Bigún (una historia de amor)

Por: | 02 de abril de 2014


Bigun y yo - finales de los 90 - foto Rodolfo Molina

Bigún era un gato atigrado y tritono (blanco, negro y gris) de gran tamaño y excepcionales cualidades. Antes de que fuera definitivamente Bigún tuvo una larga sucesión de nombres. Al principio fue bautizado como Almudenita Mordecai, porque a mí me recordaba a José Bódalo, más concretamente a Bódalo en el papel que interpretaba en Misericordia, pero allí Bódalo era ciego y Bigún tenía (nunca mejor dicho) una vista de lince. Poco después fue Boule-de-suif, apelativo pronto desechado porque sonaba denigratorio, y luego creo que fue Wiguncio, porque tenía un aire al jefe de policía de los Simpsons. Aunque le quedaba muy corto: el jefe Wiggum era gordo y encantador, de acuerdo, pero tonto del culo, y Bigún (ya estábamos rozando su nombre definitivo) era un gato sabio y majestuoso. Y gordo también, gordísimo. Entre el impronunciable Wiggum (Hui-gam, según nuestro sobrino Alan, que casi lo japonizó) y Bigún hubo varios pasos intermedios: me vienen a la cabeza Bigorras, que intentaba ser un eco de la doble erre de sus ronroneos, y Rigodón, nombre más eufónico y ocurrente, a juego con sus bigotes estilo Clemenceau, gentileza de una amiga, Ane Elizalde, que así le llamaba cada vez que venía a casa, pero acabamos optando por Bigún porque nos sonaba a emperador asirio, y con Bigún se quedó.

Llegó en su tercera edad (o su séptima vida) y estuvo pocos años con nosotros. Calculo que cinco: del 99 al 2003. Venía de una casa cercana, recién derribada, en la calle Septimania. Saltó la tapia de los jardines e instantáneamente y sin violencia alguna se hizo el amo. Antes he dicho que le comparábamos con Bódalo, pero acabamos descubriendo que a quien en verdad se parecía (por su autoridad benévola, por sus andares lentos, por sus ojos claros, verdiamarillos al sol) era a Jean Gabin.
Durante varias semanas se instaló, a modo de observatorio, en la mesa del jardín vecino. Comía el pienso que le dejábamos, en compañía de los otros gatos, y al terminar volvía tranquilamente a aquella mesa. Miraba hacia nuestra casa, paciente como un buda.
El previsible enfrentamiento territorial con Nicklas tardó en llegar. El tuerto, que no era tonto, calibró en el acto lo imponente de su volumen y la longitud de sus zarpas, y desapareció del mapa. También supo esperar, pero con felonía: le pilló cuesta abajo en su rodada, igual que hizo con Pompón.
Las gatas (y el lírico gato Dospelos) le rindieron reverencia desde el primer día. Sobre todo Desperada, que cada mañana subía la escalera del jardín como quien va hacia un trono, y bajaba la cabeza para que Bigún la tocara con el morro (o le pegara un paternal lametazo) a modo de bendición. Con Ninette, atigrada como él, mantuvo un casto romance otoñal, muy parecido al de John Wayne con Angie Dickinson en Rio Bravo. Zorrune le contemplaba admirativa pero distante: quizás era demasiado plebeyo para sus aristocráticos gustos (y no le bastaba su aristocracia espiritual).  

Bigún Imperator

Recuerdo perfectamente la tarde en que me eligió. Porque fue así, una elección manifiesta. Fue el Viernes Santo de aquel año. Comenzaba a hacer calor y la puerta del jardín estaba abierta. Yo estaba leyendo en el sillón. Bigún entró sin que me percatara, con extrema levedad, y trepó de un salto a mi regazo. ¡Pedazo de epifanía! Empecé a hacer espasmódicos gestos de gran alborozo, similares a los que debió ejecutar Edison cuando descubrió el bombillismo, pero eran señales mudas, para no espantar al resplandeciente felino (pues para mí brillaba en mis rodillas como un dios alienígena recién aterrizado).
Pepita estaba enfrente, en el sofá (o sea, a dos pasos), leyendo también con su habitual concentración, así que no se enteró de mis aleteos.
Alcancé a susurrar esta frase demente:
“¡Sssh, ssh, mira, eh, has visto, eh, el gato, el gato, se me ha subido el gato!¡Soy el elegido!”
Pepita alzó la mirada del libro y, descreída, dijo que debía contemplar la posibilidad de que no me hubiera elegido a mí sino a mi sillón.  Al ver mi cara de desconsuelo cósmico (y cómico) añadió, para quitarle hierro:
“Lo que está claro es que se trata de un gato sobrehumano”.
 
El emperador solo impuso un par de normas. Primera: a la hora del desayuno no comía si no le cepillábamos vigorosamente al mismo tiempo, lo que le producía una felicidad superlativa. Tardó algo más en imponer la segunda, pero le cogimos tanto cariño que acabamos rindiéndonos: quería dormir con nosotros, y extendió así la sobrehumanidad a Pepita, que casi acabó con el brazo dislocado, porque era justo allí donde Bigún depositaba sus – a ojo – trescientos veintisiete kilos.

Una tarde, a los pocos días de su entrada, le miramos y tuvimos la sensación de que llevaba toda la vida con nosotros y que eso no nos había pasado nunca con ningún gato.

Antes he mencionado sus excepcionales cualidades. Decir que era inteligente es quedarse muy corto. Sus dotes de percepción eran portentosas. Todos los gatos saben cuando alguien está a punto de llegar, incluso cuando ese alguien se encuentra a considerable distancia, pero es que Bigún llegaba a anticipar, con un maullido o un alzamiento de orejas, la inminencia de las llamadas telefónicas.
Es muy difícil intentar explicar la naturaleza de la conexión que estableció conmigo. Ignoro el porqué y, sobre todo, el cómo: hay amistades y amores que tampoco se explican.
Aún a riesgo de ponerme demasiado esotérico, diré que en la trilogía La materia oscura, de Philip Pullman, cada personaje tiene un daemon, esto es,“el reflejo del alma humana que camina al lado de las personas adoptando formas animales de acuerdo a su personalidad”. Durante nuestra intensa relación quise jugar a creer que Bigún era mi daemon, pero era un puro deseo: ya me hubiera gustado a mí tener una cuarta parte de su bondad y su inteligencia. Acabé pensando que la cosa funcionaba a la inversa: lo más probable es que yo fuera su daemon en periodo de prueba y aprendizaje.

Un verano casi eterno

Asocio a Bigún con Pepita en invierno, juntos en el sofá rojo, y leyendo o escuchando música (sí, como si lo hicieran juntos), y conmigo le veo en verano, un verano que es una síntesis de los cinco que pasó con nosotros, yo leyendo en la cama, las ventanas abiertas, la brisa moviendo las cortinas, y él a mi lado como un animal de infancia, porque era allí donde me transportaba. Me vuelve otra imagen de placidez absoluta: Bigún tumbado boca arriba en el jardín, sobre la gravilla caliente, pero con las patas traseras elevadas, sobre el travesaño de una silla metálica, para no quemarse. O para activar la circulación, quién sabe.
Pero miento, miento por autoprescripción facultativa.
He dicho que ese verano recordado fue una síntesis de los cinco y caigo en la cuenta de que debería dejar fuera el último, el horrible verano del horrible 2003, un verano atrozmente caluroso, asfixiante, con el aire incendiado desde la mañana a la noche, sin tregua, no en vano Marte estuvo más cerca que nunca de la Tierra, como la apocalíptica Estrella Misteriosa de Tintín.
Llevamos la cama al comedor, porque estaba al lado del jardín y así entraba algo más de fresco, o al menos eso queríamos creer. Fue a principios de aquel verano cuando comenzó a estar mal. Comía y comía y seguía comiendo, pedía comida a todas horas y la devoraba porque, comprendimos, notaba que sus fuerzas le estaban fallando.
Le dábamos todos los caprichos imaginables porque intuíamos que el final estaba cerca. Hay perros y gatos muy ordenancistas, que solo comen lo que les echan en el cazo. Piker tenía unos gustos pasmosos: enloquecía con los berberechos, las naranjas y los helados de fresa. Bigún desarrolló una pasión (nada módica) por los langostinos. Vale, congelados, pero langostinos al fin y al cabo. Caviar le hubiéramos dado si le hubiese hecho feliz.

Bigún encaja

En agosto tuvo lugar el brutal enfrentamiento con Nicklas, que abandonó sus cuarteles para ir a por todas. No vimos nada, porque fue un pugilato nocturno y alejado. Escuchamos durante largo rato los roncos maullidos de amenaza, como los tambores que anuncian la batalla. Agarramos la manguera y disparamos sin diana clara, a sabiendas de que no hay quien separe a dos gatos que han decidido follar o pelear. Luego vino un silencio de tormenta inminente, un silencio erizado (nunca mejor dicho) de amenaza. Y de pronto, porque los asaltos felinos suelen ser relampagueantes, el breve estrépito del follaje agitándose y las ramas bajas tronchadas por el peso de los cuerpos trabados en combate.
Ganó Bigún, pero por puntos, y a costa de un feroz zarpazo (o bocado, no estaba claro) que le surcó media cara.
Le llevamos al veterinario y nos dijo que la cosa pintaba mal, muy mal.
La herida era seria, pero el problema, añadió, no estaba fuera sino dentro: se le había echado la edad encima y comenzaban a fallarle el estómago, el corazón, los riñones, el páncreas, todo a la vez, de ahí su ansia por devorar.

Habíamos trasladado los sillones a la alcoba y allí se instaló. Se retiró, se apartó, como suelen hacer todos los gatos cuando olfatean la salida. Pero antes de que llegara septiembre, justo el 31, Bigún hizo algo sorprendente. Bueno, sorprendente en otros, no en él: intentó suicidarse, ir hacia la muerte por su propio pie antes de que la muerte le atrapara. Lo sé, cuesta de creer. Pero así lo interpreté, no podía interpretar de otro modo aquel otro duelo en el que tenía todas las de perder.
En el jardín vecino había un mastín enorme. Aquella tarde, cuando apenas podía moverse, le vimos bajar las escaleras y hacer algo que nunca había hecho: cruzó la valla que separaba las dos casas y fue hacia el perrazo, con paso lento, como Daniel Dravot en el Kafiristán, avanzando por el puente colgante que le llevaba al abismo. No pudimos pararle, ni lo intentamos.
Nos quedamos petrificados, conteniendo la respiración.
El mastín podía haberle tronzado el cuello como si fuera una barra de pan pillada al vuelo, pero se quedó quieto, como nosotros, mirándole como quien ve una aparición. Y dio media vuelta, quizás se dio cuenta también de lo que estaba pasando, así que Bigún permaneció milagrosamente solo por unos instantes en el jardín vecino y luego, como un juguete al que se le acaban las pilas, volvió por donde había venido.

Prefiero dejarlo ahí, olvidar los malos sueños, quedarme con esa imagen. Comienza a llover y Bigún sale de plano, como borrado por la lluvia, la lluvia que llevábamos esperando todo el verano, una lluvia casi tropical, de gotas cargadas de barro; una cortina de agua que caía de un cielo verde, un telón, y yo llorando a juego con aquella lluvia, y el idiota de turno que siempre te dice “a fin de cuentas, un gato no es más que un gato”, y las ganas de cogerle por las solapas y gritarle “¿No entiendes que era un animal sagrado, gilipollas? ¿No puedes entender eso?”.

Prefiero dejarlo ahí, pero quiero añadir que cometí un grave error, del que todavía me arrepiento. El veterinario nos había aconsejado sacrificarlo cuanto antes. Alguien, no recuerdo quien, nos recomendó una clínica. Nos aferramos a esa última oportunidad. Eran una banda de chorizos. Durante una semana le sometieron a análisis innecesarios. Me dí cuenta de que eran unos miserables cuando nos dijeron, con voz melifua, que podíamos pasar a verlo de tal hora a tal otra. Humanizarle era una forma de chantaje emocional. Y prolongar su agonía un negocio como otro cualquiera. Lógico: si se hace con los humanos, era solo cuestión de tiempo que lo hicieran con los animales que más quieres. Jugaban con el dolor y la culpa. Fuimos a verle y se nos partió el alma. Tardamos dos días en decidir que era mejor acabar cuanto antes. Aquellos cabrones se resistían. "Bajo su reponsabilidad", dijeron. Casi llegamos a las manos. Ahora lamento no haber llegado plenamente. Tiempo después pasé por allí: la mal llamada clínica había desaparecido. Pocas veces me he alegrado tanto de un cierre.

Ahora miro a Rosalía, antes Nuska y luego Cosa Mala y después Sinforosa, y varios nombres más, según costumbre de la casa, sentada en el mismo sillón donde se sentaba Bigún. La miro, atigrada, enorme, la misma gama de colores, blanco, negro, gris, y pienso que se parece cada vez más a él.
Sí, como si fuera su hija. O su nieta. No, para empezar habría que saber cuando castraron a Bigún, y por otro lado son muy distintos, Rosalía siempre ha sido más arisca, detesta que la cojan en brazos, aunque de un tiempo a esta parte… Las fechas tampoco coinciden, es absurdo. No logro recordar cuándo entró en la casa, pero han pasado demasiados años entre la salida de Bigún y su llegada…
Y sin embargo…

Rosalía Imperatrix

Para el Teniente J.A. Blueberry, por supuesto

Con mis agradecimientos a Natalia Marcos y Miguel Ángel Medina

Fotos: Pepita Galbany

Solo para amantes de gatos

Por: | 26 de marzo de 2014

RabuNinetteBigunDospelos


Salvo los mosquitos y las serpientes me gustan todos los animales, pero los felinos están en lo alto del podio. Quien no sienta una pasión semejante pensará que lo que viene a continuación es una sinsorgada, o sea que lo mejor es que deje de leer en este mismo momento.
En los ojos de los perros y los caballos hay una profunda humanidad, una forma de vínculo. En los ojos de los gatos hay un misterio abismal. Esto se ha dicho infinidad de veces, pero es cierto. Los perros y los caballos han acompañado al hombre desde sus orígenes. Los gatos llegaron, probablemente, de un planeta muy lejano. Mi mujer y yo hemos tenido perros y gatos. Uno puede elegir a un perro o un caballo y convertirse, palabra horrible, en su amo, o en su jefe de manada. Un gato te elige a ti para que le sirvas y le adores. Con un gato, pues, se establece la misma relación que hay entre un humano y una deidad. Nosotros hemos tenido una docena de gatos, y lo que yo sentí por uno de ellos, el gato Bigún, no lo he sentido jamás por ningún otro gato o ningún otro animal. Cuando murió estuve llorando una semana y no pasa otra sin que me acuerde de él.

