Bulevares Periféricos

Sobre el blog

Teatro, Literatura, Cine, Música, Series: arte en general. Lo que alimenta, lo que vuelve. Crónicas, investigaciones, deslumbramientos. Y entrevistas (más conversaciones que entrevistas). Y chispazos, memoria, dietario, frases escuchadas al azar (o no). Y lo que vaya saliendo.

Sobre el autor

Marcos Ordóñez

Marcos Ordóñez. Escritor, periodista, profesor. Cada sábado escribe en Babelia la sección PURO TEATRO y, cada jueves, en Cultura, EL HOMBRE QUE FUE JUEVES. Intento escribir sobre lo que me da vida. Ultimos libros publicados: Turismo interior (Lumen, 2010), Telón de fondo (El Aleph, 2011), Un jardín abandonado por los pájaros (El Aleph,2013).

Solo para amantes de gatos

Por: | 26 de marzo de 2014

RabuNinetteBigunDospelos


Salvo los mosquitos y las serpientes me gustan todos los animales, pero los felinos están en lo alto del podio. Quien no sienta una pasión semejante pensará que lo que viene a continuación es una sinsorgada, o sea que lo mejor es que deje de leer en este mismo momento.
En los ojos de los perros y los caballos hay una profunda humanidad, una forma de vínculo. En los ojos de los gatos hay un misterio abismal. Esto se ha dicho infinidad de veces, pero es cierto. Los perros y los caballos han acompañado al hombre desde sus orígenes. Los gatos llegaron, probablemente, de un planeta muy lejano. Mi mujer y yo hemos tenido perros y gatos. Uno puede elegir a un perro o un caballo y convertirse, palabra horrible, en su amo, o en su jefe de manada. Un gato te elige a ti para que le sirvas y le adores. Con un gato, pues, se establece la misma relación que hay entre un humano y una deidad. Nosotros hemos tenido una docena de gatos, y lo que yo sentí por uno de ellos, el gato Bigún, no lo he sentido jamás por ningún otro gato o ningún otro animal. Cuando murió estuve llorando una semana y no pasa otra sin que me acuerde de él.

Con los anteriores, extrañamente, no establecí vínculos profundos. ¿Era yo un descastado entonces? No digo que no. Mi primer gato se llamaba Mugas y me acompañó mucho durante un periodo de abandono, a finales de los setenta. Era un gato abisinio, o naranja, o Ginger Cat, como les llaman los ingleses, un nombre muy bonito porque suena a galleta. No sé de dónde salió y apenas recuerdo sus costumbres. Y es raro, porque en aquella época, ya digo, pasábamos largas horas juntos. Lo único que me viene a la cabeza es el día en que devoró hasta la última hoja de una planta de marihuana que yo tenía en usufructo. No es que le hicieran mucha falta los alucinógenos, como a ningún gato, porque, ahora que me acuerdo, solía entrar en trance escuchando música, aunque solo le pasaba con dos discos: La Catedral, de Sisa, e In the Court of the Crimson King. Pink Floyd, por ejemplo, le resultaba indiferente, pero con aquellos dos se quedaba inmóvil, los ojos muy abiertos y las orejas aguzadísimas. Probablemente conectaba con una frecuencia alienígena (su planeta originario) o captaba un mensaje oculto entre los surcos. El resto del día, como sus compañeros de especie, debía dedicarlo a sus cinco mil siestas.
No sé si la marihuana afecta a los gatos, pero desde aquel día comenzó a hacer unas acrobacias insólitas. Corría por el piso, que era pequeño, a gran velocidad, y al enfilar el pasillo lograba el prodigio de rampar durante unos segundos por la pared, como si fuera un peralte y él un campeón de bobsleigh. Esas tres cosas son lo que más recuerdo del gato Mugas.

Unos años más tarde, en La Floresta, llegó el gato Fermín.
Le llamamos así porque habíamos bautizado Piker a nuestro perro, para mosqueo de la directiva editorial Mónica Piquer, a la que en el transcurso de una fiesta hubo que convencer, tebeo en mano, de que los nombres de Piker y Fermín eran un homenaje a los Garriris dibujados por Mariscal.
Fermín asomó una mañana de entre un montón de leña recién cortada, en una loma que había frente a la casa. La convivencia con Piker no fue plácida. Cuando volvíamos por la noche los encontrábamos siempre igual: Piker al pie de un pino, con las fauces abiertas y en posición de firmes, y Fermín maullando desesperadamente en la copa del árbol, oculto entre el follaje. Aquello, estaba claro, no podía durar. Y no duró: Fermín desapareció de un día para otro.
¿Se lo cargó Piker, se largó él, harto de pasar días enteros en las ramas, como un personaje de la Duras? La segunda opción nos pareció más llevadera. Así que partió Fermín (en el sentido que fuera), llegó la perra Amparito, y ella y Piker reinaron durante una década. Hasta los primeros noventa, diría yo. Nos fuimos a Barcelona en el 83. Tuvimos que buscar una casa con jardín, porque hubiera sido imposible tenerlos en un piso. Entonces todavía se encontraban casas con jardín por un alquiler razonable.
Con las Olimpiadas comenzaron a desaparecer muchas cosas. Entre ellas, nuestros perros. No fue una relación causa/efecto: pura coincidencia cronológica. Y fue esfumarse ellos y comenzar la dinastía felina.

