Bulevares Periféricos

Sobre el blog

Teatro, Literatura, Cine, Música, Series: arte en general. Lo que alimenta, lo que vuelve. Crónicas, investigaciones, deslumbramientos. Y entrevistas (más conversaciones que entrevistas). Y chispazos, memoria, dietario, frases escuchadas al azar (o no). Y lo que vaya saliendo.

Sobre el autor

Marcos Ordóñez

Marcos Ordóñez. Escritor, periodista, profesor. Cada sábado escribe en Babelia la sección PURO TEATRO y, cada jueves, en Cultura, EL HOMBRE QUE FUE JUEVES. Intento escribir sobre lo que me da vida. Ultimos libros publicados: Turismo interior (Lumen, 2010), Telón de fondo (El Aleph, 2011), Un jardín abandonado por los pájaros (El Aleph,2013).

El hombre que fue jueves: "La invasión de los carapones" (31/10/13)

Por: | 31 de octubre de 2013

La invasión de los carapones

Rabos de pasa (1)

Por: | 30 de octubre de 2013

Los lunes de Glen Baxter

Amabilidad
. Raval, once de la noche. Imperativo fisiológico. Entro en un Kebab, lo que pillo más a mano. Hay un cartel en la puerta del lavabo: “Reservado para los señores clientes”. Pido un café. Me dicen que la cafetera está apagada. Pido un agua.
Me dicen:
- No se preocupe. Estamos cerrando, pero está usted invitado a orinar cuando quiera.

Poesía popular (a dos voces)
La otra tarde, en un bar de Via Augusta.
Dos señores de avanzada edad, en la barra, beben ginebra y hablan en verso sin saberlo.
Uno - No se lee a Marcel Proust como se leía antes.
El otro - ¿Qué se hizo de Albertina? ¿Y del mundo de Guermantes?
Por un momento creí estar en el Tortoni de Buenos Aires.

Dietarios: Pla. Me gustan mucho los dietarios. Me hacen muchísima compañía. No se trata de conocer la vida privada de un escritor sino algo mucho más íntimo: su vagabundeo mental, libre de las servidumbres de la trama, de mantenerte interesado con un argumento. Durante meses, incluso años, necesitaba leer antes de dormir una entrada de los voluminosos (y, para mí, tan escasos) dietarios de Pla, como quien lee una jaculatoria. “A mí me sucede lo mismo”, me dijo Enric González, casi en voz baja, como si compartiéramos un vicio secreto. Vicio multitudinario el de leer a Pla, pero que hace creer a sus lectores que pertenecen a un club privado, una secta de contados miembros. No, ni eso: un buen diarista es el que te hace pensar que solo escribe para ti. En Pla alternan las reflexiones y descripciones suculentas de El quadern gris y Notas dispersas, hijas de Renard y Léautaud, y las bitácoras escuetas, al estilo de las listas de la compra. Escribía durante todo el día en el Mas, cosa sabida, y por las noches necesitaba salir a airearse, sobre todo si le invitaban. Y siempre la misma anotación, noche tras noche: “Menjat massa, parlat massa, begut massa, fumat massa”. Demasiada comida, bebida, parloteo, tabaco. Un propósito de enmienda que le duraba justo hasta el siguiente anochecer.

Por supuesto que un diarista muestra lo que quiere mostrar y oculta el resto, pero es muy difícil que no acabe, por inercia o exhibicionismo, apareciendo con todos sus vicios y virtudes. Bueno, está bien, así son las bestias, y quizás esa sea la gracia de los dietarios: el autor no tiene demasiado tiempo o ganas de aplicarse afeites y hay que tomarles como vienen. Si te gusta González Ruano has de tragarte su señoritismo turbio y su ideología imperal, si lees a Umbral hay que comulgar con su ego desmedido y su machismo enfermizo, porque junto a la ganga están las perlas.

