El pegamento que une las identidades, los territorios y las instituciones es el resultado de complejas circunstancias históricas. Las naciones son tan artificiales en origen como inmutables una vez consolidadas. Y lo mismo puede decirse de los Estados y de su proceso de creación. No hay por tanto nada extraño en que a una comunidad le cueste mucho aceptar una discusión sobre los límites que definen su territorio y ciudadanía. De hecho, a pesar de la reivindicación sobre la existencia de un derecho natural e irrestricto a decidir sobre la pertenencia a la comunidad como una faceta irrenunciable de la democracia, la realidad es la contraria: las democracias carecen de una cláusula de escape estándar que habilite a cualquier territorio o grupo marcharse cuando buenamente lo deseen, y pese a ello las consideramos democracias plenas.
Prueba de ello es que las comunidades que acceden a la estatalidad escindiéndose de otro Estado jamás incluyen en sus nuevas constituciones el derecho a decidir. A falta del pronunciamiento de los independentistas sobre la cuestión, es bastante plausible aventurar que una futura constitución catalana en modo alguno incluiría un derecho simétrico a decidir sobre la estatalidad en los mismos términos empleados para la secesión, es decir, que bastara una mayoría de escaños en el Parlament o una consulta popular para desencadenar una unión con España. De ganar, los independentistas proclamarían la cuestión resuelta definitivamente. Y de perder, considerarían legítimo volver a intentarlo cuantas veces fuera necesario. Cara, gano yo; cruz, pierdes tú.
Incluso en el caso de que se desarrolle de forma negociada y pacífica (algo realmente excepcional: los divorcios de terciopelo no abundan), una secesión es un evento traumático para un país. Porque esos procesos son irreversibles y redefinen por completo la vida de varias generaciones de ciudadanos, el debate sobre esa cuestión debería llevarse a cabo en un marco de exquisito respeto por unas reglas del juego claras y compartidas y el intercambio de razones y hechos contrastables, no sobre la base del trazo grueso y el desbordamiento de las emociones. Decidir es importante y puede que acabe siendo inevitable, pero hacerlo democráticamente es aún más importante. Estamos muy lejos de ahí.
Publicado en la edición impresa del Diario ELPAIS el 26 de septiembre de 2015