Bulevares Periféricos

Sobre el blog

Teatro, Literatura, Cine, Música, Series: arte en general. Lo que alimenta, lo que vuelve. Crónicas, investigaciones, deslumbramientos. Y entrevistas (más conversaciones que entrevistas). Y chispazos, memoria, dietario, frases escuchadas al azar (o no). Y lo que vaya saliendo.

Sobre el autor

Marcos Ordóñez

Marcos Ordóñez. Escritor, periodista, profesor. Cada sábado escribe en Babelia la sección PURO TEATRO y, cada jueves, en Cultura, EL HOMBRE QUE FUE JUEVES. Intento escribir sobre lo que me da vida. Ultimos libros publicados: Turismo interior (Lumen, 2010), Telón de fondo (El Aleph, 2011), Un jardín abandonado por los pájaros (El Aleph,2013).

Philip Larkin, el solitario de Hull

Por: | 28 de mayo de 2014


Philip Larkin - Poesia reunida - Lumen

Tenía el aspecto de un oficinista a punto de jubilarse o de un huraño clérigo anglicano, pero hay algo en sus ojos, en la foto de portada de la reciente y fundamental edición de Poesía reunida (Lumen), que recuerda a la melancolía de Onetti cruzada con la alegre viveza de Costello. Se decía de él que era un conservador furibundo que adoraba a la señora Thatcher, rechazaba cualquier forma de modernidad (“¡empezando por el horrible bebop!”) y se comía a los niños crudos (“esos animalitos egoístas, ruidosos, crueles y vulgares”), aunque Martin Amis recuerda que le regaló Get yer ya-ya’s out, el directo de los Stones, y su “impecable y atenta cortesía”, y también, entristecido, sus “escasas dotes para la felicidad”.

Por comodidad o provocación, Philip Larkin exageró su perfil misantrópico, pero no mentía al proclamar su deseo de soledad, su anhelo de olvido. Buscando paz y silencio se autoexilió al lejano Yorkshire y trabajó como bibliotecario en la Universidad de Hull: “Los que quieren venir hasta aquí”, decía, “se hacen un lío con los transbordos y acaban yendo a Newcastle a darle la tabarra a Basil Bunting”. Según Amis, nunca leyó sus poemas en público, jamás dio conferencias sobre poesía ni pretendió enseñar a escribir a nadie, y en su madurez rechazó por igual la orden de Caballero del Imperio Británico y el nombramiento como poeta laureado. Sin embargo, maravillosa ironía, con solo tres libros – Un engaño menor (1955), Las bodas de Pentecostés (1964) y Ventanas altas (1974) – se convirtió en un poeta auténticamente popular, y del último se vendieron nada menos que veinte mil ejemplares en su primer año.

Hijo de Auden y Hardy (y de Yeats en sus comienzos), Larkin destiló una poesía comunicativa y clara que no requería (ni requiere) decodificador, glosas o notas al pie. Sus poemas, decía, “surgen de cosas que he visto, pensado o hecho, y dudo que entre sus temas haya nada extraordinario”.
Damián Alou, responsable del volumen, añade que “la belleza de su obra surge de la verdad de la experiencia, por cruda que esta sea”. Pese a la negatividad que muchos le criticaron, hay mucha más luz en sus poemas de la que se advierte a primera vista.

Veo a esa joven pareja a la que imagina abrazándose, al fin con píldoras y diafragma, y le lleva a evocar la luz de las ventanas altas “donde cabe el sol y el hondo, interminable aire azul”.

Veo el brillo en los ojos febriles de ese hombre solitario que, un viernes por la noche, en el Royal Station Hotel, imagina “las olas que se pliegan detrás de las aldeas”.

Veo también sus ojos entrecerrados de dicha bajo los árboles que le instan a rebrotar: “Pronto será primavera”, escribe en “Llegada”, “y yo, cuya infancia es un tedio olvidado, me siento como un niño que aparece en una escena de reconciliación entre adultos, y no entiende nada más que las insólitas carcajadas, y comienza a ser feliz”.

Y releo, pura esencia de sus poemas, el final de la estoica carta de despedida a Kingsley Amis, la noche del 21 de noviembre de 1985, a punto de salir para el hospital: “Bien, la cinta se acaba. Piensa en mí cogiendo el pijama y las cosas de afeitar. Me disculparás que no incluya el discurso de despedida de rigor”.

