Bulevares Periféricos

Sobre el blog

Teatro, Literatura, Cine, Música, Series: arte en general. Lo que alimenta, lo que vuelve. Crónicas, investigaciones, deslumbramientos. Y entrevistas (más conversaciones que entrevistas). Y chispazos, memoria, dietario, frases escuchadas al azar (o no). Y lo que vaya saliendo.

Sobre el autor

Marcos Ordóñez

Marcos Ordóñez. Escritor, periodista, profesor. Cada sábado escribe en Babelia la sección PURO TEATRO y, cada jueves, en Cultura, EL HOMBRE QUE FUE JUEVES. Intento escribir sobre lo que me da vida. Ultimos libros publicados: Turismo interior (Lumen, 2010), Telón de fondo (El Aleph, 2011), Un jardín abandonado por los pájaros (El Aleph,2013).

Caleidoscopio Homeland (29/9/13)

Por: | 29 de septiembre de 2013

Sobre Homeland

Puro teatro: "Todo está oscuro" (28/9/13)

Por: | 28 de septiembre de 2013

Sobre Capitalismo, hazles reir, de Andrés Lima.

Gramola Galáctica: Beny Moré, una palmera en la noche

Por: | 24 de septiembre de 2013

Beny Moré, reflexivoHace 33 años, mi mujer y yo vivíamos en una habitación de la calle Carders, en la zona del Borne, un Borne que parecía un pequeño pueblo, radicalmente distinto a lo que es hoy. La habitación era diminuta, teníamos poco dinero y unos cuantos casetes. El que más sonaba aquellos días, como una fiesta permanente, era Magia Antillana, de Beny Moré, una extraordinaria antología de RCA, con cortes grabados en México y Cuba entre 1949 y 1953, donde el gran sonero cantaba con las orquestas de Pérez Prado, Rafael de Paz, Chucho Rodríguez y Ernesto Duarte. Canciones memorables: San Fernando, Dónde estabas tú, Yo no fui, Esta noche corazón, Cómo fue, El bobo de la Yuca
El pasado verano, en la verbena de San Juan, volvió a sonar la voz del Beny cantando Mata Siguaraya mientras se abrían palmeras verdes en el cielo. Volvió aquella voz de tenor, aquella frescura, aquella increíble flexibilidad. Un cantante completísimo, que dominó cualquier género: son, mambo, bolero, chacha, feeling. Y con un compás y una sonoridad únicas.
No creo exagerado decir que Beny Moré es a Cuba (y quizás a todo el Caribe) lo que Gardel fue a Argentina (y a toda América del Sur).
Alto, delgado, vestido como los pachucos mexicanos: chaqueta de largos faldones hasta las rodillas, pantalones anchísimos, sombrero de ala ancha, corbatas de colores vivos, y un bastón que movía como si fuera una batuta y con el que dirigía a sus músicos, completando sus indicaciones con movimientos de hombros y patadas en el suelo.
El Conde Negro, el Bárbaro del Ritmo. Capaz de cantar lo que nadie cantaba y de beber lo que nadie bebía, hasta que se rompió.
Sobre el Beny, como sucede con todos los grandes mitos, proliferan las leyendas. Y las innumerables historias. Su vida fue tan corta (cuarenta y cuatro años) como pródiga en ambas. No pretendo, pues, que estas notas sean exhaustivas ni fidedignas: hay demasiadas versiones contrapuestas.