Me he acordado de repente. En aquella época, cuando todavía no había publicado nada, me rechazaban un manuscrito y no insistía, como si no hubiera otras editoriales. Pasaba seis meses, un año, dos, escribiendo un libro, y al primer rechazo decía “Pues va a ser que no”, y lo echaba a un cajón. Alguno llevé a una o dos más, pero no era frecuente. Qué raro. Supongo que debía de quedarme hecho polvo y repetirme que no escribiría más, pero al poco tiempo empezaba otro. Eso demostraría que siempre he sido más optimista de lo que creo. O al menos lo era entonces.

Alcohol. No he encontrado nada más claro y certero sobre dejar de beber que este diálogo entre Marlowe y Terry Lennox en El largo adiós.
— Quizá deje de beber uno de estos días. Todos lo dicen, ¿no es cierto?
  — Se necesitan unos tres años.
  — ¿Tres años? —Pareció horrorizado.
  — De ordinario es lo que hace falta. Hay que acostumbrarse a unos colores más pálidos, a unos sonidos más reposados. Hay que contar con las recaídas. Toda la gente a la que uno conocía bien se vuelve un poquito extraña. Ni siquiera encontrará agradable a la mayoría, y tampoco usted les parecerá demasiado bien a ellos.

Chandler sabía de lo que estaba hablando.

Genealogías delirantes
Geraldine Chaplin llega a un plató. Un técnico le dice a otro: "Fíjate, esa que entra es la hija del Gordo y el Flaco".
Adolfo Marsillach sale de su casa. Dos señoras comentan: "Ese es el padre de la hija de Adolfo Marsillach".

Crepitaciones. Como hoy la mañana se ha levantado fresca, antes de ducharme enciendo la estufita del lavabo. Al encenderse se oyen unos crujidos. Pienso: “Ahí arde y crepita el polvo del verano”.

Puro teatro: "Los sueños de la sinrazón" (26-10-13)

Por: | 26 de octubre de 2013

Sobre Le voci di dentro, de Eduardo de Filippo

Teatro: "Muere Amparo Soler Leal" (25-10-13)

Por: | 25 de octubre de 2013

Muere Amparo Soler Leal

El hombre que fue jueves: "La lección de Redgrave" (24-10-13)

Por: | 24 de octubre de 2013

La lección de Redgrave

Un sueño dylaniano

Por: | 22 de octubre de 2013

Carmen Amaya - foto de Colita


Estoy en Mérida con Paco Suárez. Cruzamos el puente, rumbo a su casa, al otro lado del río. Paco es gitano. Y toda su familia, por supuesto. Familia gitana, familia de artistas: teatro, cante, música y baile. Entre el jamón y el cocido hablamos de Dylan. Me pregunta si he escuchado Another Self Portrait, la antología de maquetas y cortes inéditos de una de sus épocas mejores y menos valoradas, cuando cantaba, dice Paco, como un pájaro libre y alegre. Le digo que el doble disco (seguimos llamando así a los cedés) tiene tomas alternativas formidables, pero la mayoría me parecen demasiado desnudas: me gustaban más después de pasar por la producción de Bob Johnston que tanto criticaron en su día.
De golpe estamos hablando de Went to see the Gypsy, uno de los temazos de New Morning, y eso nos lleva al gitanismo de Dylan, muchas veces proclamado y comentado. Porque se puede ser judío y tener sangre gitana, dice Paco. Y, desde luego, añade, su forma de entender la música y la vida es gitanísima. María, la mujer de Paco, tercia con un argumento rotundo. Cuenta que años atrás trabajaba en el restaurante de un hotel extremeño. Dylan, de gira por España, recaló allí.
“Yo no sé si es o no es, Paco”, dice, “pero lo que es cierto es que aquella noche me miró como un gitano”.
Vuelvo al hotel y escucho de nuevo Went to see the Gypsy en las dos versiones y las dos me parecen espléndidas.
Se me ocurre un pequeño cuento . Lo escribo antes de que se me olvide y se lo dedico a Victoria Bermejo, que también es gitana.
Tras una gira europea, Dylan está alojado en el Waldorf Astoria. Una noche, muy borracho, sube en el ascensor y de repente se encuentra en una planta que no le resulta familiar. La moqueta, los motivos florales del empapelado, los apliques en forma de tulipa que dan una luz amarillenta, todo le parece sorprendentemente pasado de moda, como de otra época. Echa a andar. Sobre una mesa esquinera hay un ejemplar del New York Times. Las hojas son más grandes de lo habitual, y también es distinta la tipografía. En la portada, una fotografía del presidente Roosevelt en silla de ruedas. A Dylan le tiembla un poco la mano cuando advierte la fecha: 12 de noviembre de 1941.
Percibe entonces un aroma inusual a pescado frito. Y escucha un lejano sonido de palmas y guitarras. Dobla la esquina, que se abre a otro pasillo interminable, al final del cual hay una puerta entreabierta de la que parecen brotar el aroma y la música.
En lo alto de la puerta, un rótulo en letras doradas: Imperial Suite.
Un hombre delgado y muy moreno, de rostro anguloso y cabello planchado, le franquea el paso. Dylan entra en la habitación. Por las ventanas abiertas penetra el frío húmedo del Hudson, pero la habitación parece flotar en una nube de humo. Es difícil precisar sus dimensiones. Calcula que allá adentro debe de haber una treintena de personas, hombres y mujeres que ríen, cantan, bailan y tocan guitarras españolas. Una muchacha de cabello negro y ojos brillantes pone en sus manos una botella de vino tinto, de la que Dylan pega un buen trago. Es un vino rojo, espeso y dulce. En el centro de la sala arden los restos de una mesilla de noche despedazada, sobre la que han colocado un somier donde se asan hileras de sardinas plateadas y humeantes. Muchos años más tarde reconocerá, en una película, a la mujer que en su sueño le llamó a su lado, tras el fuego, sentada en un gran sillón que recordaba un trono: era española y se llamaba Carmen Amaya.
Dylan se suma a la fiesta, y bebe, y ríe, y toca la guitarra con ellos hasta el amanecer.
Poco antes de que salga el sol, la reina de los gitanos le cuenta un secreto.
Al día siguiente, despierta en su habitación. Ha olvidado todo, menos el secreto.






