Teatro, Literatura, Cine, Música, Series: arte en general. Lo que alimenta, lo que vuelve. Crónicas, investigaciones, deslumbramientos. Y entrevistas (más conversaciones que entrevistas). Y chispazos, memoria, dietario, frases escuchadas al azar (o no). Y lo que vaya saliendo.
Marcos Ordóñez. Escritor, periodista, profesor. Cada sábado escribe en Babelia la sección PURO TEATRO y, cada jueves, en Cultura, EL HOMBRE QUE FUE JUEVES. Intento escribir sobre lo que me da vida. Ultimos libros publicados: Turismo interior (Lumen, 2010), Telón de fondo (El Aleph, 2011), Un jardín abandonado por los pájaros (El Aleph,2013).
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La cara del conductor
No siempre el rostro del extraño es lo que más detestamos ni lo que más nos asusta: baste con recordar los orígenes de cualquier guerra civil. La cara del conductor que nos adelanta, cuando nos volvemos a mirarle, es siempre la cara de un idiota. Si es un calvo como nosotros, es un calvo asqueroso; si lleva barba como nosotros, es uno de esos gilipollas con barba. Si por tonterías así inyectamos todo nuestro odio en una cara que es como la nuestra, no cuesta imaginar lo que haremos cuando las cosas vengan realmente mal dadas.
Vemos lo que queremos ver, y por eso creemos descubrir el rostro del mal a cada paso, y nos creemos muy sagaces, y sacamos conclusiones. En la tele, cuenta David Mamet, el locutor habla de un secuestro en México. Un tipo armado hasta los dientes ha secuestrado a seis niños de una escuela. En la pantalla aparece la foto de un hombre y en el acto pensamos “Fíjate en esos ojos, en los pómulos hundidos, en la dureza de esos labios. Ese tipo lleva escrita la maldad en la cara”. En ese instante, el locutor dice: “Estamos viendo al padre Macario Chávez, el heroico sacerdote que, con riesgo de su vida, se enfrentó al secuestrador y liberó a los niños”.
Cuando detienen a un terrorista o a un violador múltiple, todos los vecinos del inmueble coinciden en señalar que parecía una bellísima persona, porque saludaba en la escalera y bajaba la basura a las horas convenidas. No tenemos remedio. En las colas del aeropuerto siempre paran a los que llevan gafas de sol, y basta una cartera de piel y un traje de Armani para que el mayor timador de la historia se lleve todos nuestros ahorros.
Magia crepuscular
Estamos en la barra de un bar, tomando dos Coca-Colas. Mi mujer ha pedido una pajita en vez de un vaso. A nuestro lado hay un señor, diría que árabe, que habla un castellano impecable, con un fraseo antiguo, inusual.
Nos dice lo siguiente:
- ¿Me permite, señora? ¿Puedo enseñarle algo?
Respondemos que sí. Entonces saca la pajita de la lata y la sostiene en el aire, como si fuera una batuta. Le observamos intrigados. Continúa:
- Si gira usted la lengüeta de la tapa en dirección contraria, así, ve, y vuelve a meter la pajita, se sostendrá mucho mejor.
Efectivamente, es así. Le damos las gracias y le manifestamos admiración por el descubrimiento.
- No, no – nos dice – el agujero de la lengüeta se inventó para eso, pero hay que saber darle la vuelta.
Cuando ya pensamos, desconfiados, que su curiosa teoría es el pórtico de una petición de propina, nos sonríe, se levanta y se va.
Me quedo pensando en la palabra “lengüeta”, que es infrecuente. Me viene luego a la cabeza aquella frase leída en la mili, en un manual de instrucción castrense: “La clavícula humana tiene, a la altura del hombro, un hueco expresamente concebido para apoyar la culata del fusil”.
(También me parece curioso que, de todas las cosas sucedidas hoy, esta sea la única que he anotado).
La garza que camina por el lago del Turó, con las manos a la espalda.
El miedo es un perro muy fiel. Por muchas patadas que le pegues siempre se obstina en volver.
Caer en gracia
En la calle Fuencarral hay varios mendigos. Uno de ellos se ha rodeado de carteles que dicen: “Para vino”, “Para porros”, “Para resaca”. Un cuarto informa: “Por lo menos soy sincero”. Es el que más limosnas recibe.
Malapropismos
Me cuenta Manel Joseph que cada vez que Gato Pérez llamaba a casa de Constantino Romero, su madre le decía luego, invariablemente: “Te ha llamado Pato Gómez”. Otro día, cuando acababa de estrenarse Jesucristo Superstar, le dijo: “Te han dejado dos entradas para ver a Jesucristo en su pedestal”.