Parece confirmado que Bartolomé Maximiliano Moré nació el 24 de abril de 1919 en Santa Isabel de las Lajas, municipio de la actual provincia de Cienfuegos, 300 kilómetros al sureste de La Habana. Se cuenta que descendía del rey de una tribu del Congo, al que unos traficantes de esclavos le capturaron un hijo llamado Gundo, que fue vendido al propietario de una plantación cubana. Gundo, que luego se llamó Ta Ramón Gundo Paredes, era, al parecer, tatarabuelo del Beny: logró emanciparse y murió liberto a los 94 años. Su hija, Julia Moré, tuvo seis hijos con un coronel del ejército mambí. Virginia, nieta de Julia Moré, tuvo dieciocho hijos. Beny fue el mayor. Eran guajiros, campesinos.
Según Virginia Moré, Beny construyó a los seis años su primer instrumento, un simulacro de guitarra, con una tabla y un carrete de hilo.
A los 16 años, en 1935, Beny dejó Santa Isabel para viajar hasta La Habana en un camión cargado de coles: quería ganarse la vida como músico y cantante. Allí formó parte de algunos conjuntos de corta vida y se ganó la vida vendiendo “averías”: frutas y verduras estropeadas. Volvió luego a su pueblo, donde cortó caña, y con aquel dinero compró su primera guitarra. En 1940 regresa de nuevo a la capital.
Toca, pasando el sombrero, en bares y cafés de la zona del puerto, y actúa luego con muchos grupos. En 1944, Siro Rodríguez, del entonces celebérrimo Trío Matamoros, toda una institución, le escucha cantar (según unos, en una fiesta; según otros, en el bar El Templete), le presenta a Miguel Matamoros y Rafael Cueto, y Beny pasa a formar parte del grupo, que no daba abasto para cumplir sus compromisos dentro y fuera de Cuba. Con ellos lleva a cabo sus primeras grabaciones y al año siguiente les acompaña a México, sustituyendo a Miguel, que pasa a dirigir la formación.
Como todavía utiliza su nombre de pila, Rafael Cueto le dice que "Bartolo, en México, es nombre de asno" y le rebautiza como Beny. Miguel Matamoros no tarda en hartarse de México. Soporta mal el frío y la altura, de modo que pasados unos meses, el Trío regresa a Cuba. Beny decide quedarse en el Distrito Federal, y graba varios números para el sello RCA Victor, con la ayuda de la actriz y bailarina Ninón Sevilla, que le presenta a Mario Rivera Conde, el director de la discográfica.

 

En 1946 se casa con Juana Margarita Bocanegra, una enfermera mexicana. El padrino de boda es Miguel Aceves Mejía. Actúa en el Montparnasse y el Río Rosa, los cabarets más famosos de la época; toca y graba más de cincuenta canciones con las orquestas de Lalo Montané, Rafael de la Paz, Chucho Rodríguez y, sobre todo, “un chaparrito con cara de foca” llamado Dámaso Pérez Prado, el rey del mambo, del que aprenderá como se ha de moverse, respirar y conjuntarse una big band. Son los años de Anabacoa, de Locas por el mambo, de Pachito Eché, grandes éxitos en México, y de grandes giras por Panamá, Colombia, Brasil y Puerto Rico.
En 1950 regresa a Cuba y triunfa con Bonito y sabroso, posiblemente su tema más popular. Graba con las orquestas de Bebo Valdés, de Mariano Mercerón y de Ernesto Duarte, el autor de la inmortal Cómo fue, con el que acaba seriamente enfrentado (por motivos racistas, según unos; por asuntos económicos, según otros) hasta el punto de que Beny informa a RCA de que no volverá a grabar más con él.

