Cuando Pigalle quedó abajo recordamos los tres, de golpe, que aquella era nuestra última noche en París.
“Ustedes querrán cenar rapidito y acostarse, claro. ¿A qué hora sale el vuelo?”
El vuelo salía a una hora insensata, pero mi mujer y yo teníamos un plan irrebatible.
“Nada de cenar rapidito. Recogemos a Ari y taxi a la Coupole. Paga el periódico –mentí– o sea que no se hable más. Cena de despedida y celebración”.
“Queridos, estoy muerta…”
“Que no se hable más, Malé”.
Pero nos esperaba un nuevo y maravilloso desvío.
Al llegar a la casa, Ari nos abrió con una sonrisa capaz de provocar ceguera instantánea. También daba saltitos y palmoteaba, cosas que nunca le había visto hacer.
Relevada de su rol de madre y secretaria, parecía, de golpe, la niña que era. Una niña feliz, que tomó a Malé de la mano y la condujo hasta el comedor, donde relumbraba también la mesa, con mantel blanco, de hilo, sustituyendo al hule cuadriculado de aquellos días. En posición de mâitre oferente, un caballero de sienes plateadas y sonrisa no menos luminosa que la de Ari mostraba, con mano abierta, una extensión de ricas viandas. Acerté a ver rosbif, ensaladas, patés, frutas diversas, panecillos recubiertos de semillitas negras –de amapola, aclaró luego el caballero– y tres botellas de Burdeos. Comida para cinco, advertí: menudo detallazo. Bueno, para cinco o para quince. Ah, y un cuenco de huevo hilado.
Malé se lanzó a sus brazos y le despeinó minuciosamente.
“¡¡¡Beto!!! ¿Cómo no dijiste que llegabas hoy?”
“Y, ya me conocés, nunca hago planes”
“Pero qué locura… ¿de dónde sacaron todo esto?”
“Un lugar increíble, mami. Se llama Fechón”.
“Fauchon”, corrigió Beto.
“¡Debe de ser carísimo! ¿En qué barrio?”
“En la mismísima Madeleine”.
“¿Hasta allá fueron?”
“Pero si no sabes ni dónde está, mami”.
“En coche es un momento”, dijo Beto.
“Y mira qué me trajo”, dijo la alborozada Ari, mostrando un walkman y cinco cedés de Elvis.
“Beto, amor…”
Mientras buscábamos platos y copas en la cocina, Malé nos informó:
“Beto Irigoyen. ¿Nunca oyeron ese nombre?”
“¿A qué se dedica?”, pregunté yo, ingenua o retóricamente.
“Aparca coches en una playa”.
“¿Cómo?”
“… pero la playa es suya. Y bastantes cosas más”.
Aclaro que el término “playa”, en boca de una argentina, se refiere a un parking. Pero mi mujer y yo veíamos una inacabable y blanquísima playa californiana.
“¡Un millonario argentino, como Glenn Ford en Los cuatro jinetes del apocalipsis! Creí que eran una especie en extinción”, dije.
“En extinción, por desgracia, no. Pero como él hay pocos, ya lo ven”.
Durante la cena, Beto contó que estaba recorriendo Francia, de camino a la Costa Azul, para nuestra eterna y babeante mezcla de envidia y admiración.
“Beto siempre está de paso”, dijo Malé.
“¿Os conocéis desde hace mucho?”, preguntó mi mujer.
“Bueno, esa es una historia larga”, dijo Malé. Y cuando Malé decía que una historia era larga, en vez de contarla largamente, es que no le apetecía hablar del asunto.
“Digamos que nos fuimos de Argentina en la misma época y por diferentes motivos”, dijo Beto.
¿De qué se habló en aquella cena? Difícil recuerdo, porque las botellas se vaciaron a una velocidad vertiginosa. Se habló de Menem, infaltable en toda cena con argentinos, Menem al que llamaban “el Aloe”.
“Porque es como el Aloe Vera”, dijo Beto, “que cuanto más le investigan más propiedades le encuentran”.
Beto era muy ocurrente y contaba muchos chistes, con una gracia incomparable. Es difícil enlazar bandadas de chistes y no resultar fatigoso; también es difícil recordarlos, como los sueños ajenos. Solo he conocido a dos personas capaces de contar chistes con esa extrema ligereza. Uno es el actor Carlos Hipólito; otro, Beto Irigoyen.
