Es un supuesto de partida de casi todo análisis sobre esta legislatura que la reforma constitucional estará en la agenda política. Pero tan automáticamente como aparece el consenso en torno a la necesidad de esa reforma, se evapora a la hora de detallar lo que emergería de ese proceso. No es que esta incertidumbre importe mucho: más allá de los límites marcados por una serie de principios generales, es normal que en una negociación constitucional el resultado final no se vislumbre al principio de la negociación.
Lo que sorprende de los actores políticos de este país es la facilidad con la que olvidan que España no tiene una Constitución, sino dos: una primera, la Constitución política ratificada en 1978; y otra segunda, la constitución económica que conforman los Tratados europeos a los que España se ha ido sumando desde su adhesión en 1986 a las (entonces) Comunidades Europeas. Mientras que la primera define las reglas del juego político y la estructura de poder territorial de nuestra democracia, la segunda marca los límites en los que debe operar la política económica. Cuestiones como la fiscalidad, los tipos de interés, el tipo de cambio, la inflación, el techo de déficit público o el sistema de las pensiones están hoy fuera del rango de acción de la acción autónoma de Gobierno y Parlamento.
Publicado en la edición impresa de ELPAIS el miércoles 27 de enero de 2016