En su mejor momento como mujer y como actriz (un relato) - episodio 2

Por: | 19 de febrero de 2014

Cafe de Flore

La segunda vez Malé vino a casa (con Ari) para celebrar el sí a Pereira, al que había mareado durante un mes o quizás más. Llegó, sorpresa tremebunda, con el cabello salvajemente corto, a lo Juana de Arco. Su espléndida cabellera pelirroja había desaparecido y en su lugar había un pajizal mal trillado, porque fue a un peluquero que, de ahí su baratura, estaba en evidente periodo de pruebas. Y, que vachaché, dijo, me agarró un ataque de sumisión. Hembra débil soy y me entrego.
Hicimos spaghetti. Mientras los escurríamos era imposible no pensar en la poda capilar. Apoyada en la puerta de la cocina, fumando un cigarrillo, Malé parecía, por su mirada melancólica, estar pensando en lo mismo.
“Barato era barato”, porfiaba la desventurada.
“Es que si encima fuera caro”, dijo mi mujer.
Ese día comprendimos que otra de las especialidades de Malé era compensar un gran momento con una metedura de pata de similares dimensiones, y yo me sentí muy identificado con el neurótico procedimiento y pensé que Malé era mi hermana porteña. Cuando Coco Pereira la vió con aquellos pelos de colaboracionista pillada por las brigadas de tonsura tuvo uno de sus legendarios ataques de nervios, pero como era hombre optimista se repuso pronto.
“Mejor”, dijo, “llevarás seis pelucas diferentes, una para cada escena”.
Mientras Malé nos relataba el episodio (brote, más bien), Ari se había alejado como un gato y fingió abismarse en la lectura de una gorda biografía de Elvis que llevaba a todas partes, porque en esa época Elvis era su único Dios verdadero, y es por ella que le pongo a la palabra una herética mayúscula. Ari tenía entonces once o doce años. No he visto nunca fotos de Uma Thurman a esa edad, pero seguro que se le parecía mucho. Uma Thurman con las gafas de Harry Potter (que aún no había aparecido en escena). La comparación felina no es solo por su rostro y sus andares, que también, sino por su alejamiento y disimulo para mejor observarnos: como los gatos, solo se acercaba a alguien tras un lento y pormenorizado estudio caracteriológico, y hacía muy santamente, y demostraba con ello que era lista como el demonio y que a su temprana edad sabía manejarse muy requetebién, por todo lo cual, como fuimos viendo, ejercía in pectore de secretaria, confidente, casi manager y casi madre de Malé, muy necesitada de todos esos servicios.
“Para convencerme, Coco, que es un amor”, dijo Malé, “me ha puesto piso, como a las queridas de antes. Una casa impresionante, lo que se dice una mansión, toda para nosotras”.
O sea, que con sus astutas maniobras dilatorias no solo había conseguido casa (“mansión”, insistía) en París sino además, jugada maestra, billete y estancia y dietas para Ari: realmente era para celebrarlo. Después del brindis añadió: ¿Por qué no vienen a pasar unos días allá, ché? Ya verán que hay espacio de sobras, sería fantástico. Nos miramos. Una mirada muy rápida. ¿Por qué no? Dijimos que sí, que claro. Brindamos por la conquista de París. Nos abrazamos. Cantamos a dúo Muñeca brava.

