Bulevares Periféricos

Sobre el blog

Teatro, Literatura, Cine, Música, Series: arte en general. Lo que alimenta, lo que vuelve. Crónicas, investigaciones, deslumbramientos. Y entrevistas (más conversaciones que entrevistas). Y chispazos, memoria, dietario, frases escuchadas al azar (o no). Y lo que vaya saliendo.

Sobre el autor

Marcos Ordóñez

Marcos Ordóñez. Escritor, periodista, profesor. Cada sábado escribe en Babelia la sección PURO TEATRO y, cada jueves, en Cultura, EL HOMBRE QUE FUE JUEVES. Intento escribir sobre lo que me da vida. Ultimos libros publicados: Turismo interior (Lumen, 2010), Telón de fondo (El Aleph, 2011), Un jardín abandonado por los pájaros (El Aleph,2013).

El chico que leía la revista "Fans"

Por: | 30 de abril de 2014


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Ayer volví a pasar por donde estuvo mi antiguo colegio. El aire era ya de plena primavera, y me llevó en volandas a otra mañana de entonces, en vísperas de vacaciones, creo, porque en mi recuerdo el patio estaba casi vacío, y en vez de silbatos y rebotes y revoloteos de sotanas negras, cantaban, como ayer, los pájaros en la enramada, y había una luz fresca y centelleante, tan distinta de la que suele bañar mis recuerdos escolares.
Esta es una historia muy breve. Yo tengo siete u ocho años, y esa mañana veo algo que me deslumbra, que está a punto de encarnar un anhelo repentino, todavía impreciso pero muy poderoso. Ante mí se alza, literalmente, un chaval de un curso superior, un chaval al que nunca he visto, y decir “chaval” es quedarse muy corto, porque debía de tener, calculo, unos quince, o sea que para mí era casi un adulto, y además era altísimo, descomunal, pero el término “adulto” quedaba reservado para padres y figuras de autoridad.
Lo dejaré en “un chico”, aunque a mis ojos fuera un gigante.
El chico que leía la revista Fans.
Me gusta, casi parece un título para Celentano. La cantaremos.

No jugaba en nuestra liga, estaba claro. Nosotros, el batallón de los pipiolos, gastábamos humillantes pantalones cortos y corbata de gomita, pero él llevaba tejanos, camiseta a rayas, y bambas blancas. Ese era, podría decirse, su uniforme de salir a bailar, aunque yo no lo supiera entonces.
Intentaré mejorarlo con mis ojos de hoy: como si bailara sin moverse.
Ese chico, al que apenas veré treinta segundos en mi vida y al que no volveré a ver más (que yo sepa), está apoyado en el pretil de una fuente del patio, una fuente con varios caños y azulejos verdiamarillos. La sombra de las hojas juguetea en su cara.
Lleva también unas gafas de montura negra, enormes, pero ni me ve. No puede verme porque estamos en universos muy distantes. Y, además, hay una mampara de papel entre nosotros.
No me pareció que esperase a alguien, que esperase nada. Ajeno a todo, con una completa placidez, está leyendo algo que yo nunca había visto: la revista Fans, “para seguidores de la música de hoy”. Así que, pensé, existen revistas “para ellos”. Porque “ellos” no leen ya tebeos, como nosotros, ni diarios, como nuestros padres: leen la revista Fans. Esa es su contraseña, su signo de pertenencia. Ahí leen noticias de su mundo. Un mundo propio, inalcanzable. 
Era, pienso ahora, como si yo contemplara a un mod londinense desde un pueblo de Ohio. Porque de algún modo debí de sentir entonces, quizás por primera vez, que el chico que leía la revista Fans encarnaba para mí la vida deseable. La modernidad, aunque ni de lejos podía yo saber lo que era aquello.
Los tejanos, las bambas blancas, la camiseta a rayas. Las gafas, la revista.
La sombra de las hojas se ha calmado en su cara.
Treinta segundos, eternizados en el recuerdo.
Adiós, muchacho. Hazme un hueco en tu mundo.
Quizás tarde algunos años en llegar.

Veo ahora que la revista Fans la editaba Bruguera, con periodicidad semanal. Costaba seis pesetas. Duró apenas tres años, del 65 al 67. En sus portadas aparecían por igual Eric Burdon y Gianni Morandi, los Stones y Sylvie Vartan. En la que he elegido mezclan a los Tres Sudamericanos con Sandie Shaw: y, sí, de algún modo serían para mí igualmente pop Corazón de melón y Puppets On a String. Un titular: “Un nuevo estilo: el Folk-Rock”. Parece que los tiempos están cambiando. Anuncian entrevistas con Simon & Garfunkel y Los Overlanders. Nunca escuché a los Overlanders: parece que su único gran éxito fue una versión de Michelle. A propósito: en otro destacado de la portada flamea una gran verdad, un mensaje radiante: “La música de los Beatles ¡es curativa!”.
Ahora es fácil guasearse de una revista como aquella. Ahora todo es muy fácil.



