Bigún era un gato atigrado y tritono (blanco, negro y gris) de gran tamaño y excepcionales cualidades. Antes de que fuera definitivamente Bigún tuvo una larga sucesión de nombres. Al principio fue bautizado como Almudenita Mordecai, porque a mí me recordaba a José Bódalo, más concretamente a Bódalo en el papel que interpretaba en Misericordia, pero allí Bódalo era ciego y Bigún tenía (nunca mejor dicho) una vista de lince. Poco después fue Boule-de-suif, apelativo pronto desechado porque sonaba denigratorio, y luego creo que fue Wiguncio, porque tenía un aire al jefe de policía de los Simpsons. Aunque le quedaba muy corto: el jefe Wiggum era gordo y encantador, de acuerdo, pero tonto del culo, y Bigún (ya estábamos rozando su nombre definitivo) era un gato sabio y majestuoso. Y gordo también, gordísimo. Entre el impronunciable Wiggum (Hui-gam, según nuestro sobrino Alan, que casi lo japonizó) y Bigún hubo varios pasos intermedios: me vienen a la cabeza Bigorras, que intentaba ser un eco de la doble erre de sus ronroneos, y Rigodón, nombre más eufónico y ocurrente, a juego con sus bigotes estilo Clemenceau, gentileza de una amiga, Ane Elizalde, que así le llamaba cada vez que venía a casa, pero acabamos optando por Bigún porque nos sonaba a emperador asirio, y con Bigún se quedó.
Llegó en su tercera edad (o su séptima vida) y estuvo pocos años con nosotros. Calculo que cinco: del 99 al 2003. Venía de una casa cercana, recién derribada, en la calle Septimania. Saltó la tapia de los jardines e instantáneamente y sin violencia alguna se hizo el amo. Antes he dicho que le comparábamos con Bódalo, pero acabamos descubriendo que a quien en verdad se parecía (por su autoridad benévola, por sus andares lentos, por sus ojos claros, verdiamarillos al sol) era a Jean Gabin.
Durante varias semanas se instaló, a modo de observatorio, en la mesa del jardín vecino. Comía el pienso que le dejábamos, en compañía de los otros gatos, y al terminar volvía tranquilamente a aquella mesa. Miraba hacia nuestra casa, paciente como un buda.
El previsible enfrentamiento territorial con Nicklas tardó en llegar. El tuerto, que no era tonto, calibró en el acto lo imponente de su volumen y la longitud de sus zarpas, y desapareció del mapa. También supo esperar, pero con felonía: le pilló cuesta abajo en su rodada, igual que hizo con Pompón.
Las gatas (y el lírico gato Dospelos) le rindieron reverencia desde el primer día. Sobre todo Desperada, que cada mañana subía la escalera del jardín como quien va hacia un trono, y bajaba la cabeza para que Bigún la tocara con el morro (o le pegara un paternal lametazo) a modo de bendición. Con Ninette, atigrada como él, mantuvo un casto romance otoñal, muy parecido al de John Wayne con Angie Dickinson en Rio Bravo. Zorrune le contemplaba admirativa pero distante: quizás era demasiado plebeyo para sus aristocráticos gustos (y no le bastaba su aristocracia espiritual).
Recuerdo perfectamente la tarde en que me eligió. Porque fue así, una elección manifiesta. Fue el Viernes Santo de aquel año. Comenzaba a hacer calor y la puerta del jardín estaba abierta. Yo estaba leyendo en el sillón. Bigún entró sin que me percatara, con extrema levedad, y trepó de un salto a mi regazo. ¡Pedazo de epifanía! Empecé a hacer espasmódicos gestos de gran alborozo, similares a los que debió ejecutar Edison cuando descubrió el bombillismo, pero eran señales mudas, para no espantar al resplandeciente felino (pues para mí brillaba en mis rodillas como un dios alienígena recién aterrizado).
Pepita estaba enfrente, en el sofá (o sea, a dos pasos), leyendo también con su habitual concentración, así que no se enteró de mis aleteos.
Alcancé a susurrar esta frase demente:
“¡Sssh, ssh, mira, eh, has visto, eh, el gato, el gato, se me ha subido el gato!¡Soy el elegido!”
Pepita alzó la mirada del libro y, descreída, dijo que debía contemplar la posibilidad de que no me hubiera elegido a mí sino a mi sillón. Al ver mi cara de desconsuelo cósmico (y cómico) añadió, para quitarle hierro:
“Lo que está claro es que se trata de un gato sobrehumano”.
