Café de Madrid
La nube lila
Basta que dos madrileños detengan de pronto su camino para que en ese instante se trastoque el orden secreto del Universo entero.
30 abr 2016
Café de Madrid
La nube lila
Basta que dos madrileños detengan de pronto su camino para que en ese instante se trastoque el orden secreto del Universo entero.
29 abr 2016
Agua de azar
La mano de Cervantes
Imagino la mano con la que escribe cada año, cada abril el mismo libro. No tanto la mano siniestra, esa zurda lisiada que le ganó el apodo de manco sin serlo del todo.
Cartas de Cuévano
Borges, el infinito
Debemos a la minuciosa labor de Raúl Manrique Girón y Claudio Pérez Miguez el acervo creciente del Museo del Escritor en el santuario llamado Centro de Arte Moderno de la calle Galileo en Madrid. Esos arcángeles han celosamente custodiado objetos que dan fe de la existencia real de escritores hispanoamericanos que muchos lectores creían tan inventados como sus propios personajes. De no ver de cerca un sombrero de Adolfo Bioy Casares o confirmar la minúscula perfección con la que pergeñaba sus versos Eliseo Diego, cualquiera pensaría que eran cosa de encantamiento, tan ficción la poesía entrañable del inmenso poeta cubano como las andanzas por este mundo de quien fuera tan amigo de Borges.
De Jorge Luis Borges se decía que él mismo apuntaló la leyenda de su propia impostura refiriéndose siempre al Otro, al Borges con el que se encuentra él mismo a la orilla de dos ríos diferentes en dos lugares distantes (¿o es el mismo río de Heráclito y Parménides que se desdobla por magia del tiempo?) en ese relato perfecto donde el viejo escritor ya consagrado conversa con él mismo, joven y aún por publicar, sabiendo ambos que el encuentro ha de quedar sepultado en el olvido. O en el infinito.
Gracias a Claudio Pérez Miguez y Raúl Manrique Girón, la Casa de América de Madrid exhibe por estos días una colección atinadamente llamada “El infinito Borges” que reúne fotografías, libros, dedicatorias, cartas, periódicos, vasos, bolígrafos, estilográfica, video y grabaciones de un Borges efectivamente infinito, inabarcable. Ése que se multiplica en los círculos concéntricos que formaron quienes lo conocieron en vida, los que lo leen el día de hoy como si acabara de surgir de la niebla y en cada uno de los objetos sacrosantos que tuvo en sus manos el polémico poeta, fantástico cuentista, genial ensayista y raro personaje al que su madre llamaba Georgie. Por allí las fotos con la mirada ya fija en el espacio interminable de una ceguera que le permitía mirar el color amarillo y las formas oscuras de alguna sombra, por aquí los dibujos de su hermana y el recuerdo ya casi intangible de cuando Borges dormía en una habitación cuyo balcón daba a la Puerta del Sol en el corazón de Madrid, en los días que eran años navegando en caminatas verbales y largas sobremesas sobre todo lo divino y todo posible fracaso que evocaba ante el joven argentino, su maestro Rafael Cansinos Asséns, traductor de Las Mil y una Noches.
En vitrinas, los libros dedicados y los propios en ediciones envidiables, las notas periodísticas e incluso, el sarcasmo en torno al Premio Nobel que nunca le llegó a las manos o las fotografías ya casi en sepia de Borges con coetáneos o los luminosos artículos en periódicos anchos que dan hambre con sólo imaginar que hubo un ayer en que Borges publicaba como si nada en diarios que quizá una vez leídos pasaban a ser envoltorio para vasos en mudanza o pescados empapelados, como sucedió con las partituras perdidas de Johann Sebastian Bach.