Oriol Tramvia, maestro Jedi

Por: | 23 de abril de 2014

DSC_0392Me ha gustado mucho la entrevista de Luis Hidalgo con Oriol Tramvia del pasado 17 de abril en Quadern, el suplemento cultural en catalán de este periódico. Tuve que leer varias veces su titular porque no daba crédito. He conocido incontables artistas adeptos al primer deporte nacional (la queja inveterada; el segundo es la envidia) lamentándose de lo mucho que valen y lo mal que les tratan, pero nunca (repito: nunca) había escuchado (leído, para el caso) a ninguno que dijera algo remotamente parecido a esto:
“Estoy donde merezco estar y eso me basta”.
Eso dice Oriol Tramvia, cantante y actor (“entre los actores soy un cantautor y un actor entre los cantautores”), que acaba de cumplir 63 años.
Y añade: “Soy un francotirador. Me siento agradecido de haber llegado a esta edad y no me siento ni marginado ni incomprendido”.
Este hombre es un caso único. Este hombre es un sabio. Qué digo un sabio: un maestro Jedi. Me descubro ante él. No he encontrado la entrevista en versión digital, y como creo que vale la pena (y con el permiso de Luis Hidalgo), voy a extractarla y traducirla a mi manera. Y añadir algunos recuerdos y algunas otras cosas que han aparecido en este desorden.
“He tenido mucha pasta”, dice Tramvia, “y he vivido en una pensión solo con una guitarra. He naufragado varias veces, pero todo eso me ha hecho persona. Estoy contento: todo lo que me ha pasado lo vivo como una riqueza. Estoy en paz”.
¡Qué difícil debe de ser llegar a sentir algo parecido!

Su trayectoria bien valdría una glosa de Vila-Matas. Para los datos biográficos recurro a Barcelona, del rock progresivo a la música layetana, de Àlex Gómez-Font, el libro más adecuado para estas búsquedas. Resumo: a finales de los sesenta, el adolescente Oriol Pons, barcelonés, de familia catalanista-progresista, entra en el Grup de Folk de la mano de Jaume Arnella, pero dura poco. Formentera (primero) y la mili (después) reclaman su atención. En una entrevista con Rafael Moll aparecida en la lejanísima Vibraciones (y recuperada por la muy recomendable página La Web sense nom), Oriol pormenorizaba:
“Tengo tras de mí un mes de frenopático, dos o tres detenciones preventivas, una familia burguesa fracasada, un montón de mujeres, algún intento de suicidio, una escuela progre en la plaza de San Felipe Neri, y tres años en un reformatorio de Calella”.
La entrevista apareció en noviembre del 76, cuando Pons ya era Tramvia. Y, a su manera, una estrella ascendente. Recuerdo que cuando leí la entrevista lo que más me impresionó fue lo del montón de mujeres. Hice un rápido cálculo: así que a los 25 años tienes la remota posibilidad de haberlas conseguido, porque dice “tengo tras de mí”, no “ahora que soy famoso”. Descontando el plausible fanfarroneo, calculé que “un montón” podían ser tres o cuatro. Tres o cuatro era una muy buena cantidad.  

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En el 73, gracias al munífico Moll, Tramvia asoma por Zeleste, que acaba de abrir sus puertas. Por esos años, antes de su lanzamiento, yo no le conocía por su nombre, pero desde luego me sonaba mucho su cara. Ya está: era “uno del Zurich”, un habitual del café de la plaza de Cataluña. Un residente casi, como Picarol, como Quico (“¿Vols un dibuix meu?”) Palomar, como tantos otros, siempre allí, a cualquier hora, sobre todo por la noche, y luego en el London y en la plaza Real, hasta que abrieron Zeleste. Entonces llega el primer Canet Rock, verano del 75, y allá vamos todos, y resulta que aquel hippie bajito y de ojos encendidos, el tipo del Zurich, está gritando “¡Bakunízate!” con furiosa alegría, y brinca y berrea como un poseído sobre una especie de escenario alternativo (o sea, más pequeño), y cuesta reconocerle porque lleva sombrero apamelado, bigote, gafas oscuras, camiseta de los Stones y una larga bufanda, cosa insólita en plena canícula.
¿Prepunk? Bastante, sí. O así quedó en mi recuerdo. No sé si me gustó o no su actuación, pero daba lo mismo porque se salía de lo habitual. Y lo habitual en la Barcelona de entonces era cançó o jazz rock (con irisaciones lisérgicas, si había suerte) y muy pocas excepciones saliéndose por la escuadra: Sisa, Pau Riba, Ia & Batiste en lo alto del podio.
Los punks no existían. Nadie sabía qué cosa era eso en el 75.
“La actitud prepunk”, le dice a Gómez-Font, “me salía sola: era fruto de lo que sentía en aquel momento y de lo que estaba viviendo. Un momento en el que parecía que todo podía cambiar, y yo quería la ruptura total ”. Un prepunk con un cierto miedo escénico, cosa curiosa: “Salgo al escenario muy acojonado”, le decía a Moll. “Por eso me pongo el sombrero, las gafas de sol, la bufanda, lo que sea”.
Volvió a actuar en el Canet del año siguiente. Y del otro, el último. En aquel escenario (o carpa, no recuerdo exactamente) actuó también Miki Espuma, que estaba llamado a ser la siguiente promesa, the new kid in town, pero dejó la música (o viceversa) para fundar La Fura dels Baus.
En la entrevista con Hidalgo, Tramvia recuerda así aquellos tiempos:
“Todo lo que he hecho ha sido de rebote. De rebote entré en el Grup de Folk, de rebote entré en Zeleste. Soy como el mal olor, que si le cierras la puerta no entra. No busco nunca, es aburrido y una pérdida de tiempo. Si una mañana no encuentro los calcetines, no me los pongo”.
En aquel Canet canta su himno de combate, Bèstia, que hubiera merecido un duet con Morfi Grey (y la Banda Trapera, por supuesto), y que dará título al disco que graba unos meses más tarde, a finales del 75 y en directo, para Zeleste/Edigsa.
Hidalgo: “¿Y cómo vive el hecho de ser recordado tan solo por Bèstia?”.
Tramvia: “Muy bien. No quiero compararme, pero a Ravel se le recuerda por el Bolero, e hizo bastantes más cosas. Bèstia fue un éxito. Otros no han tenido ninguno”. (Gran respuesta).
El crítico le pregunta luego si lamenta algo, si se echa algo en cara (esa sería la doble acepción del verbo catalán retreure’s). Contesta Tramvia:
“Entre otras cosas, la ingenuidad con las drogas y haber sido también políticamente inocente: cuando la Transición se debatía entre reforma y ruptura, yo aposté por lo segundo, pero resultó que éramos cuatro”.
Le cuenta que no votó la Constitución, pero sí por el referéndum de entrada en la Otan.
“En contra, imagino”, dice Hidalgo.
“No, a favor”, dice Tramvia. Y añade este sorprendente motivo:
“Yo veía que los militares extranjeros eran jóvenes y educados, y los nuestros eran viejos, sin educación, y con la manía de hacer consejos de guerra. Pensé que necesitaban viajar y conocer mundo”.
Recuerdo otra actuación masiva en el Grec 76, autogestionado por los cómicos. Y teatro, en la efervescente primavera del 77: interpretaba a Frank Furter (Frank Esteve, en la versión de Comadira) en el Rocky Horror Show que Ventura Pons dirigió en el Romea.
Parecía haber llegado a la cumbre, pero en cambio le esperaba un silencio discográfico que dura nada menos que veintiún años: su álbum de retorno es otro directo, esta vez en castellano, Radio Club Harlem Jazz, que graba en 1997. Durante finales de los setenta y hasta mitad de los ochenta recuerdo escasas actuaciones (en el Karma de la plaza Real, hacia el 85: los conciertos Línea Dura, con el grupo Contadora) pero sobre todo mucho teatro, primero en la Cúpula Venus, con Roba Estesa, y luego con la primera Cubana, en Sitges, y más tarde pequeños papeles en todo tipo de funciones y géneros, y el Urfaust de Goethe dirigido por Salvat en el Paraninfo de la Central, y películas, y ya en los noventa algunas series en TV3. En 1997, un pequeño pero sentido homenaje de Albert Pla, que en Veintegenarios en Alburquerque versionea Alboraya, que suena como la postal de un amigo lejano: “Mi vida es como una mala canción / sin armonía y sin compás / el tiempo pasa sin ritmo ni afinación / tendré que aprenderla a bailar”.

