Teatro, Literatura, Cine, Música, Series: arte en general. Lo que alimenta, lo que vuelve. Crónicas, investigaciones, deslumbramientos. Y entrevistas (más conversaciones que entrevistas). Y chispazos, memoria, dietario, frases escuchadas al azar (o no). Y lo que vaya saliendo.
Marcos Ordóñez. Escritor, periodista, profesor. Cada sábado escribe en Babelia la sección PURO TEATRO y, cada jueves, en Cultura, EL HOMBRE QUE FUE JUEVES. Intento escribir sobre lo que me da vida. Ultimos libros publicados: Turismo interior (Lumen, 2010), Telón de fondo (El Aleph, 2011), Un jardín abandonado por los pájaros (El Aleph,2013).
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Jacob Epping, el protagonista de 22/11/63, la estupenda novela de Stephen King, viaja en el tiempo hasta 1958 y entra en un pequeño bar donde le sirven una zarzaparrilla (extracto de raíz, azúcar, miel y agua) fabricada por el propietario. Epping la sorbe como si fuera ambrosía: jamás había bebido algo tan fresco y tan puro, “como si el agua viniera de un arroyo de montaña”. Me imagino que si la voz de Patsy Cline pudiera encerrarse en una botella sería muy parecida a aquella zarzaparrilla.
Escribo para fijarme. Para caer en la cuenta. Para fijarme en las cosas y en la gente y en lo que pienso y en lo que siento, que no siempre está claro. Fijarme en el sentido de observar todo con mayor precisión, porque todo pasa demasiado rápido, pasa por detrás y pasa por los lados, cuando andamos despistados, embabiecados, envueltos en ruido, y fijarme en la acepción de anclaje, de hincar los pies en el suelo, con las líneas como rieles, para que el viento del tiempo no se lo lleve todo y a mí con él, para que todo no se afantasme. Y para llegar a fin de mes.
Reconforta comprobar que en las grandes cabezas siempre hay sitio para la tontería. Auden: “El teatro no ha vuelto a ser lo mismo desde que los actores se convirtieron en señores”. ¿Cuándo vio Auden a los cómicos de la legua para establecer tal teoría? ¿Y cuándo empieza esa presunta decadencia? En la época isabelina los cómicos ya contaban con protección de los nobles y de la reina, y si ganaban dinero podían comprar títulos, es decir, convertirse en señores.
La frase forma parte de The Table Talk of W.H. Auden, un libro compuesto por las conversaciones que Alan Ansen, un poeta joven, sostuvo con Auden, lo que lleva a pensar que siempre se dicen más tonterías hablando que escribiendo: escribir es pensar, como mínimo, dos veces. Es muy posible que Auden disfrutara desconcertando a su discípulo. O que el discípulo le malentendiera. En sus conferencias, Lectures on Shakespeare (“Trabajos de amor dispersos”), recopiladas a partir de las notas que también tomó Ansen y reconstruyó Arthur Kirsch, las formidables intuiciones alternan con las teorías pintorescas o escasamente argumentadas, aunque pasa por ser un libro uniformemente sapientísimo. Hay gente mucho más inteligente ante sí misma (o sea, escribiendo y repensando) porque ese primer lector no le deja, con suerte y empeño, pasar una, que ante un auditorio al que quiere deslumbrar o provocar.
Efectos de la pobreza canallescamente planificada: enfermedades del cuerpo y del espíritu. Dolor, ferocidad, embrutecimiento, desesperanza. Los cuatro jinetes. Y un hambre de todo, un hambre que acaba por ni saber que es hambre, porque se borra a sí mismo y se realimenta, hasta convertirse en un malestar bronco y continuo, de pésima salida.
En la mayor parte de los biógrafos que he conocido advierto el punto en común de un oscuro afán de revancha, como si, tras haber reverenciado durante años a un maestro, pudieran decirle, a través de la biografía: “¡Al fin estás en mi poder!”.
Ingenio local: decididamente, es mucho mejor título La fiera de mi niña que Bringing up Baby.
Anochecer. Me cruzo con dos muchachas. Cada una va hablando por su móvil. Una solloza, con la cabeza baja. La otra insulta a gritos.