Tras actuar en 1952 con la Orquesta Aragón, paisanos de Matanzas, a los que ayuda a introducirse en el mundo musical de La Habana, forma en noviembre de 1953 la Banda Gigante de Beny Moré, también conocida como La Tribu, integrada por veintiún músicos, y cuyas actuaciones podían durar cuatro o cinco cinco horas. Enormes músicos, entre los que destacaron Eduardo Cabrera “Cabrerita” al piano, Alfredo “Chocolate” Armenteros a a trompeta, Generoso Jiménez “Tojo” al trombón, y Rolando Laserie en la batería. De la dirección se ocupaba Beny, que no sabía música pero tenía un milimétrico sentido del ritmo: sus arregladores (“Cabrerita” y Jiménez, sobre todo, pero también Pedro Jústiz “Peruchín”) hacían el resto. A menudo, contaron sus músicos, Beny modificaba los arreglos en plena ejecución, acercándose a cualquiera de ellos y tarareándoles el cambio.
Guillermo Cabrera Infante recordaba que la Banda Gigante se fundó en el Alí Bar de La Habana, un cabaret un tanto marginal, situado en un barrio residencial venido a menos (“en Avenida Doloroes y carretera del Lucero”): era el club preferido por muchos músicos, donde recalaban tras sus actuaciones para montar jam sessions a puerta cerrada. 
La Banda Gigante era una máquina de baile, y un modelo absoluto (e inigualado) para todas las que vinieron luego. Entre 1954 y 1955 se hace popularísima en salas de fiesta y emisoras cubanas. En las temporadas de 1956 y 1957 dan el salto: actúan en Venezuela, Jamaica, Haití, Colombia, Panamá, México y Estados Unidos. Beny canta con la orquesta de Tito Puente en el Hollywood Palladium de Los Ángeles y actúa con la orquesta del mexicano Luis Alcaraz en la gala de los Oscar.
Y bebe, bebe muchísimo para aguantar el tirón de aquellas giras agotadoras.
De vuelta a La Habana, la Banda Gigante se afinca en los clubes La Tropical y La Sierra. Triunfa la revolución y Beny se queda en Cuba. En 1960, mientras actúa en el cabaret Night and Day, le diagnostican una cirrosis hepática. “El último año de su vida – contaba Constante Diego, autor, con Sergio Véjar, el documental Hoy como ayer – le prohibieron tomar ni una copa más: era cuestión de vida o muerte. De modo que echaba el alcohol en sus manos, las frotaba y aspiraba. Pero no sirvió de nada: tenía el hígado destrozado”.
Beny Moré murió el 19 de febrero de 1963. Según unos, en el Hospital de Emergencias de La Habana; según otros, durante una actuación en Palmira (Matanzas) le sobrevino un vómito de sangre y se ahogó. Aquí las informaciones se subdividen: he leído que murió mientras cantaba Cómo fue y también que estaba interpretando Bonito y sabroso.
Según la periodista cubana Tania Quintero, fue despedido con un rito funeral mayombero, con banderas para abrir los caminos y espantar a los malos espíritus. Los festejos fúnebres duraron una semana.
Había muerto un héroe popular. Nacía el mito Beny Moré. 

 

Puro teatro: "El viaje de Christopher Boone" (21/9/13)

Por: | 21 de septiembre de 2013

Sobre "The Curious Case of the Dog at Midnight"

El hombre que fue jueves: "Si no bailo me muero" (19/9/13)

Por: | 19 de septiembre de 2013

Sobre Carmen Amaya

Astor (II) - fragmentos de un libro en curso

Por: | 18 de septiembre de 2013


Escape into life - de Arnau Alemany

El paseo de Font d’en Fargas es una calle arbolada, sin apenas tiendas. Podría hacer pensar en la calle de un barrio residencial en las afueras de París. Neuilly es el primero que me viene a la cabeza. Pere Fargas i Sacristá y su esposa, Montserrat de Casanovas Fernández de Landa, poseían tierras en la zona, y a principios del siglo pasado decidieron que el paseo sería el eje de una utópica ciudad jardín, siguiendo los preceptos de sir Ebenezer Howard. Según su libro Ciudades Jardín del mañana, aparecido en 1902, “una ciudad jardín es un centro urbano diseñado para una existencia saludable y de trabajo: tendrá un tamaño que haga posible una vida social plena, pero su crecimiento será controlado y habrá un límite de población. Estará rodeada por un cinturón vegetal y el suelo será de propiedad pública o deberá ser poseído en forma asociada por la comunidad, con el fin de evitar la especulación con terrenos”. Así se acordó en 1912 con el ayuntamiento barcelonés, pero la bella utopía no llegó a los treinta años, y después de la guerra los propietarios abandonaron muchas de aquellas mansiones, en las que se adivinan umbríos jardines interiores, como los cármenes andaluces, flanqueadas por edificios lujosos de nueva planta, probablemente construidos en los ochenta, porque en mi época no estaban, con piscinas solo intuidas por un chapoteo tras los setos de boj.
Caminábamos en un silencio casi absoluto, solo atravesado por el canto de los pájaros del anochecer (mirlos, me pareció), pero el acompasamiento era perfecto, como si la alternancia de silencio y pájaros siguiera una partitura. Entonces se condensó aquel recuerdo tan breve, tan intenso y tan lejano. Yo había caminado por esa calle treinta años atrás. Treinta y seis años atrás, calculé. Una tarde de finales de septiembre de 1977. En una vida anterior, por así decirlo.
Dos o tres días antes de aquella tarde lejanísima encontré un perro en la calle, frente a mi casa de entonces, en el paseo de Maragall. Un perro lobo negro, muy grande, que estuvo poco tiempo en casa. No sé si apareció su dueño o si se lo dimos a alguien, muy a mi pesar. No es piso para un perro como este, dijo mi novia de entonces, y tenía razón.

