Gato:
“Oye, hay algo que me tiene intrigado. ¿Dónde está Astor?”
“¿Piazzolla?”
“No, hombre, el barrio”.
“¿Qué barrio?”
“El barrio de tu canción. La rumba de los barrios”.
“¿Astor? Ni idea. Eso no está en mi canción”.
Le cité el triplete. Se echó a reír.
“Estás sordo. ¿Cómo puedes haber entendido eso? No decía Astor, decía Las Corts. Valle Hebrón, Las Corts, Sagrera”.
Enigma resuelto, pero Astor ya estaba activado. Soñaba con Astor y reconocía su territorio nada más pisarlo. ¿Cómo no iba a reconocerlo, si era yo quien lo había creado? Por la inclinación de la luz, por aquellas pequeñas zapaterías con ya muy pocos zapatos, por las fachadas con lluvia y mugre de siglos, por el olor a nardos de cera y el hollín triturado que parecía flotar en el aire sabía que estaba de nuevo en Astor, un lugar en el que lo único lujoso era el nombre, como si en otra época hubiera vivido un esplendor perdido que ni los más viejos recordaban. Porque había muchos, muchos viejos, sentados en aquellos bares y mirando al fondo de los vasos como si se les hubiera caído algo dentro, y no había tranvías, solo autobuses nocturnos, y un tren circular que cruzaba Astor por su calle central, a la altura de los primeros pisos, un tren de metal viejo, temblequeante, recubierto de óxido, con asientos de madera.
Las casas que visitaba me resultaban familiares, pero siempre había en ellas algo dislocado, los techos inverosímilmente altos y los espacios enormes, las telarañas como guirnaldas oscuras, los rincones por acabar, por pintar o repintar. Siempre estaba a punto de mudarme a una de aquellas casas, era algo imperativo y a la vez irrevocable. No había sido mi elección, pero no quedaba más remedio.
Y todas las casas en las que había vivido contenían su pequeño Astor: una habitación ignorada que había olvidado por completo. Una habitación donde la luz de patio interior tenía que atravesar un vidrio esmerilado, una habitación con olor a ropa de hospital recién planchada. Una vez entré en esa habitación, a oscuras, y supe que estaba allí de nuevo por el olor, y en la oscuridad se escuchó un clic y brilló la lucecita roja de una plancha olvidada, encendida y olvidada, ardiente y olvidada. De no ser por la luz roja cualquiera se habría quemado la mano o algo peor.
Poco a poco quedó establecido que había dos zonas en Astor: la parte alta, clara, serena, limpia, inalcanzable, donde anhelaba vivir, y la parte baja, donde por mi mala cabeza estaba obligado a quedarme.
La parte baja de Astor era el territorio del error, del qué hago yo aquí, de la ruta que no debí tomar. El barrio de lo irresuelto, de lo pendiente, de lo incierto. Comprendí que la parte baja de Astor era un duplicado (o un concentrado extremo) de lo que durante un tiempo viví cada día, como en aquel viejo chiste:
“Luis y Pablo se parecen muchísimo”.
“Sí, sobre todo Pablo”.
No quisiera ser injusto: digamos que era un duplicado de todo lo vivido inciertamente desde la infancia. Aquel fue el Astor que volvió durante demasiadas noches. La parte alta me la gané muy lentamente, con mucha ayuda y mucho esfuerzo. Así que sonreí y dije:
“Sí, me acuerdo de usted, viejo amigo. Hace muchos años solía pasear con un perro negro, al anochecer, por esta calle”.
Y entramos en casa.

Para Ernesto Collado

Hay 3 Comentarios

Lástima que la cuarterización y el racaneo especulativo haya desperdiciado semejantes visiones urbanizadoras…

Evocación de un momento en el que se mezcla lo que se vivió con lo que se imaginó y soñó, creyendo que era real. Quién no tiene recuerdos así?

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Sobre el blog

Teatro, Literatura, Cine, Música, Series: arte en general. Lo que alimenta, lo que vuelve. Crónicas, investigaciones, deslumbramientos. Y entrevistas (más conversaciones que entrevistas). Y chispazos, memoria, dietario, frases escuchadas al azar (o no). Y lo que vaya saliendo.

Sobre el autor

Marcos Ordóñez

Marcos Ordóñez. Escritor, periodista, profesor. Cada sábado escribe en Babelia la sección PURO TEATRO y, cada jueves, en Cultura, EL HOMBRE QUE FUE JUEVES. Intento escribir sobre lo que me da vida. Ultimos libros publicados: Turismo interior (Lumen, 2010), Telón de fondo (El Aleph, 2011), Un jardín abandonado por los pájaros (El Aleph,2013).

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