Sabiduría de Alain
“Ser desdichado no es difícil; lo que es difícil es ser feliz, pero esta no es una razón para no intentarlo. También tengo razones para protegerme de esta elocuencia infernal que me engaña con una falsa luz de evidencia. ¿Cuántas veces me he probado a mí mismo que sufría una desgracia irremediable?... Todos hemos conocido esa extraña locura y nos hemos reído de ella de buen grado un año después. De ahí deduzco que la pasión nos engaña, en cuanto las lágrimas, los sollozos inmediatos, el estómago, el corazón, el vientre, los gestos violentos y la contracción inútil de los músculos se mezclan con los razonamientos. Los ingenuos caen siempre en esta trampa, pero yo sé que esa mala luz se apaga pronto; quiero apagarla enseguida, y para ello basta que no declame: conozco bastante bien el poder de mi voz sobre mí mismo; así pues, quiero hablarme a mí mismo serenamente, y no como un actor trágico”.
(Alain, seudónimo de Émile Chartier (1868-1951), que se consideraba a sí mismo como “el más filósofo de los periodistas y el más periodista de los filósofos”, escribió estas líneas en 1911. He utilizado la traducción de Emilio Manzano, que en 2003 publicó en RBA Mirar a lo lejos, una antología de artículos de Alain, uno de los libros más sabios que he leído).
Un vínculo indestructible parece unir a los taxistas del universo: a todos se les acaba de terminar la tinta para imprimir el recibo.
(Continuará)
Peter O’Toole le dijo a Gay Talese, en un perfil legendario, todo lo que tenía que decir sobre su relación con el cine y el teatro. Sobre el cine: “Cielo santo, en una escena de Lawrence de Arabia vi un primer plano de mi cara de cuando yo tenía 27 años, y luego, a los 8 segundos, había otro primer plano mío de cuando ya tenía 29. ¡Ocho condenados segundos y ya se habían ido dos años de mi vida!”. Sobre el teatro: “El teatro es el arte del instante. Es ideal para mí, porque estoy enamorado de lo efímero y odio lo permanente. Hacer teatro es como construir un muñeco de nieve: te quema las manos y luego se deshace”.
Hizo muchísimas películas porque el cine, que tanto odiaba, le dio un montón de dinero. Pero también hizo muchísimo teatro, sobre todo en sus primeros años. Había vendido aspiradoras, había tocado la batería en un grupo de jazz, había sido periodista y fotógrafo en el Yorkshire Evening Post . No sabía lo que quería hacer hasta que un día, tras cumplir su servicio militar en la Armada, se gastó el último billete que le quedaba en una entrada para ver a Michael Redgrave interpretando El rey Lear en Stratford, y aquella noche cambió su vida: hizo autostop hasta Londres y se presentó a una audiencia en la RADA (Royal Academy of Dramatic Arts), la mejor escuela del Reino Unido, y consiguió una beca como alumno. Alan Bates y Albert Finney estaban en la misma clase.
En 1955 consiguió su primer trabajo en el Old Vic: un papel de siete líneas en The Matchmaker. Al año siguiente actuaba en ocho funciones, con roles de importancia creciente. Al otro, en el Bristol Old Vic, fue Alfred Doolittle en Pygmalion, Lisandro en El sueño de una noche de verano, Jimmy Porter en Mirando hacia atrás con ira, el General en Romanoff y Julieta y trabajó en otras cuatro piezas, hoy olvidadas.
En 1960 entró en la Shakespeare Memorial Company, en Stratford. Ya era una estrella: Shylock en El mercader de Venecia y Petrucchio en La doma de la bravía, con Peggy Ashcroft como Kate. Los críticos le tendieron la alfombra roja y el cine llamó a su puerta. David Lean le vio en un pequeño papel y le ofreció el superprotagonista de Lawrence de Arabia, que le convirtió en un gigante, aunque el malicioso Noel Coward señaló que si O’Toole hubiera amanerado sólo un poco más su personaje la película se habría tenido que llamar Florence of Arabia.