Con los anteriores, extrañamente, no establecí vínculos profundos. ¿Era yo un descastado entonces? No digo que no. Mi primer gato se llamaba Mugas y me acompañó mucho durante un periodo de abandono, a finales de los setenta. Era un gato abisinio, o naranja, o Ginger Cat, como les llaman los ingleses, un nombre muy bonito porque suena a galleta. No sé de dónde salió y apenas recuerdo sus costumbres. Y es raro, porque en aquella época, ya digo, pasábamos largas horas juntos. Lo único que me viene a la cabeza es el día en que devoró hasta la última hoja de una planta de marihuana que yo tenía en usufructo. No es que le hicieran mucha falta los alucinógenos, como a ningún gato, porque, ahora que me acuerdo, solía entrar en trance escuchando música, aunque solo le pasaba con dos discos: La Catedral, de Sisa, e In the Court of the Crimson King. Pink Floyd, por ejemplo, le resultaba indiferente, pero con aquellos dos se quedaba inmóvil, los ojos muy abiertos y las orejas aguzadísimas. Probablemente conectaba con una frecuencia alienígena (su planeta originario) o captaba un mensaje oculto entre los surcos. El resto del día, como sus compañeros de especie, debía dedicarlo a sus cinco mil siestas.
No sé si la marihuana afecta a los gatos, pero desde aquel día comenzó a hacer unas acrobacias insólitas. Corría por el piso, que era pequeño, a gran velocidad, y al enfilar el pasillo lograba el prodigio de rampar durante unos segundos por la pared, como si fuera un peralte y él un campeón de bobsleigh. Esas tres cosas son lo que más recuerdo del gato Mugas.

Unos años más tarde, en La Floresta, llegó el gato Fermín.
Le llamamos así porque habíamos bautizado Piker a nuestro perro, para mosqueo de la directiva editorial Mónica Piquer, a la que en el transcurso de una fiesta hubo que convencer, tebeo en mano, de que los nombres de Piker y Fermín eran un homenaje a los Garriris dibujados por Mariscal.
Fermín asomó una mañana de entre un montón de leña recién cortada, en una loma que había frente a la casa. La convivencia con Piker no fue plácida. Cuando volvíamos por la noche los encontrábamos siempre igual: Piker al pie de un pino, con las fauces abiertas y en posición de firmes, y Fermín maullando desesperadamente en la copa del árbol, oculto entre el follaje. Aquello, estaba claro, no podía durar. Y no duró: Fermín desapareció de un día para otro.
¿Se lo cargó Piker, se largó él, harto de pasar días enteros en las ramas, como un personaje de la Duras? La segunda opción nos pareció más llevadera. Así que partió Fermín (en el sentido que fuera), llegó la perra Amparito, y ella y Piker reinaron durante una década. Hasta los primeros noventa, diría yo. Nos fuimos a Barcelona en el 83. Tuvimos que buscar una casa con jardín, porque hubiera sido imposible tenerlos en un piso. Entonces todavía se encontraban casas con jardín por un alquiler razonable.
Con las Olimpiadas comenzaron a desaparecer muchas cosas. Entre ellas, nuestros perros. No fue una relación causa/efecto: pura coincidencia cronológica. Y fue esfumarse ellos y comenzar la dinastía felina.

Zorrune en la espesura

Enumero rápidamente la genealogía. Bigún (tengan paciencia) tardará un poco en hacer su entrada: más tardó Brando en Apocalypse Now.
Los padres fundadores fueron la Gata Marra y el Gato Pompón, que engendraron una vasta progenie. Tuvieron cuatro hijas, tres Russian Blue o Chartreuse (Zorrune, Desperada y Grisbi), una Mexican Black, Scully, que salía, claramente, al padre, y un hijo, Dospelos, también negro y con un diminuto mechón blanco en el pecho (de ahí su nombre).
Lo de Russian Blue y Mexican Black suena un tanto pomposo, pero también muy eufónico, como marcas de perfume o chocolate caro: en todo caso, nosotros quedamos encantados cuando así las definió el veterinario.
Con Marra y Pompón llegaron también el atigrado, torvo y despeluchadísimo Nicklas, del que más tarde hablaré, y dos Mexican Black a los que denominamos, sin excesiva originalidad, Gato Negru y Gato Rabu. El porqué de la terminación en “u” es un misterio, atribuible – se me ocurre ahora – a que tal vez los bautizó así un niño visitante. Negru y Rabu eran idénticos, salvo por el detalle de que el segundo tenía rota la cola. Estaba claro que no pertenecían a la familia Pompón-Marra, porque iban a su aire y eran netamente mediopensionistas: a diferencia del insistente Nicklas, solo venían a comer de vez en cuando.
En una vida anterior, Zorrune (también llamada Mrs. Zorrangles, porque luego viajó a América) se llamó Natasha Ivanova. En los días de la revolución huyó a Crimea, lo que explicaba su afición a los desayunos lujosos. Intensamente neurótica y con ramalazos místicos, a veces desaparecía durante días e incluso semanas. Desperada recibió ese nombre porque era muy temerosa y trepaba cada mañana al palosanto que había frente a la ventana del comedor, desde donde maullaba sin sonido, como la madre en las escalinatas de Odessa en El acorazado Potemkin. Grisbi y Scully tuvieron corta vida: un vecino cabrón las envenenó.
Como la Gata Marra era la quintaesencia de las madres desnaturalizadas, Pompón fue el adiestrador de las tres rusas, y en su infancia andaban tras él a todas horas. Más tarde, Zorrune se hizo cargo de su hermana Desperada: fue ella quien le enseñó (entre otras habilidades) a subir a los árboles. Cuando decidió que el aprendizaje estaba completo, la apartó de su lado con fieros bufidos, demostrando que había heredado el talante arisco de Marra. Y mientras la delicadísima Desperada cumplía con el rol de la tía soltera, cantada por Serrat, Zorrune engendró a Kabuki y Ninette, que nacieron raquíticas, lo que las dotó de una agilidad portentosa.

Desperada en un pronto místico

Kabuki era negra, pero tenía cara y ojos de máscara japonesa, y estaba claro que en su vida anterior había sido geisha, tan refinada como Maggie Cheung en In the mood for love, lo que explicaba sus andares elegantísimos y su gusto por los trocitos de carne pinchados en palillos, que atrapaba sin apenas rozarlos con los dientes.
Ninette era atigrada (o Romana, según el veterinario) y, por tanto, de superlativa inteligencia: a más rayas, mayor cacumen, nos dijo, teoría que alcanzaría su máximo cumplimiento con Bigún. Como doce gatos comenzaban a ser muchos gatos (recuento, en época álgida: Marra, Pompón, Zorrune, Desperada, Grisbi, Scully, Dospelos, Kabuki y Ninette, en el equipo local, y Negru, Rabu y Nicklas en el visitante) intentamos encolomarle Ninette a mi madre, pero se escondió bajo un sofá (la gata, quiero decir) y no salió durante un mes. Por las noches exploraba el piso y comía, para volver a su refugio al menor ruido. Cuando regresó al paraíso pareció olvidar por completo la desagradable experiencia sin guardarnos ni una sombra de rencor, aunque salía a escape cada vez que oía llegar a mi madre.

Cuando los envenenamientos se llevaron también por delante a Negru, decidimos que se imponía una esterilización urgente. No fue un trabajo fácil ni rápido. Mi mujer utilizó lo que llamaba “sistema Eustaquio Morcillón”, en homenaje al legendario cazador del tebeo. Consistía en sentarse a leer en el jardín, colocar un plato con comida en una jaula (el tradicional transportín), y sostener con una cuerda la portezuela, para dejarla caer tan pronto acudía una gata al reclamo alimenticio. Nos sorprendió mucho observar cómo picaron una tras otra, pese a haber visto, literalmente, que allí había gata encerrada, y así comprobamos el elevado coeficiente de Ninette, que entró la última y tras infinitos rodeos. El procedimiento le permitió a mi mujer leerse dos volúmenes de la Recherche y las salvó de una muerte cierta, porque el vecino cabrón no cejaba en el suministro de ponzoñas.

Cierro esta primera entrega con las rápidas semblanzas de Dospelos y Nicklas. Como el primero había crecido rodeado de gatas esterilizadas, el sexo fue para él un concepto abstracto, y nunca le vimos salir a por otras. Fue un príncipe virgen y melancólico, en la línea de Luis de Baviera, de sensibilidad extrema y líricos maullidos. Rehuía cualquier asomo de pelea y pasaba largas horas en tendederos, macetas y demás atalayas para prevenir posibles ataques.
Por su parte, Nicklas acabó encajando plenamente en el perfil del bastardo shakesperiano. El apodo le vino por lo mucho que nos recordaba a Nicholas Ray en su última época: era patilargo, tuerto, y de andares lentos y tirando a descoyuntados. Nuestros amigos, en cambio, lo consideraban mas bien cercano a Ricardo III, opinión que las gatas parecían compartir, manteniendo una distancia a caballo entre el desdén clasista y la prudencia temerosa, con un trasluz de secreta atracción. Se fingía humilde y reverencial, pero, como cualquier gato macho, planificaba desde su rincón la conquista del territorio. Destronó al viejo Pompón ganando terreno milímetro a milímetro, como si fuera una estatua, convencido (y había algo conmovedor en ello) de que al ponerse de perfil se invisibilizaba. Tenía otro talento más constatable, prueba de su doblez: imitaba el zureo de las palomas para saltar sobre ellas y zampárselas. Así, derrocado Pompón y tras la abdicación manifiesta de Dospelos, que nunca codició cetro alguno, Nicklas se convirtió en monarca absolutista. Hasta que llegó Bigún, claro. Pero esa es otra historia, como la de mi historia de amor. Contaré ambas la semana próxima.  

(Continuará)   

Para Jacinto Antón, por supuesto.

Bigún toma posesión



Fotos: Pepita Galbany

El señor Layton (una conversación con Carlos Hipólito)

Por: | 20 de marzo de 2014

William Layton - foto Fernando Suárez

Estoy releyendo ¿Por qué? Trampolín del actor, la recopilación de textos y ejercicios teatrales que William Layton publicó en 1990, y caigo en la cuenta de que el pasado mes de diciembre se cumplió el centenario de su nacimiento. Profesor, actor, director de escena, traductor y dramaturgo, era americano, de Kansas. Estudió en Nueva York, en la American Academy of Dramatic Arts y la Neighborhood Playhouse, donde se formó en las enseñanzas de Stanislavsky bajo la tutela de Sanford Meisner, uno de los heterodoxos del Actors Studio. Llegó a España a mitad de los cincuenta, de la mano de su amigo Agustín Penón, el primer gran investigador lorquiano. En Mérida, contaba, quedó deslumbrado por la forma de escuchar en escena de Mary Carrillo, que protagonizaba La alondra, de Anouilh, en el montaje de Tamayo. En aquel festival descubrió "que los actores españoles eran capaces de esfuerzos titánicos pero se aburrían con el trabajo continuado". En 1959 se instaló en Madrid y creó el primer "laboratorio de actores" de este país, junto a Miguel Narros y Betsy Berkley. Cuarenta años más tarde, varias generaciones de actores y actrices habían profundizado (e incluso revolucionado)  su manera de interpretar gracias a él. En 1995, aquejado de una sordera casi absoluta y con dificultades de movilidad, Layton se suicida "para no ser una carga", según escribió en su nota de despedida.
Me entran ganas de saber más cosas sobre el maestro americano. Llamo a Carlos Hipólito, que fue discípulo suyo desde muy joven. Me responde con su pasión y su cordialidad habituales.

“¡Me encanta hablar sobre el señor Layton! Todavía hay gente que no sabe lo importantísimo que ha sido para el teatro de este país. Yo tuve la enorme suerte de que me formara cuando empezaba a dar mis primeros pasos como actor, a los dieciocho años, o sea, en el mejor momento y con el mejor pedagogo imaginable. Empezar con él fue un regalo. Yo me siento un privilegiado, y creo que todos los que aprendieron con él te dirán lo mismo. Tú sabes que Layton, Narros y Betsy Berkley crearon el TEM (Teatro Estudio de Madrid), cuya primera promoción se presentó en 1964 con Proceso por la sombra de un burro, de Dürrenmatt, que dirigió un jovencísimo José Carlos Plaza.
Lo que viene ahora parece una sopa de letras. Yo empecé a recibir clases diez años más tarde en el TEI (Teatro Experimental Independiente), que había nacido en 1968 como una escisión del TEM, y a su vez se convertiría en el TEC (Teatro Estable Castellano). Estas clases eran un poco itinerantes. Comenzaron en la sala del TEI, el Pequeño Teatro de la calle Magallanes, que tenía un aforo para setenta personas, pero las butacas se podían quitar y así ampliaban espacio. De ahí pasamos al estudio de danza de Karen Taft, en Libertad 15, donde también enseñaba movimiento Arnold Taraborelli, americano como Layton, de Filadelfia, y se ensayaban las funciones del TEI. Más tarde se creó el Laboratorio Layton, que empezó, si no recuerdo mal, en las salas de ensayos del Español y luego en Carretas 14, que fue cuando me desvinculé un poco, por razones de trabajo, pero siempre que podía volvía para seguir aprendiendo.
Mi debut profesional fue en Así que pasen cinco años, dirigida por Miguel Narros, en el 78. Hacer dos funciones diarias me parecía algo extraordinario. En esa época ya eran el TEC, con un equipo de dirección formado por Narros, José Carlos Plaza, Layton y Taraborrelli. Narros y Plaza solían firmar los montajes, y Layton y Taraborrelli colaboraban siempre en la dirección. Eran todos estupendos, pero el señor Layton, como le llamábamos todos, era extraordinario. Era un maestro y un sembrador.
Ahora se llama maestro a cualquiera, pero hay muy pocos que lo sean de verdad.
Lo primero que llamaba la atención era su aspecto. Muy elegante, con una gran autoridad. Ojos penetrantes, de halcón. Y una voz grave, preciosa, persuasiva. No sólo revolucionó el arte de la actuación en España sino que nos hizo ver muy claramente los vínculos, los legados. Nos enseñó de dónde veníamos. Nos dijo que había una serie de actores que eran nuestros mayores: nunca habían pisado una clase, pero eran los mejores maestros que podíamos tener. Y eso no es habitual. Lo habitual es pretender borrar todo lo anterior, sobre todo si quien lo dice es extranjero. Hay muchas escuelas que desprecian lo que hacen los otros, como si fueran los únicos poseedores de la verdad teatral. Y él era todo lo contrario, un hombre de una generosidad inmensa, constante. Llegaba entusiasmado y nos decía “Tenéis que ir corriendo a ver lo que hace Berta Riaza en esa función. Está haciendo exactamente lo que yo os pido que hagáis”. Adoraba a Mary Carrillo, a Berta Riaza, a las Gutiérrez Caba. A Irene la dirigió en el monólogo de La más fuerte, de Strindberg, y fue una absoluta maravilla. Debería pasarse en cualquier escuela, porque es una lección magistral de actuación.