El infinito Borges es un bálsamo para quienes sabemos que así pasen los siglos seguiremos leyendo al autor de “El jardín de senderos que se bifurcan” como la primera vez, sabedores de la poca probabilidad con la que podríamos haber trabado realmente amistad con un ser inalcanzable como él. De siempre supimos que sería poco probable ganarnos su confianza por el tiempo, por lo sabio y también por muchas de sus atrevidas posturas más que políticas. Desconcertaba la voz y la cartografía sin mapa posible de su erudición, la atrevida luz de sus laberintos, la oscura materia con la que se fragua un poema cuando es de veras… y de todo ello está hecha la exposición con la que se abre ya la temporada obligatoria para todo lector de esperar el próximo verano sabiendo que se cumplen los primeros treinta años desde que –dicen las enciclopedias y consta en algún periódico—que, al parecer, murió Borges en Suiza. Hay quien ha visto su tumba y sin embargo, no me lo creo: que abro la página sexta de El Aleph y me parece que aún está húmeda la tinta y consta que hay un cuento escrito en la arena de incontables granos como papel de agua o piel de Luna en el que siempre se ha de quedar dormida una musa en el mismo párrafo de siempre. Borges, el infinito que conversara con Funes, el memorioso y el que prefiguró que la eternidad tiene forma de biblioteca; el autor sin tiempo que sabía en silencio que la lluvia es esa cosa que siempre ocurre en el ayer y el testigo azorado de un duelo a cuchillos entre compadritos que recrean con su ira la misma escena que consta en los libros de historia del Imperio Romano. Borges entre libros y caminando del brazo de una sombra por una calle en blanco y negro, el atento lector que ya no tiene vista que se inclina a palpar con las yemas de los dedos unos libros en octavo, alineados en un librero que gira para que todo mundo verifique que con sólo tocarlos, el ciego ya los lee de memoria. Borges al lado de María, una leve sonrisa canosa, bajo el espumoso encaje finísimo de una blusa que merecería narrarse.
En la primavera de 1986 supe de un iluso que invirtió sus ahorros en la compra de un boleto de avión para Buenos Aires con la esperanza de apoltronarse en la acera de enfrente de la calle Maipú y esperar cuantas horas fueran necesarias para ver salir a Jorge Luis Borges del brazo de su Kodama y, una vez confirmada su existencia, simplemente tocarle el brazo y decirle que lo leía. El filósofo y novelista Julián Meza vino a este mundo –entre otras muchas razones—para volverse verdadero maestro en muchos lances de literaturas variadas y accidentes cotidianos y por lo mismo, tuvo a bien comunicarle al confundido iluso que de poco servía volar a Buenos Aires si era bien sabido –en aquella primavera del ’86—que Borges se había mudado con todo y María Kodama a Suiza y que muy probablemente se preparaba para morir y ser enterrado bajo una piedra de vikingos en un lote cercano a donde dicen que reposa Calvino.
Confieso públicamente que –confirmada la cátedra que me dio Julián Meza—cambié el billete de avión por un fajo de boletos para el Campeonato Mundial de Futbol México 86 y que fui de los testigos que asistieron al estadio de Ciudad Universitaria en la Ciudad de México aquella tarde en que Maradona le dibujó no pocos milagros a unos coreanos que dejó estrábicos de por vida y metió un gol que al día siguiente ocupó las ocho columnas de todos los periódicos del mundo. Abajo, de lado y en un tipo de letra más pequeño, se leía que Borges había muerto en Ginebra.
Por la indiscreta publicación del abultadísimo diario de Bioy donde escribió día a día la amistad eterna que sostuvo con Borges, sabemos que ese mismo día Adolfito se acercó –como de costumbre-- al kiosco de todos los días, pero a diferencia de todas las otras veces, el periodiquero lo recibió con un “Lo siento”, instantes antes de que Bioy viera impreso en los diarios colocados como manteles la noticia donde se publicaba la muerte de su amigo… y escribe Bioy en su diario que se volvió a su casa, consciente de que caminaba por vez primera en un mundo sin Borges. Tal como se queda uno al salir de las páginas inmortales de cualesquiera de sus cuentos o al comentar de refilón cualquiera de sus ensayos con quienes aún no lo descubren o al caminar hacia Cibeles habiendo visitado la exquisita muestra de papeles, objetos, ideas y tentaciones puras que han expuesto en Casa de América para constancia de algo que parecía imposible: la eternidad es absolutamente palpable cuando de palabras se trata; más aún, cuando un escritor se sale de todo tiempo con sólo poner en tinta eso que habita en silencio.
24 abr 2016
Viaje alrededor de Don Fernando Del Paso
Por lo menos dos generaciones de lectores recordarán la noche de 1987 cuando el conductor del telediario con mayor audiencia en México se puso a leer al aire el primer párrafo de la novela Noticias del Imperio. Millones de mexicanos escuchaban de pronto noticias de un delirio decimonónico, en vez de las acostumbradas locuras con las que languidecía la primera revolución del siglo XX. Para muchos lectores era la primera vez que se apuntaban el nombre de Fernando del Paso como lectura obligatoria, que al día siguiente se reflejó en las ventas (que a la fecha no han decrecido). Para otros, Del Paso ya había sonado campanas y ladridos desde 1966 cuando publicó su primera novela José Trigo.(1966).
