
En 1982, Gonzalo Torrente Ballester publicó Los cuadernos de un vate vago. El libro consistía en las grabaciones en cinta magnetofónica de los planes de composición de sus novelas, a medida que avanzaba en ellas, desde la década de los sesenta a finales de los setenta. Para mí es un libro interesantísimo, pero es que yo soy del gremio, y además me gusta la obra de GTB. Al releerlo estos días me pregunté qué tipo de acogida tuvo, y la respuesta está en sus páginas previas: la primera edición apareció en septiembre del 82, y la segunda, al mes siguiente. No solo es absolutamente impensable algo así hoy en día, sino el hecho mismo de intentar publicar un libro semejante.
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Repite “un lugar muy agradable”, “una chica muy agradable”. Cuando le conocí, su adjetivo preferido era “sensacional”, y le brillaban los ojos al decirlo. Pero han pasado treinta años y muchas cosas en su vida, y su sonrisa triste y afable indica que puede sentirse muy agradecido de que algunas cosas y algunas personas sean agradables.
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En Cómo hacer teatro, recientemente reeditado por Pre-textos, Cipriano Rivas Cherif cuenta, desde el penal del Dueso, esta historia de Sarah Bernhardt: “Su arte era cerebralísimo y de composición, estilizado en grado sumo, y su mayor encanto la voz de oro cantando los versos con ensoñadas inflexiones o líricos acentos, en que el arrebato se templaba en la dicción impecable, el gesto estudiado, la actitud exagerada, no en el movimiento ni la acción, en la apostura, en el tipo en sí. Una anécdota que de ella se cuenta dice más a este respecto de cuanto puedan explicarnos panegiristas y críticos: parece ser que haciendo un día no sé qué tragedia clásica, vio, como tuviera que levantar los ojos al cielo de la escena, que una bambalina amenazaba caer sobre su cabeza. Volvióse dignamente de espaldas al público, sin perder la dignidad del divino papel que representaba, y señalando con brazo airado al sitio del peligro, díjoles a los tramoyistas, al mismo ritmo lento y bien escandido de los alejandrinos que estaba recitando, que vieran de sujetar la bambalina en cuestión. Los espectadores no tuvieron lugar de darse cuenta. El tono daba la emoción cualquiera que fuesen las palabras. Y la gran Sarah no necesitaba emocionarse poco ni mucho para que el público se emocionara, hasta el punto de seguir, embebido de la situación, en que la actriz no había entrado, el hilo de voz y la actitud que la transfiguraban como una poseída”.
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Llevan al niño a ver a su bisabuelo, que está en una residencia. Se pasma ante la casa, una antigua torre, entre pinos, rodeada de césped. “¿Y esta es la casa del yayo?” pregunta, maravillado: probablemente imagine tardes enteras jugando en el jardín o invitando a sus amigos. Luego, al descubrir el interior, sale corriendo y susurra al oído de su madre: “Mamá, esto está lleno de viejos”, como si el lugar estuviera habitado por fantasmas que le observan en silencio.
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Una mujer menuda, frágil pero de gran determinación. Es soprano y tiene una voz limpia y dulce. En la residencia me cuentan que su madre pasó allí sus últimos años. Ella ha seguido yendo porque tomó afecto a sus compañeros y sigue cantando para ellos. Yo no sabía que fuera soprano. Cuando llegamos me dijo: A ver qué cantaremos hoy. Yo, bromeando, contesté: La Traviata, y comenzó a cantar el brindis en una versión desnuda, purísima.
Aquella tarde se me saltaron las lágrimas, porque ella acariciaba la cara de R. y me recordó la mirada y la sonrisa de su mujer, muerta hace casi veinte años, pero lo que realmente me emocionó fue aquella absoluta irradiación de bondad. Me pareció un ser angélico. He conocido algunos en mi vida.
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Posible relato breve. El viejo que llega a la residencia y de golpe recuerda que estuvo allí durante la guerra, cuando incautaron la casa. Él estaba en el POUM entonces, y allí tuvo una historia de amor con una faísta. Recuerda por un instante aquel rostro lejanísimo, iluminado por las últimas llamas de una hoguera que hicieron en la gran sala, donde ahora pasa las tardes ante el televisor. No ha recordado todo eso por la casa, ni el jardín ni los pinos, sino por una moldura dorada en el techo, que veía mientras ella le cabalgaba. Moldura, rostro, llamas.