El larguísimo rodaje le dejó agotado y su retorno al teatro (con Baal, de Brecht, en el Phoenix) se saldó con uno de los grandes fracasos de su carrera. Pero se repuso rápido: en octubre del 63 inauguraba el National Theatre (en el Old Vic) con Hamlet a las órdenes de Olivier. En Plays and Players, el crítico Peter Roberts escribió: “No es el típico esteta ni el neurótico balbuceante: en manos de O’Toole, el príncipe es un hombre cuya nobleza y complejidad alcanzan estatura trágica”.
El resto de su carrera teatral ya es una mezcla de historia y leyenda. Volvió a Dublín a lo grande con Juno and the Paycock y Man and Superman (Gaiety, 1966) y luego fue Vladimir en Esperando a Godot (Abbey, 1969). Volvió al Bristol Old Vic de sus comienzos para ser Tio Vania en 1973. En Washington y Chicago triunfó con un rol a su medida, el desmesurado Gary Essentine de Present Laughter, de Coward, en 1978. Su Macbeth en el Old Vic (1980) tuvo, bromeó, “la peor prensa desde Pearl Harbor”, pero fue un taquillazo histórico. Con su profesor Higgins de Pygmalion recuperó el favor de la crítica en el West End (1984) y en Broadway (1987). Y en sus últimos años en escena bordó Jeffrey Bernard is unwell, un personaje que Keith Waterhouse parecía haber creado para él: el alcohólico y sulfúrico periodista de The Spectator. El título de la función aludía a la frase que sus jefes colocaban, en lo alto de un espacio en blanco, cada vez que sus borracheras (o resacas) le impedían entregar a tiempo su columna, Low Life. La comedia transcurría en un único espacio, el pub favorito de Bernard (el Coach and Horses, del Soho), donde una noche se quedó encerrado, y desde el que, en el texto de Waterhouse, evocaba las historias más descabaladas de su tumultuosa vida.
O’Toole bordó su trabajo y Jeffrey Bernard is unwell agotó entradas cada vez que se puso en cartel: tras su estreno en 1989, en el Apollo pasó al Shaftesbury (1991) y al Old Vic, en 1999. Era tan difícil conseguir una localidad para cada reposición que el London Evening Standard publicó una “Bluffer’s Guide” (o “Guía del mentiroso”) con los mejores momentos de la obra “para que todos aquellos que pretenden haberla visto no queden mal en sociedad”.
Quienes deseen hacer lo propio acerca de la intensa y dilatada relación de Peter O’Toole con el alcohol pueden acudir a Hellraisers: The Life and Inebriated Times of Richard Burton, Richard Harris, Peter O’Toole and Oliver Reed, de Robert Sellers, celebrado por The Guardian como un libro esencial al respecto. Allí se cuenta, entre muchísimas, la gran historia de O’Toole y Peter Finch en Irlanda, sacando la chequera para comprar el pub que se negaba a servirles porque era hora de cerrar. Se hicieron amiguísimos del dueño, y cuando murió estuvieron llorando un buen rato mientras le enterraban, hasta que se dieron cuenta de que habían ido al funeral equivocado. Para cerrar, dos memorables frases de O’Toole acerca del mundo de la cogorza. La primera es una declaración de principios: “Me encanta beber y despertarme por la mañana y descubrir que estuve en Méjico”. La segunda es un sabio consejo que le dio a Michael Caine: “Nunca preguntes lo que hiciste mientras estabas borracho: es mejor no saberlo”.
Bonus Track: la filmación en el Old Vic de Jeffrey Bernard is unwell
Kiko Amat me dijo “Escucha esto” y puso Reason to believe. (¡Gracias, Kiko!). ¿De qué me sonaba? Claro. Claro que conocía la canción, pero era tan lejana… Salto en el tiempo: cuarenta años atrás, de golpe. Yo había entrado en Tim Hardin por otra puerta, una puerta que daba a un camino que, incomprensiblemente, no seguí. La puerta era la versión de Rod Stewart, en Every picture tells a story. Recordé que por las mismas fechas (1971? 1972?) también había escuchado Misty Roses, en la voz, igualmente hermosa, única, de Colin Blunstone, aunque no sabía que fueran canciones de Tim Hardin. La pregunta es: ¿cómo no rastreé la pista, cómo no fui hacia él? Misterios. Digamos que fui hacia otra carretera, hacia otro Tim: Tim Buckley, sus primeros discos. De Buckley solo escucho, realmente, Greetings from L.A, su testamento. Sus primeros discos me siguen gustando, tenía una voz extraordinaria, pero hace demasiadas monerías con ella, como si cantara para lucirse.