 

Larkin lee "Las bodas de Pentecostés"

 

Un documental sobre Philip Larkin

Rabos de pasa (6) - dietario

Por: | 20 de mayo de 2014

Mayo

En 1982, Gonzalo Torrente Ballester publicó Los cuadernos de un vate vago. El libro consistía en las grabaciones en cinta magnetofónica de los planes de composición de sus novelas, a medida que avanzaba en ellas, desde la década de los sesenta a finales de los setenta. Para mí es un libro interesantísimo, pero es que yo soy del gremio, y además me gusta la obra de GTB. Al releerlo estos días me pregunté qué tipo de acogida tuvo, y la respuesta está en sus páginas previas: la primera edición apareció en septiembre del 82, y la segunda, al mes siguiente. No solo es absolutamente impensable algo así hoy en día, sino el hecho mismo de intentar publicar un libro semejante.

* * *

Repite “un lugar muy agradable”, “una chica muy agradable”. Cuando le conocí, su adjetivo preferido era “sensacional”, y le brillaban los ojos al decirlo. Pero han pasado treinta años y muchas cosas en su vida, y su sonrisa triste y afable indica que puede sentirse muy agradecido de que algunas cosas y algunas personas sean agradables.

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En Cómo hacer teatro, recientemente reeditado por Pre-textos, Cipriano Rivas Cherif cuenta, desde el penal del Dueso, esta historia de Sarah Bernhardt: “Su arte era cerebralísimo y de composición, estilizado en grado sumo, y su mayor encanto la voz de oro cantando los versos con ensoñadas inflexiones o líricos acentos, en que el arrebato se templaba en la dicción impecable, el gesto estudiado, la actitud exagerada, no en el movimiento ni la acción, en la apostura, en el tipo en sí. Una anécdota que de ella se cuenta dice más a este respecto de cuanto puedan explicarnos panegiristas y críticos: parece ser que haciendo un día no sé qué tragedia clásica, vio, como tuviera que levantar los ojos al cielo de la escena, que una bambalina amenazaba caer sobre su cabeza. Volvióse dignamente de espaldas al público, sin perder la dignidad del divino papel que representaba, y señalando con brazo airado al sitio del peligro, díjoles a los tramoyistas, al mismo ritmo lento y bien escandido de los alejandrinos que estaba recitando, que vieran de sujetar la bambalina en cuestión. Los espectadores no tuvieron lugar de darse cuenta. El tono daba la emoción cualquiera que fuesen las palabras. Y la gran Sarah no necesitaba emocionarse poco ni mucho para que el público se emocionara, hasta el punto de seguir, embebido de la situación, en que la actriz no había entrado, el hilo de voz y la actitud que la transfiguraban como una poseída”.

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Llevan al niño a ver a su bisabuelo, que está en una residencia. Se pasma ante la casa, una antigua torre, entre pinos, rodeada de césped. “¿Y esta es la casa del yayo?” pregunta, maravillado:  probablemente imagine tardes enteras jugando en el jardín o invitando a sus amigos. Luego, al descubrir el interior, sale corriendo y susurra al oído de su madre: “Mamá, esto está lleno de viejos”, como si el lugar estuviera habitado por fantasmas que le observan en silencio.

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Una mujer menuda, frágil pero de gran determinación. Es soprano y tiene una voz limpia y dulce. En la residencia me cuentan que su madre pasó allí sus últimos años. Ella ha seguido yendo porque tomó afecto a sus compañeros y sigue cantando para ellos. Yo no sabía que fuera soprano. Cuando llegamos me dijo: A ver qué cantaremos hoy. Yo, bromeando, contesté: La Traviata, y comenzó a cantar el brindis en una versión desnuda, purísima.
Aquella tarde se me saltaron las lágrimas, porque ella acariciaba la cara de R. y me recordó la mirada y la sonrisa de su mujer, muerta hace casi veinte años, pero lo que realmente me emocionó fue aquella absoluta irradiación de bondad. Me pareció un ser angélico. He conocido algunos en mi vida.

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Posible relato breve. El viejo que llega a la residencia y de golpe recuerda que estuvo allí durante la guerra, cuando incautaron la casa. Él estaba en el POUM entonces, y allí tuvo una historia de amor con una faísta. Recuerda por un instante aquel rostro lejanísimo, iluminado por las últimas llamas de una hoguera que hicieron en la gran sala, donde ahora pasa las tardes ante el televisor. No ha recordado todo eso por la casa, ni el jardín ni los pinos, sino por una moldura dorada en el techo, que veía mientras ella le cabalgaba. Moldura, rostro, llamas.