Foto Pepita Galbany - 1

La tarde de mi recuerdo salí a pasear con él y descubrí la zona alta del barrio. Llevábamos allí varios meses y nunca había puesto los pies en aquel lugar. El perro, sin correa, caminaba delante. Ahora jamás llevaría un perro sin correa. Cruzamos Maragall y entramos, al azar, en Font d’en Fargas. Había farolas de globo blanco, que ya no están. Y un viejo casino, que le daba a aquella esquina de la calle un aire de pueblo de playa en otoño. Y la Princess Margaret School, el colegio inglés más antiguo de la ciudad, con su aura de prestigio y su jardín vallado.
Estaría bien, le dije a Pepita, que me encontrara ahora a alguien de aquella época, alguien a quien yo pudiera reconocer, pero en seguida caí en la cuenta de que eso era difícil porque durante aquellos años apenas me relacioné con nadie del barrio. Así era yo de cabestro y de asocial. Del trabajo a casa y de casa al trabajo. Y en los desvíos había mucho silencio o mucho grito, ambos intolerables, y mucho mal vino. No lograba recordar vecinos, ni un quiosquero, ni una panadera. Recordaba la voz de una mujer, no sé si de un piso inferior o superior, y solo su voz en el patio de luces porque nunca llegué a verle la cara, que por las tardes le gritaba a su hijo: “¡Te voy a cortar las manos!”. 
Por lo mucho que yo había cambiado, pensé luego que sería todavía más improbable que alguien me parase de pronto para decirme: “Me acuerdo de usted. Hace muchos años solía pasear con un perro negro, al anochecer, por esta calle”.
Habría sido un círculo perfecto, porque me vino a la cabeza, como un fogonazo, que lo que yo más deseaba aquella tarde, casi noche ya, de finales de septiembre del 77 era, justamente, ser el hombre futuro que paseaba con un perro lobo al anochecer, de vuelta a casa. ¿Buscaba el lujo de las viejas mansiones, inalcanzables desde mis apreturas de entonces, cuando apenas podía llegar a fin de mes, cuando para llamar por teléfono tenía que bajar a una cabina con las monedas justas?

Foto M.O. - 1

No diría que no, pero creo que lo que más me atraía de la calle era aquel silencio protector y aquella calma, hermosos jirones del sueño utópico de la ciudad jardín. Por supuesto que nada sabía yo de la colonia perdida, ni falta que hacía. Me bastaban las farolas envueltas por el follaje, y aquel viento que por un momento hizo bailar la sombra de las ramas en una fachada. Era el aire de un cuadro que me gustaba muchísimo: El imperio de las luces, de Magritte. Era el anhelo (breve, el tiempo de un paseo al anochecer) de otra vida posible, porque la que había empezado, en la parte baja de aquel barrio feo y lejano, no estaba saliendo como había deseado. No, no tenía nada que ver con lo que tanto había deseado, ni para mí ni para la gente a la que, con gran torpeza, quería o intentaba querer.
No conseguía verme con claridad en aquella calle, quizás por los muchos años transcurridos, quizás por la oscuridad de la hora o por la débil luz de sus farolas redondas. Sin embargo, recordaba con nitidez la filigrana sutilísima de la sombra danzando en la pared de aquella casa.
Es un fantasma el que cruza. Veo al perro ante mí o a mi lado, abriendo la marcha. Veo las puntas de unos zapatos de cuero marrón, marrón claro, que un amigo me había enviado desde Canarias, donde hacía el servicio militar, en un paquete insólito, generosísimo, puros y más puros, y cartones de tabaco rubio, y en el centro aquellos indestructibles zapatos de cuero, capaces de vadear todos los charcos de la existencia. Como el paquete que se le enviaría a un preso, como una promesa de exuberante vida futura .
Tras una ventana alta, recién encendida, alguien tocaba el piano con notas espaciadas, como si buscara la melodía. Tocaba algo que parecía Mompou  o Satie. Ahí acaba el recuerdo. Treinta y seis años son muchos años.
Pero entonces, a punto de volver, aquel recuerdo tiró de otro.
Y recordé lo de Astor.