En cambio, no me canso de escuchar a Tim Hardin, desde aquella noche no paro de escucharlo. ¿De dónde sale, a quién me recuerda? Podría decir que al Van Morrison más místico. También podría ser el hermano mayor de Nick Drake. Podría buscarle otros ecos, pero no los atrapo. Lo fundamental es que, para mí, no se parece a ningún otro, y eso es muy difícil de decir de un cantante. Cantante y compositor y poeta. Dylan dijo de Tim Hardin que era el autor de canciones más grande que había conocido, y Dylan no es hombre de elogio fácil.
Hay en su voz y sus letras un juego de contrastes extremos. Pasión y desamparo. Fragilidad y empeño. Chet Baker también jugaba en esa liga. Pero la voz de Chet es hermosa aunque uniforme, y Hardin pasa de las notas agudas a las graves en un mismo verso, pasmosamente y, lo más importante, sin alardes. Y, por encima de todo, flota la sensación de que canta solo para ti, con el alma en la boca.
En su lápida se lee: He sang from his heart.
Damion Hardin, el hijo de Tim, estaba haciendo autostop. Un coche le para. El conductor está escuchando If I were a carpenter, en la versión de Johnny Cash y June Carter Cash. Tim hace tiempo que ha muerto y poca gente le recuerda. Damion dice: “Mi padre escribió eso”. El conductor responde: “Si tu viejo hubiera escrito eso, estarías conduciendo un Cadillac”.
Pero vaya si la había escrito. Con ella se hizo de oro mucha gente, empezando por Bobby Darin. ¿Y qué pasó con Tim Hardin? Que, cuentan, malvendió sus derechos para pillar caballo. Y eso le pasó demasiadas veces: nunca tuvo un Cadillac. No sabía yo eso. Tampoco sabía, por ejemplo, que había vivido con Lenny Bruce, a quien le dedicaría Lenny’s Tune.
Los que le conocieron hablan de un hombre extraordinariamente humilde, un hombre que se echó a perder, que perdió derechos y oportunidades. Su carrera fue muy corta (del 66 al 73, aproximadamente) pero escribió muchas canciones espléndidas. Murió muy joven, en 1980, a los 39 años. Sobredosis de heroína y morfina.
Caigo en la cuenta de que hubo muchas bajas, curiosamente, en el negociado folkie. Una etiqueta, por cierto, tan tonta como cualquier otra, porque la mayoría de los etiquetados (empezando por Hardin) se salían por todos lados, rompían las costuras. Pero pienso en esos muertos y digo que es curioso porque las drogas duras suelen asociarse al rock.
Grandes nombres olvidados. Con Kiko escuchamos esa noche a la inclasificable Judee Sill, también yonqui, con una carrera igualmente corta e intensa, del 71 al 79, y que muere a los 34: sobredosis de cocaína y codeína, singular cóctel.
O Karen Dalton. Mariona Tella, otra antena parabólica que debería tener un programa de radio para ella sola, me descubrió a Karen Dalton, la Billie Holiday del Village, que grabó solo dos discos (y, coincidencia, cantó How did the feeling feel to you, de Hardin), y vivió más años pero se eclipsó muy pronto. También adorada por Dylan. Y por The Band: parece que Richard Manuel y Robbie Robertson le dedicaron Katie’s been gone, en The Basement Tapes. Mariona me dijo: “Está muy bien recuperar a Rodríguez, pero nadie se acuerda de Karen Dalton, que se merecería otra película”. Pienso en Phil Ochs, alcohólico, bipolar, acosado por el FBI por su activismo, suicidado a los 36. Y en Tim Buckley, que muere a los 28: heroína, morfina e inhalación de etanol.
James Taylor caminó por el filo, pero se salvó por los pelos. Tim Hardin no tuvo esa suerte.