Carmen Amaya en el Village Gate

(Gentileza de Gómez Gufi)

Puro teatro: "Un artista del embuste" (19-10-13)

Por: | 19 de octubre de 2013

Sobre La verdad sospechosa

El hombre que fue jueves": "Gracias, Armiñán" (17/10/13)

Por: | 17 de octubre de 2013

Gracias, Armiñán

Mis primeras librerías (2)

Por: | 16 de octubre de 2013

El Drugstore de Paseo de Gracia - II

A todo esto (véase capítulo anterior, por supuesto), el señor Fraga liberalizó, dentro de lo que cabía, la ley de prensa e imprenta. Florecieron discotecas (antes “salas de baile”), cines de Arte y Ensayo, y librerías y quioscos se llenaron de libros “tolerados” o editados en Sudamérica. Y si no eran tolerados hicieron un poco la vista gorda. Llamaron a aquello “la primavera de Fraga”, porque los estados de excepción seguían a la orden del día, pero por aquella pequeña brecha se colaron librerías combativamente rojas, como Cinc D’Oros y Les Punxes, y, aunque les cueste creerlo, El hombre unidimensional, de Marcuse (editado por Biblioteca Breve de Bolsillo y Libros de Enlace) se convirtió en un inesperado superventas. Aquellas librerías pagaron su precio, desde luego: los secuestros y las multas (porque el vistagordismo era sumamente arbitrario) y los atentados de la ultraderecha se sucedieron hasta el final del franquismo y más allá.
En el Paseo de Gracia, subiendo a mano derecha, no recuerdo ahora si esquina con Valencia o con Mallorca, se inauguró en 1969 Leteradura, la librería más selecta y moderna de la historia barcelonesa: quizás por eso apenas duró diez años. La dirigía Lali Gubern, esposa de Jorge Herralde, y en sus anaqueles alternaban, con mayor o menor disimulo, los Cuadernos de Ruedo Ibérico con las publicaciones de Tel Quel y los primeros textos de Lacan, que incluso, comentaban mis hermanos mayores, dio allí una conferencia hacia 1974.
Tanto Leteradura como Cinc D’Oros comenzaron a editar, de modo esporádico pero con mucho empeño. Cinc D’Oros, con Pablo Bordonaba y Carmen Aizpitarte al frente de la nave, publicó la poesía de Brossa, y Leteradura, que editó colecciones facsímiles de revistas de arte, se atrevería, a finales de los setenta, nada menos que con una traducción al catalán del Ulises de Joyce, firmada por Joaquim Mallafré. También había libros prohibidos y un aire de vanguardia lujosa en Ancora y Delfín, en Diagonal 564, quizás la librería más británica de Barcelona, con sus escaleras móviles para acceder a lo alto de las estanterías, y su mampara de madera tras el escaparate, y la parte trasera dedicada a los libros de arte, todo ello bañado en un silencio maravilloso, casi oxfordiano.