Del Paso como un continente que habrá que recorrer andando es un paisaje que inaugura su lectura con poesía: su primer libro Sonetos de lo diario (1958) es un poemario que se ha multiplicado en círculos concéntricos (De la A a la Z de 1988, Paleta de diez colores de 1990, Castillos en el aire de 2002, PoeMar de 2004 e incluso La muerte se va a Granada que es teatro en verso) como extensiones en verso de eso que los profesionales de la crítica definen de acuerdo al silogismo de Auden –La poesía ocurre—y el poeta Del Paso la encuentra en el surrealismo cotidiano, en las minucias enormes, en lo fugitivo que permanece como pinceladas al óleo sobre la inmensa tela de un continente a veces aislado.
Hablamos de un escritor que pinta o de un pintor que escribe, no siempre con el lectorio en aplauso inmediato o la critica con vientos a favor, sino a contracorriente, estertor siempre llamativo y desconcertante. Por algo, también es el primer Premio Cervantes que comparte vestuario con Mick Jagger: gafas naranjas sobre un terciopelo rojo y mitones que en inglés son mittens que riman con Dickens, como muchos de los personajes que se salieron del posible paisaje de su poseía para poblar las tres novelas que lo consagran y honran hoy precisamente al Premio con el que se le honra. Hablo de personajes a la inglesa o lo Galdós, con guantes de dedos recortados, que no caben tanto en verso y piden prosa para vivir o desvivir a su gusto, como los que habitan entremeses de corrala cervantina o el loco lector que se atrevió a conquistar al mundo cruzando una madrugada los vastos campos de Montiel en La Mancha.
Fernando del Paso es el sexto escritor mexicano en ser reconocido con el Cervantes, habiendo ganado una decena de otros premios de elevado prestigio, pero quien sobrevuele su obra descubre que se distingue particularmente por ser autor leído. Más aún, releído y escuchado. Así como miles de mexicanos lo descubrieron por las noticias que se leyeron en las noticias, no pocos españoles de la generación de la transición lo conocían como la voz de la BBC de Londres y luego, el hombre que hablaba de letras a través de Radio Francia Internacional. La voz que cruzaba fronteras por las nubes y llegaba a los oídos ávidos de quienes soñaban con el fin de una España en blanco y negro. Hablaba de música en colores, autores en inglés, poetas en francés y toda la herbolaria de la alta cultura que evadía censuras a través de la onda corta. Era como una onda psicodélica para un panorama pacato y persignado de perseguidos y pendientes; nada mejor que en voz de quien había sacudido no pocas conciencias en México al cuajar una novela de atrevida prosa y conciencia en papel como José Trigo.
Nacido en 1935, Fernando del Paso pertenece a la generación que se hizo hombre en el medio siglo XX, cuando las promesas y postrimerías de la Revolución Mexicana se habían convertido en instituciones ejemplares, pero también en alargadas promesas incumplidas. Con José Trigo, Del Paso escribía la voz de un fantasma en la ciudad y el coro de los conflictos. Nombre-título como Pedro Páramo, José Trigo es el llano lleno de edificios, la ciudad donde desfilaban en huelga los desheredados de tanta sangre, al filo de Tlatelolco. Del Paso ponía palabras a la polución y al populacho, a la neblina de un doloroso descalabro que parece prosa automática, murmullos en párrafos sueltos, preconizando eso que hoy en día –medio siglo después—confunde y duele tanto al Brasil: declararse anfitrión de Olímpicos Jugos y Mundiales de Balón Inflado en esa cíclica lotería del desconcierto de las naciones que aspiran a ser del Primer Mundo habiendo hambre en los campos y harapos en las calles. En José Trigo reclaman justicia con su huelga los ferrocarrileros de un país que hoy, medio siglo después, se quedó sin trenes.
