Vuelvo a ver La grande bellezza. Vuelvo a ver a Jep Gambardella, porque se ha convertido en un viejo amigo y le echaba de menos.
Vuelvo a escuchar sus palabras iniciales:
“A questa domanda, da ragazzi, i miei amici davano sempre la stessa risposta: “La fessa”. Io, invece, rispondevo: “L’odore delle case dei vecchi”. La domanda era: “Che cosa ti piace di più veramente nella vita?”. Ero destinato alla sensibilità. Ero destinato a diventare uno scrittore. Ero destinato a diventare Jep Gambardella”.
El mejor comienzo de novela italiana en mucho tiempo está en La grande bellezza, de Paolo Sorrentino. Esto podía haberlo escrito Moravia o Natalia Ginzburg. Claro que ellos no hubieran utilizado la palabra fessa (coño). Y en una novela sería muy difícil atrapar la mirada, la sonrisa fatigada, la elegancia y los andares de Toni Servillo en el rol de Jep Gambardella.
Ahora, al verla por segunda vez, creo haber entendido que esa formidable frase inicial no apunta a un cumplimiento sino a la constatación de un desvío. Es una frase que Gambardella dice, in mente, rodeado de bullicio, de música y de presuntos amigos, en el justo centro de la fiesta por su sesenta y cinco cumpleaños. Todo parece indicar que se encuentra en la cima del mundo, pero pronto veremos que no es exactamente así. Y que en esa frase está parte de la clave de lo que le ha sucedido.
Si se piensa un poco, lo que dijo Gambardella niño es una memez: podemos estar de acuerdo en que indica una cierta sensibilidad, pero a nadie puede gustarle “más que nada en la vida” el olor de las casas de los viejos. Gambardella no tiene un pelo de tonto, y no parece que lo tuviera de pequeño. Esa es una frase dicha para distinguirse de los otros, una frase para figurar. Y es en eso en lo que se ha convertido. Creía estar destinado a convertirse en un escritor, pero tras escribir un primer libro muy aclamado colgó los hábitos y optó por convertirse en “el rey de los mundanos”. Eso es lo que parece constatar, con una apacible, resignada melancolía, en lo alto de la fiesta.
Me he encontrado con bastante gente que detesta a Gambardella. Que le considera cínico, arrogante, vendido. Como alguien hizo correr que La grande bellezza era una puesta al día de La dolce vita, Gambardella tenía que ser, por fuerza, un emblema de la decadencia berlusconiana, de la corrupción periodística, del vacío repintado de purpurina e hinchado de bótox. Solo que yo no creo que Gambardella sea en absoluto un periodista “del corazón” (o de la fessa) ni que esté vacío: es demasiado refinado, demasiado sensible, aunque su corazón está lejos, como canta la sibila Else Torp, agua que sube y amenaza desbordarse: "My heart is in the highlands, my heart is not here". Tampoco la directora de su periódico parece, ni muchísimo menos, una cretina al uso. Gambardella está rodeado de vaciedades, pero su actitud hacia ellas no es complaciente. Basta ver lo que le pregunta a la pretendida artista de vanguardia que finge pegarse testarazos contra un muro: quiere realmente entender (y desmontar) lo que hay tras la jerga impostada de ese personaje.
Yo adoro a Jep Gambardella. Adoro la nonchalance (que el diccionario define como “displicencia elegante”) de su deriva, que nada tiene que ver con la indiferencia, y su irreductible vocación de llevarse bien con la vida. Antes he mencionado a Moravia y Ginzburg, pero también podría ser un personaje de la Sagan, como casi todos los que modeló sobre su gran amigo Bernard Frank, el último gran cronista parisino, a quien tanto echo de menos.
Manuel Jabois escribió que Gambardella es un hombre que puede ver el mar en el techo de su cuarto, como Mina veía il cielo in una stanza, y de hacerse con las llaves del tesoro para mostrarle a una mujer súbitamente entristecida la ruta secreta y nocturna de los grandes palazzos; un hombre que conoce (periodista, siempre) la importancia de la desaparición de una jirafa entre las ruinas del imperio y se enorgullece de que en su casa se haga la mejor conga de Roma: la única que no lleva a ningún sitio.
Pero La grande bellezza sí va hacia algun sitio: lo que nos cuenta, a mi entender, es el relato humanista de un camino hacia la luz, hacia lo sagrado, hacia el “Yo mismo, pero cumplido”, aquella soberbia respuesta que dio Montherlant cuando le preguntaron lo que querría ser de mayor. Una historia clásica: Gambardella vio la luz en su primera juventud, atrapó la gran belleza y luego se salió del camino. Por indolencia, por ambición, por cobardía, por una mezcla de todo eso: le iba más el lujo y el poder, "no solo de asistir a fiestas sino, sobre todo, de derribarlas".