Carlos HipólitoEl señor Layton me enseñó lo que yo llamo los “principios fundamentales”, empezando por el acercamiento al texto. Te hacía descubrir, línea a línea, lo que el personaje callaba. Decía: “Si un texto está bien escrito, detectarás no sólo lo que el personaje dice sino lo que decide no decir, que es mucho más importante, porque es lo que le define y le hace realmente interesante. Pero no siempre es fácil verlo”.
Otro día nos dijo: “Muchos actores tienen la tendencia a querer contar todo el personaje, a “ilustrarlo”, y entonces la interpretación se vuelve redundante. No hay que “explicar”, ni olvidar que el público también piensa. No solo te han de escuchar y han de conmoverse: han de pensar contigo, y preguntarse qué estás pensando”.
Combinaba de una forma increíble el ahondar en la psicología del personaje con un absoluto sentido práctico acerca de cómo tenía que manejarse un actor en el escenario. En una de las primeras clases yo estaba haciendo – o destrozando, imagino- un monólogo de Hamlet cuando de pronto me paró y me dijo: “Carlitos, cuando miras a la derecha ¿qué ves?”.
Yo me puse estupendo y le dije: “Pues yo veo las colinas de Elsinor, y un cuervo que se posa en un palo y que me recuerda a mi padre”, un rollo por el estilo, y él me contestó: “No, Carlitos, si miras a la derecha lo que ves es al utilero comiendo pipas. Que tú te creas el personaje y estés intentando vivirlo de una forma muy sincera no quiere decir que te abstraigas de la realidad que te rodea, porque estás en un escenario rodeado de técnicos que hacen cosas, y has de intentar que eso no te distraiga pero no ignorándolo sino asumiéndolo”. Aquel día yo pensé: “Este hombre no solo enseña cosas muy profundas, sino que por encima de todo tiene una toma de tierra fuera de serie”.

Tenía el orgullo de quien sabe que sabe, pero en el fondo era muy humilde: “Hay mucha gente que dice que yo soy el que ha traído el Método a España", decía. "Se equivocan, porque el Método no existe. ¿Qué es el Método? Es ponerle nombre al sentido común. El Método no existe porque hay tantos métodos como actores. Cada uno de vosotros encontrará su propio método a través de lo que aprenda aquí conmigo, de lo que aprenda en otra escuela y, sobre todo, en el escenario. Fijaos en que dos actores que hayan estudiado en la misma escuela nunca trabajan de la misma manera. Incluso un mismo actor, por sus circunstancias vitales, nunca prepara del mismo modo los personajes: depende de si lo hace en primavera o en invierno, si ha tenido una enfermedad o está sano… siempre hay mil variables”. Enseñaba siempre a relativizarlo todo, a no poner grandes mayúsculas a las cosas.  

Era muy sabio y muy preciso. Nunca se iba por las ramas. Siempre decía que abordar las cosas “en general” no sirve de nada ni significa nada, que todo ha de ser concreto. Me dio una serie de instrumentos que me ayudaron mucho. Gracias al señor Layton yo he logrado arrancar una emoción en el escenario concentrándome en un objeto, porque te enseñaba a tener una relación emocional con tu entorno. Te decía: “No es lo mismo si miras una pared del decorado que si miras un sillón, porque cada cosa tiene su sentido y su significado”. Cuando hice la serie Desaparecida agradecía cada día haberle conocido, porque tenías que mostrar emociones a flor de piel durante montones de secuencias. Mi personaje estaba al límite: primero vivía el secuestro y después el asesinato de su hija. Eran catorce capítulos, pero el personaje pasaba veinticinco días durísimos, y había que atrapar y mantener la emoción, no tenía ni un momento de descanso. Y para hacer eso hay que concentrarse en lo pequeño, en lo específico. El día en que me tocó rodar el momento en que me comunicaban su muerte no pensé en mi propia hija ni me llevé de casa una foto suya. Cuando estaba a punto de empezar la secuencia tomé un objeto del decorado, un objeto del personaje de mi hija, y me dije "Ella no volverá a tocarlo nunca más". Y rompí a llorar.

Había otro aspecto sorprendente en el señor Layton. Llevaba muchos años en nuestro país y dominaba el castellano escrito, porque hizo muchísimas traducciones, pero seguía hablando un castellano americanísimo, un spanglish que no siempre era fácil de descifrar. Para acabarlo de arreglar, una granada le dejó sordo en Iwo Jima. Mucha gente me preguntaba: “¿Este hombre cómo puede enseñar y dirigir?”. No me creían cuando les decía que tenía una capacidad de observación y de escucha que rozaba lo paranormal. Escuchaba con la mirada. Estudiaba la colocación del cuerpo y siempre sabía si estabas en el tono adecuado. Y lo que decía coincidía plenamente con lo que habían advertido los otros directores del equipo.
Como maestro y como director tenía una paciencia infinita. Cuando un actor no entendía algo, él iba a lo más básico para ayudarle a llegar al lugar donde quería llevarle. Si el actor no había hecho el trabajo inicial por su cuenta, hacía todo el proceso con él desde el principio. Ser paciente es una forma de ser respetuoso. Y sabía dirigir a cada uno de una manera diferente: esa es una de las mayores cualidades de un director.

Carlos Hipólito y José Pedro Carrion en LARGO VIAJE HACIA LA NOCHEHubo dos épocas en mi relación con él. La primera fue en las clases; la segunda, en el escenario. En el TEC hice La señora tártara, de Nieva, el Don Carlos de Schiller y Largo viaje hacia la noche, de O’Neill. Dirigían Narros o Plaza pero, como te decía antes, Layton siempre estaba allí, y te ayudaba a desmenuzar cada escena. En esa segunda etapa se fue forjando una amistad, porque en los ensayos hay muchos tiempos muertos y yo tuve la suerte de poder hablar mucho con él de la vida y del oficio.
Podía ser lacónico, muy cowboy. Y duro: había sido marine y eso marca. Respetuoso siempre, pero duro. Detestaba la sensiblería. Bajo esa capa inicial de rudeza había un hombre emotivo y cercano.
Yo guardo como oro en paño una tarjetita que me hizo llegar al camerino del Español después de una función de Largo viaje, y se me saltan las lágrimas cada vez que la veo. Decía: “Carlitos ¿puedo traer a mis alumnos del Laboratorio para que te vean y aprendan lo que es escuchar en el escenario?”. Y por si fuera poco, en el otro lado había escrito: “Sociedad de Admiración Mutua. Tu amigo, Guillermo”.
 
Me enseñó una manera de estar en este oficio.
Me enseñó a valorar la disciplina, el respeto por el trabajo, por el escenario, por el público. A no ceder nunca a lo fácil, a exigirte. A superarte siempre, pero sin compararte con nadie. Decía: “Nunca hay que buscar ser más que otro. Eso es absurdo, no lleva a ninguna parte. Has de compararte con tu anterior trabajo. Si intentas ser mejor que otro estás abocado al fracaso, porque siempre habrá alguien que diga que el otro es mejor que tú, y eso te hundirá. No hay que competir”.
Me puso en guardia contra la facilidad: “Hay actores a los que todo les resulta muy sencillo. El director les dice algo, lo pillan al vuelo y lo actúan. Eso es estupendo, pero corren el riesgo de creer que con resolver lo que el director les pide ya vale. Siempre hay que estar vigilante, porque la búsqueda no termina nunca”.
Después de un ensayo Largo viaje hacia la noche me dijo algo que he intentado seguir a rajatabla: “Carlitos, el mejor trabajo es el que no se nota. Ojalá que el público que te vea actuar no piense nunca “qué buen actor es”. Has de intentar que al escenario no salga el actor, sino que el público vea siempre al personaje y que se lo crean. Al acabar, si quieren, que piensen en lo bueno que es el actor, pero no durante. No salgas a hacer un alarde de facultades. Nunca hay que “mostrar” el trabajo. El espectador ha de pensar “qué sencillo lo hace, qué fácil parece resultarle”, por mucho que te haya costado hacerlo. Si te dicen eso es que lo has hecho bien. En escena jugamos a ser otros, y cuando uno juega, aunque se canse, se cansa a gusto”.   

Han pasado muchos años pero sigo pensando en él.
Estoy ensayando y me digo: “¿Y esto le gustaría al señor Layton?”. O: “¿Qué diría el señor Layton de esto?”.
A veces me imagino que está en el patio de butacas viendo la función y que luego me dice: “Carlitos, te creerás que hoy has toreado muy bien, pero has estado tocando el violín”. Pienso que siempre estará ahí, porque lo llevo dentro. Todo lo que me dijo lo apunté con el rotulador gordo: eran enseñanzas para el teatro y para la vida.
No me dio muletas para andar sobre un escenario: me dio las piernas. Gracias, señor Layton".

foto de William Layton: Fernando Suárez
foto de Carlos Hipólito: Jean-Pierre Ledos

Gramola galáctica: Una tarde con Robert Wyatt

Por: | 11 de marzo de 2014

El matrimonio Wyatt-Benge les desea felices pascuasA finales de los ochenta, mi mujer y yo fuimos a Castelldefels a conocer a Robert Wyatt y a su esposa, Alfreda Benge, guiados por Juan Bufill y su compañera, Maria Pilar Tirbió. Bufill (poeta, cineasta experimental, crítico de arte y muchas cosas más) era entonces el principal heraldo de Wyatt en Barcelona, por no decir en España. Él me descubrió, casi una década antes, el deslumbrante Rock Bottom, su obra maestra.
En los primeros setenta, Wyatt era para mí el batería y cantante de Soft Machine. Primer encuentro: en el disco doble Rock 71 (Rock Buster, en el original), “el de la portada del forzudo” (luego sabríamos que era un joven Schwarzenneger), donde aparecía el tema To Mark Everywhere. Nunca me volvió loco Soft Machine, aunque parece que tenían un directo de impresión, no en vano se los llevó de gira Jimi Hendrix.
Segundo encuentro: la maravillosa Oh Caroline, compuesta y cantada por Wyatt con Matching Mole, el grupo que fundó en el 72, tras dejar Soft Machine. No sé si antes o justo después de grabar el disco de Matching Mole hizo su primer álbum en solitario, The end of an ear. Me hizo una ilusión loca cuando lo pillé en un cajón de ofertas, pero la parte free me pareció latosa y aparqué su nombre.
Hasta que aparece Bufill con su espada flamígera y me dice: “Abre esas orejas y escucha Rock Bottom”. También me dijo: “Escucha de nuevo la excepcional versión de Las Vegas Tango, de Gil Evans, en The end of an ear”. Tenía razón. Bufill casi siempre tiene razón.  
Sobre los orígenes de Rock Bottom circulan dos versiones, la (más o menos) oficial y la legendaria. Estamos en 1973. La acción tiene lugar en la casa de la pintora June Campbell Cramer (en arte, Lady Jane), mitad musa mitad tutora excéntrica de los principales miembros del rock progresivo inglés de la época (o Canterbury Sound: Soft Machine, Caravan, Gong, Henry Cow, Hatfield and the North, etc), que vive en Maida Vale, en Londres. Wyatt se ha metido de todo, como la mayoría de los asistentes, pero solo él tiene la mala fortuna de caer por una ventana abierta. Según unos, era un tercer piso; según otros, el quinto. Da igual: no se mató de milagro, pero se cascó la columna vertebral y quedó paralítico de por vida. Acerca de la ingesta fatal, Wyatt recordaba "un ponche que estaba buenísimo, aunque nadie sabía muy bien lo que contenía".

La versión legendaria me gusta más, por algo es legendaria. La fiesta está en su apogeo y Wyatt se ha llevado a una chica al lavabo (o viceversa). Su novia, Alfreda Benge (a partir de ahora Alfie, porque hubo confianza), se percata de la maniobra y comienza a aporrear la puerta. A Wyatt le entra una paranoia del nueve  y se dice “He de salir de aquí”. Y sale por la ventana, olvidando que está en un tercer o quinto piso. ¿Algún dato a favor de esta versión? La foto que, según algunos, se hicieron a modo de felicitación navideña al año siguiente, en la que Wyatt está ya en silla de ruedas, muy sonriente, ataviado con una túnica multicolor, y a su lado, con humor negrísimo, Alfie Benge empuña un cuchillo de trinchar venado. No, no les pregunté sobre la veracidad de la leyenda: me pareció un asunto inconveniente. Puede que la foto aludiera a una doble culpa: la de él por engañarla, la de ella por llamar frenéticamente a la puerta del lavabo y, en cierto modo, propiciar el vuelo paranoico.
Seamos justos: fotos siniestras aparte, Alfie Benge estuvo siempre a su lado (se casaron poco después del accidente) y fue capital en su recuperación. “De no haber sido por ella”, nos dijo, “yo no habría hecho nada. Bueno, sí: habría bebido hasta la muerte escuchando a Thelonious Monk”.

La portada original de Rock BottomMás leyendas. Yo estaba convencido de que Rock Bottom era un álbum que surgió como una respuesta emocional al accidente y fue grabado en Venecia, recién salido del hospital. Error parcial. Supe aquella tarde que no lo grabó en Venecia. Lo compuso en Venecia (en buena parte) con un teclado casi de juguete, durante el rodaje de la terrorífica Don’t Look Now (Amenaza en la sombra), de Nicholas Roeg, en la que trabajaba Alfie. “Quizás por eso es tan acuático”, dijo Bufill. Y, nos dijo Wyatt, lo completó y grabó en Inglaterra, en el 74, producido por Nick Mason, el batería de Pink Floyd.
Es evidente, sin embargo, que se hizo después de la caída. Rock Bottom está empapado en dolor: basta escuchar esa voz increíble, siempre a punto de romperse o de echar a volar. Pensé entonces: cada vez que vuelva a ver Amenaza en la sombra veré a Wyatt acercando las manos al teclado, manos temblorosas pero fuertes, Wyatt luchando por salir a flote mientras el agua de un canal subterráneo y oscuro se desborda y sube hacia la luz.

Curiosamente (o no), grabó también ese mismo año una inesperada versión de I’m a believer, la canción que escribió Neil Diamond y cantaron los Monkees en 1966, y que se convirtió en el mayor éxito de su carrera y trepó a lo alto de las listas británicas. El productor de Top of the Pops se negó a que la interpretara en directo porque lo de la silla de ruedas, dijo, “podía resultar deprimente para el público familiar”, pero cuando los miembros de su banda aparecieron sentados en sillas de ruedas en la portada del New Musical Express no le quedó más remedio que tragar.
En 1975 publica Ruth is stranger than Richard (que durante mucho tiempo se vendió, en disco doble, junto con Rock Bottom). A partir de ahí yo le pierdo la pista hasta los primeros ochenta, cuando reemerge con Nothing Can Stop Us, un disco muy combativo (acababa de afiliarse al Partido Comunista británico) y, sobre todo, con una serie de versiones majestuosas que publica Rough Trade (y en España, Nuevos Medios): At Last I Am Free, de Chic, Round Midnight, de Thelonius Monk, Memories of you, de Andy Razaf y Eubie Blake, y, joya de esa corona, Shipbuilding, de Costello y Clive Langer. Aquí yo también me había armado un lío. No es estrictamente una versión, aunque haya acabado pareciéndolo: Costello y Langer la escribieron para Wyatt, que la grabó primero, en 1982, y Costello la cantó un año más tarde en Punch the Clock (1983).

