
A todo esto (
véase capítulo anterior, por supuesto), el señor Fraga liberalizó, dentro de lo que cabía, la ley de prensa e imprenta. Florecieron discotecas (antes “salas de baile”), cines de Arte y Ensayo, y librerías y quioscos se llenaron de libros “tolerados” o editados en Sudamérica. Y si no eran tolerados hicieron un poco la vista gorda. Llamaron a aquello “la primavera de Fraga”, porque los estados de excepción seguían a la orden del día, pero por aquella pequeña brecha se colaron librerías combativamente rojas, como
Cinc D’Oros y
Les Punxes, y, aunque les cueste creerlo,
El hombre unidimensional, de Marcuse (editado por Biblioteca Breve de Bolsillo y Libros de Enlace) se convirtió en un inesperado superventas. Aquellas librerías pagaron su precio, desde luego: los secuestros y las multas (porque el vistagordismo era sumamente arbitrario) y los atentados de la ultraderecha se sucedieron hasta el final del franquismo y más allá.
En el Paseo de Gracia, subiendo a mano derecha, no recuerdo ahora si esquina con Valencia o con Mallorca, se inauguró en 1969
Leteradura, la librería más selecta y moderna de la historia barcelonesa: quizás por eso apenas duró diez años. La dirigía Lali Gubern, esposa de Jorge Herralde, y en sus anaqueles alternaban, con mayor o menor disimulo, los Cuadernos de Ruedo Ibérico con las publicaciones de
Tel Quel y los primeros textos de Lacan, que incluso, comentaban mis hermanos mayores, dio allí una conferencia hacia 1974.
Tanto Leteradura como Cinc D’Oros comenzaron a editar, de modo esporádico pero con mucho empeño. Cinc D’Oros, con Pablo Bordonaba y Carmen Aizpitarte al frente de la nave, publicó la poesía de Brossa, y Leteradura, que editó colecciones facsímiles de revistas de arte, se atrevería, a finales de los setenta, nada menos que con una traducción al catalán del
Ulises de Joyce, firmada por Joaquim Mallafré. También había libros prohibidos y un aire de vanguardia lujosa en
Ancora y Delfín, en Diagonal 564, quizás la librería más británica de Barcelona, con sus escaleras móviles para acceder a lo alto de las estanterías, y su mampara de madera tras el escaparate, y la parte trasera dedicada a los libros de arte, todo ello bañado en un silencio maravilloso, casi oxfordiano.

Me imponían un poco Leteradura y Ancora y la verdad es que no las frecuenté demasiado. Entraba, olfateaba, curioseaba, acariciaba y salía, un poco como hacía en la Francesa, y también, curiosamente, por las mañanas. Cinc d’Oros me resultaba más llevadera, más acorde con mi edad y mis gustos, pero lo que realmente me enloqueció fue el descubrimiento de los Drugstores, que eran la quintaesencia de la nocturnidad: poder hojear libros a las tantas de la noche, a la salida de un cine o un teatro o en pleno ataque de insomnio, me parecía algo modernísimo, peliculero y neoyorquino, y probablemente lo era.
Un Drugstore era, fundamentalmente, un lugar que se desparramaba en varias plantas y donde se podía comer, beber, y comprar regalos, libros y discos durante las veinticuatro horas del día. Repito: durante las veinticuatro horas del día. Los VIPS heredaron esa idea, pero no era lo mismo comprar libros de madrugada en los primeros setenta, cuando yo comencé a tener una mínima capacidad adquisitiva, que diez o quince años más tarde: quien da primero da dos veces.
El
Drugstore del Paseo de Gracia estaba entre las calles Mallorca y Valencia y era el más "in", diseñado por los interioristas de Bocaccio. Yo era un retaco cuando abrió, en 1967, aunque no se me olvidan las crónicas de su inauguración: Salvador Dalí y George Hamilton, una pareja más extraña que la de Amanda Lear y su leopardo, hicieron los honores.
Durante veinte años, el Drugstore (a secas) fue un permanente fogonazo de luz y metales en el desierto nocturno de la zona.
En 1969 llegó el
Drugstore David, en la calle Tuset. En mi recuerdo tenía pocos libros: tal vez cuando asomé el pico ya se los habían llevado.
El Drugstore Liceo, a la altura del hotel Oriente, era el más canalla porque congregaba a todo el nocherío de las Ramblas: durante el glorioso y desveladísimo verano del 77 fue el puerto que recogía los afluentes procedentes de la plaza Real, de la Cúpula Venus, de Les Enfants, del Salón Diana o del Jazz Colón para tomar la copa de la aurora, para decirlo a la manera de Lavoe.