Zorrune en la espesura

Enumero rápidamente la genealogía. Bigún (tengan paciencia) tardará un poco en hacer su entrada: más tardó Brando en Apocalypse Now.
Los padres fundadores fueron la Gata Marra y el Gato Pompón, que engendraron una vasta progenie. Tuvieron cuatro hijas, tres Russian Blue o Chartreuse (Zorrune, Desperada y Grisbi), una Mexican Black, Scully, que salía, claramente, al padre, y un hijo, Dospelos, también negro y con un diminuto mechón blanco en el pecho (de ahí su nombre).
Lo de Russian Blue y Mexican Black suena un tanto pomposo, pero también muy eufónico, como marcas de perfume o chocolate caro: en todo caso, nosotros quedamos encantados cuando así las definió el veterinario.
Con Marra y Pompón llegaron también el atigrado, torvo y despeluchadísimo Nicklas, del que más tarde hablaré, y dos Mexican Black a los que denominamos, sin excesiva originalidad, Gato Negru y Gato Rabu. El porqué de la terminación en “u” es un misterio, atribuible – se me ocurre ahora – a que tal vez los bautizó así un niño visitante. Negru y Rabu eran idénticos, salvo por el detalle de que el segundo tenía rota la cola. Estaba claro que no pertenecían a la familia Pompón-Marra, porque iban a su aire y eran netamente mediopensionistas: a diferencia del insistente Nicklas, solo venían a comer de vez en cuando.
En una vida anterior, Zorrune (también llamada Mrs. Zorrangles, porque luego viajó a América) se llamó Natasha Ivanova. En los días de la revolución huyó a Crimea, lo que explicaba su afición a los desayunos lujosos. Intensamente neurótica y con ramalazos místicos, a veces desaparecía durante días e incluso semanas. Desperada recibió ese nombre porque era muy temerosa y trepaba cada mañana al palosanto que había frente a la ventana del comedor, desde donde maullaba sin sonido, como la madre en las escalinatas de Odessa en El acorazado Potemkin. Grisbi y Scully tuvieron corta vida: un vecino cabrón las envenenó.
Como la Gata Marra era la quintaesencia de las madres desnaturalizadas, Pompón fue el adiestrador de las tres rusas, y en su infancia andaban tras él a todas horas. Más tarde, Zorrune se hizo cargo de su hermana Desperada: fue ella quien le enseñó (entre otras habilidades) a subir a los árboles. Cuando decidió que el aprendizaje estaba completo, la apartó de su lado con fieros bufidos, demostrando que había heredado el talante arisco de Marra. Y mientras la delicadísima Desperada cumplía con el rol de la tía soltera, cantada por Serrat, Zorrune engendró a Kabuki y Ninette, que nacieron raquíticas, lo que las dotó de una agilidad portentosa.

Desperada en un pronto místico

Kabuki era negra, pero tenía cara y ojos de máscara japonesa, y estaba claro que en su vida anterior había sido geisha, tan refinada como Maggie Cheung en In the mood for love, lo que explicaba sus andares elegantísimos y su gusto por los trocitos de carne pinchados en palillos, que atrapaba sin apenas rozarlos con los dientes.
Ninette era atigrada (o Romana, según el veterinario) y, por tanto, de superlativa inteligencia: a más rayas, mayor cacumen, nos dijo, teoría que alcanzaría su máximo cumplimiento con Bigún. Como doce gatos comenzaban a ser muchos gatos (recuento, en época álgida: Marra, Pompón, Zorrune, Desperada, Grisbi, Scully, Dospelos, Kabuki y Ninette, en el equipo local, y Negru, Rabu y Nicklas en el visitante) intentamos encolomarle Ninette a mi madre, pero se escondió bajo un sofá (la gata, quiero decir) y no salió durante un mes. Por las noches exploraba el piso y comía, para volver a su refugio al menor ruido. Cuando regresó al paraíso pareció olvidar por completo la desagradable experiencia sin guardarnos ni una sombra de rencor, aunque salía a escape cada vez que oía llegar a mi madre.

Cuando los envenenamientos se llevaron también por delante a Negru, decidimos que se imponía una esterilización urgente. No fue un trabajo fácil ni rápido. Mi mujer utilizó lo que llamaba “sistema Eustaquio Morcillón”, en homenaje al legendario cazador del tebeo. Consistía en sentarse a leer en el jardín, colocar un plato con comida en una jaula (el tradicional transportín), y sostener con una cuerda la portezuela, para dejarla caer tan pronto acudía una gata al reclamo alimenticio. Nos sorprendió mucho observar cómo picaron una tras otra, pese a haber visto, literalmente, que allí había gata encerrada, y así comprobamos el elevado coeficiente de Ninette, que entró la última y tras infinitos rodeos. El procedimiento le permitió a mi mujer leerse dos volúmenes de la Recherche y las salvó de una muerte cierta, porque el vecino cabrón no cejaba en el suministro de ponzoñas.

Cierro esta primera entrega con las rápidas semblanzas de Dospelos y Nicklas. Como el primero había crecido rodeado de gatas esterilizadas, el sexo fue para él un concepto abstracto, y nunca le vimos salir a por otras. Fue un príncipe virgen y melancólico, en la línea de Luis de Baviera, de sensibilidad extrema y líricos maullidos. Rehuía cualquier asomo de pelea y pasaba largas horas en tendederos, macetas y demás atalayas para prevenir posibles ataques.
Por su parte, Nicklas acabó encajando plenamente en el perfil del bastardo shakesperiano. El apodo le vino por lo mucho que nos recordaba a Nicholas Ray en su última época: era patilargo, tuerto, y de andares lentos y tirando a descoyuntados. Nuestros amigos, en cambio, lo consideraban mas bien cercano a Ricardo III, opinión que las gatas parecían compartir, manteniendo una distancia a caballo entre el desdén clasista y la prudencia temerosa, con un trasluz de secreta atracción. Se fingía humilde y reverencial, pero, como cualquier gato macho, planificaba desde su rincón la conquista del territorio. Destronó al viejo Pompón ganando terreno milímetro a milímetro, como si fuera una estatua, convencido (y había algo conmovedor en ello) de que al ponerse de perfil se invisibilizaba. Tenía otro talento más constatable, prueba de su doblez: imitaba el zureo de las palomas para saltar sobre ellas y zampárselas. Así, derrocado Pompón y tras la abdicación manifiesta de Dospelos, que nunca codició cetro alguno, Nicklas se convirtió en monarca absolutista. Hasta que llegó Bigún, claro. Pero esa es otra historia, como la de mi historia de amor. Contaré ambas la semana próxima.  

(Continuará)   

Para Jacinto Antón, por supuesto.