Del Paso quiso estudiar medicina y dice que renunció por aversión a las vísceras y sangres en directo, lo cual no impidió que se lanzara a la confección de una segunda novela en 1977, que retrata la vida de Palinuro de México, estudiante de Medicina que vive en amasiato con su prima Estefanía en el cuadrángulo enigmático de la Plaza de Santo Domingo, antiguo refugio de la Inquisición en tiempos de la Colonia, bajo cuyos portales subsisten hasta el día de hoy los escritorios públicos donde evangelistas a destajo escriben cartas para todo analfabeta que solicite documentos legales o cartas de amor furtivo. Palinuro de México es un collage barroco y onírico, mural vocálico donde se entremezcla la memoria de sus propias andanzas de estudiante en el vecino Colegio de San Ildefonso con las ilusiones enloquecidas de un aspirante a curador de almas y cuerpos.
Luego, en 1987 Noticias del Imperio cristalizaría la finísima ebanistería del escritor barroco, el cronista literario de una época que había sido velada en amnesias por la aburrida prosa de un montón de historiadores. Se trata de la confirmación de un ánimo popular en donde tanta glorificación en bronce de Benito Juárez y la heroica defensa de la soberanía, nublaba la incomprendida desgracia del efímero emperador Maximiliano y su tierno amor, Carlota Amalia. Un noble austríaco vestido de chinaco dictando bandos en todas las lenguas indígenas y una princesa de Bélgica que termina enloquecida, durmiendo con un muñeco anatómicamente correcto de su rey (fusilado en Querétaro) en habitaciones cercanas al Papa nada menos que en el Vaticano. La Loca Carlota que en el corrido era cantada con narices de pelota, que murió ya entrado el siglo XX, con luz eléctrica y Chaplin en pantalla, era la protagonista de hechos en crudo como auténtico bombón más que apetecible para el azoro literario, pero nadie lo cuajaría mejor que Del Paso, orfebre y erudito como lo prueban sus ensayos y sus crónicas, ambos ya antologados en libros de sus muchas lecturas y muchas ideas en torno a temas tan diversos como el Islam o los laberintos de Escher, el judaísmo o la música clásica, sus pinturas al óleo y en el recuerdo, pero quizá el libro con el que deberían empezar a recorrerlo los nuevos lectores que han de viajar a Del Paso ahora que se le reconoce con el Premio Cervantes sea precisamente Viaje alrededor del Quijote (2004).
Del Paso es de los pocos que han reparado en guiños no tan obvios que hizo Cervantes para la noche de los tiempos, quizá enjaulados como leoncitos para el atrevido que se lanza a la disección, autopsia y resurrección de párrafos inmortales, supuestamente intocables. En su viaje en torno al Quijote, Del Paso se pregunta como niño que lo lee siempre por primera vez en dónde estaba de veras esa biblioteca del loco Alonso Quijano y cómo es que la tapiaron su ama y la criada. ¿Será que un verídico encantador logró desaparecer esa habitación, incluso en los planos que han trazado posteriores estudiosos de ese capítulo cervantino? Del Paso de los pocos lectores que se atreven a hilar que ese Álvaro de Tarfe que aparece en la gloriosa Segunda Parte del Quijote es nada menos que invento del nefando Avellaneda, santo patrono de plagiarios, resucitado en tinta por el ofendido Cervantes para descalabro de todo usurpador y gloria de la mejor historia jamás contada. Viajar con Del Paso alrededor del Quijote es andar despacio con un viajero que se convierte a su vez en un abierto continente de palabras, un escritor que a partir de este abril cumple cabalmente con la dosis que recomendaba Alfonso Reyes para todo autor mexicano: ser generosamente nacional y provechosamente universal. Un autor como paisaje de versos, óleos encendidos de luz, lecturas en contagio constante y por lo menos tres novelas que seguirán siendo, ya para siempre, noticia.
Jorge F. Hernández
21 abr 2016
Agua de azar
Cuatro siglos y un instante
Muere en día de San Jorge quien en realidad renace en la lucha constante contra el dragón impredecible de todos los días. El hombre que llevaban en andas el 23 de abril de 1616, quizá desconoce que su sombra es ya la eterna neblina que hoy mismo –cuatro siglos y un instante después—rodea como niebla los perfumados disfraces de funcionarios y turistas que se acercan en ruidosas peregrinaciones hasta las puertas del convento de las Trinitarias donde supuestamente reposa ese hombre que escribió la vera primera novela moderna, que –entre otras muchas otras bendiciones—concede no a todos sus lectores el raro azar de leerse siempre por primera vez, así sea la enésima vez que se toman entre manos sus páginas.