Oriol Tramvía, anteayer

En el nuevo milenio, dos espectáculos a caballo entre teatro y recital, Quan tu no hi ets (2003) y Un estiu amb Madonna (2006). Por esas mismas fechas graba las canciones de la primera, en 2004, y El camí dels degotalls (2006), que lamento desconocer. Y sigue cantando cuando y donde puede.
En 2010, un nuevo disco, 60 Oriols, para celebrar haber llegado a esa edad. Y, motivo de la entrevista de Hidalgo, uno más, recién terminado: El setè. O sea, el séptimo. “Lo grabé hará tres años. Si ha salido es porque un gran amigo, Joan Ramon Guzmán, me dijo que había que editarlo, que él se encargaría de todo. ¿Que diga algo para promocionarlo? Que es el mejor que hecho. Y si cuela, cuela”.
Tramvia prepara otro, sobre poemas de Joan Argenté. Le gustaría que fuera un disco “que mirase hacia el sur, con guitarra española, cajón y bajo”, y querría entrar en estudio antes del verano, “pero no hago planes más allá de la esquina”. Entretanto, más teatro: cada noche (o casi) participa en el Auca del Born escrita y dirigida por Jordi Casanovas.
Remix de opiniones sobre la escena musical de entonces y de ahora:
“Veía a Serrat en las matinales del Romea y pensaba que aquel tío tenía algo que no teníamos los demás. Era innovador, contaba cosas y despertaba sentimientos comunes en el público. Estaba claro que sería un fenómeno de masas. Raimon era un combatiente que supo construirse una carrera. Muy astuto. Logró convertirse en el cantante oficial de la izquierda. Yo creo que hubiera sido un extraordinario cantante melódico italiano. Pi de la Serra es el mejor guitarrista de todos. Sisa y Pau Riba eran mis hermanos mayores. No éramos de la izquierda tradicional, no sabíamos construirnos una carrera. En aquella época íbamos con alpargatas y hacíamos afirmaciones muy rotundas. Ahora todo es más light. No lo digo con desdén: éramos otro tipo de gente en otro contexto. Ahora todo es más estilizado. No se rompe (no s’estripa): no están educados para hacerlo y no lo hacen”.
Hablando de Sisa y Pau Riba, Hidalgo pregunta:
“¿Tienen el reconocimiento que merecen?”.
“La gente los tiene presentes”, dice Tramvia.
“Sí, los recuerdan pero no les contratan”, señala Hidalgo.
Y no le falta razón, pero tampoco a Tramvia con esta frase que le acredita como definitivo maestro Jedi:
“Bueno, mala pata es nacer en Somalia”.
Última pregunta, última respuesta.
“¿Y el futuro?”.
“Corto. Lo tengo todo preparado: sin funeral, y mi cuerpo para la ciencia”
No, no está enfermo, apostilla Hidalgo.
Gracias por tu espíritu, Oriol.