Bigún toma posesión



Fotos: Pepita Galbany

El señor Layton (una conversación con Carlos Hipólito)

Por: | 20 de marzo de 2014

William Layton - foto Fernando Suárez

Estoy releyendo ¿Por qué? Trampolín del actor, la recopilación de textos y ejercicios teatrales que William Layton publicó en 1990, y caigo en la cuenta de que el pasado mes de diciembre se cumplió el centenario de su nacimiento. Profesor, actor, director de escena, traductor y dramaturgo, era americano, de Kansas. Estudió en Nueva York, en la American Academy of Dramatic Arts y la Neighborhood Playhouse, donde se formó en las enseñanzas de Stanislavsky bajo la tutela de Sanford Meisner, uno de los heterodoxos del Actors Studio. Llegó a España a mitad de los cincuenta, de la mano de su amigo Agustín Penón, el primer gran investigador lorquiano. En Mérida, contaba, quedó deslumbrado por la forma de escuchar en escena de Mary Carrillo, que protagonizaba La alondra, de Anouilh, en el montaje de Tamayo. En aquel festival descubrió "que los actores españoles eran capaces de esfuerzos titánicos pero se aburrían con el trabajo continuado". En 1959 se instaló en Madrid y creó el primer "laboratorio de actores" de este país, junto a Miguel Narros y Betsy Berkley. Cuarenta años más tarde, varias generaciones de actores y actrices habían profundizado (e incluso revolucionado)  su manera de interpretar gracias a él. En 1995, aquejado de una sordera casi absoluta y con dificultades de movilidad, Layton se suicida "para no ser una carga", según escribió en su nota de despedida.
Me entran ganas de saber más cosas sobre el maestro americano. Llamo a Carlos Hipólito, que fue discípulo suyo desde muy joven. Me responde con su pasión y su cordialidad habituales.

“¡Me encanta hablar sobre el señor Layton! Todavía hay gente que no sabe lo importantísimo que ha sido para el teatro de este país. Yo tuve la enorme suerte de que me formara cuando empezaba a dar mis primeros pasos como actor, a los dieciocho años, o sea, en el mejor momento y con el mejor pedagogo imaginable. Empezar con él fue un regalo. Yo me siento un privilegiado, y creo que todos los que aprendieron con él te dirán lo mismo. Tú sabes que Layton, Narros y Betsy Berkley crearon el TEM (Teatro Estudio de Madrid), cuya primera promoción se presentó en 1964 con Proceso por la sombra de un burro, de Dürrenmatt, que dirigió un jovencísimo José Carlos Plaza.
Lo que viene ahora parece una sopa de letras. Yo empecé a recibir clases diez años más tarde en el TEI (Teatro Experimental Independiente), que había nacido en 1968 como una escisión del TEM, y a su vez se convertiría en el TEC (Teatro Estable Castellano). Estas clases eran un poco itinerantes. Comenzaron en la sala del TEI, el Pequeño Teatro de la calle Magallanes, que tenía un aforo para setenta personas, pero las butacas se podían quitar y así ampliaban espacio. De ahí pasamos al estudio de danza de Karen Taft, en Libertad 15, donde también enseñaba movimiento Arnold Taraborelli, americano como Layton, de Filadelfia, y se ensayaban las funciones del TEI. Más tarde se creó el Laboratorio Layton, que empezó, si no recuerdo mal, en las salas de ensayos del Español y luego en Carretas 14, que fue cuando me desvinculé un poco, por razones de trabajo, pero siempre que podía volvía para seguir aprendiendo.
Mi debut profesional fue en Así que pasen cinco años, dirigida por Miguel Narros, en el 78. Hacer dos funciones diarias me parecía algo extraordinario. En esa época ya eran el TEC, con un equipo de dirección formado por Narros, José Carlos Plaza, Layton y Taraborrelli. Narros y Plaza solían firmar los montajes, y Layton y Taraborrelli colaboraban siempre en la dirección. Eran todos estupendos, pero el señor Layton, como le llamábamos todos, era extraordinario. Era un maestro y un sembrador.
Ahora se llama maestro a cualquiera, pero hay muy pocos que lo sean de verdad.
Lo primero que llamaba la atención era su aspecto. Muy elegante, con una gran autoridad. Ojos penetrantes, de halcón. Y una voz grave, preciosa, persuasiva. No sólo revolucionó el arte de la actuación en España sino que nos hizo ver muy claramente los vínculos, los legados. Nos enseñó de dónde veníamos. Nos dijo que había una serie de actores que eran nuestros mayores: nunca habían pisado una clase, pero eran los mejores maestros que podíamos tener. Y eso no es habitual. Lo habitual es pretender borrar todo lo anterior, sobre todo si quien lo dice es extranjero. Hay muchas escuelas que desprecian lo que hacen los otros, como si fueran los únicos poseedores de la verdad teatral. Y él era todo lo contrario, un hombre de una generosidad inmensa, constante. Llegaba entusiasmado y nos decía “Tenéis que ir corriendo a ver lo que hace Berta Riaza en esa función. Está haciendo exactamente lo que yo os pido que hagáis”. Adoraba a Mary Carrillo, a Berta Riaza, a las Gutiérrez Caba. A Irene la dirigió en el monólogo de La más fuerte, de Strindberg, y fue una absoluta maravilla. Debería pasarse en cualquier escuela, porque es una lección magistral de actuación.

Carlos HipólitoEl señor Layton me enseñó lo que yo llamo los “principios fundamentales”, empezando por el acercamiento al texto. Te hacía descubrir, línea a línea, lo que el personaje callaba. Decía: “Si un texto está bien escrito, detectarás no sólo lo que el personaje dice sino lo que decide no decir, que es mucho más importante, porque es lo que le define y le hace realmente interesante. Pero no siempre es fácil verlo”.
Otro día nos dijo: “Muchos actores tienen la tendencia a querer contar todo el personaje, a “ilustrarlo”, y entonces la interpretación se vuelve redundante. No hay que “explicar”, ni olvidar que el público también piensa. No solo te han de escuchar y han de conmoverse: han de pensar contigo, y preguntarse qué estás pensando”.
Combinaba de una forma increíble el ahondar en la psicología del personaje con un absoluto sentido práctico acerca de cómo tenía que manejarse un actor en el escenario. En una de las primeras clases yo estaba haciendo – o destrozando, imagino- un monólogo de Hamlet cuando de pronto me paró y me dijo: “Carlitos, cuando miras a la derecha ¿qué ves?”.
Yo me puse estupendo y le dije: “Pues yo veo las colinas de Elsinor, y un cuervo que se posa en un palo y que me recuerda a mi padre”, un rollo por el estilo, y él me contestó: “No, Carlitos, si miras a la derecha lo que ves es al utilero comiendo pipas. Que tú te creas el personaje y estés intentando vivirlo de una forma muy sincera no quiere decir que te abstraigas de la realidad que te rodea, porque estás en un escenario rodeado de técnicos que hacen cosas, y has de intentar que eso no te distraiga pero no ignorándolo sino asumiéndolo”. Aquel día yo pensé: “Este hombre no solo enseña cosas muy profundas, sino que por encima de todo tiene una toma de tierra fuera de serie”.