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Me dice L.: “No es extraño que estén apareciendo todos esos cánceres en cada vez más amigos, con tanta frustración, tanta amargura, tanta incertidumbre y tanto miedo, todo creciendo dentro”.

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Gran precepto del maestro Layton:
“No hay que compararse nunca con los demás, porque siempre habrá alguien mejor o con más suerte. Lo efectivo es compararse con lo anterior de uno mismo”. No siempre es fácil seguirlo, pero me parece muy sabio.

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Sigo leyendo, entusiasmado, El Interior, de Martín Caparrós. Anoto estos pasajes sobre los procedimientos de la crónica.

“El periodista, en general, sabe qué está buscando. El cronista sólo puede estar atento y esperar”.

“Yo no investigo, no hurgo, no busco nada oculto: con lo visible alcanza. El problema no es descubrir; el problema está en hacer sentido con lo que se ve. Entender qué le dicen, o sea: cruzar, relacionar, pensar causas y efectos: arriesgarse. La verdad, si es que existe ese bicho, está en las relaciones. Buscar lo oculto es quedarse en la superficie de las cosas”.

“Me gusta escuchar: viajar es, más que nada, un ejercicio de la escucha. Pero me agota, por momentos. Escuchar es tanto más cansador que hablar: uno habla con sus propias palabras, con lo que ya conoce y, salvo epifanías, se sorprende muy poco. Escuchar, en cambio – no digo oír, digo escuchar – necesita una atención muy especial: esperar lo inesperado todo el tiempo”.

“Es una vida rara. Escuchar, mirar mucho, hablar solo, pensar, anotar, dormir cada noche en un lugar distinto, comer bastante feo siempre, leer diarios locales o ninguno, limitar mi mundo a mi asiento del coche y todo lo que le pasa por el costadi: la Argentina. Es una vida rara: como si me hubiera desprendido de todo lo habitual. Me impresiona lo tentador que es ese desprenderse. Sin mujer, hablando a veces con mi hijo, sin conversar con un amigo, usando mucho cada camiseta, las mismas alpargatas día tras día – y todo puesto en la mirada”.

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Al comienzo de Infancia en Berlín, Walter Benjamin escribe que “importa poco no saber orientarse en una ciudad”, y que “perderse, en cambio, como quien se pierde en el bosque, requiere aprendizaje”.  

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De nuevo Caparrós, sobre la esencia del viaje:

“Viajo porque es una de las pocas formas que conozco de hacer durar el tiempo. De marcar el tiempo. De cambiar la forma del tiempo. El tiempo del viaje es totalmente distinto del tiempo cotidiano. El primer día de un viaje suele ser infinito. Una semana normal en Buenos Aires no deja marcas: allí el tiempo, sin marcas, con las mismas acciones repetidas, se achica, se comprime. En cambio una semana en Colombia o en Rusia o en la Mesopotamia están plagadas de situaciones que la marcan: el tiempo se estira, se subdivide infinitamente – como en el cuento de Aquiles y la tortuga. De ahí la decepción cuando vuelvo de un viaje y hablo con un amigo y le pregunto y, qué pasó, qué novedades. Y mi amigo, en general, me mira, dice nada. Yo insisto, hasta que entonces él me dice pero si no pasaron mi diez días, qué querés que pase.
Pero además: cada viaje es como una puntuación del tiempo general. Si no voy a ningún lado, los meses simplemente pasan. Llegás al final y ni te diste cuenta. En cambio, cada vez que me voy, la monotonía agresiva del tiempo se interrumpe. Es como un bache en el camino; después, el asfalto se alisa, pero el sobresalto ya ha impedido esa estúpida velocidad de crucero en que todo pasa sin que uno lo perciba”.

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"No te quiero decir nada". Eufemismo inútil, por obvio, del amigo que ya ha visto la función. Corolario aún más diáfano: "Porque no quiero influenciarte".