ANCORA Y DELFIN
Me imponían un poco Leteradura y Ancora y la verdad es que no las frecuenté demasiado. Entraba, olfateaba, curioseaba, acariciaba y salía, un poco como hacía en la Francesa, y también, curiosamente, por las mañanas. Cinc d’Oros me resultaba más llevadera, más acorde con mi edad y mis gustos, pero lo que realmente me enloqueció fue el descubrimiento de los Drugstores, que eran la quintaesencia de la nocturnidad: poder hojear libros a las tantas de la noche, a la salida de un cine o un teatro o en pleno ataque de insomnio, me parecía algo modernísimo, peliculero y neoyorquino, y probablemente lo era.
Un Drugstore era, fundamentalmente, un lugar que se desparramaba en varias plantas y donde se podía comer, beber, y comprar regalos, libros y discos durante las veinticuatro horas del día. Repito: durante las veinticuatro horas del día. Los VIPS heredaron esa idea, pero no era lo mismo comprar libros de madrugada en los primeros setenta, cuando yo comencé a tener una mínima capacidad adquisitiva, que diez o quince años más tarde: quien da primero da dos veces.

El Drugstore del Paseo de Gracia estaba entre las calles Mallorca y Valencia y era el más "in", diseñado por los interioristas de Bocaccio. Yo era un retaco cuando abrió, en 1967, aunque no se me olvidan las crónicas de su inauguración: Salvador Dalí y George Hamilton, una pareja más extraña que la de Amanda Lear y su leopardo, hicieron los honores.
Durante veinte años, el Drugstore (a secas) fue un permanente fogonazo de luz y metales en el desierto nocturno de la zona.
En 1969 llegó el Drugstore David, en la calle Tuset. En mi recuerdo tenía pocos libros: tal vez cuando asomé el pico ya se los habían llevado. El Drugstore Liceo, a la altura del hotel Oriente, era el más canalla porque congregaba a todo el nocherío de las Ramblas: durante el glorioso y desveladísimo verano del 77 fue el puerto que recogía los afluentes procedentes de la plaza Real, de la Cúpula Venus, de Les Enfants, del Salón Diana o del Jazz Colón para tomar la copa de la aurora, para decirlo a la manera de Lavoe.
Mi Drugstore, por edad y proximidad (vivía a dos calles de allí), fue el deslumbrante DrugBlau, abierto en noviembre del 73, casi al mismo tiempo que el almirante Carrero saltaba por los aires. Estaba en la plaza Lesseps, en la frontera entre Gracia y San Gervasio, en los bajos de un edificio pintado de azul (de ahí el nombre) y calificado de “arquitectura pop” por la prensa de la época. Leo en un anuncio de entonces que ofrecía “restaurante self-service, boutiques de ropa, perfumería, floristería y complementos, librería, tienda de discos, y una peluquería unisex a cargo de Luís Llongueras”. La librería y la tienda de discos del DrugBlau eran suntuosas, aunque escasísimamente frecuentadas, y por ello echaron el cierre a los pocos años. Las restantes tiendas no tardaron en seguirles. Aunque a mí me venía de perlas, hay que reconocer que no era tan céntrico como los otros. 

