El Papa Francisco, el presidente Obama y un creciente grupo de economistas, incluido alguno del FMI, están dándole visibilidad a un tema del que apenas se habla en las altas instancias del poder: la creciente desigualdad de las economías avanzadas como resultado de las políticas elegidas para salir de la crisis. La prolongada recesión, los recortes de los subsidios sociales y la educación, el paro y la precariedad del empleo, la devaluación interna, el impacto de las políticas expansivas de los bancos centrales en el aumento de las rentas altas... Todos son factores que están ampliando la brecha entre las rentas más altas y las medias y bajas. Un desequilibrio que, además de poner en peligro la necesaria cohesión social, impide que la recuperación cobre más brío. El fantasma del declive secular (persistente caída o mínimo avance del crecimiento) crece. Y su causa ya no es sólo el exceso de endeudamiento. El debilitamiento económico de la clase media está obstaculizando la recuperación del consumo, principal motor de estas economías.
Si hasta hace poco Europa podía presumir de que su modelo económico atenuaba las diferencias entre las rentas altas y bajas, vía impuestos progresivos y tranferencias (subisidios sociales), las políticas de austeridad están modificando ese equilibrio. Hasta el FMI, que en esta crisis ha atemperado su defensa a ultranza de las políticas de rigor fiscal, cuantifica en un informe los efectos de los recortes sociales en el aumento de la desigualdad. El organismo concluye que los porgramas de austeridad basados en los recortes de los subsidios sociales deterioran más la brecha entre ricos y pobres que si estos se basan en unos impuestos progresivos. Sus autores advierten de que a falta de una mejor distribución de los esfuerzos, la desigualdad que esas políticas están generando dañarán el crecimiento a largo y medio plazo.