Foto M.O. - 2

La primera vez que escuché a Gato Pérez fue por la radio, diría que en la primavera del 78. Cantaba La rumba de Barcelona, esa canción que en su centro tiene una enumeración de sus barrios, como una alegre letanía. Y en el centro del centro estaba, a mis oídos, un barrio ignorado: “Valle Hebrón, Astor, Sagrera”. Eso escuché, eso dí por bueno. Circunstancias eximentes: su voz era oscura, la radio era un pequeño transistor. Di por bueno que había un barrio en Barcelona llamado Astor, un barrio que yo ignoraba por completo. Bueno, había muchos barrios que jamás había pisado, y de nombres igualmente extraños.
Años después, cuando nos conocimos, le dije a Gato:
“Oye, hay algo que me tiene intrigado. ¿Dónde está Astor?”
“¿Piazzolla?”
“No, hombre, el barrio”.
“¿Qué barrio?”
“El barrio de tu canción. La rumba de los barrios”.
“¿Astor? Ni idea. Eso no está en mi canción”.
Le cité el triplete. Se echó a reír.
“Estás sordo. ¿Cómo puedes haber entendido eso? No decía Astor, decía Las Corts. Valle Hebrón, Las Corts, Sagrera”.
Enigma resuelto, pero Astor ya estaba activado. Soñaba con Astor y reconocía su territorio nada más pisarlo. ¿Cómo no iba a reconocerlo, si era yo quien lo había creado? Por la inclinación de la luz, por aquellas pequeñas zapaterías con ya muy pocos zapatos, por las fachadas con lluvia y mugre de siglos, por el olor a nardos de cera y el hollín triturado que parecía flotar en el aire sabía que estaba de nuevo en Astor, un lugar en el que lo único lujoso era el nombre, como si en otra época hubiera vivido un esplendor perdido que ni los más viejos recordaban. Porque había muchos, muchos viejos, sentados en aquellos bares y mirando al fondo de los vasos como si se les hubiera caído algo dentro, y no había tranvías, solo autobuses nocturnos, y un tren circular que cruzaba Astor por su calle central, a la altura de los primeros pisos, un tren de metal viejo, temblequeante, recubierto de óxido, con asientos de madera.
Las casas que visitaba me resultaban familiares, pero siempre había en ellas algo dislocado, los techos inverosímilmente altos y los espacios enormes, las telarañas como guirnaldas oscuras, los rincones por acabar, por pintar o repintar. Siempre estaba a punto de mudarme a una de aquellas casas, era algo imperativo y a la vez irrevocable. No había sido mi elección, pero no quedaba más remedio.
Y todas las casas en las que había vivido contenían su pequeño Astor: una habitación ignorada que había olvidado por completo. Una habitación donde la luz de patio interior tenía que atravesar un vidrio esmerilado, una habitación con olor a ropa de hospital recién planchada. Una vez entré en esa habitación, a oscuras, y supe que estaba allí de nuevo por el olor, y en la oscuridad se escuchó un clic y brilló la lucecita roja de una plancha olvidada, encendida y olvidada, ardiente y olvidada. De no ser por la luz roja cualquiera se habría quemado la mano o algo peor.
Poco a poco quedó establecido que había dos zonas en Astor: la parte alta, clara, serena, limpia, inalcanzable, donde anhelaba vivir, y la parte baja, donde por mi mala cabeza estaba obligado a quedarme.
La parte baja de Astor era el territorio del error, del qué hago yo aquí, de la ruta que no debí tomar. El barrio de lo irresuelto, de lo pendiente, de lo incierto. Comprendí que la parte baja de Astor era un duplicado (o un concentrado extremo) de lo que durante un tiempo viví cada día, como en aquel viejo chiste:
“Luis y Pablo se parecen muchísimo”.
“Sí, sobre todo Pablo”.
No quisiera ser injusto: digamos que era un duplicado de todo lo vivido inciertamente desde la infancia. Aquel fue el Astor que volvió durante demasiadas noches. La parte alta me la gané muy lentamente, con mucha ayuda y mucho esfuerzo. Así que sonreí y dije:
“Sí, me acuerdo de usted, viejo amigo. Hace muchos años solía pasear con un perro negro, al anochecer, por esta calle”.
Y entramos en casa.