Tenía el orgullo de quien sabe que sabe, pero en el fondo era muy humilde: “Hay mucha gente que dice que yo soy el que ha traído el Método a España", decía. "Se equivocan, porque el Método no existe. ¿Qué es el Método? Es ponerle nombre al sentido común. El Método no existe porque hay tantos métodos como actores. Cada uno de vosotros encontrará su propio método a través de lo que aprenda aquí conmigo, de lo que aprenda en otra escuela y, sobre todo, en el escenario. Fijaos en que dos actores que hayan estudiado en la misma escuela nunca trabajan de la misma manera. Incluso un mismo actor, por sus circunstancias vitales, nunca prepara del mismo modo los personajes: depende de si lo hace en primavera o en invierno, si ha tenido una enfermedad o está sano… siempre hay mil variables”. Enseñaba siempre a relativizarlo todo, a no poner grandes mayúsculas a las cosas.  

Era muy sabio y muy preciso. Nunca se iba por las ramas. Siempre decía que abordar las cosas “en general” no sirve de nada ni significa nada, que todo ha de ser concreto. Me dio una serie de instrumentos que me ayudaron mucho. Gracias al señor Layton yo he logrado arrancar una emoción en el escenario concentrándome en un objeto, porque te enseñaba a tener una relación emocional con tu entorno. Te decía: “No es lo mismo si miras una pared del decorado que si miras un sillón, porque cada cosa tiene su sentido y su significado”. Cuando hice la serie Desaparecida agradecía cada día haberle conocido, porque tenías que mostrar emociones a flor de piel durante montones de secuencias. Mi personaje estaba al límite: primero vivía el secuestro y después el asesinato de su hija. Eran catorce capítulos, pero el personaje pasaba veinticinco días durísimos, y había que atrapar y mantener la emoción, no tenía ni un momento de descanso. Y para hacer eso hay que concentrarse en lo pequeño, en lo específico. El día en que me tocó rodar el momento en que me comunicaban su muerte no pensé en mi propia hija ni me llevé de casa una foto suya. Cuando estaba a punto de empezar la secuencia tomé un objeto del decorado, un objeto del personaje de mi hija, y me dije "Ella no volverá a tocarlo nunca más". Y rompí a llorar.

Había otro aspecto sorprendente en el señor Layton. Llevaba muchos años en nuestro país y dominaba el castellano escrito, porque hizo muchísimas traducciones, pero seguía hablando un castellano americanísimo, un spanglish que no siempre era fácil de descifrar. Para acabarlo de arreglar, una granada le dejó sordo en Iwo Jima. Mucha gente me preguntaba: “¿Este hombre cómo puede enseñar y dirigir?”. No me creían cuando les decía que tenía una capacidad de observación y de escucha que rozaba lo paranormal. Escuchaba con la mirada. Estudiaba la colocación del cuerpo y siempre sabía si estabas en el tono adecuado. Y lo que decía coincidía plenamente con lo que habían advertido los otros directores del equipo.
Como maestro y como director tenía una paciencia infinita. Cuando un actor no entendía algo, él iba a lo más básico para ayudarle a llegar al lugar donde quería llevarle. Si el actor no había hecho el trabajo inicial por su cuenta, hacía todo el proceso con él desde el principio. Ser paciente es una forma de ser respetuoso. Y sabía dirigir a cada uno de una manera diferente: esa es una de las mayores cualidades de un director.

Carlos Hipólito y José Pedro Carrion en LARGO VIAJE HACIA LA NOCHEHubo dos épocas en mi relación con él. La primera fue en las clases; la segunda, en el escenario. En el TEC hice La señora tártara, de Nieva, el Don Carlos de Schiller y Largo viaje hacia la noche, de O’Neill. Dirigían Narros o Plaza pero, como te decía antes, Layton siempre estaba allí, y te ayudaba a desmenuzar cada escena. En esa segunda etapa se fue forjando una amistad, porque en los ensayos hay muchos tiempos muertos y yo tuve la suerte de poder hablar mucho con él de la vida y del oficio.
Podía ser lacónico, muy cowboy. Y duro: había sido marine y eso marca. Respetuoso siempre, pero duro. Detestaba la sensiblería. Bajo esa capa inicial de rudeza había un hombre emotivo y cercano.
Yo guardo como oro en paño una tarjetita que me hizo llegar al camerino del Español después de una función de Largo viaje, y se me saltan las lágrimas cada vez que la veo. Decía: “Carlitos ¿puedo traer a mis alumnos del Laboratorio para que te vean y aprendan lo que es escuchar en el escenario?”. Y por si fuera poco, en el otro lado había escrito: “Sociedad de Admiración Mutua. Tu amigo, Guillermo”.
 
Me enseñó una manera de estar en este oficio.
Me enseñó a valorar la disciplina, el respeto por el trabajo, por el escenario, por el público. A no ceder nunca a lo fácil, a exigirte. A superarte siempre, pero sin compararte con nadie. Decía: “Nunca hay que buscar ser más que otro. Eso es absurdo, no lleva a ninguna parte. Has de compararte con tu anterior trabajo. Si intentas ser mejor que otro estás abocado al fracaso, porque siempre habrá alguien que diga que el otro es mejor que tú, y eso te hundirá. No hay que competir”.
Me puso en guardia contra la facilidad: “Hay actores a los que todo les resulta muy sencillo. El director les dice algo, lo pillan al vuelo y lo actúan. Eso es estupendo, pero corren el riesgo de creer que con resolver lo que el director les pide ya vale. Siempre hay que estar vigilante, porque la búsqueda no termina nunca”.
Después de un ensayo Largo viaje hacia la noche me dijo algo que he intentado seguir a rajatabla: “Carlitos, el mejor trabajo es el que no se nota. Ojalá que el público que te vea actuar no piense nunca “qué buen actor es”. Has de intentar que al escenario no salga el actor, sino que el público vea siempre al personaje y que se lo crean. Al acabar, si quieren, que piensen en lo bueno que es el actor, pero no durante. No salgas a hacer un alarde de facultades. Nunca hay que “mostrar” el trabajo. El espectador ha de pensar “qué sencillo lo hace, qué fácil parece resultarle”, por mucho que te haya costado hacerlo. Si te dicen eso es que lo has hecho bien. En escena jugamos a ser otros, y cuando uno juega, aunque se canse, se cansa a gusto”.   

