Salvo los mosquitos y las serpientes me gustan todos los animales, pero los felinos están en lo alto del podio. Quien no sienta una pasión semejante pensará que lo que viene a continuación es una sinsorgada, o sea que lo mejor es que deje de leer en este mismo momento.
En los ojos de los perros y los caballos hay una profunda humanidad, una forma de vínculo. En los ojos de los gatos hay un misterio abismal. Esto se ha dicho infinidad de veces, pero es cierto. Los perros y los caballos han acompañado al hombre desde sus orígenes. Los gatos llegaron, probablemente, de un planeta muy lejano. Mi mujer y yo hemos tenido perros y gatos. Uno puede elegir a un perro o un caballo y convertirse, palabra horrible, en su amo, o en su jefe de manada. Un gato te elige a ti para que le sirvas y le adores. Con un gato, pues, se establece la misma relación que hay entre un humano y una deidad. Nosotros hemos tenido una docena de gatos, y lo que yo sentí por uno de ellos, el gato Bigún, no lo he sentido jamás por ningún otro gato o ningún otro animal. Cuando murió estuve llorando una semana y no pasa otra sin que me acuerde de él.
Con los anteriores, extrañamente, no establecí vínculos profundos. ¿Era yo un descastado entonces? No digo que no. Mi primer gato se llamaba Mugas y me acompañó mucho durante un periodo de abandono, a finales de los setenta. Era un gato abisinio, o naranja, o Ginger Cat, como les llaman los ingleses, un nombre muy bonito porque suena a galleta. No sé de dónde salió y apenas recuerdo sus costumbres. Y es raro, porque en aquella época, ya digo, pasábamos largas horas juntos. Lo único que me viene a la cabeza es el día en que devoró hasta la última hoja de una planta de marihuana que yo tenía en usufructo. No es que le hicieran mucha falta los alucinógenos, como a ningún gato, porque, ahora que me acuerdo, solía entrar en trance escuchando música, aunque solo le pasaba con dos discos: La Catedral, de Sisa, e In the Court of the Crimson King. Pink Floyd, por ejemplo, le resultaba indiferente, pero con aquellos dos se quedaba inmóvil, los ojos muy abiertos y las orejas aguzadísimas. Probablemente conectaba con una frecuencia alienígena (su planeta originario) o captaba un mensaje oculto entre los surcos. El resto del día, como sus compañeros de especie, debía dedicarlo a sus cinco mil siestas.
No sé si la marihuana afecta a los gatos, pero desde aquel día comenzó a hacer unas acrobacias insólitas. Corría por el piso, que era pequeño, a gran velocidad, y al enfilar el pasillo lograba el prodigio de rampar durante unos segundos por la pared, como si fuera un peralte y él un campeón de bobsleigh. Esas tres cosas son lo que más recuerdo del gato Mugas.
Unos años más tarde, en La Floresta, llegó el gato Fermín.
Le llamamos así porque habíamos bautizado Piker a nuestro perro, para mosqueo de la directiva editorial Mónica Piquer, a la que en el transcurso de una fiesta hubo que convencer, tebeo en mano, de que los nombres de Piker y Fermín eran un homenaje a los Garriris dibujados por Mariscal.
Fermín asomó una mañana de entre un montón de leña recién cortada, en una loma que había frente a la casa. La convivencia con Piker no fue plácida. Cuando volvíamos por la noche los encontrábamos siempre igual: Piker al pie de un pino, con las fauces abiertas y en posición de firmes, y Fermín maullando desesperadamente en la copa del árbol, oculto entre el follaje. Aquello, estaba claro, no podía durar. Y no duró: Fermín desapareció de un día para otro.
¿Se lo cargó Piker, se largó él, harto de pasar días enteros en las ramas, como un personaje de la Duras? La segunda opción nos pareció más llevadera. Así que partió Fermín (en el sentido que fuera), llegó la perra Amparito, y ella y Piker reinaron durante una década. Hasta los primeros noventa, diría yo. Nos fuimos a Barcelona en el 83. Tuvimos que buscar una casa con jardín, porque hubiera sido imposible tenerlos en un piso. Entonces todavía se encontraban casas con jardín por un alquiler razonable.
Con las Olimpiadas comenzaron a desaparecer muchas cosas. Entre ellas, nuestros perros. No fue una relación causa/efecto: pura coincidencia cronológica. Y fue esfumarse ellos y comenzar la dinastía felina.
Enumero rápidamente la genealogía. Bigún (tengan paciencia) tardará un poco en hacer su entrada: más tardó Brando en Apocalypse Now.
Los padres fundadores fueron la Gata Marra y el Gato Pompón, que engendraron una vasta progenie. Tuvieron cuatro hijas, tres Russian Blue o Chartreuse (Zorrune, Desperada y Grisbi), una Mexican Black, Scully, que salía, claramente, al padre, y un hijo, Dospelos, también negro y con un diminuto mechón blanco en el pecho (de ahí su nombre).
Lo de Russian Blue y Mexican Black suena un tanto pomposo, pero también muy eufónico, como marcas de perfume o chocolate caro: en todo caso, nosotros quedamos encantados cuando así las definió el veterinario.
Con Marra y Pompón llegaron también el atigrado, torvo y despeluchadísimo Nicklas, del que más tarde hablaré, y dos Mexican Black a los que denominamos, sin excesiva originalidad, Gato Negru y Gato Rabu. El porqué de la terminación en “u” es un misterio, atribuible – se me ocurre ahora – a que tal vez los bautizó así un niño visitante. Negru y Rabu eran idénticos, salvo por el detalle de que el segundo tenía rota la cola. Estaba claro que no pertenecían a la familia Pompón-Marra, porque iban a su aire y eran netamente mediopensionistas: a diferencia del insistente Nicklas, solo venían a comer de vez en cuando.