Para Ernesto Collado

Puro teatro: "El segundo mejor "Otelo" que he visto" (14/9/13)

Por: | 14 de septiembre de 2013

Sobre "Otelo", dirigido por Nicholas Hytner

El hombre que fue jueves: "Redemption song" (12/9/13)

Por: | 12 de septiembre de 2013

Sobre la serie "Rectify"

Astor (I) – fragmentos de un libro en curso

Por: | 11 de septiembre de 2013

Metro - Arnau Alemany

Tengo el viaje en autobús, y los barrios de la ladera, y la inesperada reaparición, tantos años después, de las dos zonas de Astor. Empezaría por Astor, por su génesis y sus características, pero intuyo que eso ha de ir al final, así que de momento lo aparto, y la mano se me va al lateral izquierdo del lienzo todavía desierto, blanquísimo, para trazar una pequeña línea roja que remonta Gran de Gràcia y para en Lesseps. Es una tarde de verano, abierta de par en par. Hemos acabado el trabajo y estamos hartos de pasear siempre por los mismos sitios, así que subimos a ese autobús. Poca gente. Turistas, sobre todo, y algunas mujeres vestidas con telas oscuras, pese al calor, mujeres fatigadas que vuelven de la compra abrazando sus capazos de paja, o de alguna gestión en el centro, con largas colas, y que contemplan una ciudad que les sigue siendo extraña y hostil, y yo pensaba que cada vez habría más miradas como aquellas. La mirada de los turistas era mirada de turistas, y cada parpadeo parecía sonar como el chasquido de una cámara. Esto es un cliché (fotográfico), porque todos somos así en un país extranjero, salvo quienes no tienen dinero para cámaras ni vacaciones. 
Hacía bastante tiempo que no viajábamos en la línea 24 y nuestra decisión tenía algo de alegre voyage surprise por la ignorancia de su tramo final, como quedó demostrado cuando, a mitad de Travessera de Dalt, hicimos bajar apresuradamente a una pareja de dóciles muchachas argentinas (o uruguayas, no sé muy bien, no nos dio tiempo a pillarles el acento) que querían ir al Güell. En nuestra defensa diré que estábamos convencidos de que lo mejor para ellas era cruzar la hostil avenida y subir la cuesta de Larrard, y allí quedaron, mirándonos con ojos de cachorro abandonado en una autopista, y mirándolas mi mujer y yo con creciente vergüenza y culpa al observar que ninguno de los otros turistas movía el culo, porque tendrían mirada fotográfica pero eran gente informada y, a diferencia de nosotros, sabían que el autobús, tras bajar por Escorial y Camèlies y dejar atrás la casi inexistente plaza Sanllehy, remontaba la serpenteante y escarpada carretera del Carmelo y paraba justo en la parte trasera del Güell. Pero no fue allí donde bajamos nosotros ni las mujeres fatigadas, porque la línea seguía, en descenso, hasta la ladera del vecino parque del Guinardó, donde el Carmelo se junta con la zona de Can Baró en un ensanchamiento muy apropiadamente llamado Gran Vista.

Zona Penyal - foto M.O.