Han pasado muchos años pero sigo pensando en él.
Estoy ensayando y me digo: “¿Y esto le gustaría al señor Layton?”. O: “¿Qué diría el señor Layton de esto?”.
A veces me imagino que está en el patio de butacas viendo la función y que luego me dice: “Carlitos, te creerás que hoy has toreado muy bien, pero has estado tocando el violín”. Pienso que siempre estará ahí, porque lo llevo dentro. Todo lo que me dijo lo apunté con el rotulador gordo: eran enseñanzas para el teatro y para la vida.
No me dio muletas para andar sobre un escenario: me dio las piernas. Gracias, señor Layton".

foto de William Layton: Fernando Suárez
foto de Carlos Hipólito: Jean-Pierre Ledos

Gramola galáctica: Una tarde con Robert Wyatt

Por: | 11 de marzo de 2014

El matrimonio Wyatt-Benge les desea felices pascuasA finales de los ochenta, mi mujer y yo fuimos a Castelldefels a conocer a Robert Wyatt y a su esposa, Alfreda Benge, guiados por Juan Bufill y su compañera, Maria Pilar Tirbió. Bufill (poeta, cineasta experimental, crítico de arte y muchas cosas más) era entonces el principal heraldo de Wyatt en Barcelona, por no decir en España. Él me descubrió, casi una década antes, el deslumbrante Rock Bottom, su obra maestra.
En los primeros setenta, Wyatt era para mí el batería y cantante de Soft Machine. Primer encuentro: en el disco doble Rock 71 (Rock Buster, en el original), “el de la portada del forzudo” (luego sabríamos que era un joven Schwarzenneger), donde aparecía el tema To Mark Everywhere. Nunca me volvió loco Soft Machine, aunque parece que tenían un directo de impresión, no en vano se los llevó de gira Jimi Hendrix.
Segundo encuentro: la maravillosa Oh Caroline, compuesta y cantada por Wyatt con Matching Mole, el grupo que fundó en el 72, tras dejar Soft Machine. No sé si antes o justo después de grabar el disco de Matching Mole hizo su primer álbum en solitario, The end of an ear. Me hizo una ilusión loca cuando lo pillé en un cajón de ofertas, pero la parte free me pareció latosa y aparqué su nombre.
Hasta que aparece Bufill con su espada flamígera y me dice: “Abre esas orejas y escucha Rock Bottom”. También me dijo: “Escucha de nuevo la excepcional versión de Las Vegas Tango, de Gil Evans, en The end of an ear”. Tenía razón. Bufill casi siempre tiene razón.  
Sobre los orígenes de Rock Bottom circulan dos versiones, la (más o menos) oficial y la legendaria. Estamos en 1973. La acción tiene lugar en la casa de la pintora June Campbell Cramer (en arte, Lady Jane), mitad musa mitad tutora excéntrica de los principales miembros del rock progresivo inglés de la época (o Canterbury Sound: Soft Machine, Caravan, Gong, Henry Cow, Hatfield and the North, etc), que vive en Maida Vale, en Londres. Wyatt se ha metido de todo, como la mayoría de los asistentes, pero solo él tiene la mala fortuna de caer por una ventana abierta. Según unos, era un tercer piso; según otros, el quinto. Da igual: no se mató de milagro, pero se cascó la columna vertebral y quedó paralítico de por vida. Acerca de la ingesta fatal, Wyatt recordaba "un ponche que estaba buenísimo, aunque nadie sabía muy bien lo que contenía".

La versión legendaria me gusta más, por algo es legendaria. La fiesta está en su apogeo y Wyatt se ha llevado a una chica al lavabo (o viceversa). Su novia, Alfreda Benge (a partir de ahora Alfie, porque hubo confianza), se percata de la maniobra y comienza a aporrear la puerta. A Wyatt le entra una paranoia del nueve  y se dice “He de salir de aquí”. Y sale por la ventana, olvidando que está en un tercer o quinto piso. ¿Algún dato a favor de esta versión? La foto que, según algunos, se hicieron a modo de felicitación navideña al año siguiente, en la que Wyatt está ya en silla de ruedas, muy sonriente, ataviado con una túnica multicolor, y a su lado, con humor negrísimo, Alfie Benge empuña un cuchillo de trinchar venado. No, no les pregunté sobre la veracidad de la leyenda: me pareció un asunto inconveniente. Puede que la foto aludiera a una doble culpa: la de él por engañarla, la de ella por llamar frenéticamente a la puerta del lavabo y, en cierto modo, propiciar el vuelo paranoico.
Seamos justos: fotos siniestras aparte, Alfie Benge estuvo siempre a su lado (se casaron poco después del accidente) y fue capital en su recuperación. “De no haber sido por ella”, nos dijo, “yo no habría hecho nada. Bueno, sí: habría bebido hasta la muerte escuchando a Thelonious Monk”.

La portada original de Rock BottomMás leyendas. Yo estaba convencido de que Rock Bottom era un álbum que surgió como una respuesta emocional al accidente y fue grabado en Venecia, recién salido del hospital. Error parcial. Supe aquella tarde que no lo grabó en Venecia. Lo compuso en Venecia (en buena parte) con un teclado casi de juguete, durante el rodaje de la terrorífica Don’t Look Now (Amenaza en la sombra), de Nicholas Roeg, en la que trabajaba Alfie. “Quizás por eso es tan acuático”, dijo Bufill. Y, nos dijo Wyatt, lo completó y grabó en Inglaterra, en el 74, producido por Nick Mason, el batería de Pink Floyd.
Es evidente, sin embargo, que se hizo después de la caída. Rock Bottom está empapado en dolor: basta escuchar esa voz increíble, siempre a punto de romperse o de echar a volar. Pensé entonces: cada vez que vuelva a ver Amenaza en la sombra veré a Wyatt acercando las manos al teclado, manos temblorosas pero fuertes, Wyatt luchando por salir a flote mientras el agua de un canal subterráneo y oscuro se desborda y sube hacia la luz.

