En su mejor momento como mujer y como actriz (un relato) - episodio 1

Por: | 12 de febrero de 2014

George Brassai


Yo había escrito “Malé Staufeld tiene las piernas largas y alegres y la sonrisa triste”, y aquello, me dijeron, le gustó mucho. Debió de sonarle como la crónica de un viejo crítico argentino, un adorador con barba blanca, un Ernesto Schoo de Barcelona, pero yo era joven entonces, relativamente joven, vi unas fotos el otro día y no me lo podía creer. En una de aquellas fotos jugamos a bacanal romana, la última noche en la casa de la Rue Paul Albert, Malé con los pechos al aire, tendida como una odalisca feliz en el sofá, Beto Irigoyen alzando su copa, y mi mujer y yo dándonos de comer racimos de uvas como en un friso. ¿De dónde habría sacado yo aquella camisa que parece rosa pero era roja, para no hablar del sombrerito negro de ala corta, tan linoventuresco? Los colores de la foto y de las ropas, brillantes y desvaneciéndose, hacen pensar en las emulsiones de Kodak o Eastman de los años setenta, pero era bastante más tarde.
Nosotros debemos tener ahí treinta o treinta y pocos años. De Malé queda feo decir la edad. Y a Beto Irigoyen, que entonces andaría cerca de los sesenta si no los había cumplido ya, y a saber si vive todavía, voy a concederle el cumplimiento de su fantasía de eterno retorno, porque fue justo aquella noche cuando alguien (quizás Ari, la hija de Malé, que no está en la foto porque a esas horas las niñas buenas sueñan con Elvis) le preguntó a qué edad de su vida le gustaría volver si pudiera, y Beto dijo que a los treinta.
Beto, como se verá, era argentino, igual que Malé y Ari y Coco Pereira y Nelva Fenelli. Casi todos los que saldrán por aquí son argentinos, salvo la bella y diminuta Elenita Santángelo, italiana, y algún otro que quizás asome la nariz si le recuerdo. Y salvo mi mujer y yo, claro. Preciso esto porque a partir de ahora no hablarán en argentino, por impotencia mía y para que esto no se convierta en la parodia involuntaria de una novela de Manuel Puig, sino en un lenguaje inventado, castellano con ocasionales incrustaciones blanquicelestes. Más o menos así: Entre los treinta y los cuarenta, esa fue mi mejor época, dijo Beto. No me quejo de la de ahora, pero cada día hay más goteras, y el tiempo pasa demasiado aprisa, y ves la estación término y el chau, no va más, y pido perdón por contar el final de la cinta. A los treinta ya sabes unas cuantas cosas de la vida, pero a cambio tienes una fuerza que no volverás a tener, y puedes meterte de todo y pasar noches en blanco, y estás en lo alto de tu curiosidad, y crees que todavía tienes mucho camino por delante. Mejor dicho: no ves el camino, ves el alrededor como una gran llanura. Y eso dura, con algunos baches, hasta los cuarenta. Así que si pudiera, dijo Beto aquella noche, me gustaría volver a los treinta, vivir de los treinta a los cuarenta, y luego volver a los treinta, en bucle, y así eternamente. ¿Pero recordando o sin recordar lo vivido?, le pregunté yo, y creo que no me respondió porque algo pasaba con la cámara de fotos.