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Las botas de Neil Young

Por: | 13 de mayo de 2014


Portada de EL SUEÑO DE UN HIPPIE (Waging Heavy Peace)


Hará un par de años, atrapado en el aeropuerto de Heathrow por una nevada, pillé Waging Heavy Peace, la autobiografía de Neil Young, que había salido en bolsillo, y entre otras muchas cosas me gustó leer un pasaje en el que cuenta que solían dolerle los pies, y su alegría cuando encontró unas buenas botas de piel. Yo acababa de comprarme unas y me sentía exactamente igual, pero lo que me gustó fue la sencillez con que lo explicaba: “Escribo sobre mis pies y mis botas por un motivo. Caminar es muy importante para mí. Cuando paseo no dejo de pensar. Siempre que camino repaso ideas, canciones, el orden de las canciones de los discos y todo tipo de detalles creativos. A lo mejor debería titular este libro Crónica de unas botas”. Me gustó que se atreviera, por así decirlo, a contar eso. Dudo que Jagger, por ejemplo, se lo hubiera permitido. Un artista que se permite hablar de sus botas es un artista que me interesa. Neil Young lleva la mirada hacia sus pies, hacia la tierra, y por eso puede, al alzarla, abrazar los grandes espacios, la vuelta del cielo, el río de la música que va from Hank to Hendrix (el equivalente, en Dylan, sería la majestuosa corriente de Blind Willie McTell); es el Neil Young que lamenta no haber estado más atento cuando Kurt Cobain empieza a mostrar los primeros síntomas de su descenso, y llega tarde, y cuando recibe el mazazo tiene que escribir, imperativamente, la elegía de Sleep with Angels: una persona, no una superestrella.
En el pasaje de las botas habla de “el orden de las canciones de los discos”, y poco más tarde dice algo también muy importante, una de sus muchas declaraciones de fe: “No grabo cedés ni canciones para iTunes. Hago álbumes. Llamadlos como queráis. Recuerdo lo mucho que detestaba la función de reproducción aleatoria de iTunes porque se cargaba de golpe y porrazo el orden de las canciones que había elegido con esmero. Escuchar las canciones aisladas o de manera aleatoria es una mierda, al menos para mí. Seré de la vieja escuela, pero grabo álbumes y quiero que el orden de las canciones propicie emociones”. De la vieja escuela, sí. Felizmente.

Devoré Waging Heavy Peace en cuatro horas, el tiempo que permanecimos en espera, mientras limpiaban la nieve de las pistas. Ahora he vuelto a releerlo en su versión española, El sueño de un hippie (no me enloquece ese título, aunque Young reivindica con orgullo su esencia hippie, y hace muy bien), en la editorial Malpaso, traducido por Abel Debritto. No figura el nombre del traductor en las primeras páginas, como debería: he tenido que buscarlo al final del libro.
Neil Young cuenta que comenzó a escribir esas memorias justo después de dejar de beber y fumar maría (de hecho, las escribió para llenar el tiempo y el vacío, porque sobrio le costaba horrores escribir canciones), y lo curioso es que parece todo lo contrario: el tipo de digresión continuada que suele producirse tras unos cuantos porros o unas cuantas copas (o su mezcla).
El sueño de un hippie (se me atascan los dedos cada vez que he de teclear eso) tiene un elevado tanto por cien de paja, y a ratos se pone bastante pesado con sus obsesiones, pero su forma de contar, desaliñada y excesiva, me acaba cayendo muy simpática, porque no es pretenciosa ni revela un ego hinchado, como es tan frecuente entre los de su gremio. Cuando comienza a dar la vara con Pono (antes PureTone) o LincVolt, que no digo que no sean grandes proyectos, o a hablarnos de todos los coches que ha tenido a lo largo de su vida, lo más sencillo es saltar al capítulo siguiente, aunque también es verdad que consigue contagiarte sus pasiones, pero cuando habla de música la clava siempre y siempre te emociona. Por otro lado, Neil Young es uno de esos artistas a los que le acabo disculpando todo, tanto discos mediocres como excesos narrativos.

 

Hablando de música, ahí van algunos extractos que me gustan:
“A mi edad, creo que el mayor reto es preservar la relevancia de mi cometido. En la próxima gira con los Crazy Horse tengo que interpretar canciones nuevas si no quiero sentirme como una vieja gloria atizando con lo de siempre. Necesitamos canciones nuevas, son nuestro vehículo hacia el futuro. Estaré eternamente agradecido si se nos presenta la oportunidad de hacer algo que valga la pena. No tenemos nada que demostrar, salvo que todavía nos preocupamos lo bastante como para no abandonarlo todo al azar. Cuando la música es tu vida, hay una llave que te lleva a la esencia.
Es la ventana que asoma al mundo cósmico donde vive y respira la musa.
Llegar ahí es la clave y Crazy Horse es el mejor modo de conseguirlo. Me siento afortunado por tener conmigo todavía a Crazy Horse, y toco madera”.