El emperador solo impuso un par de normas. Primera: a la hora del desayuno no comía si no le cepillábamos vigorosamente al mismo tiempo, lo que le producía una felicidad superlativa. Tardó algo más en imponer la segunda, pero le cogimos tanto cariño que acabamos rindiéndonos: quería dormir con nosotros, y extendió así la sobrehumanidad a Pepita, que casi acabó con el brazo dislocado, porque era justo allí donde Bigún depositaba sus – a ojo – trescientos veintisiete kilos.
Una tarde, a los pocos días de su entrada, le miramos y tuvimos la sensación de que llevaba toda la vida con nosotros y que eso no nos había pasado nunca con ningún gato.
Antes he mencionado sus excepcionales cualidades. Decir que era inteligente es quedarse muy corto. Sus dotes de percepción eran portentosas. Todos los gatos saben cuando alguien está a punto de llegar, incluso cuando ese alguien se encuentra a considerable distancia, pero es que Bigún llegaba a anticipar, con un maullido o un alzamiento de orejas, la inminencia de las llamadas telefónicas.
Es muy difícil intentar explicar la naturaleza de la conexión que estableció conmigo. Ignoro el porqué y, sobre todo, el cómo: hay amistades y amores que tampoco se explican.
Aún a riesgo de ponerme demasiado esotérico, diré que en la trilogía La materia oscura, de Philip Pullman, cada personaje tiene un daemon, esto es,“el reflejo del alma humana que camina al lado de las personas adoptando formas animales de acuerdo a su personalidad”. Durante nuestra intensa relación quise jugar a creer que Bigún era mi daemon, pero era un puro deseo: ya me hubiera gustado a mí tener una cuarta parte de su bondad y su inteligencia. Acabé pensando que la cosa funcionaba a la inversa: lo más probable es que yo fuera su daemon en periodo de prueba y aprendizaje.
Asocio a Bigún con Pepita en invierno, juntos en el sofá rojo, y leyendo o escuchando música (sí, como si lo hicieran juntos), y conmigo le veo en verano, un verano que es una síntesis de los cinco que pasó con nosotros, yo leyendo en la cama, las ventanas abiertas, la brisa moviendo las cortinas, y él a mi lado como un animal de infancia, porque era allí donde me transportaba. Me vuelve otra imagen de placidez absoluta: Bigún tumbado boca arriba en el jardín, sobre la gravilla caliente, pero con las patas traseras elevadas, sobre el travesaño de una silla metálica, para no quemarse. O para activar la circulación, quién sabe.
Pero miento, miento por autoprescripción facultativa.
He dicho que ese verano recordado fue una síntesis de los cinco y caigo en la cuenta de que debería dejar fuera el último, el horrible verano del horrible 2003, un verano atrozmente caluroso, asfixiante, con el aire incendiado desde la mañana a la noche, sin tregua, no en vano Marte estuvo más cerca que nunca de la Tierra, como la apocalíptica Estrella Misteriosa de Tintín.
Llevamos la cama al comedor, porque estaba al lado del jardín y así entraba algo más de fresco, o al menos eso queríamos creer. Fue a principios de aquel verano cuando comenzó a estar mal. Comía y comía y seguía comiendo, pedía comida a todas horas y la devoraba porque, comprendimos, notaba que sus fuerzas le estaban fallando.
Le dábamos todos los caprichos imaginables porque intuíamos que el final estaba cerca. Hay perros y gatos muy ordenancistas, que solo comen lo que les echan en el cazo. Piker tenía unos gustos pasmosos: enloquecía con los berberechos, las naranjas y los helados de fresa. Bigún desarrolló una pasión (nada módica) por los langostinos. Vale, congelados, pero langostinos al fin y al cabo. Caviar le hubiéramos dado si le hubiese hecho feliz.
En agosto tuvo lugar el brutal enfrentamiento con Nicklas, que abandonó sus cuarteles para ir a por todas. No vimos nada, porque fue un pugilato nocturno y alejado. Escuchamos durante largo rato los roncos maullidos de amenaza, como los tambores que anuncian la batalla. Agarramos la manguera y disparamos sin diana clara, a sabiendas de que no hay quien separe a dos gatos que han decidido follar o pelear. Luego vino un silencio de tormenta inminente, un silencio erizado (nunca mejor dicho) de amenaza. Y de pronto, porque los asaltos felinos suelen ser relampagueantes, el breve estrépito del follaje agitándose y las ramas bajas tronchadas por el peso de los cuerpos trabados en combate.