Aquí hay que señalar que las librerías de los Drugstores se convirtieron en el epicentro del mangue: parecía que se habían inventado para ello. Era deporte generacional ir a a robar libros allí del mismo modo que Bart y su pandilla se llevaban alegremente las patatas fritas del Badulaque.
Para eso hacía falta, sin embargo, una combinación de nonchalance y bravura de la que yo no disponía: lo intenté una vez, y un poco más y me infarto. Naturalmente, se imponía proclamar que mangabas a manos llenas, pero en mi caso era falso de toda falsedad. Y no por falta de maestros: uno de mis mejores amigos de entonces (hoy prestigioso economista neoliberal) era un auténtico campeón del latrocinio libresco. Yo le vi salir de una librería con un tomo de las obras completas de Shakespeare en la manita, sin apresurarse y mirando al tendido. No quedó ahí la cosa, porque en la calle aquel titán se dio cuenta de que se había llevado el primer volumen, que ya tenía, así que volvió a entrar, dejó el libro donde estaba, y se llevó tan guapamente el segundo.
Como jugaba en la liga profesional tenía a bien desdeñar la insultante facilidad de los Drugstores: eso para críos, decía.
Ernesto Ayala-Dip, el crítico literario de El País, me contó que su primer trabajo en España fue el de dependiente en la librería, acristalada y en altillo, del Drugstore de Paseo de Gracia: no le quedaba otro remedio que mirar hacia otro lado, porque la velocidad de sustracción batía récords, y alguna noche loca alcanzó la cota de un libro cada dos o tres minutos.
Es mucho, y es feo, y no debe de hacerse, pero, que los dioses me perdonen, es imposible contemplar sin afecto una época en la que los libros despertaban tal voracidad.

Adoré las librerías de los Drugstores, aunque mi sede central había aparecido, en los primeros setenta y como de la noche a la mañana, en la esquina de Via Augusta con Alfonso XII, a cuatro pasos del instituto donde digamos que estudiaba, o sea que la visitaba unas diez veces al día. Se llamaba Ianua, que no en vano quería decir puerta o portal en latín (eso fue casi todo lo que aprendí del latín), y entré en ella como debían entrar en City Lights los turistas de San Francisco.
Allí me dejé mis primeras semanadas, porque todo lo que tenían me gustaba: parecía que la hubieran abierto para mí. Descubrí los libros de las editoriales mexicanas Novaro y Diana, y de las argentinas Sudamericana y  Edhasa/Minotauro; descubrí libros con marchamo patrio pero que parecían venir de otra galaxia. Libros ultramodernos, con sobrecubiertas de plástico rígido (Barral), tapas doradas y plateadas (los Cuadernos Ínfimos de Tusquets) o pardas y cuaresmales, entre dietario industrial y forro escolar: los Cuadernos de Anagrama. Y, desde luego, la plana mayor de la nueva (o no tan nueva, pero para mí novísima) narrativa hispanoamericana, con Cortázar, Cabrera Infante y Onetti encabezando la lista de preferidos.
Vale que debían llegar al mismo tiempo a todas las librerías “modernas” de la ciudad, pero yo tenía la sensación de verlos antes que nadie.
Y no acababa ahí la cosa, porque cerca de Ianua, entre el instituto y mi casa, en Vallirana a la altura de Guillermo Tell, también había abierto Taüll, una librería de barrio que dedicaba su pequeño escaparate a Beckett y García Márquez y muchos otros, uno por semana, y donde tenía lugar, los viernes por la noche, a puerta cerrada, una pequeña tertulia con perfume clandestino en la que conocí al escritor Raúl Ruiz, que vivía a cuatro pasos, en Príncipe de Asturias.