Hay tres confesiones en el libro (o tres “reconocimientos de deuda”, como diría un contable) que me parecen admirables.
Me gusta mucho, para empezar, cuando reconoce que le puso la proa a Danny Whitten:
“En Early Daze hay una versión alternativa de Cinnamon Girl en la que la voz de Danny cobraba mayor importancia. Cantó los agudos de fábula, pero los eliminé y los canté en su lugar. Fue un grave error. La cagué. Era mucho mejor que yo, pero no me di cuenta. Me sentía muy fuerte y tal vez contribuí a destruir algo sagrado al no advertirlo. Danny no se cabreó ni nada. Yo era joven y quizá no sabía lo que hacía. Hay cosas que uno desea no haber hecho nunca, pero es lo que hay”.
Es sabido que las muertes por sobredosis de Danny Whitten, el primer guitarrista y vocalista de los Crazy Horse, y de Bruce Berry, uno de sus mejores roadies, le machacaron vivo. De ahí salió Tonight’s the night, su mejor disco, para mi gusto, junto con Zuma (Elijo esos dos a las doce del mediodía, cuando escribo estas líneas. Por la tarde serían otros. On the Beach y Rust Never Sleeps, por ejemplo. Y en mi corazón está siempre el primero que escuché, el primero que compré: Harvest. Hasta que pude comprarlo iba por ahí escuchando una cinta a todas horas).
En el capítulo 21 habla de la grabación de Tonight’s the Night: “Bebíamos tequila José Cuervo sin parar y estábamos borrachísimos. Empezamos a grabar a medianoche, cuando estábamos tan pasados de vueltas que apenas podíamos caminar”. Alguien me contó que en la primera edición del disco los textos estaban en holandés. Le preguntaron a NY el porqué y dijo: “Bueno, en aquella época todo parecía estar en holandés”.

Segunda confesión, con la misma sinceridad, la misma naturalidad: la separación de CSNY: “Crosby siempre fue el catalizador que nos empujaba a entregarnos. Me bastaba mirarlo para darlo todo. Graham era el profesional por excelencia. Siempre tenía sus partes preparadas, nos animaba cuando improvisábamos, y compuso las canciones que nos dieron a conocer. Stephen era como mi hermano, emotivo y conflictivo, en constante lucha con demonios invisibles, aportando un toque inconfundible. Pero entonces llegaron la fama, las drogas, el dinero, las casas, los coches y las admiradoras, y luego los discos en solitario. Tenía demasiadas canciones e ideas en mi interior. El grupo no se separó sino que dejó de estar junto. No se regeneró: dejó de existir. Nadie componía canciones nuevas. Necesitábamos un motivo para reunirnos, un objetivo que impulsara nuestra música. Disfrutamos de nuestro momento de gloria y luego perdimos el norte”.

 

Y una disculpa muy sincera a los Lynyrd Skynyrd. A los que quedan, vaya, y a la memoria de los restantes:
“Mi canción Alabama se mereció la estocada mortal que Lynyrd Skynyrd me dio con su magnífica canción. Ahora ya no me gusta la letra de Alabama. Es altiva y acusatoria, no estaba bien meditada, y se presta a malinterpretaciones”.
¿Cuántas estrellas de rock han dicho cosas así?
(La magnífica canción es, obviamente, Sweet Home Alabama. Me gusta, pero he acabado prefiriendo Minha terra galega, la gran versión de Siniestro Total).

Durante los primeros meses de mi servicio militar me hizo muchísima compañía un libro llamado Las canciones de Neil Young, escrito por Alberto Manzano y publicado casi de modo underground. Se lo agradezco desde aquí. Contenía una larga introducción biográfica, muy viva, muy sentida, y luego la traducción de sus mejores canciones. Debí de leer aquel libro una veintena de veces, hasta desportillarlo. Si hubiera pillado entonces El sueño de un hippie también lo habría releído una y otra vez. Es posible que dentro de unos años me suceda.

