Por la mañana nos despertó un rumor de riachuelo. Nos asomamos a la ventana y vimos que para limpiar la calle soltaban el agua, que bajaba como una lenta sucesión de olas. Era un sonido de río antiguo reptando entre piedras y pozas, el río que bien podría recorrer, centelleante de luz y calma y frescura, los bosques de Meudon y Clamart en Au bois d’mon coeur, aquella lejana pero de repente presentísima canción de Brassens. Era el sonido de nuestro París, un París hecho de lecturas y canciones y películas y viejas fotografías, y a los pocos minutos de escuchar aquel río fue como si lo hubiéramos escuchado siempre, como si formara ya parte de la banda sonora de nuestra vida, es decir, como si lleváramos mucho tiempo, media vida, viviendo en París. Ya estábamos a punto de enfilar la proa hacia los jardines de Luxemburgo cuando Malé dijo “No, esta mañana no, imposible, nos esperan Coco y Eddie”, y yo entonces quise jugar a sentirme (un poco) como un señor de Murcia, como el protagonista de Ninette, la comedia de Mihura, que está en París y no logra ver la ciudad porque una serie de azares le aprisionan en la casa donde se hospeda y se hospedará durante toda la obra. Pensé, casi con alegría, que la intuición de la noche del estreno se estaba cumpliendo: había una fuerza que parecía querer apartarnos de nuestro París, la zona de Montparnasse, del Marais, de Porte de Vanves, para arrojarnos al París de Chansons éperdues, y no dejaba de ser justicieramente poético que el agent provocateur de aquel desvío fuera Malé, la criatura más antiparisina del mundo.
Quise sentir entonces como una imposición la visita a Coco, porque en esto también me parecía mucho a Malé, siempre convencida de que el universo quería doblegar su voluntad, pero la verdad es que nos apetecía mucho conocerle.
En mi cabeza había quedado fijada la imagen de Coco como un maestro de ceremonias jovial, enigmático, obsesivo. Smoking, gafas negras, larga boquilla, sin parar quieto ni un momento, cruzando el escenario de un lado a otro con pasitos nerviosos. Como un niño que invitaba a su cuarto, decidía roles y repartía juguetes, Coco marcaba entradas y salidas, ajustaba una peluca, rompía a reir, se sentaba al piano y tocaba y cantaba canciones pretéritas, medleys de la radio de su infancia, J’attendrai y La violetera, Cole Porter y Mona Bell, danzones mexicanos y valsecitos criollos, cantaba Y qué hiciste del amor que me juraste, y qué has hecho de los besos que te dí, cantaba Yo soy negro social, intelectual y chic, Ay babilonio qué mareo, En la piedra de granito estaba escrito, y en la segunda parte aparecía vestido de diablo, como un espermatozoide rojo, agitando un rabo largo y movedizo, fuente de continuos chistes, más graciosos cuanto más chocarreros y previsibles, en la línea de las revistas del Broadway porteño.
Coco y Eddie vivían en la Île Saint-Louis. Eddie vino a buscarnos. Tenía el cabello gris, casi blanco, cortado a cepillo, y llevaba gafas de montura negra, a lo Yves Saint-Laurent. Todavía no se habían puesto de moda y entonces parecían descomunales, excéntricas, una reliquia de los cincuenta. Amabilísimo, educadísimo Eddie.
Es mi hombre, repetía Coco, mi hombre para todo.
La casa, sorprendentemente, parecía el refugio de un poeta anglicano. Las paredes estaban cubiertas de libros en riguroso orden alfabético, ni un lomo más adelantado que el otro, protegidos por mamparas de vidrio sin la huella de un dedo. Plafones de nogal pulido, alfombras persas. Cuando llegamos sonaba Gianni Schicchi.
Coco parecía lánguido, fatigado, muy serio, como si reservara toda su energía y su humor para el escenario. No hablaba del espectáculo, ni una palabra. Le pregunté, para romper el hielo, si estaba contento por el éxito de Chansons. Sí, claro, pero ya se había estrenado, ya estaba fuera. Bueno, seguía como actor, aunque eso era otra cosa, era un trabajo, una cita ineludible cada tarde. Malé asintió. Que hay que cumplir con la misma energía y la misma pasión, añadió Coco, por si acaso: seguía siendo el director y Malé era su tornadiza estrella y no convenía darle malas ideas.