Portada de El 7, por Sergio Mora


 

Bèstia (Zeleste, 1975)

Alguien no puede más

Por: | 16 de abril de 2014


Alfons Bayard 3 - foto Carlos Pericás


Alguien no puede más
alguien estalla de un modo rotundamente inesperado
y todos los que le conocían tiemblan al ver su nombre y su foto
y se preguntan cuándo y por qué y de qué manera
y cómo pudieron no darse cuenta.
Quizás todo empezó con el insoportable retorno de la primera luz
o, según testigos, a la caída de una tarde reiterada
cuando sobrevenía la oscuridad, como también es su costumbre.
Todo son hipótesis, conjeturas.
Al parecer el hombre en cuestión no había bebido nada.
al parecer pidió tan solo un bocadillo, un agua y un café.
Pero alguien cae por agua o por fuego
por un gran calvario o un juicio común
alguien cae por avalancha o por un único error
como cantó el rabino, que sabe de estas cosas.
Habría que preguntarse cuánto tiempo hacía que esperaba una llamada
o cuánto tiempo desde que decidió no llamar más
pero obviamente estaba llamando.
Habría que preguntarse cuándo las cosas comenzaron a torcerse
pero quizás las cosas no le iban demasiado mal
quizás no era cuestión de dinero
quizás alguien advirtió ciertas señales
quizás alguien le escuchó una madrugada
romper a cantar como quien patea una farola
y miró sus ojos fríos y le dijo
amigo, a ti te ocurre algo.
Quizás fue, simplemente, una cuestión de hartazgo
quizás no pudo aguantar más el bramido de los engaños
la sobredosis de abuso, las muecas impunes.
Quizás por la multiplicación de las enfermedades y el dolor
quizás por la gente que había visto o estaba viendo caer
quizás por una soledad fiera
quizás por un intragable ataque de asco
y se juntó su miedo con el miedo de quienes le rodeaban
y el miedo de quienes llegaron para reducirle
demasiados miedos juntos cuando cae la tarde.
Qué miedo terrible ver que alguien a tu lado se sale de la vía
quién por accidente, quién ante el espejo
quién, amenazando tu alegre mes de abril
como sigue cantando, desvelado, el rabino
para contrarrestar la voz de quien tuvo la indecencia de escribir:
“Vivir en paz es tomarse un café sin tener que temer
que los problemas ajenos caigan violentamente sobre nosotros”.

Pero este hombre no era un mendigo sin nombres ni apellidos
una sola y misma cara sucia en la fugaz memoria de la gente.
De serlo no estaríamos hoy hablando de él.
El hombre iba bien vestido
parece que de buena familia
y era actor.
No sabemos apenas nada de lo que sucedió esa tarde de primavera
en la terraza de ese bar, en la atildada plaza Molina de Barcelona.
Se dice que voceaba el fin del mundo
se dice que agredió a los hombres que vinieron a detenerle.
Ahora hay velas y lirios y testimonios de afecto
fotos y recordatorios en el lugar donde cayó.
No sabemos lo que estalló en la cabeza de ese hombre
Alfonso Bayard, actor, hermano
solo sabemos que son muchos seis hombres para reducir a un hombre
y aunque puedo imaginar el peso de encarnar el No
y el cansancio de turnos encadenados y noche acumulada
y de calcular en segundos y tener siempre la cabeza fría
cuando a veces la cabeza arde como los ojos arden
esa no es forma de morir
esa no puede ser forma de morir
nadie merece caer así, con el corazón roto, y solo y aterrado
una muerte tan de ahora, tan oscuramente de ahora mismo.
La autopsia dijo que no recibió golpes externos. 




Foto: Carlos Pericás

 

Cómicos de la lengua: en marcha

Por: | 10 de abril de 2014

El elenco al completo - foto Daniel Alonso

Cómicos de la lengua
, la hermosa aventura en la que José Luis Gómez ha involucrado a la Real Academia, a cuatro teatros de Madrid (Pavón, María Guerrero, Español y Abadía) y a un elenco de excepción a lo largo de diez lunes, está resultando todo un triunfo, con salas llenas y público entusiasta.
“El proyecto”, me cuenta Gómez, “nació de la perplejidad de verme académico y la certeza de que mejorar nuestra habla escénica podía ser mi mejor aportación a la gran casa: así, ideé estas diez lecturas en vida, enmarcadas en su contexto histórico, literario y filológico por otros tantos miembros de número de la RAE, como un viaje a través del organismo cambiante de nuestra lengua. No eran textos dramáticos (sólo están presentes dos ejemplos de lo dramático y lo lírico) por lo que era necesario adecuarlos a una duración propia de la oralidad, intentando – y a mi entender, logrando – conservar la "almendra" de esas obras, e incluso dejando vislumbrar su desarrollo interior. Les llamo lecturas en vida porque buscan hacer posible que el texto pase realmente a través del cuerpo y de la voz de cada intérprete, con todas las impresiones – "irisaciones", me gusta decir – que el texto ha producido, resonando en el interior del actor que las transmite”.
Acerca del reparto me dice: “Elegí cinco grandes actores, que considero referentes, en torno a mi generación, y a otros cinco, también grandes y referenciales, con los que compartí sudor y aprendizaje en La Abadía. Blanca Portillo, por ejemplo, no estuvo allí, pero comenzó conmigo, y nos hemos mirado de cerca a lo largo de estos años: con ella haremos, mano a mano, fragmentos de La vida es sueño, intercambiándonos distintos personajes. Con Julia Gutiérrez Caba no compartíamos códigos pero sí oficio y perseverancia. Su Escrito por Teresa de Ávila fue un proceso inolvidable. La experiencia de la santa no es privativa de la religión cristiana sino compartida por otras grandes tradiciones y está, en latencia, en los seres humanos. Para decirlo en una sola frase: Julia consiguió que los espectadores del María Guerrero tuvieran una experiencia espiritual, que no es poco logro.
La contribución académica, por otro lado, ha sido fundamental a la hora de señalizar el viaje de la lengua: ha despertado, creo yo, pasión, curiosidad, y conciencia en los ciudadanos presentes. Sin la RAE, esta aventura no sería lo que es”.
Gómez abrió el fuego el pasado 10 de marzo con Cantar de Mío Cid en un desbordado salón de actos de la Academia.
“El Mío Cid se convirtió en obsesión durante meses: por la fonética, por el tempo y el ritmo de sus versos irregulares, por la pluralidad de las voces… He ensayado como nunca. No me podía imaginar que el público del salón de la RAE se pusiera en pie. Como ha sucedido, por otra parte, con el resto de las lecturas”.