 
 

Gambardella

Por: | 09 de mayo de 2014

Toni Servillo es Jep Gambardella

Vuelvo a ver La grande bellezza. Vuelvo a ver a Jep Gambardella, porque se ha convertido en un viejo amigo y le echaba de menos.
Vuelvo a escuchar sus palabras iniciales:
A questa domanda, da ragazzi, i miei amici davano sempre la stessa risposta: “La fessa”. Io, invece, rispondevo: “L’odore delle case dei vecchi”. La domanda era: “Che cosa ti piace di più veramente nella vita?”. Ero destinato alla sensibilità. Ero destinato a diventare uno scrittore. Ero destinato a diventare Jep Gambardella”.
El mejor comienzo de novela italiana en mucho tiempo está en La grande bellezza, de Paolo Sorrentino. Esto podía haberlo escrito Moravia o Natalia Ginzburg. Claro que ellos no hubieran utilizado la palabra fessa (coño). Y en una novela sería muy difícil atrapar la mirada, la sonrisa fatigada, la elegancia y los andares de Toni Servillo en el rol de Jep Gambardella.
Ahora, al verla por segunda vez, creo haber entendido que esa formidable frase inicial no apunta a un cumplimiento sino a la constatación de un desvío. Es una frase que Gambardella dice, in mente, rodeado de bullicio, de música y de presuntos amigos, en el justo centro de la fiesta por su sesenta y cinco cumpleaños. Todo parece indicar que se encuentra en la cima del mundo, pero pronto veremos que no es exactamente así. Y que en esa frase está parte de la clave de lo que le ha sucedido.
Si se piensa un poco, lo que dijo Gambardella niño es una memez: podemos estar de acuerdo en que indica una cierta sensibilidad, pero a nadie puede gustarle “más que nada en la vida” el olor de las casas de los viejos. Gambardella no tiene un pelo de tonto, y no parece que lo tuviera de pequeño. Esa es una frase dicha para distinguirse de los otros, una frase para figurar. Y es en eso en lo que se ha convertido. Creía estar destinado a convertirse en un escritor, pero tras escribir un primer libro muy aclamado colgó los hábitos y optó por convertirse en “el rey de los mundanos”. Eso es lo que parece constatar, con una apacible, resignada melancolía, en lo alto de la fiesta.

Me he encontrado con bastante gente que detesta a Gambardella. Que le considera cínico, arrogante, vendido. Como alguien hizo correr que La grande bellezza era una puesta al día de La dolce vita, Gambardella tenía que ser, por fuerza, un emblema de la decadencia berlusconiana, de la corrupción periodística, del vacío repintado de purpurina e hinchado de bótox. Solo que yo no creo que Gambardella sea en absoluto un periodista “del corazón” (o de la fessa) ni que esté vacío: es demasiado refinado, demasiado sensible, aunque su corazón está lejos, como canta la sibila Else Torp, agua que sube y amenaza desbordarse: "My heart is in the highlands, my heart is not here". Tampoco la directora de su periódico parece, ni muchísimo menos, una cretina al uso. Gambardella está rodeado de vaciedades, pero su actitud hacia ellas no es complaciente. Basta ver lo que le pregunta a la pretendida artista de vanguardia que finge pegarse testarazos contra un muro: quiere realmente entender (y desmontar) lo que hay tras la jerga impostada de ese personaje.
Yo adoro a Jep Gambardella. Adoro la nonchalance (que el diccionario define como “displicencia elegante”) de su deriva, que nada tiene que ver con la indiferencia, y su irreductible vocación de llevarse bien con la vida. Antes he mencionado a Moravia y Ginzburg, pero también podría ser un personaje de la Sagan, como casi todos los que modeló sobre su gran amigo Bernard Frank, el último gran cronista parisino, a quien tanto echo de menos.
Manuel Jabois escribió que Gambardella es un hombre que puede ver el mar en el techo de su cuarto, como Mina veía il cielo in una stanza, y de hacerse con las llaves del tesoro para mostrarle a una mujer súbitamente entristecida la ruta secreta y nocturna de los grandes palazzos; un hombre que conoce (periodista, siempre) la importancia de la desaparición de una jirafa entre las ruinas del imperio y se enorgullece de que en su casa se haga la mejor conga de Roma: la única que no lleva a ningún sitio.