Recuerdo que reímos mucho, y que Ari miraba a Beto y a su madre mirándose, y sus ojos volvían a brillar, y que bien entrada la noche Beto contó su anhelo imposible de vivir siempre entre los treinta y los cincuenta, y recuerdo cuando Ari dijo “Venid, mirad que estrella más grande”, y nos acercamos todos a la ventana, y yo dije que era Venus porque tenía un resplandor azulado, y fue cuando Malé se quitó el jersey y se quedó con las espléndidas tetas al aire, y abrió la ventana, y quiso que nos tomásemos de las manos y pidiéramos un deseo, mentalmente.
“¡Venus, derrama tus bienes sobre nosotros!”, clamó.
Así la recuerdo. Así la recordaré. Así, y cantando en el coche, frente al lugar donde quizás estuvo Chez Temporel.
Beto preguntó entonces a qué hora salía nuestro avión, y decidió que no valía la pena acostarse por tres o cuatro horas, así que propuso un paseo, porque, dijo, no hay nada más hermoso que París de madrugada, en la hora que separa la noche del amanecer y los colores pasan del negro brillante al gris, azulado como Venus y poco a poco atravesado por estrías de luz rosácea. Malé se resistió y dijo que no eran horas para la niña y que no quería dejarla sola, etcétera.
“La niña tiene música para toda la noche”, dijo Ari, “y muchas ganas de que se vayan para ponerse a escucharla”.
“¿De verdad que no te importa, amor?” dijo Malé
“Que se vayan ya, pero ya”, dijo Ari, agarrando walkman y cedeses.
Me tambaleé un poco al levantarme.
El coche era un BMW negro, inmenso. Beto conducía; en aquella época no había tantos controles como ahora. Debió de ser un paseo largo o con poco tráfico, porque de la oscuridad charolada brotaron los leones de la plaza Denfert-Rochereau y, en el tiempo de un cabeceo o varias eternidades después, la cúpula y las follies rojizas de La Villette, como el paisaje de una película futurista imaginada en los años setenta. Hay pocos placeres comparables a adormecerse, considerablemente borracho, la nariz contra la ventanilla, la cabeza de la mujer que quieres apoyada en tu hombro, mientras te pasean en coche por una ciudad nocturna, sin rumbo fijo, puro azar, continuo desvío, como en el deambular de la adolescencia pero sin la desolada avidez de entonces. Beto quiso llevarnos luego a Chez Temporel, un club que, en su recuerdo, abría hasta muy tarde o ni siquiera cerraba, aunque eso nos pareció improbable, pero no tenía muy claro si quedaba por Wagram o por Pereira, en todo caso, dijo, cerca de la Porte Champerret, y al oír Pereira pensé de nuevo en Coco, y pensé que nadie estaba a gusto con lo que tenía, Malé con la ciudad a sus pies y piando por volver a Buenos Aires, de la que siempre renegaba; Coco añorando el mundo de la ópera que había quedado atrás; Elenita Santángelo que había dejado su apartamento romano para embarcarse en una loca aventura,
divina como virgen y perra pero muerta de vergüenza por interpretarlas; Beto con dinero para tostar dos bueyes, como dicen en Cádiz, y siempre dispuesto a apretar el acelerador para ver si así, quizás, una noche, podía enfilar el bucle que le llevaría a Chez Temporel, aquel club que no cerraba nunca o, mejor dicho, abría a los treinta y cerraba a los cincuenta para volver a abrir en el acto, en una noche eterna y fosforescente; aquel club que no logramos encontrar.
Entonces la luz verdosa del reloj marcó las cinco y yo pensé en Il est cinq heures, Paris s’eveille, la canción de Dutronc, y ya abría la boca para cantarla cuando Beto, ventriloquísimo y telépata, se me adelantó, y con mucho mejor acento:
“Je suis l’dauphin d’la place Dauphine..”
Mi mujer y yo nos sumamos:
“… et la place Blanche a mauvaise mine…”
Y los tres:
“Les travestis vont se raser
Les stripteaseuses sont rhabillées
Il est cinq heures, Paris s’eveille…”
Esto pareció cambiarle el humor a Malé, como si Beto y nosotros hubiéramos aprendido juntos la canción en un París anterior, como si fuera el himno secreto de Chez Temporel, la canción que en ese mundo paralelo sonaba y coreábamos cuando se acercaba el cierre. Como si la cantáramos para molestarla, vaya. Y además, en francés, aquella lengua maldita y presuntuosa.