Carlos Hipólito - foto Daniel Alonso


Hablo con Carlos Hipólito, que el 17 de marzo abordó el Libro de buen amor, del Arcipreste de Hita, en el María Guerrero.
“Cuando José Luis Gómez me dijo que me había elegido para el Libro de buen amor le dije, bromeando: es un regalo, pero un regalo envenenado. Porque a ver cómo se maneja uno con la fonética del siglo catorce. ¿Tú sabes que en esa época había tres tipos de eses, por ejemplo? Pues las había. Tuve que aprender a distinguirlas y, claro, a pronunciarlas. ¿Qué cómo lo saben? Hombre, menudos son los académicos: lo han ido estudiando paso a paso, deduciendo la evolución a partir de los escritos. José Antonio Pascual fue el filólogo que me guió en la selva, por así decirlo. Un sabio, encantador, pacientísimo, que me ayudó también a entender muchas palabras y ver cómo su significado cambió al correr del tiempo. Fue apasionante, como aprender otro idioma.
La filóloga Brenda Escobedo había hecho todas las dramaturgias, que ahí es nada seleccionar y condensar el Cantar de Mío Cid, o La Celestina o El Quijote en piezas de treinta o cuarenta minutos: un trabajazo. Enviaron los textos con un par de meses de antelación, para que tuviéramos tiempo de irnos metiendo y empapando, y luego tuve cuatro sesiones con José Luis. Tenía unas ganas locas de trabajar con él. Qué te voy a decir: lo que yo sabía, imaginaba, y más. Es un director fuera de serie. Muy preciso, afina extraordinariamente.
Pese a contar con esos guías yo tengía miedo, no te lo oculto, porque mi obsesión era no meter la pata. Pensaba: a ver si no se me va a entender nada… En el escenario estábamos tres: José Antonio Pascual, que iba haciendo la didáctica de un modo amenísimo; Luis Delgado, un verdadero maestro de música antigua, que acompañaba con sus instrumentos, y yo, haciendo lo que podía. Y sí, se me entendió. Cuando empezaron las carcajadas pensé "parece que esto funciona, si se ríen es que siguen bien el relato". Y disfruté como un loco, porque podía hacer varios personajes: la voz narradora del Arcipreste; el galán, don Melón; doña Endrina, la dama, y sobre todo la Trotaconventos, que es un antecedente de la Celestina pero para mi gusto mucho más graciosa. En total, entre lectura, música y didáctica, una hora que se me pasó volando. Y un gran placer. Y una experiencia única”.

Beatriz Argüello, Carmen Machi e Israel Elejalde - foto Daniel Alonso


Hablo con Israel Elejalde, que el 24 de marzo leyó La Celestina con Beatriz Argüello y Carmen Machi en el Español. Estas son sus impresiones.
“¡Algo fantástico ! Imagínate el Español hasta arriba un lunes para ver una lectura de cincuenta minutos. Las lecturas que se han hecho lo han petado y supongo que las demás lo harán igual. La ecuación de grandes textos y grandes nombres, porque mis compañeros y compañeras son cabeceras de cartel, no suele fallar, pero quiero creer también que hay un interés vivísimo por disfrutar de la palabra castellana bien dicha, del placer de oír, más allá de que te cuenten una historia. El placer, en fin, de conocer una lengua tan lejana, que en principio era la misma para todos. Porque descubres que en esos textos ya estaban todas las lenguas del territorio, e ibas atrapando ecos y términos latinos, catalanes, gallegos: fue un momento de crisol, de mescolanza, que luego poco a poco se iría definiento. Es increíble poder asomarte a un magma en gestación.
El trabajo fonético y de cuidado de la palabra propuesto por José Luis es lo que más destaco de la experiencia. A lo largo de las diez lecturas se podrá observar como la lengua se iba transformando a la vez que la literatura. Cuando vi lo de Carlos y lo de José Luis, más allá del enorme virtuosismo de ambos como actores, lo que más me sorprendió fue observar cómo utilizaban fonemas que yo ya no usaba en La Celestina, o formas verbales que habían cambiado en solo dos siglos, palabras desconocidas o transformadas… una experiencia realmente única.
Y por encima de todo, claro, la labor de José Luis Gómez a la hora de desentrañar los textos, de dotarlos de carne, de "arrancar de ellos la tinta", como decía. Un trabajo que no es muy usual en nuestro país, donde parece haber una cierta alergia a la técnica, a la necesidad de articular la materia escénica para que vaya más allá de la simple comunicación. Recuerdo una frase esencial de Gómez, cuando me decía "Habla para que el público vea, no solo para que oiga". También fue un regalo volver a interpretar a Calixto, un personaje que destrocé a mis veinticinco años, y que ahora, más talludito, creo que entiendo mejor. Me entraron unas ganas locas de volver a hacer La Celestina, y pensé que siendo una de las cumbres de nuestra literatura es una vergüenza que no se monte todo lo que debiera. Además estoy seguro de que sería un éxito, siempre lo es. Los ingleses no dejarían pasar tantos años entre cada reposición. Fue un vuelo, un verdadero vuelo. Y después de hablar con el lenguaje de Calixto tardé unos cuantos días en aterrizar en el barrio de nuevo y hablar como lo hago cada día”.