Curiosamente (o no), grabó también ese mismo año una inesperada versión de I’m a believer, la canción que escribió Neil Diamond y cantaron los Monkees en 1966, y que se convirtió en el mayor éxito de su carrera y trepó a lo alto de las listas británicas. El productor de Top of the Pops se negó a que la interpretara en directo porque lo de la silla de ruedas, dijo, “podía resultar deprimente para el público familiar”, pero cuando los miembros de su banda aparecieron sentados en sillas de ruedas en la portada del New Musical Express no le quedó más remedio que tragar.
En 1975 publica Ruth is stranger than Richard (que durante mucho tiempo se vendió, en disco doble, junto con Rock Bottom). A partir de ahí yo le pierdo la pista hasta los primeros ochenta, cuando reemerge con Nothing Can Stop Us, un disco muy combativo (acababa de afiliarse al Partido Comunista británico) y, sobre todo, con una serie de versiones majestuosas que publica Rough Trade (y en España, Nuevos Medios): At Last I Am Free, de Chic, Round Midnight, de Thelonius Monk, Memories of you, de Andy Razaf y Eubie Blake, y, joya de esa corona, Shipbuilding, de Costello y Clive Langer. Aquí yo también me había armado un lío. No es estrictamente una versión, aunque haya acabado pareciéndolo: Costello y Langer la escribieron para Wyatt, que la grabó primero, en 1982, y Costello la cantó un año más tarde en Punch the Clock (1983).

Robert_Wyatt_-_DondestanWyatt y Alfie Benge recalaron por primera vez en Castelldefels en esa época, en el invierno de 1982, y en la apropiadísima calle Estrella de Mar, y al escuchar ese nombre recordé una imagen: mi amigo llegando a la casa de los Wyatt en Londres y viendo, a través de las cortinas de su ventana, un coral rojo, como si vivieran bajo el agua. Nuestra visita debió tener lugar entre el otoño del 86 y la primavera del 87. Vinieron a rodar un espléndido documental de Juan Bufill, El viaje de Robert Wyatt, para el programa Arsenal, que dirigía Manuel Huerga en TV3, la cadena catalana: se filmó en otoño-invierno del 86/87, se estrenó en febrero de 1987, y fue el primer monográfico sobre su vida y su obra. Yo le llevé un disco (no recuerdo ahora si de Allen Toussaint o de Jimmy Reed) porque había leído en algún lado que andaba loco buscándolo. Lo agradeció mucho pero no pudo escucharlo, porque en el apartamento de Castelldefels solo tenían un lector de cassetes y, quizás, cedés.
Aquel apartamento es el que aparece, pintado por Alfie, en la portada de Dondestan, que salió en 1991. Era un lugar muy modesto, con muebles de veraneo; algunos carteles de flamenco en las paredes y, sobre todo, una terraza con un gran ventanal que daba a la playa. Allí escribieron las letras (Alfie) y músicas (Wyatt) de ese disco, en el que aparecen algunos personajes de aquellos días, como el vendedor ambulante que cargaba grandes cajas de objetos africanos y trataba de venderlos en aquella franja de playa, en pleno invierno, cuando no había ni un comprador posible. La tarde que llegamos, Wyatt y Alfie se reían de un grupo de modelos, hombres y mujeres, de cuerpos atléticos, que hacían ejercicios gimnásticos y se fotografiaban a pocos metros de su ventana.
“No es el espectáculo más apropiado para un paralítico”, bromeó Wyatt.
Les recuerdo como dos reyes nórdicos, de ojos claros y melenas rubias, casi blancas. Wyatt parecía también un cruce entre Neptuno y un patriarca ruso, por su larga y pobladísima barba. No tomaban el sol, pero estaban muy morenos: gracias a la terraza, el sol y el aire del mar llegaban hasta ellos.

De la playa había llegado también un gato al que llamaron Lobueno.
Alfie le había puesto ese nombre porque el animal estaba cojo y ella había visto en un restaurante un baldosín con la siguiente frase:
“Lo malo viene volando y lo bueno cojeando”.
El gato había dejado preñada a la gata titular, que estaba en un cajón de la sala amamantando a varios gatitos. María Pilar se llevó uno de ellos.
Le pregunté a Wyatt si seguía siendo comunista. “Más que nunca”. Odiaba, nos dijo, el “narcisismo cultural” europeo. “Empezando por los ingleses, que siguen siendo imperialistas sin imperio”. Le interesaban todas las músicas, y casi cada noche iban a una peña flamenca de Gavà, porque había actuaciones y podían comprar casetes. Allí le llamaban “el inglés” o “Roberto”. Bufill tradujo al castellano los poemas de Alfie en Dondestan porque Wyatt quería leerlos en aquella peña.

 
Poco más puedo contar, periodísticamente hablando. Fue una velada estupenda, pero no tomé ni una nota y bebimos incontables botellas de vino turbio (al parecer, la bebida española favorita de los Wyatt), que Alfie, Pepita y María fueron a buscar varias veces a un bar gallego. Tampoco recuerdo, por cierto, como volvimos a casa. Aquella tarde escuchamos mucha música (flamenco, sobre todo) y, ya a punto de despedirnos, Wyatt le preguntó a Bufill por algunos artistas españoles con los que pudiera hacer algo. Bufill le habló, en mi vaporoso recuerdo, del entonces dúo formado por Javier Navarrete y Alberto Iglesias, pero él quería algo “más español”, y echó sobre el tapete los nombres de Gato Pérez y de Claustrofobia.
Bufill estaba convencido de que la unión de Gato y Wyatt (con Wyatt como productor, o teclista, o segunda voz, o una mezcla de todo ello) podía dar un resultado excepcional. Wyatt parecía interesado, porque le atraía la mezcla de rumba y ritmos latinos. El proyecto no cuajó. Gato había escuchado a Soft Machine pero no a Wyatt. Vale, ningún problema. Le llevamos unos discos. Le gustaron, aunque no acababa de verlo claro, y la cosa quedó en el aire.
En esa época teníamos una cierta vocación de productores, mitad productores mitad mánagers, y el plural incluye también a Francisco Casavella, DJ Ragnampiza y Joan Riambau (entre otros). Queríamos relanzar la rumba catalana y conseguimos algunos bolos para quienes más nos gustaban: logramos que Estrellas de Gracia actuaran en el Festival de Pineda de Mar y que Ramonet cantase en Costa Breve, el club que dirigía Fede Sardá y que visitábamos con frecuencia.
La propuesta de Claustrofobia salió adelante: Wyatt cantó en un castellano un tanto escuálido el tema Tu traición. Y los Claustrofobia, por cierto, ni siquiera incluyeron el nombre de Bufill en la lista de agradecimientos del disco.  
Tras escuchar de nuevo en selecto programa doble Sea Song (de Rock Bottom) y Mambo, una de las piezas más oceánicas de La Catedral, creo que al que teníamos que haberle presentado para una joint venture era a Sisa. Bueno, todavía estamos a tiempo.