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Me dice L.: “No es extraño que estén apareciendo todos esos cánceres en cada vez más amigos, con tanta frustración, tanta amargura, tanta incertidumbre y tanto miedo, todo creciendo dentro”.
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Gran precepto del maestro Layton:
“No hay que compararse nunca con los demás, porque siempre habrá alguien mejor o con más suerte. Lo efectivo es compararse con lo anterior de uno mismo”. No siempre es fácil seguirlo, pero me parece muy sabio.
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Sigo leyendo, entusiasmado, El Interior, de Martín Caparrós. Anoto estos pasajes sobre los procedimientos de la crónica.
“El periodista, en general, sabe qué está buscando. El cronista sólo puede estar atento y esperar”.
“Yo no investigo, no hurgo, no busco nada oculto: con lo visible alcanza. El problema no es descubrir; el problema está en hacer sentido con lo que se ve. Entender qué le dicen, o sea: cruzar, relacionar, pensar causas y efectos: arriesgarse. La verdad, si es que existe ese bicho, está en las relaciones. Buscar lo oculto es quedarse en la superficie de las cosas”.
“Me gusta escuchar: viajar es, más que nada, un ejercicio de la escucha. Pero me agota, por momentos. Escuchar es tanto más cansador que hablar: uno habla con sus propias palabras, con lo que ya conoce y, salvo epifanías, se sorprende muy poco. Escuchar, en cambio – no digo oír, digo escuchar – necesita una atención muy especial: esperar lo inesperado todo el tiempo”.
“Es una vida rara. Escuchar, mirar mucho, hablar solo, pensar, anotar, dormir cada noche en un lugar distinto, comer bastante feo siempre, leer diarios locales o ninguno, limitar mi mundo a mi asiento del coche y todo lo que le pasa por el costadi: la Argentina. Es una vida rara: como si me hubiera desprendido de todo lo habitual. Me impresiona lo tentador que es ese desprenderse. Sin mujer, hablando a veces con mi hijo, sin conversar con un amigo, usando mucho cada camiseta, las mismas alpargatas día tras día – y todo puesto en la mirada”.
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Al comienzo de Infancia en Berlín, Walter Benjamin escribe que “importa poco no saber orientarse en una ciudad”, y que “perderse, en cambio, como quien se pierde en el bosque, requiere aprendizaje”.
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De nuevo Caparrós, sobre la esencia del viaje:
“Viajo porque es una de las pocas formas que conozco de hacer durar el tiempo. De marcar el tiempo. De cambiar la forma del tiempo. El tiempo del viaje es totalmente distinto del tiempo cotidiano. El primer día de un viaje suele ser infinito. Una semana normal en Buenos Aires no deja marcas: allí el tiempo, sin marcas, con las mismas acciones repetidas, se achica, se comprime. En cambio una semana en Colombia o en Rusia o en la Mesopotamia están plagadas de situaciones que la marcan: el tiempo se estira, se subdivide infinitamente – como en el cuento de Aquiles y la tortuga. De ahí la decepción cuando vuelvo de un viaje y hablo con un amigo y le pregunto y, qué pasó, qué novedades. Y mi amigo, en general, me mira, dice nada. Yo insisto, hasta que entonces él me dice pero si no pasaron mi diez días, qué querés que pase.
Pero además: cada viaje es como una puntuación del tiempo general. Si no voy a ningún lado, los meses simplemente pasan. Llegás al final y ni te diste cuenta. En cambio, cada vez que me voy, la monotonía agresiva del tiempo se interrumpe. Es como un bache en el camino; después, el asfalto se alisa, pero el sobresalto ya ha impedido esa estúpida velocidad de crucero en que todo pasa sin que uno lo perciba”.
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"No te quiero decir nada". Eufemismo inútil, por obvio, del amigo que ya ha visto la función. Corolario aún más diáfano: "Porque no quiero influenciarte".
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