Carmen Machi - foto Daniel Alonso


Para acabar, unas palabras de Carmen Machi, que interpretó a la Celestina en la misma sesión:
“Para mí supuso un doble viaje en el tiempo. Por un lado, obviamente, adentrarse en el texto y la época de Fernando de Rojas. Por otro, y para mí con mayor densidad emocional, volver veinte años atrás, cuando llegué a La Abadía y comencé a trabajar con José Luis Gómez. Ya era como es hoy, como siempre ha sido: con un enfermizo amor por la Palabra, y haciéndonos trabajar hasta la extenuación para valorarla, respetarla, y jugar con ella. Fue fantástico preparar La Celestina con mis compañeros de entonces. Sentí un vértigo muy excitante ante ese lenguaje para mí desconocido, tanto por su fonética como por el significado de sus términos. Volví a vivir aquellos días y la vieja y maravillosa sensación de "¡Cuánto me queda por aprender!". Y, como digo, volví a encontrarme con un José Luis Gómez exigente, insaciable, a ratos feliz y a ratos desesperado por ayudarnos, descubriendo cada día soluciones para darle sentido común a cada frase, que no es trabajo fácil. También volvió a mi memoria el gran Agustín García Calvo, que en aqulla época aparecía con sus tres camisas, una encima de otra, y también nos guiaba en la prosodia, enseñándomos a saborear las palabras como merecen. Y te diré lo que te dirán todos: que el teatro estaba impresionante, lleno a rebosar, para escuchar nuestra lectura en vida. Me emocioné mucho. Muchísimo”.

Y el ciclo sigue. Próximas sesiones:
Don Quijote de la Mancha, con Ernesto Arias, en el Pavón (7 de abril); La vida es sueño, con José Luis Gómez y Blanca Portillo (14 de abril, en La Abadía); Duelo de plumas: Góngora y Quevedo, con Helio Pedregal y José Sacristán (28 de abril, Español); Cartas marruecas, con Pedro Casablanc (5 de mayo, La Abadía); La Regenta, con Emilio Gutiérrez Caba (12 de mayo, Pavón), y Valle-Inclán: Visión estelar de un momento de guerra, de nuevo a cargo de José Luis Gómez, cerrando las sesiones donde empezaron, en la Real Academia, el 19 de mayo.
Todo apunta, dado el éxito, al retorno del ciclo la próxima temporada.
¿Para cuándo, por cierto, su grabación y distribución en DVD’s, como hicieron los británicos con el maravilloso y utilísimo Playing Shakespeare comandado por John Barton, con la flor y nata de la RSC?


Bigún (una historia de amor)

Por: | 02 de abril de 2014


Bigun y yo - finales de los 90 - foto Rodolfo Molina

Bigún era un gato atigrado y tritono (blanco, negro y gris) de gran tamaño y excepcionales cualidades. Antes de que fuera definitivamente Bigún tuvo una larga sucesión de nombres. Al principio fue bautizado como Almudenita Mordecai, porque a mí me recordaba a José Bódalo, más concretamente a Bódalo en el papel que interpretaba en Misericordia, pero allí Bódalo era ciego y Bigún tenía (nunca mejor dicho) una vista de lince. Poco después fue Boule-de-suif, apelativo pronto desechado porque sonaba denigratorio, y luego creo que fue Wiguncio, porque tenía un aire al jefe de policía de los Simpsons. Aunque le quedaba muy corto: el jefe Wiggum era gordo y encantador, de acuerdo, pero tonto del culo, y Bigún (ya estábamos rozando su nombre definitivo) era un gato sabio y majestuoso. Y gordo también, gordísimo. Entre el impronunciable Wiggum (Hui-gam, según nuestro sobrino Alan, que casi lo japonizó) y Bigún hubo varios pasos intermedios: me vienen a la cabeza Bigorras, que intentaba ser un eco de la doble erre de sus ronroneos, y Rigodón, nombre más eufónico y ocurrente, a juego con sus bigotes estilo Clemenceau, gentileza de una amiga, Ane Elizalde, que así le llamaba cada vez que venía a casa, pero acabamos optando por Bigún porque nos sonaba a emperador asirio, y con Bigún se quedó.

Llegó en su tercera edad (o su séptima vida) y estuvo pocos años con nosotros. Calculo que cinco: del 99 al 2003. Venía de una casa cercana, recién derribada, en la calle Septimania. Saltó la tapia de los jardines e instantáneamente y sin violencia alguna se hizo el amo. Antes he dicho que le comparábamos con Bódalo, pero acabamos descubriendo que a quien en verdad se parecía (por su autoridad benévola, por sus andares lentos, por sus ojos claros, verdiamarillos al sol) era a Jean Gabin.
Durante varias semanas se instaló, a modo de observatorio, en la mesa del jardín vecino. Comía el pienso que le dejábamos, en compañía de los otros gatos, y al terminar volvía tranquilamente a aquella mesa. Miraba hacia nuestra casa, paciente como un buda.
El previsible enfrentamiento territorial con Nicklas tardó en llegar. El tuerto, que no era tonto, calibró en el acto lo imponente de su volumen y la longitud de sus zarpas, y desapareció del mapa. También supo esperar, pero con felonía: le pilló cuesta abajo en su rodada, igual que hizo con Pompón.
Las gatas (y el lírico gato Dospelos) le rindieron reverencia desde el primer día. Sobre todo Desperada, que cada mañana subía la escalera del jardín como quien va hacia un trono, y bajaba la cabeza para que Bigún la tocara con el morro (o le pegara un paternal lametazo) a modo de bendición. Con Ninette, atigrada como él, mantuvo un casto romance otoñal, muy parecido al de John Wayne con Angie Dickinson en Rio Bravo. Zorrune le contemplaba admirativa pero distante: quizás era demasiado plebeyo para sus aristocráticos gustos (y no le bastaba su aristocracia espiritual).  

