Hace apenas unas horas, otra cara del mundo acaba de envejecer o al menos, acaba de mostrarnos otra arruga. Para quienes andaban en el fervor de la adolescencia cuando Johan Cruyff ya triunfaba en las filas del Barcelona había una creencia recurrente y engañosa en sus admirables capacidades: se decía que fumaba un cigarrillo antes de saltar a la cancha y que incluso, se daba el lujo de encender otro taco de cáncer al finalizar los partidos. Era Superman, flaco y escurridizo, caballero del juego en equipo, cerebro andante de una naranja que presumía de ser mecánica y luego, el mítico jugador de greña comprometida que decía no asistir al Mundial de Argentina como objetor de conciencia por la Junta Militar de Jorge Rafael Videla que tanto gozó ese torneo.Cruyff hipnotizó a toda una generación con esa rara combinación que tenían antaño los deportistas que fumaban y más en tiempos en que era común ver a tenistas en clubes privados que jugaban incluso entre sets o boxeadores que luego de hacer la legua diaria fumaban sin filtros.
Luego vinieron las canas y las revelaciones que nos volvieron adultos. Alguien nos informó que el verdadero motivo de su ausencia en el equipo holandés del 78 (que a la postre quedaría subcampeón en una acalorada final con el anfitrión Argentina) no se explicaba en términos ideológicos, sino matrimoniales y alguien nos ha dicho con el paso de los años que la increíble goleada con la que Argentina venció al Perú también quedará algún día explicada en las tinieblas de ese humo de leyendas donde se confunden las verdades. Alguien se encargó de informar sobre los daños irreversibles del tabaco, las grandes marcas de cigarros se dejaron de anunciar y hasta el propio Cruyff –vestido de civil pero igual de mago—apareció en un promocional dominando una cajetilla de tabacos con ambas piernas hasta elevarla a la precisa altura con la que luego la despejó a la estratosfera. La triste noticia de su muerte confirma que a pesar de su ejemplo y renuncia al veneno, el daño ya estaba sembrado y el cáncer se lo ha llevado a la temprana edad de 68 años, cuando en realidad tenía aún muchos años por hablar y muchos cuadernos por llenar con todo lo que sabía, pensaba y sugería para el deporte más popular del mundo.
Jugaba como quien cuaja un ensayo a varias velocidades: la urgencia por marcar al final de la página y el sosiego con el que se deletrea la media cancha. Se esfumaba con facilidad y ligereza, en el banquillo como entrenador cuando ya dejaba brillar a los demás o en la cancha como líder, donde repartía balones con el mismo fin de hacer sobresalir a sus compañeros. Fue un hálito y lo confirmó Ovejero, jugador del Atlético de Madrid, cuando dijo que lo que recordaba de Cruyff era lo bien que olía. Elegante elogio del defensa que sólo percibía el olor del vacío una vez pasado el relámpago.
Lamento profundamente la muerte de un jugador que ya se había convertido en leyenda para quienes lo vimos un día elevarse por encima de los demás mortales, girar en pleno vuelo y resolver con una chilena lo que todo el mundo creía que sería rematado de cabeza. Deseo que me perdone que lo despido con un pañuelo blanco, pero en abono al luto y envuelto en la confusión, consta que el humo del cigarro, por hoy, es blaugrana.
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