Ganó Bigún, pero por puntos, y a costa de un feroz zarpazo (o bocado, no estaba claro) que le surcó media cara.
Le llevamos al veterinario y nos dijo que la cosa pintaba mal, muy mal.
La herida era seria, pero el problema, añadió, no estaba fuera sino dentro: se le había echado la edad encima y comenzaban a fallarle el estómago, el corazón, los riñones, el páncreas, todo a la vez, de ahí su ansia por devorar.
Habíamos trasladado los sillones a la alcoba y allí se instaló. Se retiró, se apartó, como suelen hacer todos los gatos cuando olfatean la salida. Pero antes de que llegara septiembre, justo el 31, Bigún hizo algo sorprendente. Bueno, sorprendente en otros, no en él: intentó suicidarse, ir hacia la muerte por su propio pie antes de que la muerte le atrapara. Lo sé, cuesta de creer. Pero así lo interpreté, no podía interpretar de otro modo aquel otro duelo en el que tenía todas las de perder.
En el jardín vecino había un mastín enorme. Aquella tarde, cuando apenas podía moverse, le vimos bajar las escaleras y hacer algo que nunca había hecho: cruzó la valla que separaba las dos casas y fue hacia el perrazo, con paso lento, como Daniel Dravot en el Kafiristán, avanzando por el puente colgante que le llevaba al abismo. No pudimos pararle, ni lo intentamos.
Nos quedamos petrificados, conteniendo la respiración.
El mastín podía haberle tronzado el cuello como si fuera una barra de pan pillada al vuelo, pero se quedó quieto, como nosotros, mirándole como quien ve una aparición. Y dio media vuelta, quizás se dio cuenta también de lo que estaba pasando, así que Bigún permaneció milagrosamente solo por unos instantes en el jardín vecino y luego, como un juguete al que se le acaban las pilas, volvió por donde había venido.
Prefiero dejarlo ahí, olvidar los malos sueños, quedarme con esa imagen. Comienza a llover y Bigún sale de plano, como borrado por la lluvia, la lluvia que llevábamos esperando todo el verano, una lluvia casi tropical, de gotas cargadas de barro; una cortina de agua que caía de un cielo verde, un telón, y yo llorando a juego con aquella lluvia, y el idiota de turno que siempre te dice “a fin de cuentas, un gato no es más que un gato”, y las ganas de cogerle por las solapas y gritarle “¿No entiendes que era un animal sagrado, gilipollas? ¿No puedes entender eso?”.
Prefiero dejarlo ahí, pero quiero añadir que cometí un grave error, del que todavía me arrepiento. El veterinario nos había aconsejado sacrificarlo cuanto antes. Alguien, no recuerdo quien, nos recomendó una clínica. Nos aferramos a esa última oportunidad. Eran una banda de chorizos. Durante una semana le sometieron a análisis innecesarios. Me dí cuenta de que eran unos miserables cuando nos dijeron, con voz melifua, que podíamos pasar a verlo de tal hora a tal otra. Humanizarle era una forma de chantaje emocional. Y prolongar su agonía un negocio como otro cualquiera. Lógico: si se hace con los humanos, era solo cuestión de tiempo que lo hicieran con los animales que más quieres. Jugaban con el dolor y la culpa. Fuimos a verle y se nos partió el alma. Tardamos dos días en decidir que era mejor acabar cuanto antes. Aquellos cabrones se resistían. "Bajo su reponsabilidad", dijeron. Casi llegamos a las manos. Ahora lamento no haber llegado plenamente. Tiempo después pasé por allí: la mal llamada clínica había desaparecido. Pocas veces me he alegrado tanto de un cierre.
Ahora miro a Rosalía, antes Nuska y luego Cosa Mala y después Sinforosa, y varios nombres más, según costumbre de la casa, sentada en el mismo sillón donde se sentaba Bigún. La miro, atigrada, enorme, la misma gama de colores, blanco, negro, gris, y pienso que se parece cada vez más a él.
Sí, como si fuera su hija. O su nieta. No, para empezar habría que saber cuando castraron a Bigún, y por otro lado son muy distintos, Rosalía siempre ha sido más arisca, detesta que la cojan en brazos, aunque de un tiempo a esta parte… Las fechas tampoco coinciden, es absurdo. No logro recordar cuándo entró en la casa, pero han pasado demasiados años entre la salida de Bigún y su llegada…
Y sin embargo…
Para el Teniente J.A. Blueberry, por supuesto
Con mis agradecimientos a Natalia Marcos y Miguel Ángel Medina
Fotos: Pepita Galbany