
Escribe mi colega Hans Kundnani (autor de "Utopia y Auschwitz: la generación del 68 y el Holocausto" y de un fascinante y muy recomendable blog sobre Alemania) que una de las sorpresas que nos está trayendo esta crisis es el “retorno de la historia” a Europa (véase el artículo completo
en el último número de la revista Política
Exterior). ¿Recuerdan la polémica
provocada en 1992 por las tesis de Francis Fukuyama sobre “el fin de la
historia”? (véase texto
original en inglés de su artículo en la revista National Interest, en inglés o una versión
traducida al castellano).
La tesis de Fukuyama era que la caída del muro de Berlín y
el fin de la guerra fría suponían que no había alternativa al modelo de
democracia liberal asentada en una democracia de mercado y, por tanto, que la competencia entre modelos
políticos-económicos había finalizado. La tesis fue rebatida por Samuel Huntington en 1993 con el argumento de
que el conflicto ideológico entre comunismo y democracia se sustituiría por el
conflicto cultural, es decir, por el “choque
de civilizaciones” (véase artículo
original en inglés en la revista Foreign
Affairs así como una traducción
al castellano).
Las tesis de Huntington han quedado desacreditadas por el
paso del tiempo pero no así las críticas a Fukuyama. En un interesantísimo
artículo de 2007 en la revista Policy
Review (End of
Dreams, Return of History), al que seguiría posteriormente un libro del
mismo título (publicado
en castellano por Taurus) Robert Kagan señalaría que el contexto posterior
al 11-S y la emergencia de las rivalidades geopolíticas entre EEUU, Rusia y
China en absoluto nos permitían hablar del “fin de la historia” sino
precisamente de lo contrario: de su retorno.
Hasta la fecha, la
Unión Europa, Europa, había sido ajena a este debate sobre el fin de la
historia o su retorno. Fuera o no cierto el fin de la historia a escala
global, lo que sí parecía fuera de toda duda era que dentro de Europa la
historia sí que había terminado. El orden europeo, fundado sobre las
Comunidades Europeas, luego Unión Europea, constituía el mejor ejemplo de la “domesticación” de los viejos
Estados-nación. Europa era, en la expresión de Robert Cooper, el consejero
diplomático de Javier Solana en la Secretaría General del Consejo de la Unión
Europea y autor de "The Postmodern State and the World Orden", una entidad posmoderna, basada no en los principios de soberanía
vigentes desde Westfalia, sino precisamente en su superación y sustitución.
Por tanto, mientras que ahí fuera seguía habiendo estado modernos
(hobbesianos) que seguían chocando entre sí como bolas de billar en un tapete (en la metáfora típica de las visiones
realistas de las relaciones internacionales), Europa había logrado el milagro
de “eliminar las relaciones internacionales”, es decir dejar atrás el lenguaje
del poder y la geopolítica, superar la diplomacia como forma típica de relación
entre estados y sustituir todo ello por
la economía, el derecho y la gobernanza democrática.
No tan rápido,
dice Hans Kundnani: “el liderazgo franco-alemán de la UE se basaba en el ‘equilibrio de los desequilibrios’ entre
una Francia percibida como líder político y una Alemania Occidental más fuerte
a nivel económico. Sin embargo, a lo largo de esta última década, a medida que
Alemania luchaba por sus intereses nacionales dentro de la UE de manera más
rotunda y Francia perdía competitividad respecto a Alemania, el equilibrio
entre los dos países se perdía”.
La paradoja es más que evidente. La construcción europea,
que nació como un vehículo para controlar
el poder de Alemania, y la unión monetaria, cuya lógica era atar a la
Alemania unificada, ha acabado asistiendo al resurgir de Alemania como el país
con más poder relativo dentro de ella. La percepción, por parte de muchos
países, de que Alemania, como condición para salvar al euro, impone la
exportación de su modelo económico a todos los demás, ha vuelto a traer a
Europa la preocupación por la hegemonía.
El resurgir de los resentimientos significa que la historia, dice Kundnani, ha
vuelto a Europa. ¿Para quedarse?