El trayecto acaba en Doctor Bové-Penyal. En la ciudad están los barrios altos, ordernados, silenciosos y carísimos, y más arriba, como el despedazado anfiteatro del poeta, los barrios de montaña, con bloques atroces y construcciones bajas, desiguales, de muy distintas épocas y pelajes. Hay casas de principios del siglo pasado, que debieron ser aislados refugios estivales, con rejas de hierro forjado y balaustres y nombres como Villa Dionisia o Villa Luz, pared por pared con edificios de cemento barato, levantados a toda prisa en los días de la segunda oleada migratoria, allá por los primeros sesenta.
A medida que se avanza por las calles de Labèrnia y Mühlberg proliferan viviendas todavía más humildes, encaladas o rebozadas de arenisca, con macetas pintadas de precioso azul chillón, y a veces mosaicos de trocitos de cerámica y platos inútiles. En invierno, las paredes deben rezumar bajo la luz gris una tristeza húmeda y persistente, pero esa tarde la cal, salpicada de geranios rojos, parecía resplandecer, y el aire caliente brindaba perfumes de hinojo y pinaza del parque vecino. De los bares, con hombres en camiseta fumando y bebiendo en la puerta, salía música andaluza o, como un flamear de humo de churrería, la fanfarria de metales y teclados eléctricos que tantas veces vimos enredarse en la techumbre de los autos de choque.
Es una Barcelona que rara vez sale en las películas, casi siempre concebidas con la mirada del turista o para la mirada del turista. Y casi es mejor que no salga, porque la gran tentación al situar una historia en un barrio como este es incurrir en el aguafuerte pasional, con mucha vociferación y muchos instintos a flor de piel. En una película, los hombres de ese bar que acabamos de dejar atrás estarían condenados a jalear y dar palmas a cualquier hora del día, como esas escenas africanas en las que llegan los exploradores al poblado y siempre están los negros enfrascados en una danza ritual, como si no tuvieran otra cosa que hacer.

Bar Bodega La Parada - foto M.O.

Yo mismo he tenido que frenarme porque estaba a punto de utilizar la palabra vitalidad, y desde luego flota en el ambiente pero tiene una pringosa connotación paternalista. Aquí vitalidad es palabra de rico y mirada de turista, igual que auténtico. Habría que limpiar esas palabras, gastadas por el uso, hasta que volvieran a brillar como piedras de río, o buscar otro término, o un racimo de palabras contradictorias, nacidas de la observación y el tiempo. Con nuestro prójimo no valen las primeras impresiones. No vivo aquí ni conozco sus vidas, así que no seré yo quien siquiera intente esa indelicadeza, y también me estoy arrepintiendo de haber dicho que los turistas, que también son prójimo, tienen mirada turística, porque de todo habrá. 
Lo difícil es escribir o filmar historias sobre gente común, como cualquiera de nosotros, gente que canta o ríe o vocifera o llora o se aburre cuando por ahí le da, gente para la que no sirven los adjetivos definitorios ni las denominaciones de origen. Y porque nadie es común cuando se la observa detenidamente. 
Esta mañana, a primera hora, estaba escuchando las suites para violonchelo de Bach, y he pensado que si tuviera que filmar aquí una película echaría mano de esa música para acompañar las imágenes, a contrapie, como el Pasolini de Mamma Roma o Accatone, que no buscaba “el alegre ruido popular” ni pretendía ennoblecer a sus personajes sino simplemente observarlos y registrar su devenir. Pasolini entendía que la vitalidad no es una cualidad inmutable del ánimo, sino que hay una vitalidad luminosa y una vitalidad oscura, a cara o cruz y a menudo de canto, y que suele brotar bajo presión, por hartazgo de miseria e impulso de supervivencia. 
Quizás las suites de Bach le darían a la historia una peligrosa gravedad litúrgica, pero seguro que contrapesarían las tentaciones de pintoresquismo: serían, pienso, como esos aparatos de ventilación que, programándolos en un punto determinado que no se advierte a simple vista, reducen la humedad excesiva del aire.