Robert_Wyatt_-_DondestanWyatt y Alfie Benge recalaron por primera vez en Castelldefels en esa época, en el invierno de 1982, y en la apropiadísima calle Estrella de Mar, y al escuchar ese nombre recordé una imagen: mi amigo llegando a la casa de los Wyatt en Londres y viendo, a través de las cortinas de su ventana, un coral rojo, como si vivieran bajo el agua. Nuestra visita debió tener lugar entre el otoño del 86 y la primavera del 87. Vinieron a rodar un espléndido documental de Juan Bufill, El viaje de Robert Wyatt, para el programa Arsenal, que dirigía Manuel Huerga en TV3, la cadena catalana: se filmó en otoño-invierno del 86/87, se estrenó en febrero de 1987, y fue el primer monográfico sobre su vida y su obra. Yo le llevé un disco (no recuerdo ahora si de Allen Toussaint o de Jimmy Reed) porque había leído en algún lado que andaba loco buscándolo. Lo agradeció mucho pero no pudo escucharlo, porque en el apartamento de Castelldefels solo tenían un lector de cassetes y, quizás, cedés.
Aquel apartamento es el que aparece, pintado por Alfie, en la portada de Dondestan, que salió en 1991. Era un lugar muy modesto, con muebles de veraneo; algunos carteles de flamenco en las paredes y, sobre todo, una terraza con un gran ventanal que daba a la playa. Allí escribieron las letras (Alfie) y músicas (Wyatt) de ese disco, en el que aparecen algunos personajes de aquellos días, como el vendedor ambulante que cargaba grandes cajas de objetos africanos y trataba de venderlos en aquella franja de playa, en pleno invierno, cuando no había ni un comprador posible. La tarde que llegamos, Wyatt y Alfie se reían de un grupo de modelos, hombres y mujeres, de cuerpos atléticos, que hacían ejercicios gimnásticos y se fotografiaban a pocos metros de su ventana.
“No es el espectáculo más apropiado para un paralítico”, bromeó Wyatt.
Les recuerdo como dos reyes nórdicos, de ojos claros y melenas rubias, casi blancas. Wyatt parecía también un cruce entre Neptuno y un patriarca ruso, por su larga y pobladísima barba. No tomaban el sol, pero estaban muy morenos: gracias a la terraza, el sol y el aire del mar llegaban hasta ellos.

De la playa había llegado también un gato al que llamaron Lobueno.
Alfie le había puesto ese nombre porque el animal estaba cojo y ella había visto en un restaurante un baldosín con la siguiente frase:
“Lo malo viene volando y lo bueno cojeando”.
El gato había dejado preñada a la gata titular, que estaba en un cajón de la sala amamantando a varios gatitos. María Pilar se llevó uno de ellos.
Le pregunté a Wyatt si seguía siendo comunista. “Más que nunca”. Odiaba, nos dijo, el “narcisismo cultural” europeo. “Empezando por los ingleses, que siguen siendo imperialistas sin imperio”. Le interesaban todas las músicas, y casi cada noche iban a una peña flamenca de Gavà, porque había actuaciones y podían comprar casetes. Allí le llamaban “el inglés” o “Roberto”. Bufill tradujo al castellano los poemas de Alfie en Dondestan porque Wyatt quería leerlos en aquella peña.

 
Poco más puedo contar, periodísticamente hablando. Fue una velada estupenda, pero no tomé ni una nota y bebimos incontables botellas de vino turbio (al parecer, la bebida española favorita de los Wyatt), que Alfie, Pepita y María fueron a buscar varias veces a un bar gallego. Tampoco recuerdo, por cierto, como volvimos a casa. Aquella tarde escuchamos mucha música (flamenco, sobre todo) y, ya a punto de despedirnos, Wyatt le preguntó a Bufill por algunos artistas españoles con los que pudiera hacer algo. Bufill le habló, en mi vaporoso recuerdo, del entonces dúo formado por Javier Navarrete y Alberto Iglesias, pero él quería algo “más español”, y echó sobre el tapete los nombres de Gato Pérez y de Claustrofobia.
Bufill estaba convencido de que la unión de Gato y Wyatt (con Wyatt como productor, o teclista, o segunda voz, o una mezcla de todo ello) podía dar un resultado excepcional. Wyatt parecía interesado, porque le atraía la mezcla de rumba y ritmos latinos. El proyecto no cuajó. Gato había escuchado a Soft Machine pero no a Wyatt. Vale, ningún problema. Le llevamos unos discos. Le gustaron, aunque no acababa de verlo claro, y la cosa quedó en el aire.
En esa época teníamos una cierta vocación de productores, mitad productores mitad mánagers, y el plural incluye también a Francisco Casavella, DJ Ragnampiza y Joan Riambau (entre otros). Queríamos relanzar la rumba catalana y conseguimos algunos bolos para quienes más nos gustaban: logramos que Estrellas de Gracia actuaran en el Festival de Pineda de Mar y que Ramonet cantase en Costa Breve, el club que dirigía Fede Sardá y que visitábamos con frecuencia.
La propuesta de Claustrofobia salió adelante: Wyatt cantó en un castellano un tanto escuálido el tema Tu traición. Y los Claustrofobia, por cierto, ni siquiera incluyeron el nombre de Bufill en la lista de agradecimientos del disco.  
Tras escuchar de nuevo en selecto programa doble Sea Song (de Rock Bottom) y Mambo, una de las piezas más oceánicas de La Catedral, creo que al que teníamos que haberle presentado para una joint venture era a Sisa. Bueno, todavía estamos a tiempo.

Para Juan Bufill y Maria Pilar Tirbió

  





Foto de Robert Doisneau

Cuando Pigalle quedó abajo recordamos los tres, de golpe, que aquella era nuestra última noche en París.
“Ustedes querrán cenar rapidito y acostarse, claro. ¿A qué hora sale el vuelo?”
El vuelo salía a una hora insensata, pero mi mujer y yo teníamos un plan irrebatible.
“Nada de cenar rapidito. Recogemos a Ari y taxi a la Coupole. Paga el periódico –mentí– o sea que no se hable más. Cena de despedida y celebración”.
“Queridos, estoy muerta…”
“Que no se hable más, Malé”.
Pero nos esperaba un nuevo y maravilloso desvío.
Al llegar a la casa, Ari nos abrió con una sonrisa capaz de provocar ceguera instantánea. También daba saltitos y palmoteaba, cosas que nunca le había visto hacer.
Relevada de su rol de madre y secretaria, parecía, de golpe, la niña que era. Una niña feliz, que tomó a Malé de la mano y la condujo hasta el comedor, donde relumbraba también la mesa, con mantel blanco, de hilo, sustituyendo al hule cuadriculado de aquellos días. En posición de mâitre oferente, un caballero de sienes plateadas y sonrisa no menos luminosa que la de Ari mostraba, con mano abierta, una extensión de ricas viandas. Acerté a ver rosbif, ensaladas, patés, frutas diversas, panecillos recubiertos de semillitas negras –de amapola, aclaró luego el caballero– y tres botellas de Burdeos. Comida para cinco, advertí: menudo detallazo. Bueno, para cinco o para quince. Ah, y un cuenco de huevo hilado.
Malé se lanzó a sus brazos y le despeinó minuciosamente.
“¡¡¡Beto!!! ¿Cómo no dijiste que llegabas hoy?”
“Y, ya me conocés, nunca hago planes”
 “Pero qué locura… ¿de dónde sacaron todo esto?”
“Un lugar increíble, mami. Se llama Fechón”.
“Fauchon”, corrigió Beto.
“¡Debe de ser carísimo! ¿En qué barrio?”
“En la mismísima Madeleine”.
“¿Hasta allá fueron?”
“Pero si no sabes ni dónde está, mami”.
“En coche es un momento”, dijo Beto.
“Y mira qué me trajo”, dijo la alborozada Ari, mostrando un walkman y cinco cedés de Elvis.
“Beto, amor…”
 Mientras buscábamos platos y copas en la cocina, Malé nos informó:
“Beto Irigoyen. ¿Nunca oyeron ese nombre?”
“¿A qué se dedica?”, pregunté yo, ingenua o retóricamente.
“Aparca coches en una playa”.
“¿Cómo?”
“… pero la playa es suya. Y bastantes cosas más”.
Aclaro que el término “playa”, en boca de una argentina, se refiere a un parking. Pero mi mujer y yo veíamos una inacabable y blanquísima playa californiana.
“¡Un millonario argentino, como Glenn Ford en Los cuatro jinetes del apocalipsis! Creí que eran una especie en extinción”, dije.
“En extinción, por desgracia, no. Pero como él hay pocos, ya lo ven”.

Durante la cena, Beto contó que estaba recorriendo Francia, de camino a la Costa Azul, para nuestra eterna y babeante mezcla de envidia y admiración.
“Beto siempre está de paso”, dijo Malé.
“¿Os conocéis desde hace mucho?”, preguntó mi mujer.
“Bueno, esa es una historia larga”, dijo Malé. Y cuando Malé decía que una historia era larga, en vez de contarla largamente, es que no le apetecía hablar del asunto.
“Digamos que nos fuimos de Argentina en la misma época y por diferentes motivos”, dijo Beto.

¿De qué se habló en aquella cena? Difícil recuerdo, porque las botellas se vaciaron a una velocidad vertiginosa. Se habló de Menem, infaltable en toda cena con argentinos, Menem al que llamaban “el Aloe”.
“Porque es como el Aloe Vera”, dijo Beto, “que cuanto más le investigan más propiedades le encuentran”.
Beto era muy ocurrente y contaba muchos chistes, con una gracia incomparable. Es difícil enlazar bandadas de chistes y no resultar fatigoso; también es difícil recordarlos, como los sueños ajenos. Solo he conocido a dos personas capaces de contar chistes con esa extrema ligereza. Uno es el actor Carlos Hipólito; otro, Beto Irigoyen.
Recuerdo que reímos mucho, y que Ari miraba a Beto y a su madre mirándose, y sus ojos volvían a brillar, y que bien entrada la noche Beto contó su anhelo imposible de vivir siempre entre los treinta y los cincuenta, y recuerdo cuando Ari dijo “Venid, mirad que estrella más grande”, y nos acercamos todos a la ventana, y yo dije que era Venus porque tenía un resplandor azulado, y fue cuando Malé se quitó el jersey y se quedó con las espléndidas tetas al aire, y abrió la ventana, y quiso que nos tomásemos de las manos y pidiéramos un deseo, mentalmente.
“¡Venus, derrama tus bienes sobre nosotros!”, clamó.
Así la recuerdo. Así la recordaré. Así, y cantando en el coche, frente al lugar donde quizás estuvo Chez Temporel.

       

Beto preguntó entonces a qué hora salía nuestro avión, y decidió que no valía la pena acostarse por tres o cuatro horas, así que propuso un paseo, porque, dijo, no hay nada más hermoso que París de madrugada, en la hora que separa la noche del amanecer y los colores pasan del negro brillante al gris, azulado como Venus y poco a poco atravesado por estrías de luz rosácea. Malé se resistió y dijo que no eran horas para la niña y que no quería dejarla sola, etcétera.
“La niña tiene música para toda la noche”, dijo Ari, “y muchas ganas de que se vayan para ponerse a escucharla”.
“¿De verdad que no te importa, amor?” dijo Malé
“Que se vayan ya, pero ya”, dijo Ari, agarrando walkman y cedeses.
Me tambaleé un poco al levantarme.

El coche era un BMW negro, inmenso. Beto conducía; en aquella época no había tantos controles como ahora. Debió de ser un paseo largo o con poco tráfico, porque de la oscuridad charolada brotaron los leones de la plaza Denfert-Rochereau y, en el tiempo de un cabeceo o varias eternidades después, la cúpula y las follies rojizas de La Villette, como el paisaje de una película futurista imaginada en los años setenta. Hay pocos placeres comparables a adormecerse, considerablemente borracho, la nariz contra la ventanilla, la cabeza de la mujer que quieres apoyada en tu hombro, mientras te pasean en coche por una ciudad nocturna, sin rumbo fijo, puro azar, continuo desvío, como en el deambular de la adolescencia pero sin la desolada avidez de entonces. Beto quiso llevarnos luego a Chez Temporel, un club que, en su recuerdo, abría hasta muy tarde o ni siquiera cerraba, aunque eso nos pareció improbable, pero no tenía muy claro si quedaba por Wagram o por Pereira, en todo caso, dijo, cerca de la Porte Champerret, y al oír Pereira pensé de nuevo en Coco, y pensé que nadie estaba a gusto con lo que tenía, Malé con la ciudad a sus pies y piando por volver a Buenos Aires, de la que siempre renegaba; Coco añorando el mundo de la ópera que había quedado atrás; Elenita Santángelo que había dejado su apartamento romano para embarcarse en una loca aventura,
divina como virgen y perra pero muerta de vergüenza por interpretarlas; Beto con dinero para tostar dos bueyes, como dicen en Cádiz, y siempre dispuesto a apretar el acelerador para ver si así, quizás, una noche, podía enfilar el bucle que le llevaría a Chez Temporel, aquel club que no cerraba nunca o, mejor dicho, abría a los treinta y cerraba a los cincuenta para volver a abrir en el acto, en una noche eterna y fosforescente; aquel club que no logramos encontrar.
Entonces la luz verdosa del reloj marcó las cinco y yo pensé en Il est cinq heures, Paris s’eveille, la canción de Dutronc, y ya abría la boca para cantarla cuando Beto, ventriloquísimo y telépata, se me adelantó, y con mucho mejor acento:
“Je suis l’dauphin d’la place Dauphine..”
Mi mujer y yo nos sumamos:
“… et la place Blanche a mauvaise mine…”
Y los tres:
“Les travestis vont se raser
Les stripteaseuses sont rhabillées
Il est cinq heures, Paris s’eveille…”