Bigún Imperator

Recuerdo perfectamente la tarde en que me eligió. Porque fue así, una elección manifiesta. Fue el Viernes Santo de aquel año. Comenzaba a hacer calor y la puerta del jardín estaba abierta. Yo estaba leyendo en el sillón. Bigún entró sin que me percatara, con extrema levedad, y trepó de un salto a mi regazo. ¡Pedazo de epifanía! Empecé a hacer espasmódicos gestos de gran alborozo, similares a los que debió ejecutar Edison cuando descubrió el bombillismo, pero eran señales mudas, para no espantar al resplandeciente felino (pues para mí brillaba en mis rodillas como un dios alienígena recién aterrizado).
Pepita estaba enfrente, en el sofá (o sea, a dos pasos), leyendo también con su habitual concentración, así que no se enteró de mis aleteos.
Alcancé a susurrar esta frase demente:
“¡Sssh, ssh, mira, eh, has visto, eh, el gato, el gato, se me ha subido el gato!¡Soy el elegido!”
Pepita alzó la mirada del libro y, descreída, dijo que debía contemplar la posibilidad de que no me hubiera elegido a mí sino a mi sillón.  Al ver mi cara de desconsuelo cósmico (y cómico) añadió, para quitarle hierro:
“Lo que está claro es que se trata de un gato sobrehumano”.
 
El emperador solo impuso un par de normas. Primera: a la hora del desayuno no comía si no le cepillábamos vigorosamente al mismo tiempo, lo que le producía una felicidad superlativa. Tardó algo más en imponer la segunda, pero le cogimos tanto cariño que acabamos rindiéndonos: quería dormir con nosotros, y extendió así la sobrehumanidad a Pepita, que casi acabó con el brazo dislocado, porque era justo allí donde Bigún depositaba sus – a ojo – trescientos veintisiete kilos.

Una tarde, a los pocos días de su entrada, le miramos y tuvimos la sensación de que llevaba toda la vida con nosotros y que eso no nos había pasado nunca con ningún gato.

Antes he mencionado sus excepcionales cualidades. Decir que era inteligente es quedarse muy corto. Sus dotes de percepción eran portentosas. Todos los gatos saben cuando alguien está a punto de llegar, incluso cuando ese alguien se encuentra a considerable distancia, pero es que Bigún llegaba a anticipar, con un maullido o un alzamiento de orejas, la inminencia de las llamadas telefónicas.
Es muy difícil intentar explicar la naturaleza de la conexión que estableció conmigo. Ignoro el porqué y, sobre todo, el cómo: hay amistades y amores que tampoco se explican.
Aún a riesgo de ponerme demasiado esotérico, diré que en la trilogía La materia oscura, de Philip Pullman, cada personaje tiene un daemon, esto es,“el reflejo del alma humana que camina al lado de las personas adoptando formas animales de acuerdo a su personalidad”. Durante nuestra intensa relación quise jugar a creer que Bigún era mi daemon, pero era un puro deseo: ya me hubiera gustado a mí tener una cuarta parte de su bondad y su inteligencia. Acabé pensando que la cosa funcionaba a la inversa: lo más probable es que yo fuera su daemon en periodo de prueba y aprendizaje.

Un verano casi eterno

Asocio a Bigún con Pepita en invierno, juntos en el sofá rojo, y leyendo o escuchando música (sí, como si lo hicieran juntos), y conmigo le veo en verano, un verano que es una síntesis de los cinco que pasó con nosotros, yo leyendo en la cama, las ventanas abiertas, la brisa moviendo las cortinas, y él a mi lado como un animal de infancia, porque era allí donde me transportaba. Me vuelve otra imagen de placidez absoluta: Bigún tumbado boca arriba en el jardín, sobre la gravilla caliente, pero con las patas traseras elevadas, sobre el travesaño de una silla metálica, para no quemarse. O para activar la circulación, quién sabe.
Pero miento, miento por autoprescripción facultativa.
He dicho que ese verano recordado fue una síntesis de los cinco y caigo en la cuenta de que debería dejar fuera el último, el horrible verano del horrible 2003, un verano atrozmente caluroso, asfixiante, con el aire incendiado desde la mañana a la noche, sin tregua, no en vano Marte estuvo más cerca que nunca de la Tierra, como la apocalíptica Estrella Misteriosa de Tintín.
Llevamos la cama al comedor, porque estaba al lado del jardín y así entraba algo más de fresco, o al menos eso queríamos creer. Fue a principios de aquel verano cuando comenzó a estar mal. Comía y comía y seguía comiendo, pedía comida a todas horas y la devoraba porque, comprendimos, notaba que sus fuerzas le estaban fallando.
Le dábamos todos los caprichos imaginables porque intuíamos que el final estaba cerca. Hay perros y gatos muy ordenancistas, que solo comen lo que les echan en el cazo. Piker tenía unos gustos pasmosos: enloquecía con los berberechos, las naranjas y los helados de fresa. Bigún desarrolló una pasión (nada módica) por los langostinos. Vale, congelados, pero langostinos al fin y al cabo. Caviar le hubiéramos dado si le hubiese hecho feliz.