Che madam, que parlás en francés
y tirás ventolín a dos manos…

Luego las cosas se complicaron. Los ensayos comenzaron a alargarse. Ella llamaba por las noches, con frecuencia creciente. Era la frecuencia lo que nos alarmó. Y su forma de esquivar el asunto.
“No, cuéntenme ustedes. Añoro tanto su casa, las tardecitas de Barcelona…”
Tenía la voz rara. Opaca, a ratos oscura.
Volvíamos a preguntarle. Contestaba:
“Y, bien. Bien, bien, sí. Un poco como el orto, pero bien”.
“¿Cómo que un poco como el orto?”
“El clima acá es es-pan-to-so. No saben cómo añoro el mar. Cielo de panza de burro todo el día, y por las noches venga llover. Un frío de la mierda…”
Yo le pedía que me cantara Ojos verdes, para animarla, para que se le calentara la voz y me calentase el oído.
“Ah, no, mi amor, ahora no, estoy tan cansada…”
O Muñeca brava, nuestro himno.
“Bué, allá va. Pero los dos juntos… ”
“Sos un biscuit, de pestañas muy arqueadas…”
“… muñeca brava, bien cotizada…”

 

Una tarde llamó Ari, cuando Malé estaba en el ensayo. Más adulta y serena que nunca, como si hubiera crecido varios años en pocas semanas. Sí, yo creo que crecía así, a grandes zancadas, devorando la cronología. Pero sin prisas, eso no, nunca. Un remanso de paz nos parecía Ari.
“Mal. Siempre le pasa lo mismo en los ensayos, cree que nunca podrá hacerlo, que todo está en su contra. Pero acá es peor porque no están sus amigos, no están sus calles… Y le mata lo de tener que decir frases en francés, lo está aprendiendo fonéticamente. Para rematar, Joan Manel y ella rompieron. No, les digo yo, para que lo sepan. Mejor no mencionarle. Feo asunto, sí. Acabaron remal. Aunque yo creo que a la larga mejor.
Este … ¿lo de venir ustedes, ni que fuera un finde?”.
Dos o tres días después nos cayó trabajo imprevisto, que se desbordó. Imposible un finde e imposible, fuimos viendo, ir al estreno. A Malé se le vino el mundo encima.
“No pueden hacerme esto, chicos. No me lo hagan, que no se lo perdono”.
Pero no había otra. Lo entendió, acabó entendiéndolo. Y nos perdonó, porque perdonaba siempre a los suyos, a los que eran familia. Llamamos, eso sí, casi de madrugada. Ari nos había dado el teléfono del camerino.
Malé volvía a ser la de siempre. Flotaba. Flotaba en un mar de rosas, decía, porque me han llenado esto de ramos, tienen que verlo, estoy como Libertad Lamarque en Hello, Dolly! Rojas y blancas, menos el color que no se dice. No creerán quienes acaban de pasar a saludarme: la Sagan y la Deneuve, chicos. Y el director ese calvito, viejito, muy amoroso… Inglés pero que vive acá desde ni se sabe… Ese, Peter Brook. No le entendí mucho porque habla medio raro, pero estaba feliz feliz con el chou. Y un escritor que vos conocerás, esperá, porque me dejó la tarjeta… René… René de Ceccatty. Se me arrodilló, queridos. Ay que risa. Se arrodilló ante la Staufeld, como se lo cuento. Y con testigos, porque estaba Paulita, la sastra, que casi la tengo ahogada con tanta rosa ¿verdad, Paulita?
Pensamos que exageraba de nuevo, pero dos días más tarde, Colette Godard hablaba en Le Monde de “la éblouissante diva argentina”, como si fuera la protagonista absoluta.
Chansons éperdues se convirtió en un gran éxito. La función de la que todo el mundo hablaba, la función que había que ver.

 