 
Esto pareció cambiarle el humor a Malé, como si Beto y nosotros hubiéramos aprendido juntos la canción en un París anterior, como si fuera el himno secreto de Chez Temporel, la canción que en ese mundo paralelo sonaba y coreábamos cuando se acercaba el cierre. Como si la cantáramos para molestarla, vaya. Y además, en francés, aquella lengua maldita y presuntuosa.
Cuando acabamos la primera estrofa rompió a cantar, casi gritando, Los mareados, el inmortal tango de Cadícamo:
“Rara, como encendida
te hallé bebiendo, linda y fatal…
Bebías
y en el fragor del champán
loca reías por no llorar…”
Lo entendimos como un reto y recogimos el guante.
“La tour Eiffel a froid aux pieds
L’Arc de Triomphe est ranimé
et l’Obélisque est bien dressé
entre la nuit et la journée
Il est cinq heures…”
Contraatacó Malé, bien porteña:
“Pena me dio encontrarte
pues al mirarte yo vi brillar
tus ojos
con un eléctrico ardor tus bellos ojos
que tanto adoré”.
Aplaudimos y ya embocábamos el tercer round cuando mi mujer me puso la mano en el hombro porque se dio cuenta de que a Malé le pasaba algo. Porque no esperó. Seguía cantando.
“… cada cual tiene sus penas
y nosotros las tenemos…
Esta noche beberemos
porque ya no volveremos
a vernos más…”
Nos callamos. Estaba cantando de verdad, no como nosotros. Rara, como encendida. Lloraba. Al principio pensé que era por rabia acumulada o por teatro, pero no. Cantaba y lloraba, no podía parar de llorar ni de cantar. Cantaba como cuando hizo enmudecer a todo el público de Les Oiseaux. Volvía a estar en el centro del país de Chansons éperdues.
“Hoy vas a entrar en mi pasado
en el pasado de mi vida
Tres cosas lleva mi alma herida
amor, pesar, dolor…
Hoy nuevas sendas tomaremos…”

Cantaba desde muy lejos. Cantaba, imaginé, desde la veranda de la casa familiar en Nueve de Julio, una noche de verano, cuanto todavía había cocuyos brillando entre la alfalfa. Cantaba desde el café en Parque Chacabuco donde conoció a su primer marido, cuando los dos eran unos críos, y frente al que le desaparecieron.
“¡Qué grande ha sido nuestro amor!
Y sin embargo, ay
mirá lo que quedó”.
Alargó el brazo.
“Pará. Pará el auto”, dijo.
Beto lo hizo.
“Disculpen, chicos. Disculpen”, dijo Malé mientras bajaba.
Vomitaba, con el brazo apoyado en una farola, la cara en la sombra.
Vimos su silueta doblarse, vomitando como una cañería reventada.
Beto bajó y le pasó la mano por el hombro. Ella tenía la cabeza baja, los zapatos negros salpicados. Topitos blancos sobre fondo negro, eso iluminaba la farola, no sé si en Wagram o Pereira.
“¿Cómo estás, Malé?”, preguntó Beto.
Malé se pasó la mano por la boca y dijo, en una perfecta imitación de Libertad Lamarque:
“¿Cómo voy a estar, querido? En mi mejor momento como mujer y como actriz”.

Para C.R.

En su mejor momento como mujer y como actriz (un relato) - episodio 3

Por: | 26 de febrero de 2014

Foto de Cartier-Bresson

Por la mañana nos despertó un rumor de riachuelo. Nos asomamos a la ventana y vimos que para limpiar la calle soltaban el agua, que bajaba como una lenta sucesión de olas. Era un sonido de río antiguo reptando entre piedras y pozas, el río que bien podría recorrer, centelleante de luz y calma y frescura, los bosques de Meudon y Clamart en Au bois d’mon coeur, aquella lejana pero de repente presentísima canción de Brassens. Era el sonido de nuestro París, un París hecho de lecturas y canciones y películas y viejas fotografías, y a los pocos minutos de escuchar aquel río fue como si lo hubiéramos escuchado siempre, como si formara ya parte de la banda sonora de nuestra vida, es decir, como si lleváramos mucho tiempo, media vida, viviendo en París. Ya estábamos a punto de enfilar la proa hacia los jardines de Luxemburgo cuando Malé dijo “No, esta mañana no, imposible, nos esperan Coco y Eddie”, y yo entonces quise jugar a sentirme (un poco) como un señor de Murcia, como el protagonista de Ninette, la comedia de Mihura, que está en París y no logra ver la ciudad porque una serie de azares le aprisionan en la casa donde se hospeda y se hospedará durante toda la obra. Pensé, casi con alegría, que la intuición de la noche del estreno se estaba cumpliendo: había una fuerza que parecía querer apartarnos de nuestro París, la zona de Montparnasse, del Marais, de Porte de Vanves, para arrojarnos al París de Chansons éperdues, y no dejaba de ser justicieramente poético que el agent provocateur de aquel desvío fuera Malé, la criatura más antiparisina del mundo.
Quise sentir entonces como una imposición la visita a Coco, porque en esto también me parecía mucho a Malé, siempre convencida de que el universo quería doblegar su voluntad, pero la verdad es que nos apetecía mucho conocerle.
En mi cabeza había quedado fijada la imagen de Coco como un maestro de ceremonias jovial, enigmático, obsesivo. Smoking, gafas negras, larga boquilla, sin parar quieto ni un momento, cruzando el escenario de un lado a otro con pasitos nerviosos. Como un niño que invitaba a su cuarto, decidía roles y repartía juguetes, Coco marcaba entradas y salidas, ajustaba una peluca, rompía a reir, se sentaba al piano y tocaba y cantaba canciones pretéritas, medleys de la radio de su infancia, J’attendrai y La violetera, Cole Porter y Mona Bell, danzones mexicanos y valsecitos criollos, cantaba Y qué hiciste del amor que me juraste, y qué has hecho de los besos que te dí, cantaba Yo soy negro social, intelectual y chic, Ay babilonio qué mareo, En la piedra de granito estaba escrito, y en la segunda parte aparecía vestido de diablo, como un espermatozoide rojo, agitando un rabo largo y movedizo, fuente de continuos chistes, más graciosos cuanto más chocarreros y previsibles, en la línea de las revistas del Broadway porteño.

Coco y Eddie vivían en la Île Saint-Louis. Eddie vino a buscarnos. Tenía el cabello gris, casi blanco, cortado a cepillo, y llevaba gafas de montura negra, a lo Yves Saint-Laurent. Todavía no se habían puesto de moda y entonces parecían descomunales, excéntricas, una reliquia de los cincuenta. Amabilísimo, educadísimo Eddie.
Es mi hombre, repetía Coco, mi hombre para todo.
La casa, sorprendentemente, parecía el refugio de un poeta anglicano. Las paredes estaban cubiertas de libros en riguroso orden alfabético, ni un lomo más adelantado que el otro, protegidos por mamparas de vidrio sin la huella de un dedo. Plafones de nogal pulido, alfombras persas. Cuando llegamos sonaba Gianni Schicchi.
Coco parecía lánguido, fatigado, muy serio, como si reservara toda su energía y su humor para el escenario. No hablaba del espectáculo, ni una palabra. Le pregunté, para romper el hielo, si estaba contento por el éxito de Chansons. Sí, claro, pero ya se había estrenado, ya estaba fuera. Bueno, seguía como actor, aunque eso era otra cosa, era un trabajo, una cita ineludible cada tarde. Malé asintió. Que hay que cumplir con la misma energía y la misma pasión, añadió Coco, por si acaso: seguía siendo el director y Malé era su tornadiza estrella y no convenía darle malas ideas.
Yo trataba de llevarle una y otra vez hacia Lanús y sus recuerdos de infancia, pero no parecía interesarle lo más mínimo.
Me rendí: que el río matinal nos llevara donde quisiera.
Y obtuve (obtuvimos) premio. Me comí la pregunta y quedamos en silencio. Coco escuchaba un aria, con la cabeza baja. Dobló entonces sus manos tras la nuca y, hamacado por Puccini, comenzó a hablar con gran nostalgia de sus días en la ópera, donde más que nada en el mundo anhelaba volver. Odiaba tener que lidiar con los coros, monstruosos y ultrareglamentados, y el eterno divismo de los cantantes, y que siempre fuera el regista quien realmente mandaba, pero, ah, aquellos terciopelos rojos y aquellas molduras doradas, y el momento en que la orquesta alzaba su ola, y los loquísimos aficionados, capaces de liarse a tortazos por un semitono…
Contaba que los grandes teatros de ópera eran ciudades flotantes, pues los más antiguos estaban construídos sobre lagos subterráneos surcados de túneles, para mejorar la sonoridad, y sus pasadizos estaban llenos de secretos. La Ópera de Paris, dijo, tenía su propio cuerpo de bomberos, y una noche le mostraron, rebosantes de orgullo, un criadero de truchas que saltaban en el agua oscura como destellos de plata. Otra noche, perdido en el laberinto de las plantas superiores, escuchó risas y jadeos tras una puerta cerrada, y descubrió que los eléctricos habían montado, con pantalla y proyector, una sala de cine porno. Todo eso contó.

 

De vuelta, Malé volvió a arrugar la nariz cuando le contamos nuestros planes, que para ella suponían doble ultraje: comer en un restaurante (francés, casi susurramos) e ir al teatro.
“¿A otro teatro?”
Aceptó lo del restaurante –“allá vosotros”–, pero quería que, al menos, fuéramos a esperarla a la salida de Les Oiseaux (que estaba a menos de diez minutos de la rue Paul-Albert).
“¿De uniforme o de calle?”, dije yo, que ya comenzaba a estar un poco mosca. Hizo como que no me oía. Comparamos horarios: era posible y accedimos. Mujer magnánima como la Magnani, corazón de oro con incrustraciones de platino iridiado, volvió a perdonarnos.
Pienso ahora que si Malé no hubiera insistido no habríamos escuchado la formidable frase de Nelva Fenelli, que luego repetimos tantas veces.
Fuimos, pues, a esperarla. Como tardaba mucho, decidimos subir al camerino. A toda mecha, para que no nos pillara Elenita.
Las voces se escuchaban desde el pasillo. Reunión de directorio, con Coco y Eddie.
“¿Pero cómo puedes pensar en volver, con todo lo que pasaste?”, estaba diciendo Coco. El empresario de Les Oiseaux acababa de ofrecerle a Malé un contrato para actuar en solitario (fue la primera vez que escuché el término “unipersonal”) la siguiente temporada. Ella decía que no y que no, que imposible, que si Ari, que si los viejos, que si ya estaba de París hasta el nombre de la Piquer. Coco decía que lo que estaba era loca, que aquello sería el gran despegue de su carrera.
Eddie decía “Pero por lo menos piénsalo, darling”.
Dijimos que si era mal momento, nosotros…
“No, no, ya estamos, ya está todo dicho, la decisión está tomada”, dijo Malé. En estas llamaron a la puerta. Tres dobles golpecitos.
Una voz juvenil, un poco aflautada, dijo:
“Nelva quiere verla, señora. Está abajo”.
Una frase muda se formó, con sorprendente sincronía y en off, en los labios de Malé, Coco y Eddie:
“¡¡¡La Fenelli!!!”
Nelva Fenelli, la famosa soprano argentina afincada en París y ya retirada.
Hubo un veloz intercambio de susurros:
“¿Vos sabías que venía? Vos tenías que saber… ¿Cómo nadie me dijo?”
“¡No, no sabíamos! ¡Te hubiéramos dicho!”, dijeron Eddie y Coco.
“Ha visto el chou, entonces”, dijo Malé.
“Claro que habrá visto el chou. Oído no sé, pero visto seguro”, dijo Coco.
Hubo un leve carraspeo al otro lado de la puerta.
“Dígale.. dígale que en cinco minutos…”, dijo Malé.
Coco alzó tres dedos.
“… que en tres minutos estoy lista”.
Siguieron dos minutos y cuarenta y cinco segundos de intenso y acelerado acicalamiento a tres partes. Casi nos dieron ganas de repeinarnos un poco. Tiempo feliz aquel, ay, en el que podía pensar en repeinarme.
Repetí: “Malé, si quieres, nosotros…”
“¡No! Quédense, quédense!¿Y Paulita? ¿Dónde está, cuando una más la necesita?”
“Uy, te salió un pareado”, dijo Coco.
“Conocerán a una leyenda”, dijo Eddie.
“A una vieja bruja conocerán”, siseó Malé. “¿Dientes?
“Impecables”, dijo Eddie.
La Fenelli tardó cinco. Imaginé luego la lenta, majestuosa, crujiente ascensión por la empinada escalera, apoyada en sus dos acompañantes (porque eran dos). Pensé también: ¿Elenita habría intentado pillarla?
Se entreabrió la puerta y asomó un rostro enturbantado:
“¿Puede pasar esta anciana a ver a estos jóvenes talentosos?”
Nelva Fenelli era gruesa y un tanto cheposa, pero sin duda había sido guapa, muy guapa, y sus ojos claros seguían siendo vivos y penetrantes. Llevaba una rara mezcla de caftán y pieles. Las manos muy anilladas. “Hola, Coco. Hola, Eddie, muchacho. Hola, Malé, linda”.
“¡Maestra! ¡Hubiéramos bajado!”, dijo Malé, besándole las manos como a una santa milagrera o a la mismísima papisa Juana.
Luego nos presentó. Nelva sonrió como si tirasen de sus labios con alambres.
“Un placer, queridos…”
Eddie ya había despejado la silla más aproximadamente gestatoria del camerino (o sea, la de Malé) y allí se sentó la rediva. Paseó la vista por los presentes, que mantenían expectante silencio.
“Me gustó”.
“¿Le gustó, Nelva?”
“Un poco avanzado para mis gustos. Pero tiene calidad. Muy… muy como sos vos, Coco. Es tu historia ¿no? Tu mundo. Como sos, de donde venís… Y tu trabajo, querida… ¡Tú-tra-ba-jo!”
“Gracias, Nelva, gracias”, dijo Malé. “De corazón”.
Tras el intercambio de lindezas, Coco sacó a relucir el tema de debate.
“Pues precisamente, Nelva, cuando llegaste estábamos discutiendo…”
La Fenelli escuchó en silencio estatuario, con la cabeza un poco ladeada, asintiendo. Alzó luego un dedo sarmentoso y dijo:
 “Querida, si me lo permites… si me lo permiten también ustedes, amigos de la Madre Patria, y ya disculparán la crudeza… te daré un consejo que a mí me fue muy útil. Me lo dio mi tía, que era gallega. Emilia Colodrón. Admirable mujer, vivió casi hasta los cien años. Y este consejo me lo dio en su lecho de muerte. Era una mujer galleguísima, de Ponferrada. Una mujer muy abierta, muy franca, que nunca se fue por las ramas. Mi tía Emilia me llamó, porque yo estaba empecinada, como decía ella, en no hacer algo, algo que ya ni recuerdo. Pero lo que recuerdo perfectamente y recordaré siempre es que me acerqué a su cama y con un hilo de voz me dijo: Nelvita, nunca digas de esta agua no beberé ni esta polla no me cabe”.