Para Juan Bufill y Maria Pilar Tirbió

  





Foto de Robert Doisneau

Cuando Pigalle quedó abajo recordamos los tres, de golpe, que aquella era nuestra última noche en París.
“Ustedes querrán cenar rapidito y acostarse, claro. ¿A qué hora sale el vuelo?”
El vuelo salía a una hora insensata, pero mi mujer y yo teníamos un plan irrebatible.
“Nada de cenar rapidito. Recogemos a Ari y taxi a la Coupole. Paga el periódico –mentí– o sea que no se hable más. Cena de despedida y celebración”.
“Queridos, estoy muerta…”
“Que no se hable más, Malé”.
Pero nos esperaba un nuevo y maravilloso desvío.
Al llegar a la casa, Ari nos abrió con una sonrisa capaz de provocar ceguera instantánea. También daba saltitos y palmoteaba, cosas que nunca le había visto hacer.
Relevada de su rol de madre y secretaria, parecía, de golpe, la niña que era. Una niña feliz, que tomó a Malé de la mano y la condujo hasta el comedor, donde relumbraba también la mesa, con mantel blanco, de hilo, sustituyendo al hule cuadriculado de aquellos días. En posición de mâitre oferente, un caballero de sienes plateadas y sonrisa no menos luminosa que la de Ari mostraba, con mano abierta, una extensión de ricas viandas. Acerté a ver rosbif, ensaladas, patés, frutas diversas, panecillos recubiertos de semillitas negras –de amapola, aclaró luego el caballero– y tres botellas de Burdeos. Comida para cinco, advertí: menudo detallazo. Bueno, para cinco o para quince. Ah, y un cuenco de huevo hilado.
Malé se lanzó a sus brazos y le despeinó minuciosamente.
“¡¡¡Beto!!! ¿Cómo no dijiste que llegabas hoy?”
“Y, ya me conocés, nunca hago planes”
 “Pero qué locura… ¿de dónde sacaron todo esto?”
“Un lugar increíble, mami. Se llama Fechón”.
“Fauchon”, corrigió Beto.
“¡Debe de ser carísimo! ¿En qué barrio?”
“En la mismísima Madeleine”.
“¿Hasta allá fueron?”
“Pero si no sabes ni dónde está, mami”.
“En coche es un momento”, dijo Beto.
“Y mira qué me trajo”, dijo la alborozada Ari, mostrando un walkman y cinco cedés de Elvis.
“Beto, amor…”
 Mientras buscábamos platos y copas en la cocina, Malé nos informó:
“Beto Irigoyen. ¿Nunca oyeron ese nombre?”
“¿A qué se dedica?”, pregunté yo, ingenua o retóricamente.
“Aparca coches en una playa”.
“¿Cómo?”
“… pero la playa es suya. Y bastantes cosas más”.
Aclaro que el término “playa”, en boca de una argentina, se refiere a un parking. Pero mi mujer y yo veíamos una inacabable y blanquísima playa californiana.
“¡Un millonario argentino, como Glenn Ford en Los cuatro jinetes del apocalipsis! Creí que eran una especie en extinción”, dije.
“En extinción, por desgracia, no. Pero como él hay pocos, ya lo ven”.

Durante la cena, Beto contó que estaba recorriendo Francia, de camino a la Costa Azul, para nuestra eterna y babeante mezcla de envidia y admiración.
“Beto siempre está de paso”, dijo Malé.
“¿Os conocéis desde hace mucho?”, preguntó mi mujer.
“Bueno, esa es una historia larga”, dijo Malé. Y cuando Malé decía que una historia era larga, en vez de contarla largamente, es que no le apetecía hablar del asunto.
“Digamos que nos fuimos de Argentina en la misma época y por diferentes motivos”, dijo Beto.

¿De qué se habló en aquella cena? Difícil recuerdo, porque las botellas se vaciaron a una velocidad vertiginosa. Se habló de Menem, infaltable en toda cena con argentinos, Menem al que llamaban “el Aloe”.
“Porque es como el Aloe Vera”, dijo Beto, “que cuanto más le investigan más propiedades le encuentran”.
Beto era muy ocurrente y contaba muchos chistes, con una gracia incomparable. Es difícil enlazar bandadas de chistes y no resultar fatigoso; también es difícil recordarlos, como los sueños ajenos. Solo he conocido a dos personas capaces de contar chistes con esa extrema ligereza. Uno es el actor Carlos Hipólito; otro, Beto Irigoyen.
Recuerdo que reímos mucho, y que Ari miraba a Beto y a su madre mirándose, y sus ojos volvían a brillar, y que bien entrada la noche Beto contó su anhelo imposible de vivir siempre entre los treinta y los cincuenta, y recuerdo cuando Ari dijo “Venid, mirad que estrella más grande”, y nos acercamos todos a la ventana, y yo dije que era Venus porque tenía un resplandor azulado, y fue cuando Malé se quitó el jersey y se quedó con las espléndidas tetas al aire, y abrió la ventana, y quiso que nos tomásemos de las manos y pidiéramos un deseo, mentalmente.
“¡Venus, derrama tus bienes sobre nosotros!”, clamó.
Así la recuerdo. Así la recordaré. Así, y cantando en el coche, frente al lugar donde quizás estuvo Chez Temporel.

