Hay libros generadores. Hay libros que te dan ganas de leer y libros que te dan ganas de escribir; de devolver, en cierta forma, el envío. Librerías, de Jorge Carrión, recientemente publicado (y premiado) por Anagrama, es uno de esos libros. El viaje tentacular, transoceánico, de Carrión da mucha envidia. Este hombre se ha pateado las librerías de medio mundo con el ímpetu de un creyente, y su libro hace pensar en una peregrinación, una vela puesta a San Sebald, otra a San Bill Bryson y una tercera a las psicogeografías de San Iain Sinclair, con las librerías a modo de estaciones sagradas o, literalmente, templos de una religión que comienza a ser clandestina.
Mientras leía el libro, mi cabeza comenzaba a pasear, a seguir trayectorias paralelas en un espacio mucho más acotado y un tiempo pleistocénico: la Barcelona de los años sesenta y setenta.
Lo que viene ahora es un intento de devolución.
Mi paseo será, forzosamente, más modesto, y la ausencia de cosmopolitismo puede que se compense por un cierto valor arqueológico.
Hablaré de las librerías en las que crecí. Librerías fantasma, porque casi ninguna existe ya, y las pocas de entonces que quedan en pie han cambiado mucho.
Contra lo que suele decirse, se leía mucho en aquella época. Y más atrás, en plena posguerra: Sergio Vila-Sanjuán documentó que en 1950 había en Barcelona 190 librerías “de novedades” y 62 “de lance”. Algo deberían vender, digo yo, para mantenerse en el mercado. Igual que los teatros y los cines: si había tantos sería porque la gente iba.
En un principio, un principio que debió durar sus buenos quince años, mis librerías fueron, imperativamente, de lance (también llamadas “de segunda mano” o “de viejo”), y casi todas estaban en el barrio de mis abuelos. Compraba libros en el mercado de San Antonio, los alquilaba en la librería Torradas de la calle Manso o los rastreaba en los montones, como precarias torres babilónicas, de una diminuta e intransitable librería de la calle Príncipe de Viana esquina con Riera Alta. En todos aquellos lugares flotaba un olor idéntico: un aroma picante a papel reblandecido por la humedad y el tiempo.
De todos los establecimientos de lance que rodeaban el barrio, el más singular era, a mis ojos, la librería Salas, que ocupaba, literalmente, el zaguán del número 53 de la Rambla de Capuchinos. Los libros cubrían, de arriba abajo, las dos hojas del portalón; se extendían en cajas, a ras de suelo, y trepaban en estanterías por las oscuras paredes de aquella entrada, que también era un lugar de continuo tránsito: al fondo, a la derecha, había una puerta misteriosa por la que entraban los técnicos y artistas del vecino Liceo, y daba, al parecer, al escenario; a la izquierda había otra, a disposición de los vecinos del inmueble. Lo más interesante de esta librería, que comencé a frecuentar en mi adolescencia, era su gran cantidad de material extranjero, suministrado por los turistas que visitaban la ciudad. Allí descubrí, por ejemplo, a Genet y Mandiargues, y compré también muchísima novela policiaca, los Simenon de Presses de la Cité, los Manchette de Série Noire Gallimard.
La familia Salas se vio obligada a abandonar la tienda en 1994, cuando el edificio fue expropiado para construir el nuevo Liceo, tras el incendio. Estuvieron luego unos años en la calle Unión, y a finales de los noventa se instalaron en la zona de Jaime I, pero nunca volvió a ser como antes.
No recuerdo quién me reveló que la verdadera floración de librerías de lance comenzaba al otro lado de las Rondas. La tarde de primavera que descubrí la hilera de casetas de la calle Diputación, alineadas en la pared trasera del jardín de la Universidad, me sentí como el buscador de oro que se topa con un yacimiento. A la sombra de los plátanos, aquellos doce templetes de piedra con toldos de lona verde creaban un instantáneo ensueño parisino, de bouquinistes sin Sena: hojeando sus libros fumabas un mísero Celtas y era muy difícil que la primera calada no te supiera a Gitanes.
Me parece que hoy tan solo queda un quiosco, cerrado a cal y canto. En los noventa se convirtieron en en feudo exclusivo del porno, y un mal día, simplemente, desaparecieron, pero veinte o treinta años atrás fueron una constante fuente de aprovisionamiento y de sorpresas. Ana María Moix, Pere Gimferrer y Guillermo Carnero, que en los primeros sesenta patrullaban la zona, conocieron allí la existencia de Rosa Chacel, de la que nunca habían oído hablar, a partir de un ejemplar de La sinrazón, y no pararon hasta localizar su dirección en Río de Janeiro: así comenzó una correspondencia fecundísima, que Ana María reunió luego en su estupendo libro De mar a mar.
En la franja de Aribau que va desde Diputación a la calle Aragón se encontraban, con destino a la clientela estudiantil, las librerías de lance mejor surtidas, de las que todavía sobreviven heroicamente Studio y Castro. Allí descubrí incontables autores, y a veces de forma sorprendente. En mi primer año de universidad frecuenté mucho la librería Castro. El dueño, que parecía ajeno a todo, la cabeza siempre hundida en sus anotaciones, y con el que yo no había cruzado más que los habituales saludos al llegar y al irme, me dijo un día “Tengo algo para usted”. Mientras me giraba para ver si se dirigía a otro, entró en la trastienda y, sin añadir palabra, puso luego en mis manos los tres tomos de los Ensayos de Montaige de la editorial Iberia. ¿Cómo supo que aquello podía interesarme tanto? ¿Llevaba una lista mental de los libros que yo había comprado hasta entonces? ¿Lo hacía con todos los clientes?