En una vida anterior, Zorrune (también llamada Mrs. Zorrangles, porque luego viajó a América) se llamó Natasha Ivanova. En los días de la revolución huyó a Crimea, lo que explicaba su afición a los desayunos lujosos. Intensamente neurótica y con ramalazos místicos, a veces desaparecía durante días e incluso semanas. Desperada recibió ese nombre porque era muy temerosa y trepaba cada mañana al palosanto que había frente a la ventana del comedor, desde donde maullaba sin sonido, como la madre en las escalinatas de Odessa en El acorazado Potemkin. Grisbi y Scully tuvieron corta vida: un vecino cabrón las envenenó.
Como la Gata Marra era la quintaesencia de las madres desnaturalizadas, Pompón fue el adiestrador de las tres rusas, y en su infancia andaban tras él a todas horas. Más tarde, Zorrune se hizo cargo de su hermana Desperada: fue ella quien le enseñó (entre otras habilidades) a subir a los árboles. Cuando decidió que el aprendizaje estaba completo, la apartó de su lado con fieros bufidos, demostrando que había heredado el talante arisco de Marra. Y mientras la delicadísima Desperada cumplía con el rol de la tía soltera, cantada por Serrat, Zorrune engendró a Kabuki y Ninette, que nacieron raquíticas, lo que las dotó de una agilidad portentosa.
Kabuki era negra, pero tenía cara y ojos de máscara japonesa, y estaba claro que en su vida anterior había sido geisha, tan refinada como Maggie Cheung en In the mood for love, lo que explicaba sus andares elegantísimos y su gusto por los trocitos de carne pinchados en palillos, que atrapaba sin apenas rozarlos con los dientes.
Ninette era atigrada (o Romana, según el veterinario) y, por tanto, de superlativa inteligencia: a más rayas, mayor cacumen, nos dijo, teoría que alcanzaría su máximo cumplimiento con Bigún. Como doce gatos comenzaban a ser muchos gatos (recuento, en época álgida: Marra, Pompón, Zorrune, Desperada, Grisbi, Scully, Dospelos, Kabuki y Ninette, en el equipo local, y Negru, Rabu y Nicklas en el visitante) intentamos encolomarle Ninette a mi madre, pero se escondió bajo un sofá (la gata, quiero decir) y no salió durante un mes. Por las noches exploraba el piso y comía, para volver a su refugio al menor ruido. Cuando regresó al paraíso pareció olvidar por completo la desagradable experiencia sin guardarnos ni una sombra de rencor, aunque salía a escape cada vez que oía llegar a mi madre.
Cuando los envenenamientos se llevaron también por delante a Negru, decidimos que se imponía una esterilización urgente. No fue un trabajo fácil ni rápido. Mi mujer utilizó lo que llamaba “sistema Eustaquio Morcillón”, en homenaje al legendario cazador del tebeo. Consistía en sentarse a leer en el jardín, colocar un plato con comida en una jaula (el tradicional transportín), y sostener con una cuerda la portezuela, para dejarla caer tan pronto acudía una gata al reclamo alimenticio. Nos sorprendió mucho observar cómo picaron una tras otra, pese a haber visto, literalmente, que allí había gata encerrada, y así comprobamos el elevado coeficiente de Ninette, que entró la última y tras infinitos rodeos. El procedimiento le permitió a mi mujer leerse dos volúmenes de la Recherche y las salvó de una muerte cierta, porque el vecino cabrón no cejaba en el suministro de ponzoñas.
Cierro esta primera entrega con las rápidas semblanzas de Dospelos y Nicklas. Como el primero había crecido rodeado de gatas esterilizadas, el sexo fue para él un concepto abstracto, y nunca le vimos salir a por otras. Fue un príncipe virgen y melancólico, en la línea de Luis de Baviera, de sensibilidad extrema y líricos maullidos. Rehuía cualquier asomo de pelea y pasaba largas horas en tendederos, macetas y demás atalayas para prevenir posibles ataques.
Por su parte, Nicklas acabó encajando plenamente en el perfil del bastardo shakesperiano. El apodo le vino por lo mucho que nos recordaba a Nicholas Ray en su última época: era patilargo, tuerto, y de andares lentos y tirando a descoyuntados. Nuestros amigos, en cambio, lo consideraban mas bien cercano a Ricardo III, opinión que las gatas parecían compartir, manteniendo una distancia a caballo entre el desdén clasista y la prudencia temerosa, con un trasluz de secreta atracción. Se fingía humilde y reverencial, pero, como cualquier gato macho, planificaba desde su rincón la conquista del territorio. Destronó al viejo Pompón ganando terreno milímetro a milímetro, como si fuera una estatua, convencido (y había algo conmovedor en ello) de que al ponerse de perfil se invisibilizaba. Tenía otro talento más constatable, prueba de su doblez: imitaba el zureo de las palomas para saltar sobre ellas y zampárselas. Así, derrocado Pompón y tras la abdicación manifiesta de Dospelos, que nunca codició cetro alguno, Nicklas se convirtió en monarca absolutista. Hasta que llegó Bigún, claro. Pero esa es otra historia, como la de mi historia de amor. Contaré ambas la semana próxima.
(Continuará)
Para Jacinto Antón, por supuesto.
Fotos: Pepita Galbany