 

De vuelta a casa tuvimos que pararnos unas treinta y siete veces porque cuando no le daba el ataque de risa a Malé nos daba a nosotros.
Ella intentaba volver a hablar en serio, pero no había forma.
Nosotros también lo intentamos.
“¿Crees que es una buena idea?”, pregunté yo.
“¿Qué cosa?”
“Decirle que no al empresario”.
“No lo sé. A Coco le dije eso, pero la verdad es que no lo sé. Lo consultaré con Ari”.
“Bueno, pero si quieres un consejo…”, dijo mi mujer.
“No, dejalo…”
“Nunca digas…”
“Pará, pará…”
Volvía el estallido. Los tres con lágrimas en los ojos.
“Mujer sabia, la gallega de Ponferrada”.
“Pero ustedes se pueden creer, la vieja… Aaaaay, por favor…. Escuchen: no le digan la frase entera a Ari, que todavía es muy chica”.
“¿Qué frase?”
“Andá a cagar, ricura”.

(El próximo miércoles, episodio final)

 

P.D. - Coco idolatraba a la Callas. Yo, con todos los respetos, me quedo con esta versión.

 

En su mejor momento como mujer y como actriz (un relato) - episodio 2

Por: | 19 de febrero de 2014

Cafe de Flore

La segunda vez Malé vino a casa (con Ari) para celebrar el sí a Pereira, al que había mareado durante un mes o quizás más. Llegó, sorpresa tremebunda, con el cabello salvajemente corto, a lo Juana de Arco. Su espléndida cabellera pelirroja había desaparecido y en su lugar había un pajizal mal trillado, porque fue a un peluquero que, de ahí su baratura, estaba en evidente periodo de pruebas. Y, que vachaché, dijo, me agarró un ataque de sumisión. Hembra débil soy y me entrego.
Hicimos spaghetti. Mientras los escurríamos era imposible no pensar en la poda capilar. Apoyada en la puerta de la cocina, fumando un cigarrillo, Malé parecía, por su mirada melancólica, estar pensando en lo mismo.
“Barato era barato”, porfiaba la desventurada.
“Es que si encima fuera caro”, dijo mi mujer.
Ese día comprendimos que otra de las especialidades de Malé era compensar un gran momento con una metedura de pata de similares dimensiones, y yo me sentí muy identificado con el neurótico procedimiento y pensé que Malé era mi hermana porteña. Cuando Coco Pereira la vió con aquellos pelos de colaboracionista pillada por las brigadas de tonsura tuvo uno de sus legendarios ataques de nervios, pero como era hombre optimista se repuso pronto.
“Mejor”, dijo, “llevarás seis pelucas diferentes, una para cada escena”.
Mientras Malé nos relataba el episodio (brote, más bien), Ari se había alejado como un gato y fingió abismarse en la lectura de una gorda biografía de Elvis que llevaba a todas partes, porque en esa época Elvis era su único Dios verdadero, y es por ella que le pongo a la palabra una herética mayúscula. Ari tenía entonces once o doce años. No he visto nunca fotos de Uma Thurman a esa edad, pero seguro que se le parecía mucho. Uma Thurman con las gafas de Harry Potter (que aún no había aparecido en escena). La comparación felina no es solo por su rostro y sus andares, que también, sino por su alejamiento y disimulo para mejor observarnos: como los gatos, solo se acercaba a alguien tras un lento y pormenorizado estudio caracteriológico, y hacía muy santamente, y demostraba con ello que era lista como el demonio y que a su temprana edad sabía manejarse muy requetebién, por todo lo cual, como fuimos viendo, ejercía in pectore de secretaria, confidente, casi manager y casi madre de Malé, muy necesitada de todos esos servicios.
“Para convencerme, Coco, que es un amor”, dijo Malé, “me ha puesto piso, como a las queridas de antes. Una casa impresionante, lo que se dice una mansión, toda para nosotras”.
O sea, que con sus astutas maniobras dilatorias no solo había conseguido casa (“mansión”, insistía) en París sino además, jugada maestra, billete y estancia y dietas para Ari: realmente era para celebrarlo. Después del brindis añadió: ¿Por qué no vienen a pasar unos días allá, ché? Ya verán que hay espacio de sobras, sería fantástico. Nos miramos. Una mirada muy rápida. ¿Por qué no? Dijimos que sí, que claro. Brindamos por la conquista de París. Nos abrazamos. Cantamos a dúo Muñeca brava.

Che madam, que parlás en francés
y tirás ventolín a dos manos…

Luego las cosas se complicaron. Los ensayos comenzaron a alargarse. Ella llamaba por las noches, con frecuencia creciente. Era la frecuencia lo que nos alarmó. Y su forma de esquivar el asunto.
“No, cuéntenme ustedes. Añoro tanto su casa, las tardecitas de Barcelona…”
Tenía la voz rara. Opaca, a ratos oscura.
Volvíamos a preguntarle. Contestaba:
“Y, bien. Bien, bien, sí. Un poco como el orto, pero bien”.
“¿Cómo que un poco como el orto?”
“El clima acá es es-pan-to-so. No saben cómo añoro el mar. Cielo de panza de burro todo el día, y por las noches venga llover. Un frío de la mierda…”
Yo le pedía que me cantara Ojos verdes, para animarla, para que se le calentara la voz y me calentase el oído.
“Ah, no, mi amor, ahora no, estoy tan cansada…”
O Muñeca brava, nuestro himno.
“Bué, allá va. Pero los dos juntos… ”
“Sos un biscuit, de pestañas muy arqueadas…”
“… muñeca brava, bien cotizada…”

 

Una tarde llamó Ari, cuando Malé estaba en el ensayo. Más adulta y serena que nunca, como si hubiera crecido varios años en pocas semanas. Sí, yo creo que crecía así, a grandes zancadas, devorando la cronología. Pero sin prisas, eso no, nunca. Un remanso de paz nos parecía Ari.
“Mal. Siempre le pasa lo mismo en los ensayos, cree que nunca podrá hacerlo, que todo está en su contra. Pero acá es peor porque no están sus amigos, no están sus calles… Y le mata lo de tener que decir frases en francés, lo está aprendiendo fonéticamente. Para rematar, Joan Manel y ella rompieron. No, les digo yo, para que lo sepan. Mejor no mencionarle. Feo asunto, sí. Acabaron remal. Aunque yo creo que a la larga mejor.
Este … ¿lo de venir ustedes, ni que fuera un finde?”.
Dos o tres días después nos cayó trabajo imprevisto, que se desbordó. Imposible un finde e imposible, fuimos viendo, ir al estreno. A Malé se le vino el mundo encima.
“No pueden hacerme esto, chicos. No me lo hagan, que no se lo perdono”.
Pero no había otra. Lo entendió, acabó entendiéndolo. Y nos perdonó, porque perdonaba siempre a los suyos, a los que eran familia. Llamamos, eso sí, casi de madrugada. Ari nos había dado el teléfono del camerino.
Malé volvía a ser la de siempre. Flotaba. Flotaba en un mar de rosas, decía, porque me han llenado esto de ramos, tienen que verlo, estoy como Libertad Lamarque en Hello, Dolly! Rojas y blancas, menos el color que no se dice. No creerán quienes acaban de pasar a saludarme: la Sagan y la Deneuve, chicos. Y el director ese calvito, viejito, muy amoroso… Inglés pero que vive acá desde ni se sabe… Ese, Peter Brook. No le entendí mucho porque habla medio raro, pero estaba feliz feliz con el chou. Y un escritor que vos conocerás, esperá, porque me dejó la tarjeta… René… René de Ceccatty. Se me arrodilló, queridos. Ay que risa. Se arrodilló ante la Staufeld, como se lo cuento. Y con testigos, porque estaba Paulita, la sastra, que casi la tengo ahogada con tanta rosa ¿verdad, Paulita?
Pensamos que exageraba de nuevo, pero dos días más tarde, Colette Godard hablaba en Le Monde de “la éblouissante diva argentina”, como si fuera la protagonista absoluta.
Chansons éperdues se convirtió en un gran éxito. La función de la que todo el mundo hablaba, la función que había que ver.

 

La casa también era como nos la había descrito. Tres plantas, tejado a dos aguas, las ventanas pintadas de rojo, la fachada cubierta de enredaderas. Estaba en Montmartre, en la rue Paul-Albert, una calle corta, blanca y limpia, como de ciudad costera, a cuatro pasos del Sacré Coeur. La dueña, nos contó, era la cantante Élisabeth Wiener, amiga de Coco e hija del famoso compositor Jean Wiener, que había hecho la música de 350 películas. Cuando llegamos, Malé estaba asomada a la ventana del piso más alto, radiante, esperándonos:
“¡Trajeron el buen tiempo!”
Era verdad, porque hacía un día esplendoroso, azulísimo, y la primavera temblaba ya en el aire.
“Qué bueno que vinieron… Coco apenas se ocupa ya de mí”.
“¿Y la compañía? ¿Hiciste amigos?”
“¿Compañía? Ni me hables. Ahí cada uno es de su padre y de su madre. En el ensayo mucho abrazo y mucho jijíjajá, pero cuando acaban, todos corriendo al metro. Le métro, le métro, como si hubiera sonado el toque de queda. Yo no sé ni dónde van ni dónde viven ni lo que hacen. Y la pobre Malé sola, sola, siempre sola…”
“Gracias, mami”, murmuró Ari. “Vos seguí así, que se me está acabando la reserva de nafta”, amenazó con sonrisa de niña buenísima.
“Perdoná, mi cielo, tenés razón. Si no fuera por tí… Y por vosotros”.
Nuestra amiga, descubrimos, apenas salía de allí.
“Coco me dice: has llegado a la cima, París es la cima. Pero París visto desde Baires es otra película. Hay muchas cosas que no saben”.
“¿Quiénes?”
“Quiénes van a ser. Los franchutes”
“¿Por ejemplo?”
“No saben comer”, dijo, casi susurrando, como si fuera un gran secreto.
Cada mediodía recorría los escasos cien metros que la separaban de un pequeño bar regentado por unos rosarinos, porque allí hablaban en su lengua y daban empanada y milanesas, y alfajores de postre, y mate cocido. De casa al barcito y del teatro a casa, eso era París para ella.
“Es que en París se come muy mal”, repetía. Subtexto: Y está todo carísimo, carísimo. Y Malé, sabíamos, tenía que mantener a sus viejos y ahorrar para los tiempos duros, que siempre estaban fauciabiertos a la vuelta de la esquina, y darle estudios a la nena, decía, así que ahorraba como hormiga encovachada. Pero también era cierto lo que Ari, que la conocía mejor que nadie, nos dijo en un aparte: Malé necesitaba su comida, sus voces y su música, y por eso siempre sonaba en la casa el runrún de fondo de una emisora latina que daba cumbias, boleros y merengues. Y la lambada, era la época que la lambada sonaba en todas partes. Como siempre tengo tendencia a toquetearlo todo, uno de aquellos días cometí el inmenso error de querer sintonizar France Inter y se armó tremenda escandalera porque Malé no podía localizar de nuevo la emisora latina: le había cortado el cordón umbilical.
Luego estaban los dolores. Amplísimo catálogo. Los que brotaban por la mañana, los que emergían antes y después de las funciones (nunca los mismos), los que la despertaban de su sueño inquieto. ¡Cuán espejeado me sentía! Dolor de muelas, dolor de espaldas, dolor de pies. Bultitos sospechosos ante el espejo del camerino, y de vuelta, siempre ante el espejo (“¡tan mal iluminado!”) del lavabo.
Dolor de uñas. ¿Por qué me duelen las uñas, Ari? Mirame esto, Ari.
No hubo forma de arrastrarla a comer en La Coupole, cual era nuestro antojo: nos acodamos en la escuálida mesita de los alegres rosarinos, que la recibieron con reverencias versallescas y no nos cantaron la zambra de Balderrama porque no la tenían en repertorio.
Devorando milanesas nos habló de Coco, que había sido guapísimo de joven aunque un poco caretón para mi gusto, decía, pero todavía se le notaba la lindura, porque se cuidaba muchísimo. Como galán hizo unas cuantas tilingadas apestosas, decía, de títulos confundibles, La clase del amor, Las fiestas del amor, La barra del amor, todas con lo del amor en el frontis. Contó Malé que en una de aquellas Coco decidió (tenía treinta y cinco años) que ya estaba grande para el cine. En una escena le dijeron que tenía que ocultarse de un marido celoso y agacharse y…
“¿Cómo agacharme?”
“Sí, nada, un rato, y caminar a gatas tras el seto de boj, para que el marido no te vea”.
“¿Es imprescindible esa secuencia’”, preguntó Coco.
“Imprescindible no, pero es graciosa”.
“¿¿¿Graciosa???”
Con halagos o con más guita o con ambas cosas le convencieron.
El seto de boj tenía apenas diez metros de largo, pero la toma duró lo que Ben-Hur. Rematado el travelling, Coco se levantó, muy digno (y con algún que otro crujido lumbar), se sacudió el polvo de las manos y dijo:
“Señores, para mí se acabó el cine de aventuras”.
Al día siguiente, dijo Malé, Coco Pereira se fue a París y abrazó la vanguardia. Volvimos a reírnos juntos, como en Barcelona. Con Malé siempre acabábamos riendo.

 

Aquella noche, faltaría más, fuimos a ver Chansons éperdues. La hacían no lejos de allí, en Pigalle, en un viejo teatro reconvertido en sala de rock y poéticamente llamado Les Oiseaux de Passage. Como el nombre era largo, unos le llamaban Les Oiseaux y otros Le Passage. Habíamos visto y aplaudido rendidamente varias veces el feliz combinado de canciones y monólogos cómicos de Malé (“entre la Minnelli, Carol Burnett y Niní Marshall”, había escrito yo), pero nunca nada como lo de aquella noche. Hubo un momento que fue pura aparición, magia potagia: Malé de Viuda Negra, vestida de araña en negro y plata, chasqueando la dentadura postiza de su marido a guisa de castañuelas, la dentadura que le había robado mientras le velaba en el ataúd, “para no olvidar su sonrisa”, y de milagro no jugaba a las canicas con sus ojos, verdes como el trigo verde, y el verde verde limón, y cuando acabó la copla arreció uno de esos silencios que en teatro parecen durar horas, eras, abismos siderales, todo el público de Les Oiseaux (o Le Passage) inmóvil en las butacas como si la canción y la gracia y la emoción de Malé nos hubiera estalactizado de la fontanela al dedo gordo del pie, y luego el escalofrío se volvió corriente eléctrica, y así aplaudimos todos, sacudidos por el calambrazo, y aquello fue solo el principio. Entendí, como si hiciera falta entenderlo, como si no estuviera clarísimo, que tenía que ser como era y estar como estaba todo el día, cable y funámbulo al mismo tiempo, para hacer lo que hacía por las noches y que pareciera fácil, y recomprendí que temía y anhelaba como nada aquellas dos horas diarias, porque el escenario era el lugar que más miedo le daba del mundo y el único en el que se encontraba realmente en casa.