Bigún encaja

En agosto tuvo lugar el brutal enfrentamiento con Nicklas, que abandonó sus cuarteles para ir a por todas. No vimos nada, porque fue un pugilato nocturno y alejado. Escuchamos durante largo rato los roncos maullidos de amenaza, como los tambores que anuncian la batalla. Agarramos la manguera y disparamos sin diana clara, a sabiendas de que no hay quien separe a dos gatos que han decidido follar o pelear. Luego vino un silencio de tormenta inminente, un silencio erizado (nunca mejor dicho) de amenaza. Y de pronto, porque los asaltos felinos suelen ser relampagueantes, el breve estrépito del follaje agitándose y las ramas bajas tronchadas por el peso de los cuerpos trabados en combate.
Ganó Bigún, pero por puntos, y a costa de un feroz zarpazo (o bocado, no estaba claro) que le surcó media cara.
Le llevamos al veterinario y nos dijo que la cosa pintaba mal, muy mal.
La herida era seria, pero el problema, añadió, no estaba fuera sino dentro: se le había echado la edad encima y comenzaban a fallarle el estómago, el corazón, los riñones, el páncreas, todo a la vez, de ahí su ansia por devorar.

Habíamos trasladado los sillones a la alcoba y allí se instaló. Se retiró, se apartó, como suelen hacer todos los gatos cuando olfatean la salida. Pero antes de que llegara septiembre, justo el 31, Bigún hizo algo sorprendente. Bueno, sorprendente en otros, no en él: intentó suicidarse, ir hacia la muerte por su propio pie antes de que la muerte le atrapara. Lo sé, cuesta de creer. Pero así lo interpreté, no podía interpretar de otro modo aquel otro duelo en el que tenía todas las de perder.
En el jardín vecino había un mastín enorme. Aquella tarde, cuando apenas podía moverse, le vimos bajar las escaleras y hacer algo que nunca había hecho: cruzó la valla que separaba las dos casas y fue hacia el perrazo, con paso lento, como Daniel Dravot en el Kafiristán, avanzando por el puente colgante que le llevaba al abismo. No pudimos pararle, ni lo intentamos.
Nos quedamos petrificados, conteniendo la respiración.
El mastín podía haberle tronzado el cuello como si fuera una barra de pan pillada al vuelo, pero se quedó quieto, como nosotros, mirándole como quien ve una aparición. Y dio media vuelta, quizás se dio cuenta también de lo que estaba pasando, así que Bigún permaneció milagrosamente solo por unos instantes en el jardín vecino y luego, como un juguete al que se le acaban las pilas, volvió por donde había venido.

Prefiero dejarlo ahí, olvidar los malos sueños, quedarme con esa imagen. Comienza a llover y Bigún sale de plano, como borrado por la lluvia, la lluvia que llevábamos esperando todo el verano, una lluvia casi tropical, de gotas cargadas de barro; una cortina de agua que caía de un cielo verde, un telón, y yo llorando a juego con aquella lluvia, y el idiota de turno que siempre te dice “a fin de cuentas, un gato no es más que un gato”, y las ganas de cogerle por las solapas y gritarle “¿No entiendes que era un animal sagrado, gilipollas? ¿No puedes entender eso?”.

Prefiero dejarlo ahí, pero quiero añadir que cometí un grave error, del que todavía me arrepiento. El veterinario nos había aconsejado sacrificarlo cuanto antes. Alguien, no recuerdo quien, nos recomendó una clínica. Nos aferramos a esa última oportunidad. Eran una banda de chorizos. Durante una semana le sometieron a análisis innecesarios. Me dí cuenta de que eran unos miserables cuando nos dijeron, con voz melifua, que podíamos pasar a verlo de tal hora a tal otra. Humanizarle era una forma de chantaje emocional. Y prolongar su agonía un negocio como otro cualquiera. Lógico: si se hace con los humanos, era solo cuestión de tiempo que lo hicieran con los animales que más quieres. Jugaban con el dolor y la culpa. Fuimos a verle y se nos partió el alma. Tardamos dos días en decidir que era mejor acabar cuanto antes. Aquellos cabrones se resistían. "Bajo su reponsabilidad", dijeron. Casi llegamos a las manos. Ahora lamento no haber llegado plenamente. Tiempo después pasé por allí: la mal llamada clínica había desaparecido. Pocas veces me he alegrado tanto de un cierre.

Ahora miro a Rosalía, antes Nuska y luego Cosa Mala y después Sinforosa, y varios nombres más, según costumbre de la casa, sentada en el mismo sillón donde se sentaba Bigún. La miro, atigrada, enorme, la misma gama de colores, blanco, negro, gris, y pienso que se parece cada vez más a él.
Sí, como si fuera su hija. O su nieta. No, para empezar habría que saber cuando castraron a Bigún, y por otro lado son muy distintos, Rosalía siempre ha sido más arisca, detesta que la cojan en brazos, aunque de un tiempo a esta parte… Las fechas tampoco coinciden, es absurdo. No logro recordar cuándo entró en la casa, pero han pasado demasiados años entre la salida de Bigún y su llegada…
Y sin embargo…

Rosalía Imperatrix

Para el Teniente J.A. Blueberry, por supuesto

Con mis agradecimientos a Natalia Marcos y Miguel Ángel Medina

Fotos: Pepita Galbany

El País

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