Pero estaba hablando de Malé Staufeld, que es la protagonista absoluta de esta historia, porque siempre tenía que serlo, el sol y la luna de todo, y por supuesto Venus, que ya refulgía en el cielo parisino y había hecho que se quedara con las tetas al aire para mejor recibir los efluvios de la diosa tutelar, aunque Malé se quedaba en lolas a la que se le ponía en las ídems. Volvamos uno o dos años atrás, al principio, en Barcelona. Yo acababa de ver su espectáculo y titulé la crítica A sus plantas rendido un león, declaración obviamente admirativa pero también doble guiño, al himno nacional argentino y a la novela del gran Osvaldo Soriano.
Nos presentó el novio y mánager de Malé, Joan Manel Ulldecona, talanca, como bien indica su nombre, aunque parecía (hombretón, mostacho, napia, afabilidad instantánea, verborrea) un porteño de pura cepa. También el café del Paralelo donde nos vimos por vez primera parecía repentinamente porteño. Malé era todavía más alta y espectacular que en escena. Cosa curiosa, pues con las actrices suele suceder lo contrario: gigantas arriba, pequeñitas de calle. Chispeaba aguanieve y rompió a hablar para calentarnos. Y como si hubiera sido verano, porque siempre hablaba para calentar, aunque no en la acepción rioplatense, que es ponerle a alguien de los nervios. Bueno, a veces te daban ganas de dispararle un dardo o de estrangularla un poquito, como sucede con todos los efusivos y efusivas, pero nada, solo hacer el gesto sobre su cuello adorable y besarla luego.
Hablaba y hablaba, y nosotros la escuchábamos embobados porque contaba historias maravillosamente, y ahí solo querías abrazarla, y te partías el culo de risa con ella, y a veces soltaba también de repente frases pomposas, impensables y encoturnadas, como “la televisión fue para mí un oasis de vidrio que se me clavó en la yugular”, cosas por el estilo.
Lo primero que contó en aquel café (al menos en mi recuerdo, porque las historias se mezclan) fue el valleinclanesco episodio de su digamos bienvenida a la madre patria, que más quintaesencialmente español no podía ser. Malé era celérica haciendo amigas y amigos, más amigos que amigas, y uno o una le encontró albergue en un bloque de apartamentos que estaba donde estuvo el Regio. Aquel edificio, levantado en los sesenta, era propiedad del empresario Riudoms, uno de los capos del Paralelo (Paralelebípedo Riudoms, decía ella), y alquilaba los pisos, al parecer a precios ajustados, a los artistas que trabajaban en sus teatros.

Las tres chimenas del Paralelo

Malé llegó al apartamento y aún no había deshecho las maletas cuando sonó el teléfono para invitarla a una fiesta de cumpleaños que iba a celebrarse en los altos del Arnau. La voz telefónica pedía disculpas por haber llamado tan de sopetón (era la primera vez que Malé escuchaba esa palabra y pensó que allí se iba a servir sopa) porque la fiesta empezaba en cosa de una hora, nada, y que si se quería pasar un momento y tomar una copa (“¿copa o sopa?”, preguntó) y conocer a unos compañeros, de modo que llega allí, contaba, sin tiempo de comprar un regalo, sin saber siquiera si era chico o chica quien cumplía, y piensa qué fiesta más rara, porque no había gazpacho en grandes perolas, como imaginaba, sino unas descomunales hojas de palma a guisa de bandejas repletas de plátanos y cacahuetes y nada más que eso, ni jamón ni olivas ni nada, bananas y maní, como decía ella, y saludo va y saludo viene, todos muy simpáticos, simpatiquísimos, y en esas alguien le dice “Ahí viene Panchito”, y rompen a aplaudir y a cantar el cumpleaños feliz, y aparecen repartiendo puros dos tipos de pelucón y traje cruzado, con pinta de gángsters tontos de cine italiano, uno feo y el otro feísimo, y nosotros dijimos a dúo, sin necesidad de más datos, ¡los Moratalla!, y ella ¿ah, conocían la historia?, y nosotros: no, pero esos solo pueden ser Tete y Tato Moratalla, le informamos, dos cómicos inclasificables o incalificables (la palabra freak aún no era de curso legal) que hicieron mucho dinero y películas atroces en los setenta y llevan años en caída libre, y ella nos cuenta que el más feo, el feísimo, vamos, lleva en brazos a un chimpancé vestido de marinerito, y en ese momento ella se da cuenta de que la fiesta es para él, para Panchito, le dicen que se llama, y se lo presentan, y Panchito le acaricia la cara con la manita, y todos se sientan a la mesa y hablan y ríen, y ella pensando, no puede ser, cuando lo cuente no me creerán, y luego dicen que los argentinos estamos relocos, y mientras piensa eso Panchito se queda roque en el hombro de Tato como un peluche bajo de pilas, y Tato le acuna, y la mujer que está sentada junto a Malé, una vieja vedette de voz aguardentosa, le dice "Mírale, se cree que es su hijo", y ella no supo si quería decir que Tato consideraba a Panchito su retoño o que descendía de él, cosa también harto probable, y esa fue mi recepción oficial en España, chicos, así que estoy preparada, todo lo que pueda venir a partir de ahora será una pichincha, nos dijo en aquel café tan cercano al lugar de los hechos.