La casa también era como nos la había descrito. Tres plantas, tejado a dos aguas, las ventanas pintadas de rojo, la fachada cubierta de enredaderas. Estaba en Montmartre, en la rue Paul-Albert, una calle corta, blanca y limpia, como de ciudad costera, a cuatro pasos del Sacré Coeur. La dueña, nos contó, era la cantante Élisabeth Wiener, amiga de Coco e hija del famoso compositor Jean Wiener, que había hecho la música de 350 películas. Cuando llegamos, Malé estaba asomada a la ventana del piso más alto, radiante, esperándonos:
“¡Trajeron el buen tiempo!”
Era verdad, porque hacía un día esplendoroso, azulísimo, y la primavera temblaba ya en el aire.
“Qué bueno que vinieron… Coco apenas se ocupa ya de mí”.
“¿Y la compañía? ¿Hiciste amigos?”
“¿Compañía? Ni me hables. Ahí cada uno es de su padre y de su madre. En el ensayo mucho abrazo y mucho jijíjajá, pero cuando acaban, todos corriendo al metro. Le métro, le métro, como si hubiera sonado el toque de queda. Yo no sé ni dónde van ni dónde viven ni lo que hacen. Y la pobre Malé sola, sola, siempre sola…”
“Gracias, mami”, murmuró Ari. “Vos seguí así, que se me está acabando la reserva de nafta”, amenazó con sonrisa de niña buenísima.
“Perdoná, mi cielo, tenés razón. Si no fuera por tí… Y por vosotros”.
Nuestra amiga, descubrimos, apenas salía de allí.
“Coco me dice: has llegado a la cima, París es la cima. Pero París visto desde Baires es otra película. Hay muchas cosas que no saben”.
“¿Quiénes?”
“Quiénes van a ser. Los franchutes”
“¿Por ejemplo?”
“No saben comer”, dijo, casi susurrando, como si fuera un gran secreto.
Cada mediodía recorría los escasos cien metros que la separaban de un pequeño bar regentado por unos rosarinos, porque allí hablaban en su lengua y daban empanada y milanesas, y alfajores de postre, y mate cocido. De casa al barcito y del teatro a casa, eso era París para ella.
“Es que en París se come muy mal”, repetía. Subtexto: Y está todo carísimo, carísimo. Y Malé, sabíamos, tenía que mantener a sus viejos y ahorrar para los tiempos duros, que siempre estaban fauciabiertos a la vuelta de la esquina, y darle estudios a la nena, decía, así que ahorraba como hormiga encovachada. Pero también era cierto lo que Ari, que la conocía mejor que nadie, nos dijo en un aparte: Malé necesitaba su comida, sus voces y su música, y por eso siempre sonaba en la casa el runrún de fondo de una emisora latina que daba cumbias, boleros y merengues. Y la lambada, era la época que la lambada sonaba en todas partes. Como siempre tengo tendencia a toquetearlo todo, uno de aquellos días cometí el inmenso error de querer sintonizar France Inter y se armó tremenda escandalera porque Malé no podía localizar de nuevo la emisora latina: le había cortado el cordón umbilical.
Luego estaban los dolores. Amplísimo catálogo. Los que brotaban por la mañana, los que emergían antes y después de las funciones (nunca los mismos), los que la despertaban de su sueño inquieto. ¡Cuán espejeado me sentía! Dolor de muelas, dolor de espaldas, dolor de pies. Bultitos sospechosos ante el espejo del camerino, y de vuelta, siempre ante el espejo (“¡tan mal iluminado!”) del lavabo.
Dolor de uñas. ¿Por qué me duelen las uñas, Ari? Mirame esto, Ari.
No hubo forma de arrastrarla a comer en La Coupole, cual era nuestro antojo: nos acodamos en la escuálida mesita de los alegres rosarinos, que la recibieron con reverencias versallescas y no nos cantaron la zambra de Balderrama porque no la tenían en repertorio.
Devorando milanesas nos habló de Coco, que había sido guapísimo de joven aunque un poco caretón para mi gusto, decía, pero todavía se le notaba la lindura, porque se cuidaba muchísimo. Como galán hizo unas cuantas tilingadas apestosas, decía, de títulos confundibles, La clase del amor, Las fiestas del amor, La barra del amor, todas con lo del amor en el frontis. Contó Malé que en una de aquellas Coco decidió (tenía treinta y cinco años) que ya estaba grande para el cine. En una escena le dijeron que tenía que ocultarse de un marido celoso y agacharse y…
“¿Cómo agacharme?”
“Sí, nada, un rato, y caminar a gatas tras el seto de boj, para que el marido no te vea”.
“¿Es imprescindible esa secuencia’”, preguntó Coco.
“Imprescindible no, pero es graciosa”.
“¿¿¿Graciosa???”
Con halagos o con más guita o con ambas cosas le convencieron.
El seto de boj tenía apenas diez metros de largo, pero la toma duró lo que Ben-Hur. Rematado el travelling, Coco se levantó, muy digno (y con algún que otro crujido lumbar), se sacudió el polvo de las manos y dijo:
“Señores, para mí se acabó el cine de aventuras”.
Al día siguiente, dijo Malé, Coco Pereira se fue a París y abrazó la vanguardia. Volvimos a reírnos juntos, como en Barcelona. Con Malé siempre acabábamos riendo.