Posavasos del Cristal City

La tertulia de Taüll fue breve pero dejó poso y quisimos imitarla.
Hablo en plural porque ya era grupo, ya me había llegado la edad de ir en banda, y lo mejor de ir en banda era que los hallazgos se compartían, se expandían, largas llamadas telefónicas, largos encuentros, tienes que ver esto, leer aquello, escuchar lo que acaba de salir, libros, discos, películas, funciones, cafés (nos gustaba decir “cafés”, aunque fueran tugurios), todo acababa de salir o acababa de llegar, todo se descubría o, mejor, se redescubría, todo era patrimonio del grupo, de la banda. 
Por aquellos días habíamos descubierto a Gil de Biedma, y el deslumbramiento de Las personas del verbo nos llevó a la fulminación de Les dones i els díes de Gabriel Ferrater, y comenzamos a rastrear todo lo que tuviera que ver con ellos, y así fue como decidimos que era imperativo pisar el Cristal City.
Claro que habíamos visto el Cristal City, mil veces lo habíamos visto de camino al instituto o al cine ABC, porque estaba en la esquina de Balmes y Sanjuanistas, pero algo nos mantenía afuera: probablemente lo considerábamos un bar de viejos. No era un café afrancesable, como el Almirall, o portuario, como el Marsella; no era un bar moderno como los de Tuset o un restaurante “pop” como el Kok d’Or de plaza Molina. A través de sus vidrios, sus sillones y estanterías hacían pensar en un salón de ex combatientes o en la biblioteca de un Parador Nacional.
Visión muy sesgada la nuestra, porque era un lugar muy frecuentado por nuestros hermanos mayores, pero tal vez aquellas tardes hubiera una facción dinosáurica ocupando la mesa más cercana a la salida. Para acabar de afianzar el prejuicio, un ojeador de la banda visitó el Cristal y el camarero le contó que el lugar se había inaugurado en el 59, y allí tuvo su tertulia un escritor cuyo nombre pronunció con veneración pero que a nosotros no nos dijo nada: César González-Ruano.
Hasta que otra tarde descubrimos, babeantes, que muy cerca, en un ático de la calle San Elías, habían vivido Ivonne y Carlos Barral, y que Jaime Salinas había organizado allí no pocos cócteles de prensa de Seix-Barral. Y que en aquellos desdeñados sillones se habían sentado Gil de Biedma, y Ferrater, y Marsé, y Vázquez Montalbán, entre otros ídolos nuestros. 
Mitologías aparte, si hoy hablo aquí del Cristal City (un nombre muy austeriano, por cierto) es porque fue, y no creo equivocarme, el primer bar-librería de Barcelona. Sí, allí había libros, pero no recuerdo haber comprado ninguno. La mayoría estaban envueltos en plástico, como Laura Palmer, un plástico cada vez más sucio, y había que rasgarlo para hojearlos, cosa imposible, pero era agradable verlos, como era agradable ver la chimenea muerta, de la que creímos olfatear un imposible aroma a rescoldo. Libros envueltos y chimenea muerta, todo muy metafórico, dijo el más listillo. Nosotros revitalizaríamos aquello, estaba claro. Llegamos allí como los perfectos adolescentes, con la cabeza tirando en dos direcciones: por un lado le sacábamos mil pegas al sitio, por otro estábamos fascinados. Nos hacíamos los duros, pero nos parecía increíble que a alguien se le hubiera ocurrido inventar algo así, un bar-librería, en la Barcelona de los cincuenta. Bien, allí estábamos. Montaríamos una tertulia que asombraría al mundo, ese era el plan perfecto de aquella tarde.
Y lo estábamos intentando cuando nos entró la risa, la gran descojonación. Nos tomábamos pero que muy en serio, y he aquí que, por una vez, el Dios de la risa sopló en nuestras caras y nos vimos como unos críos fingiendo fumar en pipas apagadas. Puedo mejorar esa imagen, dijo el segundo más listillo: parecemos el hermano mayor de Guillermo Brown y su club de poetas. Salgamos al fracasado crepúsculo, dijo el tercero, que había leído a Capote con aprovechamiento, y todos le seguimos.
Así que salimos afuera y echamos a andar y nos olvidamos de aquello, y eso fue justo unos meses antes de entrar en la Universidad, y el Cristal City quedó atrás, como quedaron atrás todas aquellas librerías de entonces.

P.D. - Me hubiera gustado insertar más fotos, pero me temo que están desaparecidas en combate. La imagen de Ancora y Delfín pertenece al estupendo blog Barcelofilia.

Puro teatro: "Aires de comedia" (12/10/13)

Por: | 12 de octubre de 2013

Sobre "El crédit" y "Un aire de familia"

El País

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