Mi Drugstore, por edad y proximidad (vivía a dos calles de allí), fue el deslumbrante
DrugBlau, abierto en noviembre del 73, casi al mismo tiempo que el almirante Carrero saltaba por los aires. Estaba en la plaza Lesseps, en la frontera entre Gracia y San Gervasio, en los bajos de un edificio pintado de azul (de ahí el nombre) y calificado de “arquitectura pop” por la prensa de la época. Leo en un anuncio de entonces que ofrecía “restaurante self-service, boutiques de ropa, perfumería, floristería y complementos, librería, tienda de discos, y una peluquería unisex a cargo de Luís Llongueras”. La librería y la tienda de discos del DrugBlau eran suntuosas, aunque escasísimamente frecuentadas, y por ello echaron el cierre a los pocos años. Las restantes tiendas no tardaron en seguirles. Aunque a mí me venía de perlas, hay que reconocer que no era tan céntrico como los otros.
Aquí hay que señalar que las librerías de los Drugstores se convirtieron en el epicentro del mangue: parecía que se habían inventado para ello. Era deporte generacional ir a a robar libros allí del mismo modo que Bart y su pandilla se llevaban alegremente las patatas fritas del Badulaque.
Para eso hacía falta, sin embargo, una combinación de
nonchalance y bravura de la que yo no disponía: lo intenté una vez, y un poco más y me infarto. Naturalmente, se imponía proclamar que mangabas a manos llenas, pero en mi caso era falso de toda falsedad. Y no por falta de maestros: uno de mis mejores amigos de entonces (hoy prestigioso economista neoliberal) era un auténtico campeón del latrocinio libresco. Yo le vi salir de una librería con un tomo de las obras completas de Shakespeare en la manita, sin apresurarse y mirando al tendido. No quedó ahí la cosa, porque en la calle aquel titán se dio cuenta de que se había llevado el primer volumen, que ya tenía, así que volvió a entrar, dejó el libro donde estaba, y se llevó tan guapamente el segundo.
Como jugaba en la liga profesional tenía a bien desdeñar la insultante facilidad de los Drugstores: eso para críos, decía.
Ernesto Ayala-Dip, el crítico literario de
El País, me contó que su primer trabajo en España fue el de dependiente en la librería, acristalada y en altillo, del Drugstore de Paseo de Gracia: no le quedaba otro remedio que mirar hacia otro lado, porque la velocidad de sustracción batía récords, y alguna noche loca alcanzó la cota de un libro cada dos o tres minutos.
Es mucho, y es feo, y no debe de hacerse, pero, que los dioses me perdonen, es imposible contemplar sin afecto una época en la que los libros despertaban tal voracidad.
Adoré las librerías de los Drugstores, aunque mi sede central había aparecido, en los primeros setenta y como de la noche a la mañana, en la esquina de Via Augusta con Alfonso XII, a cuatro pasos del instituto donde digamos que estudiaba, o sea que la visitaba unas diez veces al día. Se llamaba
Ianua, que no en vano quería decir puerta o portal en latín (eso fue casi todo lo que aprendí del latín), y entré en ella como debían entrar en City Lights los turistas de San Francisco.
Allí me dejé mis primeras semanadas, porque todo lo que tenían me gustaba: parecía que la hubieran abierto para mí. Descubrí los libros de las editoriales mexicanas Novaro y Diana, y de las argentinas Sudamericana y Edhasa/Minotauro; descubrí libros con marchamo patrio pero que parecían venir de otra galaxia. Libros ultramodernos, con sobrecubiertas de plástico rígido (Barral), tapas doradas y plateadas (los Cuadernos Ínfimos de Tusquets) o pardas y cuaresmales, entre dietario industrial y forro escolar: los Cuadernos de Anagrama. Y, desde luego, la plana mayor de la nueva (o no tan nueva, pero para mí novísima) narrativa hispanoamericana, con Cortázar, Cabrera Infante y Onetti encabezando la lista de preferidos.
Vale que debían llegar al mismo tiempo a todas las librerías “modernas” de la ciudad, pero yo tenía la sensación de verlos antes que nadie.
Y no acababa ahí la cosa, porque cerca de Ianua, entre el instituto y mi casa, en Vallirana a la altura de Guillermo Tell, también había abierto
Taüll, una librería de barrio que dedicaba su pequeño escaparate a Beckett y García Márquez y muchos otros, uno por semana, y donde tenía lugar, los viernes por la noche, a puerta cerrada, una pequeña tertulia con perfume clandestino en la que conocí al escritor Raúl Ruiz, que vivía a cuatro pasos, en Príncipe de Asturias.