Yo trataba de llevarle una y otra vez hacia Lanús y sus recuerdos de infancia, pero no parecía interesarle lo más mínimo.
Me rendí: que el río matinal nos llevara donde quisiera.
Y obtuve (obtuvimos) premio. Me comí la pregunta y quedamos en silencio. Coco escuchaba un aria, con la cabeza baja. Dobló entonces sus manos tras la nuca y, hamacado por Puccini, comenzó a hablar con gran nostalgia de sus días en la ópera, donde más que nada en el mundo anhelaba volver. Odiaba tener que lidiar con los coros, monstruosos y ultrareglamentados, y el eterno divismo de los cantantes, y que siempre fuera el regista quien realmente mandaba, pero, ah, aquellos terciopelos rojos y aquellas molduras doradas, y el momento en que la orquesta alzaba su ola, y los loquísimos aficionados, capaces de liarse a tortazos por un semitono…
Contaba que los grandes teatros de ópera eran ciudades flotantes, pues los más antiguos estaban construídos sobre lagos subterráneos surcados de túneles, para mejorar la sonoridad, y sus pasadizos estaban llenos de secretos. La Ópera de Paris, dijo, tenía su propio cuerpo de bomberos, y una noche le mostraron, rebosantes de orgullo, un criadero de truchas que saltaban en el agua oscura como destellos de plata. Otra noche, perdido en el laberinto de las plantas superiores, escuchó risas y jadeos tras una puerta cerrada, y descubrió que los eléctricos habían montado, con pantalla y proyector, una sala de cine porno. Todo eso contó.
De vuelta, Malé volvió a arrugar la nariz cuando le contamos nuestros planes, que para ella suponían doble ultraje: comer en un restaurante (francés, casi susurramos) e ir al teatro.
“¿A otro teatro?”
Aceptó lo del restaurante –“allá vosotros”–, pero quería que, al menos, fuéramos a esperarla a la salida de Les Oiseaux (que estaba a menos de diez minutos de la rue Paul-Albert).
“¿De uniforme o de calle?”, dije yo, que ya comenzaba a estar un poco mosca. Hizo como que no me oía. Comparamos horarios: era posible y accedimos. Mujer magnánima como la Magnani, corazón de oro con incrustraciones de platino iridiado, volvió a perdonarnos.
Pienso ahora que si Malé no hubiera insistido no habríamos escuchado la formidable frase de Nelva Fenelli, que luego repetimos tantas veces.
Fuimos, pues, a esperarla. Como tardaba mucho, decidimos subir al camerino. A toda mecha, para que no nos pillara Elenita.
Las voces se escuchaban desde el pasillo. Reunión de directorio, con Coco y Eddie.
“¿Pero cómo puedes pensar en volver, con todo lo que pasaste?”, estaba diciendo Coco. El empresario de Les Oiseaux acababa de ofrecerle a Malé un contrato para actuar en solitario (fue la primera vez que escuché el término “unipersonal”) la siguiente temporada. Ella decía que no y que no, que imposible, que si Ari, que si los viejos, que si ya estaba de París hasta el nombre de la Piquer. Coco decía que lo que estaba era loca, que aquello sería el gran despegue de su carrera.
Eddie decía “Pero por lo menos piénsalo, darling”.
Dijimos que si era mal momento, nosotros…
“No, no, ya estamos, ya está todo dicho, la decisión está tomada”, dijo Malé. En estas llamaron a la puerta. Tres dobles golpecitos.
Una voz juvenil, un poco aflautada, dijo:
“Nelva quiere verla, señora. Está abajo”.
Una frase muda se formó, con sorprendente sincronía y en off, en los labios de Malé, Coco y Eddie:
“¡¡¡La Fenelli!!!”
Nelva Fenelli, la famosa soprano argentina afincada en París y ya retirada.
Hubo un veloz intercambio de susurros:
“¿Vos sabías que venía? Vos tenías que saber… ¿Cómo nadie me dijo?”
“¡No, no sabíamos! ¡Te hubiéramos dicho!”, dijeron Eddie y Coco.
“Ha visto el chou, entonces”, dijo Malé.
“Claro que habrá visto el chou. Oído no sé, pero visto seguro”, dijo Coco.
Hubo un leve carraspeo al otro lado de la puerta.
“Dígale.. dígale que en cinco minutos…”, dijo Malé.
Coco alzó tres dedos.
“… que en tres minutos estoy lista”.