Llevo años escuchándolo y hasta hoy no he caído en la cuenta de que Five Leaves Left, de Nick Drake, y La hoja roja, de Delibes, podrían aludir a lo mismo: el cartoncito rojo que, en los antiguos librillos de papel de fumar, indicaba que quedaban cinco hojas. (En Estados Unidos, que siempre ha sido una sociedad más veloz, utilizaban en los setenta la expresión "running on empty", que no era “corriendo hacia el vacío”, como pensé la primera vez que la escuché, sino “conduciendo con poca gasolina en el depósito”).
Círculos viciosos
De una noticia reciente, aunque la fecha es lo de menos:
“La Generalitat dio ayer luz verde a los geriátricos para reducir la atención de fisioterapeutas, trabajadores sociales, psicólogos, terapeutas ocupacionales y educadores sociales. Las patronales del sector y la Generalitat acordaron recortar, “de manera opcional y transitoria”, los horarios de algunos profesionales como medida para “dar oxígeno” a las arcas de los geriátricos, ahogados por los impagos de la Generalitat”.
(Para una antología de perversiones del lenguaje: “dar luz verde”, “de manera opcional y transitoria”, y “dar oxígeno”).
Sabiduría de Alain: “El mayor peligro de las confidencias es lo rápidamente que se convierten en lamentaciones”.
(Continuará)
En las navidades de 2012, el crítico y ensayista Jordi Costa debutó como cineasta con Piccolo Grande Amore, casi una suerte de auto sacramental en clave de giallo sobre los trastornos del amor, a lomos (incendiados) de las canciones italianas más víricas. La película, un largometraje de 88 minutos, formaba parte del proyecto Little Secret Films, auspiciado por Pablo Maqueda y Haizea G. Viana. Era una convocatoria abierta (llegaron a filmarse dieciséis cintas) e implicaba, entre el juego, el reto y el manifiesto, que cada una debía rodarse en un máximo de veinticuatro horas consecutivas, para colgarse el 1 de febrero de 2013, en la página http://www.littlesecretfilm.com./
“Se trataba”, rememora Costa, “de imaginar una historia, formar un equipo, improvisar los diálogos con los actores, porque otra de las condiciones era que no hubiera guión escrito, y, sobre todo, lanzarse a rodar sin entrar en el laberinto de visitas a productores, subvenciones, etcétera. A cambio, íbamos a pelo: había un dinero justísimo, para mínimos, y el imperativo de las veinticuatro horas nos llevó al escenario único, con unas pocas secuencias rodadas en la calle, justo frente al interior elegido. Le dije a los actores que vinieran con su ropa habitual, porque tampoco podíamos pagar maquillaje ni vestuario. Al acabar, para nuestra sorpresa, comprobamos que lo habíamos rodado todo en dieciocho horas: nos sentimos como unos jabatos. Piccolo Grande Amore costó, exactamente, 600 euritos, que fue lo que gastamos en las comidas y desplazamientos del equipo. Más low cost, imposible.”.
Los intérpretes eran Ana Bettschen, María José Gil, Eva Marciel, Ignatius Farray, Josué Tarapuez (absoluto debutante: diez años), Emilio Gavira y Eva Llorach, que firmaron colectivamente. El trabajo de cámara corrió a cargo de Pedro Temboury, el realizador de Karate a muerte en Torremolinos y Ellos robaron la picha de Hitler, y Carlos (Diamond Flash) Vermut, a modo de invitado de lujo, filmó la secuencia inicial en blanco y negro, donde Eva Llorach interpreta una escalofriante versión de L’importante è finire, de Mina.
La película lleva 10.227 visionados y fue seleccionada para la sección Foco España del Festival Lima Independiente.
Varios meses más tarde, la cadena Calle 13 (Canal +/Yomvi) se une a Little Secret Films y propone, siguiendo su guarismo, aumentar el riesgo del envite: 13 películas, pero que no sobrepasasen las 13 horas de rodaje, para emitirse a razón de una por mes, y estrenarse luego gratuitamente en la red. Y con el thriller como modelo genérico.
Nace así La lava en los labios, segunda película de Costa, rodada en julio de 2013, con un elenco totalmente femenino: repite buena parte del equipo actoral de Piccolo Grande Amore (Bettschen, Gil, Marciel, Llorach), al que se unen Belén Riquelme y Rocío León.