La tertulia de Taüll fue breve pero dejó poso y quisimos imitarla.
Hablo en plural porque ya era grupo, ya me había llegado la edad de ir en banda, y lo mejor de ir en banda era que los hallazgos se compartían, se expandían, largas llamadas telefónicas, largos encuentros, tienes que ver esto, leer aquello, escuchar lo que acaba de salir, libros, discos, películas, funciones, cafés (nos gustaba decir “cafés”, aunque fueran tugurios), todo acababa de salir o acababa de llegar, todo se descubría o, mejor, se redescubría, todo era patrimonio del grupo, de la banda.
Por aquellos días habíamos descubierto a Gil de Biedma, y el deslumbramiento de
Las personas del verbo nos llevó a la fulminación de
Les dones i els díes de Gabriel Ferrater, y comenzamos a rastrear todo lo que tuviera que ver con ellos, y así fue como decidimos que era imperativo pisar el Cristal City.
Claro que habíamos visto el
Cristal City, mil veces lo habíamos visto de camino al instituto o al cine ABC, porque estaba en la esquina de Balmes y Sanjuanistas, pero algo nos mantenía afuera: probablemente lo considerábamos un bar de viejos. No era un café afrancesable, como el Almirall, o portuario, como el Marsella; no era un bar moderno como los de Tuset o un restaurante “pop” como el Kok d’Or de plaza Molina. A través de sus vidrios, sus sillones y estanterías hacían pensar en un salón de ex combatientes o en la biblioteca de un Parador Nacional.
Visión muy sesgada la nuestra, porque era un lugar muy frecuentado por nuestros hermanos mayores, pero tal vez aquellas tardes hubiera una facción dinosáurica ocupando la mesa más cercana a la salida. Para acabar de afianzar el prejuicio, un ojeador de la banda visitó el Cristal y el camarero le contó que el lugar se había inaugurado en el 59, y allí tuvo su tertulia un escritor cuyo nombre pronunció con veneración pero que a nosotros no nos dijo nada: César González-Ruano.
Hasta que otra tarde descubrimos, babeantes, que muy cerca, en un ático de la calle San Elías, habían vivido Ivonne y Carlos Barral, y que Jaime Salinas había organizado allí no pocos cócteles de prensa de Seix-Barral. Y que en aquellos desdeñados sillones se habían sentado Gil de Biedma, y Ferrater, y Marsé, y Vázquez Montalbán, entre otros ídolos nuestros.
Mitologías aparte, si hoy hablo aquí del Cristal City (un nombre muy austeriano, por cierto) es porque fue, y no creo equivocarme, el primer bar-librería de Barcelona. Sí, allí había libros, pero no recuerdo haber comprado ninguno. La mayoría estaban envueltos en plástico, como Laura Palmer, un plástico cada vez más sucio, y había que rasgarlo para hojearlos, cosa imposible, pero era agradable verlos, como era agradable ver la chimenea muerta, de la que creímos olfatear un imposible aroma a rescoldo. Libros envueltos y chimenea muerta, todo muy metafórico, dijo el más listillo. Nosotros revitalizaríamos aquello, estaba claro. Llegamos allí como los perfectos adolescentes, con la cabeza tirando en dos direcciones: por un lado le sacábamos mil pegas al sitio, por otro estábamos fascinados. Nos hacíamos los duros, pero nos parecía increíble que a alguien se le hubiera ocurrido inventar algo así, un bar-librería, en la Barcelona de los cincuenta. Bien, allí estábamos. Montaríamos una tertulia que asombraría al mundo, ese era el plan perfecto de aquella tarde.
Y lo estábamos intentando cuando nos entró la risa, la gran descojonación. Nos tomábamos pero que muy en serio, y he aquí que, por una vez, el Dios de la risa sopló en nuestras caras y nos vimos como unos críos fingiendo fumar en pipas apagadas. Puedo mejorar esa imagen, dijo el segundo más listillo: parecemos el hermano mayor de Guillermo Brown y su club de poetas. Salgamos al fracasado crepúsculo, dijo el tercero, que había leído a Capote con aprovechamiento, y todos le seguimos.
Así que salimos afuera y echamos a andar y nos olvidamos de aquello, y eso fue justo unos meses antes de entrar en la Universidad, y el Cristal City quedó atrás, como quedaron atrás todas aquellas librerías de entonces.
P.D. - Me hubiera gustado insertar más fotos, pero me temo que están desaparecidas en combate. La imagen de Ancora y Delfín pertenece al estupendo blog
Barcelofilia.