Siguieron dos minutos y cuarenta y cinco segundos de intenso y acelerado acicalamiento a tres partes. Casi nos dieron ganas de repeinarnos un poco. Tiempo feliz aquel, ay, en el que podía pensar en repeinarme.
Repetí: “Malé, si quieres, nosotros…”
“¡No! Quédense, quédense!¿Y Paulita? ¿Dónde está, cuando una más la necesita?”
“Uy, te salió un pareado”, dijo Coco.
“Conocerán a una leyenda”, dijo Eddie.
“A una vieja bruja conocerán”, siseó Malé. “¿Dientes?
“Impecables”, dijo Eddie.
La Fenelli tardó cinco. Imaginé luego la lenta, majestuosa, crujiente ascensión por la empinada escalera, apoyada en sus dos acompañantes (porque eran dos). Pensé también: ¿Elenita habría intentado pillarla?
Se entreabrió la puerta y asomó un rostro enturbantado:
“¿Puede pasar esta anciana a ver a estos jóvenes talentosos?”
Nelva Fenelli era gruesa y un tanto cheposa, pero sin duda había sido guapa, muy guapa, y sus ojos claros seguían siendo vivos y penetrantes. Llevaba una rara mezcla de caftán y pieles. Las manos muy anilladas. “Hola, Coco. Hola, Eddie, muchacho. Hola, Malé, linda”.
“¡Maestra! ¡Hubiéramos bajado!”, dijo Malé, besándole las manos como a una santa milagrera o a la mismísima papisa Juana.
Luego nos presentó. Nelva sonrió como si tirasen de sus labios con alambres.
“Un placer, queridos…”
Eddie ya había despejado la silla más aproximadamente gestatoria del camerino (o sea, la de Malé) y allí se sentó la rediva. Paseó la vista por los presentes, que mantenían expectante silencio.
“Me gustó”.
“¿Le gustó, Nelva?”
“Un poco avanzado para mis gustos. Pero tiene calidad. Muy… muy como sos vos, Coco. Es tu historia ¿no? Tu mundo. Como sos, de donde venís… Y tu trabajo, querida… ¡Tú-tra-ba-jo!”
“Gracias, Nelva, gracias”, dijo Malé. “De corazón”.
Tras el intercambio de lindezas, Coco sacó a relucir el tema de debate.
“Pues precisamente, Nelva, cuando llegaste estábamos discutiendo…”
La Fenelli escuchó en silencio estatuario, con la cabeza un poco ladeada, asintiendo. Alzó luego un dedo sarmentoso y dijo:
“Querida, si me lo permites… si me lo permiten también ustedes, amigos de la Madre Patria, y ya disculparán la crudeza… te daré un consejo que a mí me fue muy útil. Me lo dio mi tía, que era gallega. Emilia Colodrón. Admirable mujer, vivió casi hasta los cien años. Y este consejo me lo dio en su lecho de muerte. Era una mujer galleguísima, de Ponferrada. Una mujer muy abierta, muy franca, que nunca se fue por las ramas. Mi tía Emilia me llamó, porque yo estaba empecinada, como decía ella, en no hacer algo, algo que ya ni recuerdo. Pero lo que recuerdo perfectamente y recordaré siempre es que me acerqué a su cama y con un hilo de voz me dijo: Nelvita, nunca digas de esta agua no beberé ni esta polla no me cabe”.
De vuelta a casa tuvimos que pararnos unas treinta y siete veces porque cuando no le daba el ataque de risa a Malé nos daba a nosotros.
Ella intentaba volver a hablar en serio, pero no había forma.
Nosotros también lo intentamos.
“¿Crees que es una buena idea?”, pregunté yo.
“¿Qué cosa?”
“Decirle que no al empresario”.
“No lo sé. A Coco le dije eso, pero la verdad es que no lo sé. Lo consultaré con Ari”.
“Bueno, pero si quieres un consejo…”, dijo mi mujer.
“No, dejalo…”
“Nunca digas…”
“Pará, pará…”
Volvía el estallido. Los tres con lágrimas en los ojos.
“Mujer sabia, la gallega de Ponferrada”.
“Pero ustedes se pueden creer, la vieja… Aaaaay, por favor…. Escuchen: no le digan la frase entera a Ari, que todavía es muy chica”.
“¿Qué frase?”
“Andá a cagar, ricura”.
(El próximo miércoles, episodio final)
P.D. - Coco idolatraba a la Callas. Yo, con todos los respetos, me quedo con esta versión.