 

Aquella noche, faltaría más, fuimos a ver Chansons éperdues. La hacían no lejos de allí, en Pigalle, en un viejo teatro reconvertido en sala de rock y poéticamente llamado Les Oiseaux de Passage. Como el nombre era largo, unos le llamaban Les Oiseaux y otros Le Passage. Habíamos visto y aplaudido rendidamente varias veces el feliz combinado de canciones y monólogos cómicos de Malé (“entre la Minnelli, Carol Burnett y Niní Marshall”, había escrito yo), pero nunca nada como lo de aquella noche. Hubo un momento que fue pura aparición, magia potagia: Malé de Viuda Negra, vestida de araña en negro y plata, chasqueando la dentadura postiza de su marido a guisa de castañuelas, la dentadura que le había robado mientras le velaba en el ataúd, “para no olvidar su sonrisa”, y de milagro no jugaba a las canicas con sus ojos, verdes como el trigo verde, y el verde verde limón, y cuando acabó la copla arreció uno de esos silencios que en teatro parecen durar horas, eras, abismos siderales, todo el público de Les Oiseaux (o Le Passage) inmóvil en las butacas como si la canción y la gracia y la emoción de Malé nos hubiera estalactizado de la fontanela al dedo gordo del pie, y luego el escalofrío se volvió corriente eléctrica, y así aplaudimos todos, sacudidos por el calambrazo, y aquello fue solo el principio. Entendí, como si hiciera falta entenderlo, como si no estuviera clarísimo, que tenía que ser como era y estar como estaba todo el día, cable y funámbulo al mismo tiempo, para hacer lo que hacía por las noches y que pareciera fácil, y recomprendí que temía y anhelaba como nada aquellas dos horas diarias, porque el escenario era el lugar que más miedo le daba del mundo y el único en el que se encontraba realmente en casa.