Apenas dos minutos después de que cayera el telón (maravilloso, de terciopelo rojo: Coco había insistido mucho en eso) tuvimos la dual sensación de que habíamos pasado al otro lado, de que pisábamos el movedizo territorio de Chansons éperdues, o de que la función seguía, extendiéndose a nuestros pies como un aceite brillante y oscuro y pegajoso. Los camerinos estaban en la segunda planta, al final de una escalera enmoquetada también de rojo y con empinadísimos peldaños, como las escaleras inacabables de los sueños. Por el pasillo de camerinos había un tráfago de cuerpos cansados y felices, y resonaban las voces multicolores de los cómicos, voces cubanas, mexicanas, francesas, y de repente una voz de delicadísimo timbre italiano que nos salió al paso y nos saludó y abriendo la puerta nos hizo pasar y no hubo forma de decirle que no, que a quien íbamos a ver era a Malé, porque habría sido gran descortesía, y fue así como nos encontramos en el camerino de Elenita Santángelo, la bella Elenita, la diminuta Elenita, férreamente convencida de que habíamos ido a verla a ella y solo a ella. Es de buenísima familia, nos había contado Malé, previa información de Coco, y con eso quería decir que hacía teatro por amor al arte, porque no necesitaba un chavo. Vive en Roma, en Prati, donde la crema, en un pisito con todo a su medida, puesto con muchísimo gusto. No sé cómo la convenció de que viniera a París. Bueno, como convence Coco a todo el mundo. Eso sí, si la ven no se les ocurra llamarla por el diminutivo.
“Pasen, pasen, por favor”, nos dijo, con una casi reverencia. De cerca resaltaba la belleza de sus facciones y de sus ojos, negros y muy grandes.
“Ah, catalanes. ¡Y vinieron de Barcelona para verme!”.
En su tocador, entre cremas y perfumes, había figuritas y dedalitos de porcelana. En un vaso, vencida, una dalia de color naranja. Una flor incongruente, pensé, porque estábamos en invierno. Nos sentamos. Nos ofreció bombones de licor. Nos dijo que tenía amigos catalanes, y que estaba estudiando la posibilidad de comprar un piso en Gracia.
“Me dijeron mis amigos que Gracia es muy parecido a Harlem. ¿Es eso verdad? Arquitectónicamente, quiero decir”.
“Bueno, podría ser. Algo hay de eso”.
“Pero sin violencia, espero. La violencia es la lacra de Roma”.
“No, no, ni punto de comparación”.
“Pues aquí me tienen. Cada vez pienso: esta vez será distinto, pero no hay forma. ¡Encasillada en papeles de enana!”
Sonreímos, convencidos de que era un rasgo de humor. Pero no.
Y tampoco era esa su única preocupación. En Chansons éperdues parecía la muñequita de Coco: la vestía de Carmen Miranda, con un tocado frutal que triplicaba su estatura, y de Virgen del Pilar, y de menina, y de perrita caniche propiedad de Malé, o sea, de la Viuda Negra. En una escena triste y preciosa, un beau tenebreux apuñalaba a su ama, y Elenita rompía a aullar, a cuatro patas, con brazaletes (de lana blanca) en manos y tobillos.
Aquello la llevaba a muy mal traer.
“Un favor quiero pedirles”. Indicó con el dedito engatillado que nos acercáramos. Inclinamos las cabezas para escucharla, porque bajó la voz.
“Cuando vuelvan a Barcelona, no cuenten que me vieron haciendo de perra”.
“Pero si está usted fantástica, conmovedora…”  
Se cubrió coquetamente el rostro con la manita.
“¿Y lo de la Virgen del Pilar? Ahí está usted imponente”.
Debía de encontrarse más alta sobre el santo cilindro de mármol, porque concedió:
“¿Les gustó la Virgen?”
“Mucho”. Y también era verdad.
Hubo un silencio.
“Usted es muy guapa”, le dijo a mi mujer. “Y qué melena, qué belleza. Y usted es escritor ¿verdad? Muy bonita profesión. Pero ahora he de dejarles, porque los admiradores se impacientan”.
Ya en la puerta me dijo:
“Tal vez acabe convirtiéndome usted en un personaje suyo. Algún día, quién sabe. Si lo hace – me alargó la mano – cámbieme el nombre”.
Se la besé.
“Así lo haré”.

(Continuará el próximo miércoles)

En su mejor momento como mujer y como actriz (un relato) - episodio 1

Por: | 12 de febrero de 2014

George Brassai


Yo había escrito “Malé Staufeld tiene las piernas largas y alegres y la sonrisa triste”, y aquello, me dijeron, le gustó mucho. Debió de sonarle como la crónica de un viejo crítico argentino, un adorador con barba blanca, un Ernesto Schoo de Barcelona, pero yo era joven entonces, relativamente joven, vi unas fotos el otro día y no me lo podía creer. En una de aquellas fotos jugamos a bacanal romana, la última noche en la casa de la Rue Paul Albert, Malé con los pechos al aire, tendida como una odalisca feliz en el sofá, Beto Irigoyen alzando su copa, y mi mujer y yo dándonos de comer racimos de uvas como en un friso. ¿De dónde habría sacado yo aquella camisa que parece rosa pero era roja, para no hablar del sombrerito negro de ala corta, tan linoventuresco? Los colores de la foto y de las ropas, brillantes y desvaneciéndose, hacen pensar en las emulsiones de Kodak o Eastman de los años setenta, pero era bastante más tarde.
Nosotros debemos tener ahí treinta o treinta y pocos años. De Malé queda feo decir la edad. Y a Beto Irigoyen, que entonces andaría cerca de los sesenta si no los había cumplido ya, y a saber si vive todavía, voy a concederle el cumplimiento de su fantasía de eterno retorno, porque fue justo aquella noche cuando alguien (quizás Ari, la hija de Malé, que no está en la foto porque a esas horas las niñas buenas sueñan con Elvis) le preguntó a qué edad de su vida le gustaría volver si pudiera, y Beto dijo que a los treinta.
Beto, como se verá, era argentino, igual que Malé y Ari y Coco Pereira y Nelva Fenelli. Casi todos los que saldrán por aquí son argentinos, salvo la bella y diminuta Elenita Santángelo, italiana, y algún otro que quizás asome la nariz si le recuerdo. Y salvo mi mujer y yo, claro. Preciso esto porque a partir de ahora no hablarán en argentino, por impotencia mía y para que esto no se convierta en la parodia involuntaria de una novela de Manuel Puig, sino en un lenguaje inventado, castellano con ocasionales incrustaciones blanquicelestes. Más o menos así: Entre los treinta y los cuarenta, esa fue mi mejor época, dijo Beto. No me quejo de la de ahora, pero cada día hay más goteras, y el tiempo pasa demasiado aprisa, y ves la estación término y el chau, no va más, y pido perdón por contar el final de la cinta. A los treinta ya sabes unas cuantas cosas de la vida, pero a cambio tienes una fuerza que no volverás a tener, y puedes meterte de todo y pasar noches en blanco, y estás en lo alto de tu curiosidad, y crees que todavía tienes mucho camino por delante. Mejor dicho: no ves el camino, ves el alrededor como una gran llanura. Y eso dura, con algunos baches, hasta los cuarenta. Así que si pudiera, dijo Beto aquella noche, me gustaría volver a los treinta, vivir de los treinta a los cuarenta, y luego volver a los treinta, en bucle, y así eternamente. ¿Pero recordando o sin recordar lo vivido?, le pregunté yo, y creo que no me respondió porque algo pasaba con la cámara de fotos.

Pero estaba hablando de Malé Staufeld, que es la protagonista absoluta de esta historia, porque siempre tenía que serlo, el sol y la luna de todo, y por supuesto Venus, que ya refulgía en el cielo parisino y había hecho que se quedara con las tetas al aire para mejor recibir los efluvios de la diosa tutelar, aunque Malé se quedaba en lolas a la que se le ponía en las ídems. Volvamos uno o dos años atrás, al principio, en Barcelona. Yo acababa de ver su espectáculo y titulé la crítica A sus plantas rendido un león, declaración obviamente admirativa pero también doble guiño, al himno nacional argentino y a la novela del gran Osvaldo Soriano.
Nos presentó el novio y mánager de Malé, Joan Manel Ulldecona, talanca, como bien indica su nombre, aunque parecía (hombretón, mostacho, napia, afabilidad instantánea, verborrea) un porteño de pura cepa. También el café del Paralelo donde nos vimos por vez primera parecía repentinamente porteño. Malé era todavía más alta y espectacular que en escena. Cosa curiosa, pues con las actrices suele suceder lo contrario: gigantas arriba, pequeñitas de calle. Chispeaba aguanieve y rompió a hablar para calentarnos. Y como si hubiera sido verano, porque siempre hablaba para calentar, aunque no en la acepción rioplatense, que es ponerle a alguien de los nervios. Bueno, a veces te daban ganas de dispararle un dardo o de estrangularla un poquito, como sucede con todos los efusivos y efusivas, pero nada, solo hacer el gesto sobre su cuello adorable y besarla luego.
Hablaba y hablaba, y nosotros la escuchábamos embobados porque contaba historias maravillosamente, y ahí solo querías abrazarla, y te partías el culo de risa con ella, y a veces soltaba también de repente frases pomposas, impensables y encoturnadas, como “la televisión fue para mí un oasis de vidrio que se me clavó en la yugular”, cosas por el estilo.
Lo primero que contó en aquel café (al menos en mi recuerdo, porque las historias se mezclan) fue el valleinclanesco episodio de su digamos bienvenida a la madre patria, que más quintaesencialmente español no podía ser. Malé era celérica haciendo amigas y amigos, más amigos que amigas, y uno o una le encontró albergue en un bloque de apartamentos que estaba donde estuvo el Regio. Aquel edificio, levantado en los sesenta, era propiedad del empresario Riudoms, uno de los capos del Paralelo (Paralelebípedo Riudoms, decía ella), y alquilaba los pisos, al parecer a precios ajustados, a los artistas que trabajaban en sus teatros.

Las tres chimenas del Paralelo

Malé llegó al apartamento y aún no había deshecho las maletas cuando sonó el teléfono para invitarla a una fiesta de cumpleaños que iba a celebrarse en los altos del Arnau. La voz telefónica pedía disculpas por haber llamado tan de sopetón (era la primera vez que Malé escuchaba esa palabra y pensó que allí se iba a servir sopa) porque la fiesta empezaba en cosa de una hora, nada, y que si se quería pasar un momento y tomar una copa (“¿copa o sopa?”, preguntó) y conocer a unos compañeros, de modo que llega allí, contaba, sin tiempo de comprar un regalo, sin saber siquiera si era chico o chica quien cumplía, y piensa qué fiesta más rara, porque no había gazpacho en grandes perolas, como imaginaba, sino unas descomunales hojas de palma a guisa de bandejas repletas de plátanos y cacahuetes y nada más que eso, ni jamón ni olivas ni nada, bananas y maní, como decía ella, y saludo va y saludo viene, todos muy simpáticos, simpatiquísimos, y en esas alguien le dice “Ahí viene Panchito”, y rompen a aplaudir y a cantar el cumpleaños feliz, y aparecen repartiendo puros dos tipos de pelucón y traje cruzado, con pinta de gángsters tontos de cine italiano, uno feo y el otro feísimo, y nosotros dijimos a dúo, sin necesidad de más datos, ¡los Moratalla!, y ella ¿ah, conocían la historia?, y nosotros: no, pero esos solo pueden ser Tete y Tato Moratalla, le informamos, dos cómicos inclasificables o incalificables (la palabra freak aún no era de curso legal) que hicieron mucho dinero y películas atroces en los setenta y llevan años en caída libre, y ella nos cuenta que el más feo, el feísimo, vamos, lleva en brazos a un chimpancé vestido de marinerito, y en ese momento ella se da cuenta de que la fiesta es para él, para Panchito, le dicen que se llama, y se lo presentan, y Panchito le acaricia la cara con la manita, y todos se sientan a la mesa y hablan y ríen, y ella pensando, no puede ser, cuando lo cuente no me creerán, y luego dicen que los argentinos estamos relocos, y mientras piensa eso Panchito se queda roque en el hombro de Tato como un peluche bajo de pilas, y Tato le acuna, y la mujer que está sentada junto a Malé, una vieja vedette de voz aguardentosa, le dice "Mírale, se cree que es su hijo", y ella no supo si quería decir que Tato consideraba a Panchito su retoño o que descendía de él, cosa también harto probable, y esa fue mi recepción oficial en España, chicos, así que estoy preparada, todo lo que pueda venir a partir de ahora será una pichincha, nos dijo en aquel café tan cercano al lugar de los hechos.

  
Pasaron unos meses. Yo no pensaba que volvería a verla, siempre he descreído un poco de los encuentros arrebatados y los amores a primera vista, pero hago mal, y a las pruebas me remito, porque Malé llamó una tarde con un trémolo de urgencia, una tarde también muy argentina, de mucha lluvia y grisura, una tarde, digamos, de tango de Julio Sosa. Le había sorprendido mucho que yo conociera a Sosa y a Rivero, a Nelly Omar, a Tita Merello, y que tuviera sus discos, y de discos iba la cosa, porque buscaba canciones de Concha Piquer, y decía “la Piquer” para no pronunciar su nombre, que allá es mala palabra.
“Me dijeron que solo vos tenés esas cosas”, dijo.
La exageración (que es una forma de la pasión) era el principal rasgo de su carácter. El segundo era el entusiasmo. El tercero, la duda que hiere. Los tres formaban una perfecta combinación alquímica.
Aquella tarde nos habló de su vida difícil y sus difíciles hombres. Dos matrimonios. Decía, con mucha gracia: “¿Y cómo podrían haber funcionado, si siempre me casé con alguien que era del otro sexo y no era de mi familia?”. Luego, tras un sorprendente silencio, soltó “Me ha llamado Coco Pereira”, y alzaba la barbilla, como si le hubiera llamado un miembro de la realeza europea, y en cierto modo lo era. Pereira había sido un rutilante director de la vanguardia argentino-parisina en los setenta, y luego se perdió (o se encontró) en los pasadizos laberínticos de los grandes teatros de ópera. Ahora iba a hacer algo nuevo, algo diferente, algo formidable: un musical en clave autobiográfica sobre el mundo de su infancia en Lanús. Un gran espectáculo, en París capital.
“Y quiere que yo sea la supervedette”, añadió.
“Qué menos que Monix”, dijimos mi mujer y yo casi al unísono. Puso cara rara, porque era alusión a un anuncio local y pretérito, pero entendió.
Irónicamente, a Pereira se le había ocurrido darle el papel de una española. Una española opulenta (eso ya venía en el lote), de peinado torreónico, mantilla negra y navaja en la liga. Y caniche adjunto, como se verá. Una española que cantaba canciones españolas. Una española con calambrazos italianos, amaggioratada. Pasamos una tarde muy entretenida seleccionando canciones, de la Piquer y de Mina y la Vanoni, porque Pereira le había dicho "Escógelas tú, así como tú eres, muy divina y con mucha pasión y mucho drama".
Yo estaba encantado. Me sentía productor, director, compositor, todo. Hasta los vestiditos le hubiera hecho, de no ser por mi patosía dactilar y porque quedaba moñesco. Pregunté por el título del musical.
Chansons éperdues. Canciones perdidas. Bueno, no quiere decir exactamente eso. Es un juego de palabras, me lo explicó pero ya no me acuerdo”.
Quería yo llevarla por senderos algo menos trillados, pero acabó yendo a lo clásico: Tatuaje y Ojos verdes. Que al fin y al cabo, dijo, tampoco las conocen tanto en París de la Francia ¿no?. Del mundo itálico se llevó Ho capito che ti amo y L’importante è finire.
Preguntamos por local, fechas, todo.
“Esperá, esperá, eso está por ver. Aún no decidí”.
“¿Cómo que aún no…?”
“A los hombres no hay que darles el sí enseguida, querido”.
Pedazo de figura retórica. Subtexto: le asustaba horrores debutar en París (no hablaba una palabra de francés) y le asustaba separarse de su hija, Ari (por Ariana), a la que pronto conoceríamos. Para artesonar la larga cambiada que le estaba dando a Coco Pereira, le echó arte y lo hizo sonar, y echándome los brazos al cuello, ya en la puerta, cantó, ilustrativa:

Cuando estés en la vereda y te fiche un bacanazo   
vos hacete la chitrula y no te le deschavés
que no manye que estás lista al primer tiro de lazo
y que por un par de leones bien planchados te perdés.