Misterio. Doble misterio, porque no volvió a repetir una exhortación semejante, como si Montaigne, a la manera de un específico, bastara y sobrara para calmar mis inquietudes.
Tardé bastante tiempo en pisar las librerías de primera división, por así llamarlas. El motivo era muy sencillo: no tenía un duro, así que lo que se imponía era detectar los títulos interesantes y rastrearlos intensamente en los circuitos de compraventa. Los libros saltaban a la vista: estaban, desde luego, en los escaparates de las librerías, pero sobre todo desbordaban los quioscos de periódicos. En los quioscos de entonces había cientos de libros, excepción hecha, por supuesto, de todos aquellos que los censores consideraban perniciosos, fuera por vía erótica o política.
El quiosco más insólito era subterráneo y estaba en la estación de Lesseps, junto a las taquillas. Un vidrio protegía los libros, en un escaparate vertical, y su selección estaba muy lejos de los habituales best sellers para viajeros apresurados, razón por la cual permanecían allí un buen tiempo. Su principal y singularísima característica era que casi todo lo que allí aparecía seleccionado me seducía, en mayor o menor grado.
De los muchos títulos de la colección Reno, por ejemplo, aquel quiosquero tan ilustrado eligió Historias del atardecer, de Dino Buzzati, y Tú estás loco, papá, de Saroyan: así descubrí a ambos. Podía pensarse que escogía al azar, por títulos o portadas, pero siempre había un elemento que descuadraba las teorías. Muy rara era la elección de Infame turba, el libro de entrevistas a escritores que firmó el mexicano Federico Campbell y editó Lumen: no creo que hubiera bofetadas para comprarlo.
Y tenía libros en catalán, cosa que tampoco era frecuente: gracias a él (desde aquí, mi gratitud eterna) supe también que existía un escritor llamado Josep Pla, aunque al principio me desconcertaron sus simples iniciales en la portada. ¿Quién sería el misterioso JP? Y la cubierta rojiblanca, como el reclamo giratorio de una barbería, de aquel libro que siempre parecía ser el mismo. Pero el triple salto mortal (recordemos: en pleno franquismo) correspondía, en lo alto de la estantería, a un grueso y desafiante volumen sobre el exterminio nazi, cuyo título he olvidado pero no su portada pavorosa: el rostro de un superviviente de los campos, talmente una calavera, con una mueca congelada y los ojos como dos bolas negras.
A menudo encontrabas los libros más dispares por el totum revolutum de las distribuidoras. Yo pillé Puerta de tierra, el primer volumen de ensayos de Juan Benet, en una tienda de artículos de playa: destacaba en un expositor, entre novelas de Agatha Christie y Corín Tellado, como la clásica tarántula en un plato de nata.
Pero lo de comprar “a precio oficial”, ya digo, aún quedaba lejos. En librerías y tiendas de música los dependientes debían soportar los obsesivos rituales del joven pobre: entrar en Algueró o Manhattan para extraer con unción (y cuando no miraban) los discos de sus bolsas, estudiar portadas y canciones, verificar si incluían hoja con las letras, y volver a dejarlos, con un suspiro, en el cajetín correspondiente, calculando los meses que faltaban para una fiesta señalada.
Más masoquistas, y quizás por ello más suculentas, eran mis visitas a la Librería Francesa del Paseo de Gracia. Era la época en la que el Goncourt, el Fémina o el Renaudot todavía se anunciaban como grandes acontecimientos, hecho que marca con extrema claridad su pertenencia al Pleistoceno inferior. La hora ideal era a media mañana, a la salida del Savoy o del Galerías Condal, cuando apenas había nadie en el altillo, momento idóneo para acariciar viciosamente los prohibitivos tomos de la Pléiade. Había que sacarlos de sus estuches de cartón, separar las guardas de plástico y, si no miraban (¡instante supremo!) acercar la nariz a las cubiertas de piel de cordero coloreada en origen, un color para cada siglo, y reseguir con el dedo los hilillos dorados del lomo.
(Continuará el próximo miércoles. Esto es solo el principio.)
Hay 4 Comentarios
Gracias, Ruben. Un fuerte abrazo. La semana que viene, más.
Publicado por: Marcos Ordóñez | 10/10/2013 9:59:40
Que gran entrada y que gran verdad y que grandes recuerdos...
Muchas gracias por esta entrada
Publicado por: Ruben | 09/10/2013 16:03:02
Gracias, Enric. ¡Habrá tantas que recuerdo y que me deje! La lista de bajas sería, me temo, interminable.
Un gran abrazo.
Publicado por: Marcos Ordóñez | 09/10/2013 9:36:52
Casi se me saltan las lágrimas, Marcos. Hay desapariciones que se llevan algo de ti. Las librerías son algo más que una tienda de venta de libros; son camino y laberinto donde hemos transitado muchas horas de nuestra vida y nos terminamos confundiendo con el polvo que el papel acumula.
La caseta solitaria de la calle Diputació sigue abierta. Al menos lo estaba hace dos semanas. Pero vende pornografia, como ya has apuntado; y huele a orines. Hay que indultarla y devolverle el aroma de antaño.
Aunque quizás ya hablarás de ella, a tu lista añado la Porter de Portal de l'Àngel, que por Canuda era la Llibreria dels Set Savis. De esta librería y de su dueño (Miquel Porter, historiador del cine) tengo una anécdota. La puedes leer, si te apetece, en mi blog. Está al final del artículo sobre la Nova Cançó.
http://enarchenhologos.blogspot.com.es/2012/01/entre-la-nova-i-la-vella-canco.html
Espero la continuación de este itinerario libresco.
Publicado por: Enric H. March | 09/10/2013 9:32:28