  
Pasaron unos meses. Yo no pensaba que volvería a verla, siempre he descreído un poco de los encuentros arrebatados y los amores a primera vista, pero hago mal, y a las pruebas me remito, porque Malé llamó una tarde con un trémolo de urgencia, una tarde también muy argentina, de mucha lluvia y grisura, una tarde, digamos, de tango de Julio Sosa. Le había sorprendido mucho que yo conociera a Sosa y a Rivero, a Nelly Omar, a Tita Merello, y que tuviera sus discos, y de discos iba la cosa, porque buscaba canciones de Concha Piquer, y decía “la Piquer” para no pronunciar su nombre, que allá es mala palabra.
“Me dijeron que solo vos tenés esas cosas”, dijo.
La exageración (que es una forma de la pasión) era el principal rasgo de su carácter. El segundo era el entusiasmo. El tercero, la duda que hiere. Los tres formaban una perfecta combinación alquímica.
Aquella tarde nos habló de su vida difícil y sus difíciles hombres. Dos matrimonios. Decía, con mucha gracia: “¿Y cómo podrían haber funcionado, si siempre me casé con alguien que era del otro sexo y no era de mi familia?”. Luego, tras un sorprendente silencio, soltó “Me ha llamado Coco Pereira”, y alzaba la barbilla, como si le hubiera llamado un miembro de la realeza europea, y en cierto modo lo era. Pereira había sido un rutilante director de la vanguardia argentino-parisina en los setenta, y luego se perdió (o se encontró) en los pasadizos laberínticos de los grandes teatros de ópera. Ahora iba a hacer algo nuevo, algo diferente, algo formidable: un musical en clave autobiográfica sobre el mundo de su infancia en Lanús. Un gran espectáculo, en París capital.
“Y quiere que yo sea la supervedette”, añadió.
“Qué menos que Monix”, dijimos mi mujer y yo casi al unísono. Puso cara rara, porque era alusión a un anuncio local y pretérito, pero entendió.
Irónicamente, a Pereira se le había ocurrido darle el papel de una española. Una española opulenta (eso ya venía en el lote), de peinado torreónico, mantilla negra y navaja en la liga. Y caniche adjunto, como se verá. Una española que cantaba canciones españolas. Una española con calambrazos italianos, amaggioratada. Pasamos una tarde muy entretenida seleccionando canciones, de la Piquer y de Mina y la Vanoni, porque Pereira le había dicho "Escógelas tú, así como tú eres, muy divina y con mucha pasión y mucho drama".
Yo estaba encantado. Me sentía productor, director, compositor, todo. Hasta los vestiditos le hubiera hecho, de no ser por mi patosía dactilar y porque quedaba moñesco. Pregunté por el título del musical.
Chansons éperdues. Canciones perdidas. Bueno, no quiere decir exactamente eso. Es un juego de palabras, me lo explicó pero ya no me acuerdo”.
Quería yo llevarla por senderos algo menos trillados, pero acabó yendo a lo clásico: Tatuaje y Ojos verdes. Que al fin y al cabo, dijo, tampoco las conocen tanto en París de la Francia ¿no?. Del mundo itálico se llevó Ho capito che ti amo y L’importante è finire.
Preguntamos por local, fechas, todo.
“Esperá, esperá, eso está por ver. Aún no decidí”.
“¿Cómo que aún no…?”
“A los hombres no hay que darles el sí enseguida, querido”.
Pedazo de figura retórica. Subtexto: le asustaba horrores debutar en París (no hablaba una palabra de francés) y le asustaba separarse de su hija, Ari (por Ariana), a la que pronto conoceríamos. Para artesonar la larga cambiada que le estaba dando a Coco Pereira, le echó arte y lo hizo sonar, y echándome los brazos al cuello, ya en la puerta, cantó, ilustrativa:

Cuando estés en la vereda y te fiche un bacanazo   
vos hacete la chitrula y no te le deschavés
que no manye que estás lista al primer tiro de lazo
y que por un par de leones bien planchados te perdés.

(Continuará el próximo miércoles)

 

Hay 1 Comentarios

Muy buen comienzo. Me ha alegrado el día eso del bucle de vivir de los treinta a los cuarenta... y luego volver a los treinta.

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Sobre el blog

Teatro, Literatura, Cine, Música, Series: arte en general. Lo que alimenta, lo que vuelve. Crónicas, investigaciones, deslumbramientos. Y entrevistas (más conversaciones que entrevistas). Y chispazos, memoria, dietario, frases escuchadas al azar (o no). Y lo que vaya saliendo.

Sobre el autor

Marcos Ordóñez

Marcos Ordóñez. Escritor, periodista, profesor. Cada sábado escribe en Babelia la sección PURO TEATRO y, cada jueves, en Cultura, EL HOMBRE QUE FUE JUEVES. Intento escribir sobre lo que me da vida. Ultimos libros publicados: Turismo interior (Lumen, 2010), Telón de fondo (El Aleph, 2011), Un jardín abandonado por los pájaros (El Aleph,2013).

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