Apenas dos minutos después de que cayera el telón (maravilloso, de terciopelo rojo: Coco había insistido mucho en eso) tuvimos la dual sensación de que habíamos pasado al otro lado, de que pisábamos el movedizo territorio de Chansons éperdues, o de que la función seguía, extendiéndose a nuestros pies como un aceite brillante y oscuro y pegajoso. Los camerinos estaban en la segunda planta, al final de una escalera enmoquetada también de rojo y con empinadísimos peldaños, como las escaleras inacabables de los sueños. Por el pasillo de camerinos había un tráfago de cuerpos cansados y felices, y resonaban las voces multicolores de los cómicos, voces cubanas, mexicanas, francesas, y de repente una voz de delicadísimo timbre italiano que nos salió al paso y nos saludó y abriendo la puerta nos hizo pasar y no hubo forma de decirle que no, que a quien íbamos a ver era a Malé, porque habría sido gran descortesía, y fue así como nos encontramos en el camerino de Elenita Santángelo, la bella Elenita, la diminuta Elenita, férreamente convencida de que habíamos ido a verla a ella y solo a ella. Es de buenísima familia, nos había contado Malé, previa información de Coco, y con eso quería decir que hacía teatro por amor al arte, porque no necesitaba un chavo. Vive en Roma, en Prati, donde la crema, en un pisito con todo a su medida, puesto con muchísimo gusto. No sé cómo la convenció de que viniera a París. Bueno, como convence Coco a todo el mundo. Eso sí, si la ven no se les ocurra llamarla por el diminutivo.
“Pasen, pasen, por favor”, nos dijo, con una casi reverencia. De cerca resaltaba la belleza de sus facciones y de sus ojos, negros y muy grandes.
“Ah, catalanes. ¡Y vinieron de Barcelona para verme!”.
En su tocador, entre cremas y perfumes, había figuritas y dedalitos de porcelana. En un vaso, vencida, una dalia de color naranja. Una flor incongruente, pensé, porque estábamos en invierno. Nos sentamos. Nos ofreció bombones de licor. Nos dijo que tenía amigos catalanes, y que estaba estudiando la posibilidad de comprar un piso en Gracia.
“Me dijeron mis amigos que Gracia es muy parecido a Harlem. ¿Es eso verdad? Arquitectónicamente, quiero decir”.
“Bueno, podría ser. Algo hay de eso”.
“Pero sin violencia, espero. La violencia es la lacra de Roma”.
“No, no, ni punto de comparación”.
“Pues aquí me tienen. Cada vez pienso: esta vez será distinto, pero no hay forma. ¡Encasillada en papeles de enana!”
Sonreímos, convencidos de que era un rasgo de humor. Pero no.
Y tampoco era esa su única preocupación. En Chansons éperdues parecía la muñequita de Coco: la vestía de Carmen Miranda, con un tocado frutal que triplicaba su estatura, y de Virgen del Pilar, y de menina, y de perrita caniche propiedad de Malé, o sea, de la Viuda Negra. En una escena triste y preciosa, un beau tenebreux apuñalaba a su ama, y Elenita rompía a aullar, a cuatro patas, con brazaletes (de lana blanca) en manos y tobillos.
Aquello la llevaba a muy mal traer.
“Un favor quiero pedirles”. Indicó con el dedito engatillado que nos acercáramos. Inclinamos las cabezas para escucharla, porque bajó la voz.
“Cuando vuelvan a Barcelona, no cuenten que me vieron haciendo de perra”.
“Pero si está usted fantástica, conmovedora…”  
Se cubrió coquetamente el rostro con la manita.
“¿Y lo de la Virgen del Pilar? Ahí está usted imponente”.
Debía de encontrarse más alta sobre el santo cilindro de mármol, porque concedió:
“¿Les gustó la Virgen?”
“Mucho”. Y también era verdad.
Hubo un silencio.
“Usted es muy guapa”, le dijo a mi mujer. “Y qué melena, qué belleza. Y usted es escritor ¿verdad? Muy bonita profesión. Pero ahora he de dejarles, porque los admiradores se impacientan”.
Ya en la puerta me dijo:
“Tal vez acabe convirtiéndome usted en un personaje suyo. Algún día, quién sabe. Si lo hace – me alargó la mano – cámbieme el nombre”.
Se la besé.
“Así lo haré”.

(Continuará el próximo miércoles)

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Teatro, Literatura, Cine, Música, Series: arte en general. Lo que alimenta, lo que vuelve. Crónicas, investigaciones, deslumbramientos. Y entrevistas (más conversaciones que entrevistas). Y chispazos, memoria, dietario, frases escuchadas al azar (o no). Y lo que vaya saliendo.

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Marcos Ordóñez

Marcos Ordóñez. Escritor, periodista, profesor. Cada sábado escribe en Babelia la sección PURO TEATRO y, cada jueves, en Cultura, EL HOMBRE QUE FUE JUEVES. Intento escribir sobre lo que me da vida. Ultimos libros publicados: Turismo interior (Lumen, 2010), Telón de fondo (El Aleph, 2011), Un jardín abandonado por los pájaros (El Aleph,2013).

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