Foto Pepita Galbany

De esta zona no solo volvió a llamarme la atención la absoluta mezcolanza de edificios sino también la disparidad de alturas. Pasa también en Vallcarca, un barrio que conozco mejor, pero aquí, desde el barandal del despedazado anfiteatro, se advierte con superior contundencia. Hay algo onírico y un poco vertiginoso en esa disposición, como en los paisajes de algunos sueños, que parecen seguir un cierto patrón de pintura constructivista, o cubista a secas: un amasijo de planos y perspectivas, con el mar de improviso muy alto o muy bajo, donde un bloque chatungo emerge de pronto en lo alto de una cuesta como la pétrea y gigantesca caja de zapatos de una civilización perdida, y las casas brotan en la ladera igual que dados arrojados al desgaire.
Teníamos también la sensación, unida al calor creciente y adensado, de estar de pronto en otra ciudad, en otro país. Veinte minutos de viaje en autobús y ya nos parecía estar pisando, pongamos, el barrio de Silwan en Jerusalén, ciudad que desconocemos, o la costa de Caparica, y recordamos cómo entonces, tan cerca de Lisboa, habíamos creído perdernos en un Mozambique imaginario, libre y sonriente, que parecía pintado por un niño.
Y al cabo de un rato viajamos también en el tiempo, porque al dejar atrás la Plaça de la Mitja Lluna había una fuente en el recodo de una bajada, y una mujer gruesa y vieja, con un gran moño plateado y un vestido negro salpicado de innumerables y diminutos topos blancos, estaba llenando un garrafón de plástico. Tenía los tobillos horriblemente hinchados y su cuerpo vencido sobre el caño, y parecía hablar sola, pero hasta que no pasamos por su lado no percibimos el susurro que fluía como el hilo de agua, y era una canción de los años veinte que mi abuela solía cantar:
La fadrina va a la font / a buscar un cantiret d’aigua / Si em donessis un clavell / jo t’en tornaria un altre….
¡Qué prodigio aquel salmo tan fresco remontando el tiempo como un pez río arriba, aquella voz tan joven en un cuerpo tan viejo!
Al final de la calle se abría el parque del Guinardó, y lo hacía en sentido literal y súbito, porque no había vallas sino un caminito blanco que avanzaba paralelo al bosque y se perdía en él, como en las antiguas ciudades, cuando las afueras comenzaban abruptamente con un descampado sin farolas o un infranqueable anillo de zarzales.
No entramos: comenzaba a bajar la luz y nos dio un poco de miedo.
¿Se había acabado el paseo, solo quedaba girar grupas y volver a la parada de autobús? Eso pensábamos hacer.

Foto Pepita Galbany (2)

Y entonces sucedió, para mí, lo más portentoso de aquella excursión, porque es ciertamente extraordinario desear algo y obtenerlo casi al instante, y eso fue la puerta abierta al recuerdo de Astor, y pasó de un modo tan sencillo que solo así puede contarse. Subíamos, ya de retirada, y yo pensé en un paseo de Horta, un paseo que hacía muchísimo tiempo que no visitaba, y sentí unas ganas enormes de estar allí, de caminar de nuevo por Font d’en Fargas a aquella hora, en aquella tarde de domingo que ya comenzaba a ser noche.
Por llevar toda mi vida aquí tiendo a creer que conozco Barcelona, pero más allá del Ensanche me armo unos líos tremendos, y mi orientación es la de un niño de siete años. Tengo un mapa mental establecido en la infancia que poco se corresponde con la realidad, y sigo pensando en los barrios como reinos lejanos e independientes, a la manera de los que aparecen en los créditos de Juego de tronos, como si varias leguas a caballo separasen el condado del Carmelo de las tierras altas de Horta, y por eso me quedé atónito cuando, en vez de doblar hacia la izquierda, que era donde nos esperaba la parada de autobús, comienzo y final de línea, Pepita propuso girar hacia la derecha, hacia el Este, porque la calle que allí se abría le parecía más atrayente, y al final de aquella calle, como en un acto de magia, aparecimos en la cúspide del mismísimo paseo de Font d’en Fargas que, ahora puedo decirlo, enlaza las tierras altas con el condado.
Aquello me pareció tan sorprendente y tan inesperado, y por un momento sentí una alegría tan intensa, que estuve al borde del pánico.
El conato de pánico, fresco como una rosa recién ofrecida, nacía del deseo repentinamente cumplido, aunque fuera o pareciera mínimo, porque eso es infrecuente y porque todo el mundo sabe que tras un deseo realizado se abre una barranca de vacío. Pero había algo más.
Era, pienso ahora, como si nuestra excursión siguiera la mecánica de los sueños. Había comenzado con la yuxtaposición de planos, con el cubismo repentino de la ladera del Carmelo, y luego vino la voz de aquella mujer cantando desde un tiempo inmemorial, como una guardiana de la puerta, y la puerta se había abierto con otro procedimiento onírico: el corte abrupto, hijo del deseo, que te instala sin pasajes intermedios en un nuevo territorio. Casi otro mundo, porque el contraste con el barrio anterior era notable. Y su poderosa sensación de irrealidad, como esos anocheceres que se confunden con la llegada del día.

(Continuará)


Puro teatro: "Sube la fiebre" (7/9/13)

Por: | 07 de septiembre de 2013

Sobre "La fiebre", de Wallace Shawn

El País

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