No es ese su único problema. Es inteligentísimo pero no quiere a nadie y nadie le quiere a él, salvo la sabia asistenta que le cuida (y que, por cierto, le da un talismán que se revelará muy útil) y su amigo el dramaturgo, que le adora. Por eso se queda de piedra cuando le dicen que alguien le quiso tantísimo y él fue incapaz de darse cuenta. Mejor dicho: ahí es cuando la piedra comienza a resquebrajarse. He conocido a unos cuantos tipos como él: enormes sentimentales que no saben qué hacer con el sentimiento.
Más problemas: se le está acabando la gasolina, está cada vez más harto (sin aspavientos) de lo que le rodea, y empieza a alejarse desconsideradamente, en un veloz travelling retro, la Roma de su plenitud, una ciudad y unas gentes que, según sentencia del tiempo, ya no están ahí. Es posible, en fin, que para comprender a Gambardella haya que tener “una cierta edad”, pero otra prueba de su buen talante es que, como Bernard Frank, solo blande el hacha cuando el grado de falsedad o cretinez cruza la línea roja de lo ofensivo. Es modélica la escena en la que se ve obligado, por requerimiento expreso, a cantarle las verdades a una de sus amigas, que pretende dárselas de escritora comprometida, y entonces golpea “sans haine et sans colère, comme un boucher”, como decía Baudelaire. La golpea calmadamente, con palabras tranquilas, feroces, certeras, por su ego desmedido pero, sobre todo, por su mala educación, por romper un pacto tácito y sensato: “Nos conocemos todos desde hace muchos años”, viene a decirle, “y no nos vanagloriamos de lo que no somos. Sabemos perfectamente cuáles son nuestras debilidades pero nos tenemos afecto”.
A medida que avanza la película, Gambardella comienza a recibir varios disparos (con silenciador) sobre su línea de flotación. Hay un último amor a cuyo doloroso final, elegantemente, no asistimos. Pero sí nos hace ver Sorrentino un funeral en el que Gambardella rompe a llorar a chorros, después de habernos dicho que los funerales son un gran teatro, un espacio idóneo para la representación. La pregunta servida tiene tres patas: ¿llora Gambardella sacudido por la emoción (aunque tal vez no por ese muerto), llora representando, o, como el famoso dicho de Pessoa, “finge tan perfectamente / que hasta finge que es dolor / el dolor que en verdad siente”?
El último tercio de la película va a mostrarnos la irrupción de lo sagrado, que Gil de Biedma definía como “aquello que nos devuelve una imagen completa y perdida de nosotros mismos”. Llamémosle sagrado, llamémosle epifanía o llamémosle, directamente, milagro, según la espiritualidad de cada uno.
Lo sagrado puede brotar en cualquier parte para quien sepa verlo. Puede encarnarse, a la manera de la niña del emparrado en La dolce vita, en una monja centenaria y desdentada que masca raíces y es capaz de conjurar una bandada de flamencos rosa al amanecer, a los que puso nombre, uno por uno, en otro tiempo. Lo sagrado puede ser una revelación o un empujón. Para escribir, por ejemplo, al fin, la novela tanto tiempo esperada, una novela de la que le acaba de ser entregada a Gambardella su perfecta escena inicial. O su colofón.
Es muy posible de acabe de encontrar también la mejor manera de llenar sus mañanas y, de rebote, el tiempo que le queda. Tienes tu escena y tienes tu primera frase, Gambardella. Siéntate a la máquina (porque tú eres de los que todavía teclean en una Olivetti) y, mientras esa luz limpia y fresca del que podría ser uno de tus últimos veranos baña la ciudad, escribe:
“A questa domanda, da ragazzi, i miei amici davano sempre la stessa risposta…”
Hay 2 Comentarios
Soberbia crítica! Muchas gracias.
Publicado por: Marcos Ordóñez | 28/05/2014 16:02:09
Aporto, otra buena crítica, esta vez de Ricardo Menéndez Salmón, de esa bella película:
http://blogs.elconfidencial.com/cultura/iluminaciones/2013-12-21/la-gran-belleza-una-autopsia-festiva_67443/
Un saludo.
Publicado por: José Carlos Díaz | 28/05/2014 14:21:41