“El presupuesto fue esta vez de dos mil euros, de modo que pudimos escapar del escenario único, aunque no de las tomas únicas: “la primera es la que vale” era imperativo categórico, que solo traicionamos en un travelling difícil, porque enlazaba presente y pasado, y que tuvimos que repetir un par de veces. Seguimos, eso sí, el mismo patrón de la película anterior: escribí un argumento, que las actrices desarrollaron en los ensayos. Construyeron diálogos, marcaron tonos, e incluso propusieron secuencias: la escena del Tíbet, por ejemplo, fue una propuesta de Belén Riquelme. Como necesitábamos nieve, localizamos en el Xanadú SnowZone, una increíble pista interior de esquí en un centro comercial de Móstoles. Otros interiores fueron un templo Hare Krishna que está en los bajos de mi propio inmueble, y también el Corral de la Morería, el café Kramer, el Mood Studio, y la sala de cine que utilizan en Universal para pases de prensa. Tuvimos la suerte de que un benefactor deseoso de permanecer en el anonimato nos dejara su mansión en las afueras, que se convirtió en dos casas, la de Adriana Duval (la parte más gótica, por así decirlo) y la de Julio Sepúlveda (la más luminosa y bohemia).
Rodamos toda la historia en las trece horas preceptivas, pero esta vez a lo largo de cuatro días, a causa de las diferentes localizaciones. A veces nos sentíamos como debieron de sentirse los pioneros, porque recurríamos a soluciones insospechadas. El estupendo Tek J. Smith, del equipo de dirección artística de Breaking Bad, que vive a caballo entre Albuquerque y Fuenlabrada, nos enseñó a montar una steadycam con una cañería circular. Y el día en que Antonio Graell, el director de fotografía, logró el prodigio de iluminar el interior de un higo (rico fruto de la Ficus Carica) para una visión epifánica de Eva Marciel, casi lloramos colectivamente de emoción”.
Vínculo común, ideal para montar un programa doble de hardcore emocional: ambas películas están protagonizadas por personajes instalados en el artificio y viven pasiones extremas a través de ficciones. Las mujeres de la turbulenta Piccolo Grande Amore, integrantes del Club para la Apreciación de la Gran Canción Italiana, casi una secta secreta que se reúne en una cripta subterránea liderada por un misterioso gurú (Emilio Gavira), se identifican de tal modo con las divas del género, que adoptan sus nombres y utilizan sus canciones como patrones amatorios, hasta que la realidad, encarnada en un damnificado apocalíptico (Ignatius Farray) y un niño literalmente angélico (Josué Tarapuez), irrumpe violentamente en el gineceo: un relato armado a base de monólogos que hubiera complacido muy mucho al Manuel Puig de La traición de Rita Hayworth y Sangre de amor correspondido.
En La lava en los labios, el artificio es el norte y guía de su motor, Bonita Sepúlveda (María José Gil), a la que su padre, un todopoderoso (e invisible) crítico de cine, bautizó así como homenaje a Bonita Granville, la actriz de los años treinta que encarnó a Nancy Drew, la niña detective.
La atormentada Bonita, psicoanalista que viste como su modelo fílmico, inventó en su juventud un método de curación que aunaba cine e hipnosis, pero sufrió un violento shock traumático que la mantuvo fuera del mundo durante varios años, hasta que la visión de una película, El deseo y la lava, le produce una turbadora agitación, “como si supiera cosas de mí que yo ignoro”: mientras todo el público ríe a carcajadas, ella rompe a llorar, ignorando el motivo. Con una inesperada compañera de aventuras, la bailaora Eva la Jazmina (Eva Marciel), Bonita cumplirá su rol de ficción siguiendo los rastros de esa sacudida psíquica para conocer los orígenes del trauma (y hasta aquí puedo contar).
A diferencia de Piccolo Grande Amore, reconcentrada y claustrofóbica, La lava en los labios se expande y multiplica los relatos, con un poderoso tema central: el cine como apoteosis de lo irracional y chute directo en la vena del inconsciente. Son numerosos los ecos (o patronazgos), desde Pedro Almodóvar, ultrapresente en la estructura de círculos concéntricos – y en personajes tan desaforados como esa otra pareja feroz formada por la cineasta megalómana Adriana Duval (Ana Bettschen) y una actriz caída, Chloe Mazarrón (Belén Riquelme), o la enigmática Toni (Eva Llorach), clave última del misterio – pasando por Jesús Franco, cuya influencia se percibe en la alegre y desinhibida tosquedad de la filmación, y al que se homenajea evocando la leyenda de Soledad Miranda. Recuerda también al Rivette ceremonial de los setenta –como Céline y Julie, Bonita y Eva no viven en la realidad sino en el territorio de la narración–, y a cineastas underground de la misma fértil década, como Arrieta, Padrós o, añade Costa, “los americanos hermanos Kuchar, que se divirtieron como salvajes rodando melodramas al estilo de Hollywood en super ocho y con escasísimos medios”.