 

Pero La grande bellezza sí va hacia algun sitio: lo que nos cuenta, a mi entender, es el relato humanista de un camino hacia la luz, hacia lo sagrado, hacia el “Yo mismo, pero cumplido”, aquella soberbia respuesta que dio Montherlant cuando le preguntaron lo que querría ser de mayor. Una historia clásica: Gambardella vio la luz en su primera juventud, atrapó la gran belleza y luego se salió del camino. Por indolencia, por ambición, por cobardía, por una mezcla de todo eso: le iba más el lujo y el poder, "no solo de asistir a fiestas sino, sobre todo, de derribarlas".
No es ese su único problema. Es inteligentísimo pero no quiere a nadie y nadie le quiere a él, salvo la sabia asistenta que le cuida (y que, por cierto, le da un talismán que se revelará muy útil) y su amigo el dramaturgo, que le adora. Por eso se queda de piedra cuando le dicen que alguien le quiso tantísimo y él fue incapaz de darse cuenta. Mejor dicho: ahí es cuando la piedra comienza a resquebrajarse. He conocido a unos cuantos tipos como él: enormes sentimentales que no saben qué hacer con el sentimiento.
Más problemas: se le está acabando la gasolina, está cada vez más harto (sin aspavientos) de lo que le rodea, y empieza a alejarse desconsideradamente, en un veloz travelling retro, la Roma de su plenitud, una ciudad y unas gentes que, según sentencia del tiempo, ya no están ahí. Es posible, en fin, que para comprender a Gambardella haya que tener “una cierta edad”, pero otra prueba de su buen talante es que, como Bernard Frank, solo blande el hacha cuando el grado de falsedad o cretinez cruza la línea roja de lo ofensivo. Es modélica la escena en la que se ve obligado, por requerimiento expreso, a cantarle las verdades a una de sus amigas, que pretende dárselas de escritora comprometida, y entonces golpea “sans haine et sans colère, comme un boucher”, como decía Baudelaire. La golpea calmadamente, con palabras tranquilas, feroces, certeras, por su ego desmedido pero, sobre todo, por su mala educación, por romper un pacto tácito y sensato: “Nos conocemos todos desde hace muchos años”, viene a decirle, “y no nos vanagloriamos de lo que no somos. Sabemos perfectamente cuáles son nuestras debilidades pero nos tenemos afecto”.

A medida que avanza la película, Gambardella comienza a recibir varios disparos (con silenciador) sobre su línea de flotación. Hay un último amor a cuyo doloroso final, elegantemente, no asistimos. Pero sí nos hace ver Sorrentino un funeral en el que Gambardella rompe a llorar a chorros, después de habernos dicho que los funerales son un gran teatro, un espacio idóneo para la representación. La pregunta servida tiene tres patas: ¿llora Gambardella sacudido por la emoción (aunque tal vez no por ese muerto), llora representando, o, como el famoso dicho de Pessoa, “finge tan perfectamente / que hasta finge que es dolor / el dolor que en verdad siente”?
El último tercio de la película va a mostrarnos la irrupción de lo sagrado, que Gil de Biedma definía como “aquello que nos devuelve una imagen completa y perdida de nosotros mismos”. Llamémosle sagrado, llamémosle epifanía o llamémosle, directamente, milagro, según la espiritualidad de cada uno.
Lo sagrado puede brotar en cualquier parte para quien sepa verlo. Puede encarnarse, a la manera de la niña del emparrado en La dolce vita, en una monja centenaria y desdentada que masca raíces y es capaz de conjurar una bandada de flamencos rosa al amanecer, a los que puso nombre, uno por uno, en otro tiempo. Lo sagrado puede ser una revelación o un empujón. Para escribir, por ejemplo, al fin, la novela tanto tiempo esperada, una novela de la que le acaba de ser entregada a Gambardella su perfecta escena inicial. O su colofón.
Es muy posible de acabe de encontrar también la mejor manera de llenar sus mañanas y, de rebote, el tiempo que le queda. Tienes tu escena y tienes tu primera frase, Gambardella. Siéntate a la máquina (porque tú eres de los que todavía teclean en una Olivetti) y, mientras esa luz limpia y fresca del que podría ser uno de tus últimos veranos baña la ciudad, escribe:
A questa domanda, da ragazzi, i miei amici davano sempre la stessa risposta…
 
 

El País

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