       

Beto preguntó entonces a qué hora salía nuestro avión, y decidió que no valía la pena acostarse por tres o cuatro horas, así que propuso un paseo, porque, dijo, no hay nada más hermoso que París de madrugada, en la hora que separa la noche del amanecer y los colores pasan del negro brillante al gris, azulado como Venus y poco a poco atravesado por estrías de luz rosácea. Malé se resistió y dijo que no eran horas para la niña y que no quería dejarla sola, etcétera.
“La niña tiene música para toda la noche”, dijo Ari, “y muchas ganas de que se vayan para ponerse a escucharla”.
“¿De verdad que no te importa, amor?” dijo Malé
“Que se vayan ya, pero ya”, dijo Ari, agarrando walkman y cedeses.
Me tambaleé un poco al levantarme.

El coche era un BMW negro, inmenso. Beto conducía; en aquella época no había tantos controles como ahora. Debió de ser un paseo largo o con poco tráfico, porque de la oscuridad charolada brotaron los leones de la plaza Denfert-Rochereau y, en el tiempo de un cabeceo o varias eternidades después, la cúpula y las follies rojizas de La Villette, como el paisaje de una película futurista imaginada en los años setenta. Hay pocos placeres comparables a adormecerse, considerablemente borracho, la nariz contra la ventanilla, la cabeza de la mujer que quieres apoyada en tu hombro, mientras te pasean en coche por una ciudad nocturna, sin rumbo fijo, puro azar, continuo desvío, como en el deambular de la adolescencia pero sin la desolada avidez de entonces. Beto quiso llevarnos luego a Chez Temporel, un club que, en su recuerdo, abría hasta muy tarde o ni siquiera cerraba, aunque eso nos pareció improbable, pero no tenía muy claro si quedaba por Wagram o por Pereira, en todo caso, dijo, cerca de la Porte Champerret, y al oír Pereira pensé de nuevo en Coco, y pensé que nadie estaba a gusto con lo que tenía, Malé con la ciudad a sus pies y piando por volver a Buenos Aires, de la que siempre renegaba; Coco añorando el mundo de la ópera que había quedado atrás; Elenita Santángelo que había dejado su apartamento romano para embarcarse en una loca aventura,
divina como virgen y perra pero muerta de vergüenza por interpretarlas; Beto con dinero para tostar dos bueyes, como dicen en Cádiz, y siempre dispuesto a apretar el acelerador para ver si así, quizás, una noche, podía enfilar el bucle que le llevaría a Chez Temporel, aquel club que no cerraba nunca o, mejor dicho, abría a los treinta y cerraba a los cincuenta para volver a abrir en el acto, en una noche eterna y fosforescente; aquel club que no logramos encontrar.
Entonces la luz verdosa del reloj marcó las cinco y yo pensé en Il est cinq heures, Paris s’eveille, la canción de Dutronc, y ya abría la boca para cantarla cuando Beto, ventriloquísimo y telépata, se me adelantó, y con mucho mejor acento:
“Je suis l’dauphin d’la place Dauphine..”
Mi mujer y yo nos sumamos:
“… et la place Blanche a mauvaise mine…”
Y los tres:
“Les travestis vont se raser
Les stripteaseuses sont rhabillées
Il est cinq heures, Paris s’eveille…”

 
Esto pareció cambiarle el humor a Malé, como si Beto y nosotros hubiéramos aprendido juntos la canción en un París anterior, como si fuera el himno secreto de Chez Temporel, la canción que en ese mundo paralelo sonaba y coreábamos cuando se acercaba el cierre. Como si la cantáramos para molestarla, vaya. Y además, en francés, aquella lengua maldita y presuntuosa.
Cuando acabamos la primera estrofa rompió a cantar, casi gritando, Los mareados, el inmortal tango de Cadícamo:
“Rara, como encendida
te hallé bebiendo, linda y fatal…
Bebías
y en el fragor del champán
loca reías por no llorar…”
Lo entendimos como un reto y recogimos el guante.
“La tour Eiffel a froid aux pieds
L’Arc de Triomphe est ranimé
et l’Obélisque est bien dressé
entre la nuit et la journée
Il est cinq heures…”
Contraatacó Malé, bien porteña:
“Pena me dio encontrarte
pues al mirarte yo vi brillar
tus ojos
con un eléctrico ardor tus bellos ojos
que tanto adoré”.
Aplaudimos y ya embocábamos el tercer round cuando mi mujer me puso la mano en el hombro porque se dio cuenta de que a Malé le pasaba algo. Porque no esperó. Seguía cantando.
“… cada cual tiene sus penas
y nosotros las tenemos…
Esta noche beberemos
porque ya no volveremos
a vernos más…”
Nos callamos. Estaba cantando de verdad, no como nosotros. Rara, como encendida. Lloraba. Al principio pensé que era por rabia acumulada o por teatro, pero no. Cantaba y lloraba, no podía parar de llorar ni de cantar. Cantaba como cuando hizo enmudecer a todo el público de Les Oiseaux. Volvía a estar en el centro del país de Chansons éperdues.
“Hoy vas a entrar en mi pasado
en el pasado de mi vida
Tres cosas lleva mi alma herida
amor, pesar, dolor…
Hoy nuevas sendas tomaremos…”

Cantaba desde muy lejos. Cantaba, imaginé, desde la veranda de la casa familiar en Nueve de Julio, una noche de verano, cuanto todavía había cocuyos brillando entre la alfalfa. Cantaba desde el café en Parque Chacabuco donde conoció a su primer marido, cuando los dos eran unos críos, y frente al que le desaparecieron.
“¡Qué grande ha sido nuestro amor!
Y sin embargo, ay
mirá lo que quedó”.
Alargó el brazo.
“Pará. Pará el auto”, dijo.
Beto lo hizo.
“Disculpen, chicos. Disculpen”, dijo Malé mientras bajaba.
Vomitaba, con el brazo apoyado en una farola, la cara en la sombra.
Vimos su silueta doblarse, vomitando como una cañería reventada.
Beto bajó y le pasó la mano por el hombro. Ella tenía la cabeza baja, los zapatos negros salpicados. Topitos blancos sobre fondo negro, eso iluminaba la farola, no sé si en Wagram o Pereira.
“¿Cómo estás, Malé?”, preguntó Beto.
Malé se pasó la mano por la boca y dijo, en una perfecta imitación de Libertad Lamarque:
“¿Cómo voy a estar, querido? En mi mejor momento como mujer y como actriz”.

Para C.R.

El País

EDICIONES EL PAIS, S.L. - Miguel Yuste 40 – 28037 – Madrid [España] | Aviso Legal