Tres enormes discos, los tres en Verve. No se rompió la cabeza con los títulos: Tim Hardin 1 (1966), Tim Hardin 2 (1967) y Tim Hardin 3 (1968). Hay un Tim Hardin 4, que Verve sacó al año siguiente, con material inédito de sus directos. No lo he encontrado, por eso no hablo de él. Ya lo pillaré.
No se entendió con Erik Jacobsen, el productor de los Lovin’Spoonful. No le gustaban los arreglos de cuerda de Artie Butler, decía que quería algo más seco, más desnudo. A mí me gustan mucho esos arreglos. Creo que Butler le pilló muy bien la esencia a Hardin, porque son delicados y tienen fuerza: Joe Boyd podía haberlos producido. Y hay muy buenos músicos en ese disco. Gary Burton al vibráfono, por ejemplo. O John Sebastian a la armónica.
De los tres, Hardin prefirió el tercero, porque era en directo, con un pequeño grupo. Yo soy incapaz de elegir. Me parece un mismo disco extraordinario dividido en tres entregas. Desde luego que hay diferencias obvias (estudio, directo) pero parecen bañados en el mismo fluido.
Sus mejores canciones son las que tratan de los desastres del amor, joyas como Don’t make promises, Reason to believe, How can we hang on to a dream. Muchas de ellas están en el primer disco. En el segundo, producido por Charles Koppelman y Don Rubin, con arreglos de Don Peake, están If I were a carpenter, The Lady came from Baltimore, y las maravillosas y desoladas Red Balloon, Speak like a child, Black Sheep Boy (aquí el puente con Nick Drake me parece absoluto) y Tribute to Hank Williams. El vínculo más claro con Van Morrison, para mi gusto, podría ser If I knew. De Red Balloon y Black Sheep Boy hay versiones formidables. Recomiendo las de Mark Lanegan y Paul Weller (respectivamente). Si pueden hacerse con la versión acústica de Weller, incluso mejor.También me gusta mucho la versión de Reason to Believe de The Sand Band, con una lírica slide. Hablando de puentes y versiones, mi mujer me señaló el otro día que hay ecos de Hardin en algunas baladas de Stephin Merritt, y creo que tiene razón.
En 1969 hizo un disco rarísimo, tan raro que a ratos parece de Brian Wilson: Suite for Susan Moore and Damion: We Are One, One, All In One. En Rockdelux, Ferrán Llauradó contaba que Hardin colocó un micrófono en cada habitación de su cabaña de Woodstock, y que su nuevo productor, Gary Klein, “se alojó en un hotel cercano para acudir a su llamada a cualquier hora de la noche”. Es, pues, un disco nocturno, un disco de amor a su esposa, la bellísima actriz Susan Moors (más conocida como Susan Yardley), que hizo un par de películas y una serie playera antes de esfumarse, con la que tuvo una relación tormentosísima, y a su hijo Damion, que antes ha asomado haciendo autoestop. Leí que ahora, por cierto, es chef en Florida.
El disco es una preciosidad, con la pureza y la pasión del primer David Crosby. Le sobran, para mi gusto, tres recitados (Hardin estaba realmente loco de amor por su mujer, y se nota) y One One the Perfect Sum, una pieza que no está mal, pero desentona un poco con el tono nocturno y es demasiado larga. El resto sigue llegando al alma desde la primera escucha. Pero no funcionó. De hecho, fue su tumba artística. También colaboró en el declive, por lo que cuentan las crónicas, su imparable adicción, que le hizo presentarse absolutamente colgado a muchos conciertos o, directamente, no acudir. Parece que tras un tiempo en una clínica inglesa logró desengancharse, pero no por mucho tiempo. Cuando llegaron los setenta, Tim Hardin era para muchos una voz del pasado, un recuerdo muy lejano. Grabó algunos discos más, de los que solo conozco Bird On a Wire, del 71, donde alterna versiones con temas propios. No tiene la voz incomparable de los primeros, pero me sigue gustando mucho: escuchen, aquí abajo, su versión de If I knew.
Seguiría escribiendo un buen rato sobre Tim Hardin, pero ya es hora es escucharle a él. Adelante, maestro.
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