(Continuará el próximo miércoles)

 

"Siete pesadillas"

Por: | 05 de febrero de 2014

 

Jaime de ArmiñánDe las muchas milongas que se cantan en el mundo editorial, una de las más reiteradas es que toda buena novela acaba por encontrar su eco, aunque haya incontables ejemplos que lo desmienten a lo largo de la historia. Es cierto que muchos ecos acaban por llegar, pero a menudo cuando autor o autora han colgado los hábitos por fatiga o desesperanza, o están, lástima grande, criando malvas.
Hoy me apetece hablar de Siete pesadillas, de Jaime de Armiñán, una estupenda novela que, a tenor de todos los indicios, no encontró eco y con la que he disfrutado mucho. La descubrí hará un par de semanas pero se publicó en Espasa Narrativa hace dieciséis años (o sea, en 1998) y su autor la escribió recién cumplidos los setenta. Preciso ambos datos porque mucho me temo que no se ha reeditado desde entonces, y porque recuerdo una entrevista con un prestigioso editor donde afirmaba que poco podía esperarse de cualquier escritor que despegara como tal pasada la cincuentena. Se me ocurren, igualmente, unos cuantos ejemplos que desmienten tan pintoresca teoría, pero me concentraré en este: Jaime de Armiñán, nacido en Madrid en 1927, con una abundante trayectoria en teatro, cine y televisión a sus espaldas, debutó como novelista en 1989 (o sea, pasados los sesenta) con Juncal, que el mismo año daría pie a la célebre serie del mismo nombre. Siguieron luego, entre otros, Los amantes encuadernados (1997), Siete pesadillas, La isla de los pájaros (1999) y las memorias La dulce España (2000). Desde entonces no ha vuelto a publicar un nuevo libro, pero felizmente sigue escribiendo a sus 87 años. Y esta semana, por cierto, recibirá, merecidísimamente, el Goya de Honor por su labor como cineasta.
He rastreado por Internet y no he encontrado una sola crítica de Siete pesadillas: únicamente una mención un tanto tangencial en un amplio texto en torno a su obra fílmica y televisiva, a cargo de la filóloga Catalina Buezo, cuyo trabajo aplaudo.
Si aparecieron reseñas, a) o no figuran en la red o, b) yo no he sabido encontrarlas. Y su autor, al que le pregunté telefónicamente, no las recuerda.
 
Portada de SIETE PESADILLASSiete pesadillas tiene difícil catalogación genérica, cosa que suele espantar a editores, críticos y libreros. Es una pieza policiaca, y una comedia, y una historia de amor. Es, sobre todo, una novela de estirpe cervantina, con muchas historias dentro de historias. Y está escrita con un lenguaje rico y jugoso, que exhala verdadero placer por narrar.
Intentaré resumirla (tarea complicada) para abrirles el apetito. Se alternan dos voces narrativas: la de Martín González Chamorro, un notario acaudalado, y la de Leopoldo Arruza, un comisario de policía que no se resigna a su reciente jubilación.  La acción transcurre en Madrid, a finales de los ochenta, aunque se remonta a los años veinte, treinta y cuarenta, a medida que los protagonistas evocan sus vidas anteriores. El notario González Chamorro parece vivir una vida aparentemente plácida pero desde su adolescencia le persiguen las siete pesadillas recurrentes del título, en cuyo origen se encuentra Gaspar Arenales, un vesánico compañero de juegos que le torturó y humilló repetidamente a lo largo de su infancia, primero en el Madrid republicano, luego en San Sebastián durante la guerra civil, y extendiendo su siniestro influjo a lo largo de la posguerra.
El relato del notario comienza cuando Arenales, que abandonó España y ha vivido largos años en Kenia, regresa a Madrid y llama a quien considera, extrañamente, “su amigo más antiguo y querido” para que vuelvan juntos de excursión al puerto de Cotos, en la sierra de Guadarrama.  
La peripecia del comisario Arruza arranca en la Sacramental de San Isidro, durante la visita semanal a la tumba de su esposa, Margarita: una urraca envenenada y una perra malherida que no se resiste a abandonar a su amo muerto le despiertan la sospecha de un asesinato, y su aletargado talento despierta de nuevo ante el poderoso impulso de seguir la doble pista.
El viejo policía no ha perdido un átomo de olfato ni de obstinación, pero se le está yendo la cabeza a pasos agigantados, por lo que recurre a un singular personaje al que detuvo tres décadas atrás y con el que mantiene una ambigua relación: Santiago Xarradell, condecorado con la Legión de Honor por sus traducciones de Anatole France y La Chanson de Roland, y condenado a muerte (y luego indultado) por un doble asesinato pasional. El asesino Xarradell, hombre de prodigiosa memoria que anota –en francés, por supuesto– las investigaciones del comisario es el secundario más sugestivo de la novela; secundario relativo, porque su perfil crece a medida que avanzamos.
Hay un extraordinario personaje femenino, de entrada igualmente lenta pero con efectos mucho más perturbadores a la larga: Luz Ángela Castañón Spencer, madrina del notario, y en cuyas manos está la clave del misterio. Mujer fatal, enigmática, libérrima, inteligentísima, que habita en una suite del Palace y, como está mandado, fascina irremediablemente a Arruza, hasta un final digno de Fritz Lang.
El estilo de Siete pesadillas hace pensar en un cruce entre Juan García Hortelano y Manuel Longares. O como si a Fernández Flórez le hubiera dado por escribir una novela con acentos simenonianos. Tampoco está lejos, en mi recuerdo, por atmósfera e inventiva, de Juegos de la edad tardía, de Luis Landero, que obtuvo un considerable éxito de público y crítica, y digo esto porque, a efectos de acogida, bien podía haber entrado por esa puerta. Tristemente, no sucedió así.
Habrá quien diga que el azar es un dios muy poderoso. Sin descartar esa posibilidad, también podría pensarse que alguien no hizo bien su trabajo, pues me cuesta entender que nadie levantara la mano para decir: “Atención, esto vale la pena. Esto es original, entretenido, y está bellamente escrito”. Quizás haya un último y españolísimo factor. Cuando Armiñán comenzó a escribir novelas ya “era” muchas cosas. Demasiadas: guionista televisivo, comediógrafo, director de cine. Y en este país tocar varios palos obliga a revisar el etiquetaje establecido, ejercicio siempre trabajoso.
Les recomiendo que busquen y lean Siete pesadillas en el circuito de librerías de segunda mano: Internet es una mina al respecto.
 

Sobre "Alegrías de Cádiz"

Por: | 31 de enero de 2014

Cartel de ALEGRIAS DE CÁDIZHay muchas teorías sobre los orígenes de Cádiz, la ciudad más antigua de Occidente. Se dice que los primeros gaditanos eran fenicios que venían de Tiro y de Sidón, pero yo creo que llegaban de otro mundo, muy libre y muy blanco, tan blanco como su luz de cal y de sal. Ya bien lo dijo el Beni, alienígena con estatua, en frase inmortal: “Mira si es antiguo Cádiz que ni siquiera tiene ruinas”.
Alegrías de Cádiz, el feliz retorno al cine de Gonzalo García Pelayo, es la película más libre y luminosa que he visto en mucho tiempo, y documenta que sus personajes bien podrían ser de ese otro mundo por su forma de hablar, de reir, de cantar y de moverse por la vida. Y por el brillo en los ojos y los cuerpos de las cuatro Pepas protagonistas (Laura Espejo, Beatriz Torres, Rosario Utrera y Marta Peregrino - y también, Pepas colaterales pero presentísimas, Jessica Sánchez, Silvana Navas y Patricia Galindo). Y por las sonrisas, el vacile, el balanceo, el dejarse llevar. Un mundo felizmente ritual, pautado por el alegre coro de las chicas del Revuelo, hermanas de sangre de las hadas zumbonas de El sueño de una noche de verano, y con apariciones monárquicas como la de Mariana Cornejo, reina y maga de ese mundo antiguo y sin ruinas, o el compás como narrador de Javier García Pelayo, el rey de la Sota Americana, uno de los últimos hippies verdaderos que quedan, que habla como un viejo sabio que lo ha visto todo pero aún sigue maravillándose y dejando que la vida centellee.
Hay otro narrador, un joven monarca ocioso y mujeriego, Jeri Iglesias, que lanza delirantes proclamas y se pone estupendo pero nunca falso, porque sus palabras, que en boca de otro podrían sonar pomposas o retóricas, brillan y brincan como peces locos en el agua. El Jeri parece la reencarnación de su padre, el gran Miguel Ángel Iglesias de Vivir en Sevilla y Corridas de alegría, vuelto a la tierra, al paraíso original gaditano, con más fuerza y todavía más locura pero, me atrevería a decir, sin una gota de su tormento: ese retorno es el mejor homenaje que podrían hacerle sus compadres, los García Pelayo. Y como los Pelayos son contagiosos en el mejor y más dichoso sentido de la palabra, ahí asoma también Oscar, poeta y boxeador, hijo de Gonzalo y sobrino de Javier.
Y no me olvido de la voz y la música de esa revelación que es Fernando Arduán.

Viendo Alegrías de Cádiz no dejé de pensar en lo mucho que le gustaría a Pasolini esta película. Todavía más: si Pier Paolo, en un salto digno de Gianni Rivera, su mediocampista favorito, hubiera esquivado la muerte en Ostia, bien podría haber marcado gol en Cádiz. O sea, que yo lo veo resucitado allí, mirando así, cantando por alegrías, descojonándose con el ingenio inagotable y la poesía auténticamente popular de las chirigotas y comiendo capirotes de camarones. En Cádiz podría Pasolini volver a sonreír y encontrar las sonrisas de todos los Ninettos y todos los Acattones: la sonrisa de aquellos barrios de Roma, los borgate de las orillas del Tíber, que todavía olían, como sus gentes, “a jazmín y a sopa humilde”.

Gonzalo García Pelayo, rodando ALEGRIAS DE CÁDIZ

Alegrías de Cádiz
, que atrapé el pasado diciembre en la sala Berlanga (CineMad) y todavía no ha llegado a los circuitos llamados “comerciales”, hace honor a su nombre: alegría de vivir, de rodar, de contar. A mí me da igual que comience historias que luego abandona, que los actores entren y salgan de sus personajes, o miren a cámara, o improvisen, o enmudezcan y rompan a reir, porque así es como brota la vida en los relatos.
A mitad de película, por ejemplo, se produce la irrupción gloriosa de las chirigotas, con su ingenio desinhibido y reluciente, y hay que parar como se para en Cádiz para recibir los carnavales. ¿Qué puede haber más importante? Juan Orol paraba la acción en una de sus películas porque los protagonistas se iban al fútbol y creía que el público tenía que ver el final del partido, y Clint Eastwood hizo algo parecido en Escalofrío en la noche para que escucháramos a Cannonball Adderley tocando en el festival de jazz de Monterrey.
Siempre habrá quienes digan que no se pueden mezclar las aguas, que una cosa es un documental y otra una ficción, y categorizaciones por el estilo: peor para ellos, porque sus vidas estarán igualmente encajonadas.
Felizmente, Gonzalo García Pelayo sigue fiel a su visión del mundo, a su lema de marino fenicio o, directamente, extraterrestre, por raro y por libre: “No hay puerto más seguro/que el de ser fiel a lo incierto”. Y la espléndida noticia es que su prodigiosa longitud de onda está encontrando múltiples y merecidos ecos en certámenes de toda España y del extranjero.Tras la presentación de Alegrías de Cádiz en el festival gaditano Alcances, y luego en el de Sevilla, sus películas se vieron, el pasado otoño y en salas repletas, en el Festival Internacional de Cine de Viena (Viennale 2013), y en febrero se verán de nuevo en el ciclo que le dedica a partir de mañana la Filmoteca en el cine Doré, al que seguirá una retrospectiva en el Museo del Jeu de Paume de Paris, del 18 de marzo al 6 de abril. Y ya está rodando la siguiente, Niñas, mientras prepara Que se me paren los pulsos, un viaje al corazón de la copla mas feroz: tras treinta años de silencio cinematográfico, esto es un retorno por todo lo alto. Que no decaiga.

 

Bulevares Periféricos

Sobre el blog

Teatro, Literatura, Cine, Música, Series: arte en general. Lo que alimenta, lo que vuelve. Crónicas, investigaciones, deslumbramientos. Y entrevistas (más conversaciones que entrevistas). Y chispazos, memoria, dietario, frases escuchadas al azar (o no). Y lo que vaya saliendo.

Sobre el autor

Marcos Ordóñez

Marcos Ordóñez. Escritor, periodista, profesor. Cada sábado escribe en Babelia la sección PURO TEATRO y, cada jueves, en Cultura, EL HOMBRE QUE FUE JUEVES. Intento escribir sobre lo que me da vida. Ultimos libros publicados: Turismo interior (Lumen, 2010), Telón de fondo (El Aleph, 2011), Un jardín abandonado por los pájaros (El Aleph,2013).

El País

EDICIONES EL PAIS, S.L. - Miguel Yuste 40 – 28037 – Madrid [España] | Aviso Legal