Hace veintinueve años, vísperas de recibir el Premio Cervantes en Alcalá de Henares, Carlos Fuentes lanzaba un reto ante unos aspirantes de escritor, autores en ciernes. Decía que él –siguiendo el ejemplo de William Faulkner—leía el Quijote todos los años, en Primavera o Pascuas. Por lo menos uno de sus testigos le tomó la palabra, quizá para que hoy consten en calendarios inverificables las siguientes noticias del imperio de la letras: Cervantes sigue intacto a cuatrocientos años de haber inaugurado su eternidad; el Premio que lleva su nombre se entrega este próximo sábado día de San Jorge al sexto escritor mexicano en merecerlo; el propio Fuentes empezó hace unos pocos años sus andanzas sin tiempo y uno de los lectores que aceptó el reto de leer cada abril la novela intemporal confirma a ciencia cierta que se trata de un libro cuyo autor cumple –una vez más—un instante de fallecido, así sumen oficialmente cuatro siglos las fechas en las enciclopedias oficiales.
Para quien no haya leído jamás esa maravillosa historia –y que sin embargo, cita la escena de los molinos o repite parlamentos que en realidad sólo se escuchan en la versión cinematográfica donde aparece Cantinflas—es de muy agradable sorpresa confirmar que en ese mentado final, el protagonista dice llamarse Alonso Quijano y que en vida fue conocido también como El Bueno. El detalle es trascendental, pues a lo largo de las dos partes que componen la novela y en todos los mentideros donde se habla del personaje (como si de veras fuera leído y no popular por oídas) lo conocemos como Don Quijote de la Mancha, apodado El Caballero de la Triste Figura y si acaso, al empezar el novelón el propio autor no menciona nombre de pila y duda si su apellido es Quezada, Quijana o Quijada.
Consta que en el imperdonable atrevimiento de escribir un Quijote apócrifo, escrita en Valladolid por un fantasma incierto que firmó con el nefando nombre de Avellaneda (muy probablemente seudónimo empleado por Ginés de Pasamonte, conocido del mismísimo Cervantes que se sintió ofendido por unas líneas fundamentales donde aparece en el verídico Quijote), el tal Avellaneda –santo patrono de los plagiarios que así pasen los siglos siguen tan campantes con sus hurtos impunes y sus meretrices al brazo—además, tuvo a mal inventar que Don Quijote se llamaba Martín Quijana y así, el necio lector de cada abril, de todos los años, descubre de pronto un vado inesperado, un hueco insólito que intentaré resumir a continuación.
Ni Quijada, Quezada o Quijana, pues el otrora enloquecido Caballero de la Triste Figura despierta de una siesta al filo de su último suspiro, pocos minutos antes de morir y declara ante barbero, cura, ama y criada que se ha curado de su locura y que ya no es presa de la razón de la sinrazón que a su razón distorsiona. Para profunda tristeza del desconsolado Sancho Panza, escudero que anhela la continuidad de la aventura, declara ser nada menos que Alonso Quijano, a quien en vida llamaban el Bueno. Ese nombre y ese apodo no aparecen en ninguna línea anterior del libro y tengo que para mí que significan lo siguiente: el hombre que había enloquecido como Quezada, Quijana o Quezada decide morir aparentemente cuerdo para que su personaje Don Quijote de la Mancha sea precisamente eterno y enloquecido por los siglos de los siglos… y en ese mismo instante declara llamarse Alonso Quijano, como salvoconducto verbal de una cordura aparente, que a ojos de todos parece una más de sus locuras, precisamente porque todo lo que ha de permanecer intacto así pasen cuatro siglos no es más que la nube impalpable de un instante; ese algo que es innombrable.
Café de Madrid es un blog que extiende -en párrafos, fotos y dibujos- el ánimo de un cronista mexicano por las calles, biografías y párrafos de la Villa y Corte del Oso y del Madroño. Una mirada a los diferentes pretéritos y presentes que le dan vida, los lugares que han desaparecido y las muchas cosas insólitas que la hacen una de las ciudades más enigmáticas e interesantes del mundo.
Soy escritor y he publicado dos novelas, una de ellas La Emperatriz de Lavapiés que fue Finalista del Premio Alfaguara en 1998; cinco libros de cuentos y cinco libros de ensayo. Tengo las columnas "Cartas de Cuévano" y "Café de Madrid" en EL PAÍS. Hago dibujos y hace cincuenta kilos fui novillero. Sígueme en Facebook.
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