El cine de Jordi Costa no es para tiquismiquis ni para amantes de las caligrafías perfectas. La obligada austeridad de las imágenes de La lava en los labios (hay algunos interiores pobremente iluminados, flashbacks “contados” porque no hubo tiempo ni presupuesto para rodarlos, falta de planos “de recurso” o de escenas de transición) queda compensada por la generosidad de la propuesta, las ganas de contar, la entrega actoral y la efervescencia imaginativa de todo el equipo: ofrece mucho más de lo que cabría imaginar en una producción de tales características, hasta el punto de que el aluvión de temas, ideas e historias queda comprimido en una duración de poco más de una hora. Esta es, en definitiva, una de las raras películas que, a diferencia de tantas otras, requeriría tranquilamente media hora más de metraje.
Tras su presentación en el Festival de Cine de Albacete, dentro de la sección Abycine Digital, La lava en los labios se presenta hoy a la prensa en Madrid y se estrena esta noche en el cine Maldá de Barcelona. En Madrid se estrenará el viernes, 23 de noviembre, en la Cineteca del Matadero de Madrid y el 25 se emitirá en Calle 13, en Canal+ Yomvi y en la web www.calle13.es de forma gratuita.
Trailer de La lava en los labios
Eva Llorach en la primera secuencia de Piccolo Grande Amore
De los muchos prejuicios que nos dificultan la percepción de una obra artística quizás el más enojoso es el que podría llamarse “excedente de vulgaridad”, que atribuimos al escritor o intérprete “demasiado” popular para nuestro gusto, o que emborrona su estilo (o así lo parece) con aparentes pinceladas de brocha gorda, sean formales, ideológicas, de carácter, etc. No es fácil pasar por encima (o a través) de ese excedente para abrazar la energía y la calidad del artista, ni concluir, a menudo, que la presunta vulgaridad es una toma de tierra que le conecta con la realidad, o un motor que facilita la comunicación con el público. En suma, que lo que consideramos “vulgar” es indiscernible de su arte y que el concepto mismo de vulgaridad depende en gran medida del aire de su tiempo.
Si lo observamos con detenimiento, acabamos deduciendo que el prejuicio no es propio sino plural, y no nos gusta encontrarnos en el mismo saco de los esnobs, del mismo modo que hay manías personales que nos parecen extravagancias encantadoras o incluso señas de identidad, cultivadas en soledad durante años, pero nos resultan insoportables al advertirlas en el comportamiento ajeno.
El saco de los esnobs nunca es muy grande, pero sus prejuicios (que a veces son los nuestros) pueden hacer mucho daño, como se lo hicieron al mismísimo Shakespeare, aunque ahora nos cueste creerlo.
En vida, Shakespeare fue adorado por patricios y plebeyos, pero tres siglos más tarde no eran pocos los presuntos inteligentes (Bernard Shaw, por ejemplo) que lo consideraban “obsoleto y primitivo”.
Peter Brook cuenta que cuando se hizo cargo, a mediados de los cincuenta, del teatro de Stratford, se encontró con que determinadas obras de Shakespeare hacía mucho tiempo que no se representaban: alguien había decretado que el “excedente de vulgaridad” de Medida por medida era una mezcla de sexo e inframundo (demasiados macarras y prostitutas) o la violencia (demasiada sangre) en Tito Andrónico, de la que llegó a decirse que no podía haberla concebido el exquisito bardo.
El excedente de vulgaridad en Romeo y Julieta era, claramente, el vigoroso, salaz y malhablado Mercutio, pero también el anhelo erótico que impulsaba a los protagonistas: era costumbre en aquellos días que a Julieta la interpretara una actriz consagrada, de edad no inferior a cincuenta años, y el selecto público de Stratford se escandalizó ante los fogosos abrazos de los amantes de Verona, encarnados, por primera vez en mucho tiempo, por dos adolescentes, como pide el texto.
En una carta de Raymond Chandler he encontrado estas frases, que me parecen muy certeras: “Shakespeare sabía que sin algo de vulgaridad no hay un hombre completo. Seguro que odiaba el refinamiento como tal, porque siempre es una retirada, una forma de encogerse, y él era demasiado duro para encogerse ante nada”. Ahora recuerdo que cuando un personaje le reprocha a Marlowe (Philip, no Christopher) una grosería, el detective replica: “Es mi toque shakesperiano”.
A propósito de Shakespeare: hay que tener muy buen gusto para abrazar gozosamente el (presunto) mal gusto y convertirlo en una fuerza, como hizo Cole Porter en esta pequeña joya de Kiss Me Kate.
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