Cuando acabamos la primera estrofa rompió a cantar, casi gritando, Los mareados, el inmortal tango de Cadícamo:
“Rara, como encendida
te hallé bebiendo, linda y fatal…
Bebías
y en el fragor del champán
loca reías por no llorar…”
Lo entendimos como un reto y recogimos el guante.
“La tour Eiffel a froid aux pieds
L’Arc de Triomphe est ranimé
et l’Obélisque est bien dressé
entre la nuit et la journée
Il est cinq heures…”
Contraatacó Malé, bien porteña:
“Pena me dio encontrarte
pues al mirarte yo vi brillar
tus ojos
con un eléctrico ardor tus bellos ojos
que tanto adoré”.
Aplaudimos y ya embocábamos el tercer round cuando mi mujer me puso la mano en el hombro porque se dio cuenta de que a Malé le pasaba algo. Porque no esperó. Seguía cantando.
“… cada cual tiene sus penas
y nosotros las tenemos…
Esta noche beberemos
porque ya no volveremos
a vernos más…”
Nos callamos. Estaba cantando de verdad, no como nosotros. Rara, como encendida. Lloraba. Al principio pensé que era por rabia acumulada o por teatro, pero no. Cantaba y lloraba, no podía parar de llorar ni de cantar. Cantaba como cuando hizo enmudecer a todo el público de Les Oiseaux. Volvía a estar en el centro del país de Chansons éperdues.
“Hoy vas a entrar en mi pasado
en el pasado de mi vida
Tres cosas lleva mi alma herida
amor, pesar, dolor…
Hoy nuevas sendas tomaremos…”
Cantaba desde muy lejos. Cantaba, imaginé, desde la veranda de la casa familiar en Nueve de Julio, una noche de verano, cuanto todavía había cocuyos brillando entre la alfalfa. Cantaba desde el café en Parque Chacabuco donde conoció a su primer marido, cuando los dos eran unos críos, y frente al que le desaparecieron.
“¡Qué grande ha sido nuestro amor!
Y sin embargo, ay
mirá lo que quedó”.
Alargó el brazo.
“Pará. Pará el auto”, dijo.
Beto lo hizo.
“Disculpen, chicos. Disculpen”, dijo Malé mientras bajaba.
Vomitaba, con el brazo apoyado en una farola, la cara en la sombra.
Vimos su silueta doblarse, vomitando como una cañería reventada.
Beto bajó y le pasó la mano por el hombro. Ella tenía la cabeza baja, los zapatos negros salpicados. Topitos blancos sobre fondo negro, eso iluminaba la farola, no sé si en Wagram o Pereira.
“¿Cómo estás, Malé?”, preguntó Beto.
Malé se pasó la mano por la boca y dijo, en una perfecta imitación de Libertad Lamarque:
“¿Cómo voy a estar, querido? En mi mejor momento como mujer y como actriz”.
Para C.R.
Hay 6 Comentarios
¡Ah! la Place Blanche
http://www.fotolios.blogspot.com.es/2014/04/las-amigas-de-plaza-blanca.html
hermosa historia, com todas las que son asi, buenos decorados...
Publicado por: marc | 28/04/2014 2:28:20
Gracias, Xabier.
Publicado por: Marcos Ordóñez | 13/03/2014 10:30:07
Precioso relato, como nos tienes acostumbrados.
Publicado por: Xabier | 13/03/2014 10:19:55
Perdón
Me encanta esta música aunque soy un ignorante. En el video en 2:37 yo escucho llena(n)... y por no comentar solo con halagos. Perdón y un abrazo.
Publicado por: Manu3l | 05/03/2014 12:18:58
¡Gracias, Manu! Gran abrazo
Respecto al verso de Cadícamo, en todas partes lo he visto como "tres cosas lleva". ¿Dónde viste lo de "llenan"?
Publicado por: Marcos Ordóñez | 05/03/2014 9:42:23
Hola Maestro.
Otro relato genial y van...
Si me permite, creo que el gran Goyeneche canta : "tres cosas llenan mi alma herida..."
Muchas gracias. Un saludo, Manu3l.
Publicado por: Manu3l | 05/03/2014 9:36:00